9
Thomas se dirigió a lo que había sido el despacho del administrador de la finca, ahora transformado en sala de profesores. Cuando abrió la puerta se encontró de frente con Ruth Weir, la joven maestra rubia de Pimlico.
— Lo siento mucho — dijo ella, aunque él no entendió a qué se refería.
— ¿Por qué? Esta sala es también para usted.
Ella llevaba varios libros en las manos y se la veía arrebolada, como si la hubieran sobresaltado. Thomas deseó que el rubor no se debiera a su brusca entrada.
— ¿Ya ha encontrado un lugar donde guardar sus cosas?
— Intentaba buscar un rincón…
— Aquí — dijo Thomas con decisión al tiempo que avanzaba hacia una fila de estantes— . Hace tiempo que quiero vaciarlos y ahora dispongo de toda la mañana para hacerlo. — La miró y le brindó una sonrisa afectuosa— . Cuando vuelva a esta sala, después de comer, este armario estará libre para usted.
Ella le dio las gracias y se marchó a su clase, cargada con los libros y los lápices. Sin ella, la sala parecía súbitamente silenciosa, vacía.
Un silbido sonó a lo lejos. Thomas miró hacia la ventana y vio a Jock Stewart, que supervisaba unas carreras de chicos en el jardín delantero.
Con un suspiro, devolvió su atención al abarrotado armario.
Llevaba días postergando la tarea de sacar todos esos viejos y absurdos libros de contabilidad. Puso el freno a la silla, apoyó los pies en el suelo y se dispuso a vaciar el armario.
Al llegar al segundo estante, un libro de bautizo encuadernado en piel cayó al suelo. «Thomas Arthur Ashton, marzo de 1900», decían las letras doradas del lomo. Lo recogió, levantó el cierre metálico y, al hacerlo, abrió también una puerta directa a su pasado.
Ahí estaba su familia, mirándolo. Las fotografías mostraban a un grupo bien vestido reunido a las puertas de la capilla, pero a pesar de la impavidez de la imagen Thomas podía percibir sus vidas ocultas. En el centro se hallaba su padre, Robert, con los hombros rígidos y mirando a la cámara con aire desafiante, como si se enorgulleciera de iniciar el nuevo siglo con un tercer hijo varón. A su lado, Miriam, su madre, posaba con estilo, y su luminoso y pálido semblante quedaba realzado por el vestido de seda de color ostra. En sus brazos, el niño Thomas parecía observarlo todo con una atención impropia de sus pocos meses. Y al lado de su madre estaban William y Edward, sus hermanos mayores, en cuyos rostros se leía la impaciencia por salir a jugar aprovechando el buen día de primavera.
Thomas recordaba lo que su madre le había contado sobre el fastuoso bautizo: la pompa de la ceremonia, los invitados que llenaban los jardines donde su padre plantó el árbol de bautismo — un haya roja— ante el aplauso de familiares y amigos. Después, en el comedor de paredes granate, los comensales habían disfrutado de un banquete a base de productos de la finca: carne, pescado, verduras frescas, pan recién horneado, e incluso el queso, todo regado con caldos añejos procedentes de las bodegas de Ashton Park.
Un griterío sacó a Thomas de su ensimismamiento y su mirada regresó a la ventana: los chicos habían empezado las carreras en el jardín. Los observó durante un momento, disfrutando de aquella velocidad temeraria. Un niño cayó y se levantó como si nada hubiera pasado. Thomas aún recordaba aquellas habituales caídas de cuando era niño… y las veces en que había rodado por la pendiente de césped del jardín de las rosas con su hermana Claudia.
Devolvió su atención al álbum y advirtió, apesadumbrado, que no contenía fotos de su hermana: ella había nacido dos años más tarde. Y, sin embargo, formaba parte de todos sus recuerdos de infancia: horas de juegos en el cuarto azul, meciéndose sobre el caballito o diseminando los soldados de plomo. O escondiéndose detrás de las plantas del salón mientras su madre interpretaba a Schubert al piano.
Todas las mañanas iban a los aposentos de su madre. Su cuarto daba a los jardines y contenía un pequeño secreter lleno de cartas y de baratijas exóticas. A veces la contemplaban mientras se cepillaba sus largos cabellos castaños, a lo que seguía el tintineo familiar de anillos y pulseras mientras revolvía el joyero en busca de la pieza elegida. Por las noches solía quitarse el anillo de casada porque, según les decía, «me corta la circulación».
— ¿Podré usar tus anillos cuando sea mayor? — preguntó un día Claudia.
— Claro que sí, querida — contestó su madre— , y Thomas podrá quedarse con este brazalete para su esposa — añadió, para ser justa con ambos.
En ese mismo instante Thomas había sentido que la pulsera en cuestión le pertenecía ya: era tan elegante, tan exquisita… formaba parte de su futuro. Vio cómo su madre se la ponía y ajustaba el cierre.
Fueron los años eduardianos de vacas gordas, pensaba Thomas ahora, en los que ricos cortinajes y plantas exóticas daban esplendor a los salones, y en los que las delicadas figuritas de colores de su madre llenaban las mesas, dispuestas sobre ricos tapetes.
Había sido también una época plagada de tranquilizadoras tradiciones familiares, que aún le gustaba evocar. En su mente veía aquellas tardes de verano, cuando alargaban los días, y los Ashton y sus invitados se sentaban en los escalones del jardín, bajo la galería, a compartir bebidas y charlas. A veces él acompañaba al mayordomo cuando este hacía la ronda para dar cuerda a los relojes. Había relojes de pie, de mesa, relojes colgados en la pared; algunos con carrillón, otros con péndulos oscilantes, pero todos necesitaban que alguien les diera cuerda regularmente. Stillwell, el mayordomo, llevaba todas las llaves en un aro y a veces dejaba que Thomas se encargara de la tarea.
— Hágalo con cuidado… despacio, despacio — murmuraba, encorvándose para comprobar el trabajo del muchacho— . Tenga cuidado de no forzar el mecanismo.
Thomas se concentraba demasiado en lo que debía hacer para ver la cara del mayordomo, aunque ahora, al revivir la escena como espectador, podía visualizar su semblante preocupado.
Todas las primaveras un hombre se subía a una alta escalera de mano para limpiar la gran lámpara de araña que iluminaba el Marble Hall. Cuando terminaba, las gotas de cristal centelleaban como el agua más pura. O, si Thomas se situaba justo debajo y levantaba la vista, la lámpara despedía un brillo que recordaba al del sol contra el azulado color del techo abovedado, donde un hombre medio desnudo tocaba la lira entre las nubes.
— Ese es Apolo — le explicó un día su padre— . El dios griego del sol y de la música. Ha sido muy amable de quedarse aquí en Yorkshire… Muy amable.
Los padres de Thomas realizaban frecuentes viajes a su casa de Londres, situada en Regent's Park, pero siempre que volvían a Ashton traían consigo un talante de tranquila alegría que acompañaba al trasiego de baúles y maletas. Dos veces al año ofrecían sendos bailes de gala en el salón de roble dorado: una estancia muy larga, con muchos ventanales que dejaban entrar la suave luz de la tarde. En alguna ocasión Thomas pudo quedarse a la fiesta: los invitados se reunían en el Marble Hall y él estrechaba las manos de todos, sin apenas reconocer sus rostros.
Retenía la impresión de que los hombres solían echar los hombros hacia atrás, y encoger el estómago, mientras que las mujeres tendían a inclinar la cabeza a un lado, como si sostuvieran algún objeto valioso en la punta de la nariz.
En el centro de la gran sala estaban sus padres. Él nunca olvidaría a su madre, ataviada en seda azul, entrando al comedor del brazo de su padre, verdaderamente hermosa.
— Eres todo un Ashton — solía comentarle su padre en tono cariñoso, para irritación del resto. Porque Thomas había heredado los impresionantes ojos azules de su padre, que Robert, en sus momentos de vanidad, consideraba un don, el símbolo de la familia Ashton. Al mirar la cara de su hijo menor, veía un agraciado reflejo de su propia alma.
La historia también formó parte de la infancia de Thomas. Retratos de parientes que le observaban desde las paredes, libros forrados en piel y suaves al tacto que se amontonaban desde hacía generaciones en la biblioteca.
Precisamente en uno de los rincones de la biblioteca había una puerta secreta, disimulada entre los estantes, que se abría mediante un mecanismo para revelar una escalera que ascendía a la galería. Thomas sabía que ese dispositivo había sido instalado por su abuelo, y sentía un arrebato de complicidad cada vez que abría la puerta. Se pasaba horas paseando al borde de la barandilla de latón que circundaba la galería de la biblioteca, tocando todos los libros antiguos: relatos, poesía griega, atlas, ediciones de viejas obras dramáticas.
Thomas sentía la presencia de los antiguos Ashton por toda la casa — en el aire, en el humo que ascendía por las grandes chimeneas labradas— , siempre atentos a todo. Podía ir de sala en sala y disfrutar de la seguridad que daba la continuidad de las generaciones, la seguridad que ofrecían esos antepasados cuyos nombres eran conocidos y recordados.
Pero incluso en esos primeros años había distinguido ya atisbos de la imperfección del mundo. Cuando tenía ocho años, la tía Mary fue a visitarlos y paseó con él por el jardín hasta la estatua del Tiempo.
— Yo acostumbraba saltar a su alrededor cuando era niña — dijo con cariño, al tiempo que quitaba un poco de musgo del pedestal— . ¡Ahora la veo mucho más pequeña!
Ella volvió la mirada hacia la casa y Thomas se sorprendió al pensar que la tía Mary había vivido allí, y que también él, algún día, se convertiría en un extraño en Ashton. Su hermano mayor, William, heredaría la casa, e instalaría en ella a su esposa y a sus hijos. Él sería solo un visitante ocasional, el tío de los nuevos herederos. Durante semanas deambuló por la casa mirando sus cuadros favoritos, los relojes que más le gustaban, con una desconcertante sensación de pérdida incipiente.
Tampoco podía olvidar el lúgubre aviso que ofrecían los monasterios de la zona, excursión obligada de todos los veranos. Cargados con cestas de comida y bebida, los coches los llevaban hasta las pintorescas ruinas de Rievaulx y Byland, que se habían convertido en el entorno ideal para un almuerzo campestre. Él y sus hermanos correteaban entre los restos de los muros y saltaban por encima de los fragmentos de columnas rotas. Hasta que, bajo la suave caricia de la brisa, Thomas se detenía y paseaba la mirada por aquellos muros poderosos reducidos a simples montones de piedras. Allí estaba Rievaulx, antaño una de las mayores abadías de aquellas tierras, cuyo altar estaba ahora invadido por la maleza y cuyos arcos resquebrajados ya solo enmarcaban a las ovejas que pastaban en las lejanas lomas.
Thomas recordaba haberse sentado con Claudia en una escalera que no subía a ninguna parte, y haber pasado la mano por los rugosos escalones. Los rodeaban los restos del paso del tiempo, todas aquellas piedras erosionadas por el viento y la lluvia, pero este era el olvido del pasado de otro.
— El arroyo desemboca en el río que cruza nuestros campos — le explicó un día su padre. Lo recordaba ahora, con sus pobladas patillas, mientras ambos paseaban junto al riachuelo de Rievaulx— . El nombre que dieron a la abadía viene del río: Rie vaulx, el valle del Rye. Cuando llega a nuestras tierras se hace más grande, pero procede de la misma fuente.
Thomas había contemplado las piedras del lecho del río y había llegado alegremente a la conclusión de que toda la vida y el espíritu de esa abadía en ruinas se había condensado en aquel riachuelo y había viajado a la deriva hasta instalarse con ellos, en el esplendor pretendidamente eterno de Ashton Park.
Los gritos de los niños cobraron de repente más fuerza. Thomas se acercó a la ventana y se percató de que estaban en el descanso de antes de comer.
Niñas y niños estaban diseminados por los campos o hacían cola para el columpio. Durante un rato observó aquellos grupos infantiles, solo con intención de ver si alguien quedaba excluido del resto.
Su esposa salió al jardín. A pesar de que se sentía algo culpable por observarla sin ser visto, siguió haciéndolo. Jock Stewart apareció detrás de ella y empezó a sacudir la campanilla que anunciaba la comida.
Elizabeth seguía subida en el último escalón del jardín mientras docenas de críos pasaban por su lado a toda prisa. Hasta que una niña, Anna Sands, se detuvo a su lado y le tendió la mano. Thomas sintió que el corazón le daba un vuelco.
Pero su esposa no aceptó el gesto. Acarició el hombro de la niña, con cierta desgana, y la envió para la casa.
Turbado por la escena, Thomas dio media vuelta y se dirigió también al comedor. El dolor de su esposa era el suyo propio. ¿Qué eran ellos en el fondo sino una pareja estéril en una gran casa, llena de niños que no eran suyos?