SHIATSU
Es un bar importante, de renombre en el barrio, quizás con el mejor jamón de Barcelona, y unos codillos al horno —cocinados con cebolla, tomate, pimienta, vino blanco y coñac— de altísima calidad. Hay, exactamente, cuatro mesas. Dos cuadradas, en cada una de las cuales hay un hombre desayunando —uno calvo, el otro con bigote—, y dos rectangulares, que doblan exactamente la medida de las cuadradas. En una de estas mesas hay un hombre con chándal azul, de cabello largo y blanco. La otra mesa rectangular está desocupada y es, pues, hacia esa mesa adonde se dirigen las cuatro personas que, entre risas y bromas y con carpetas en las manos, entran ahora en el bar. Se sientan, se quitan las chaquetas, las bufandas, y las colocan en el perchero que hay junto a esa mesa que hasta ahora estaba desocupada, y también en una silla de la mesa individual que hay al lado. Antes de dejar el anorak, uno de los recién llegados pregunta al hombre con bigote que ocupa la mesa: «¿Está libre?». Cuando el hombre dice que sí, coge la silla, la acerca a su mesa y deja el anorak encima.
No ha pasado ni un minuto cuando entran tres personas más, también con carpetas —son de un instituto de medicina tradicional china que hay justo en la otra acera—, que saludan con grandes gritos a los cuatro que han llegado antes. Cuando llegan a la mesa miran hacia uno y otro lado, para evidenciar a todo el mundo que se plantean dónde sentarse. Que lo hagan no es algo inconsciente, porque así consiguen introducir el desasosiego en el resto de clientes que, en las otras mesas, almuerzan y leen el periódico. De resultas de esta evidencia, de entrada consiguen que el hombre de cabello largo y blanco y chándal azul que almorzaba en la mesa grande se sienta incómodo, se apresure a acabar el café con leche que tomaba y se levante. Aún no se ha puesto en pie del todo cuando uno de los recién llegados se le tira encima y con cara ansiosa pregunta: «¿Se va?». El hombre contesta: «Sí, claro». Rápidamente, dos de los recién llegados cogen la mesa y, cuando ya tienen las manos debajo, a punto para levantarla, se vuelven hacia la dueña del bar y le preguntan: «¿Podemos juntar las mesas?». La mujer dice que sí, y entonces cogen definitivamente la mesa y la trasladan hasta la que ya ocupaban, pero como entre esta mesa y la cuadrada más próxima —donde desayuna el hombre calvo— no hay bastante espacio para meter la nueva mesa grande, empujan la mesa pequeña hacia un lado, de manera que el empujón hace que mesa pequeña y hombre calvo se desplacen un metro hacia la barra y se empotren contra un taburete. Con lo cual, una vez metida la nueva mesa, los recién llegados pueden finalmente sentarse —los siete— alrededor de las dos mesas juntas, cosa que celebran con grandes muestras de alegría, risas y algún grito. Como consecuencia de este movimiento, no obstante, la puerta del servicio de señoras queda bloqueada, y los percheros, fuera del alcance de los demás clientes, que tienen allí sus chaquetas. Esta circunstancia permite que los recién llegados apoyen la cabeza en la esponjosidad del montón de ropa. Cuando se acerca el camarero piden: un té, un cortado con la leche desnatada, una coca-cola y un croissant, otro cortado —descafeinado de máquina—, un café muy corto y un café con leche en vaso.
Pronto se ve, sin embargo, que con la distribución de mesas conseguida no va a haber bastante, porque la puerta del bar vuelve a abrirse y entran cinco personas más —también con carpetas del instituto de medicina tradicional china—, que se dirigen con gritos y risas hacia los ocupantes de las dos mesas ya juntas. Cuando ven que sólo queda espacio para uno de ellos, miran hacia uno y otro lado del bar. No hay demasiadas opciones. Uno de los estudiantes acabados de llegar se destaca, se acerca a la mesa del hombre calvo y le pregunta si puede coger la silla donde no se sienta. El hombre tiene en ella la chaqueta, y colocarla en los percheros ahora es imposible: no se puede llegar porque el resto de los estudiantes y la nueva distribución de mesas lo impiden. De manera que el hombre coge la chaqueta, se la coloca sobre las piernas y le dice: «Coja la silla». El chico la coge y la acerca a la doble mesa que ahora ocupan, pero los estudiantes no dejan de mirarle. Lo hacen con la convicción de que el hecho de ser muchos les confiere un derecho superior. Es una mirada que dice: «Nosotros somos muchos. ¿Cómo es que no levantáis inmediatamente el culo de la silla y os marcháis, vosotros que en cada caso sólo sois uno, y nos dejáis el sitio a nosotros, que somos un grupo y por tanto tenemos el derecho que nos otorga la superioridad numérica?». Que esta mirada perseverante acaba por producir el efecto deseado se nota en el hecho de que, al cabo de un rato, el hombre calvo se levanta y se acerca a la barra. No ha tenido tiempo de pagar cuando los estudiantes del instituto de medicina tradicional china se apoderan de la mesa, la juntan a las otras dos que ya ocupan y se sientan. Pero es evidente que, pese a este dominó de tres mesas, aún les falta sitio: son doce y en las tres mesas sólo pueden meterse once, porque uno de los lados toca con la pared. Por eso, en un proceso de expansión discreto y contundente, el duodécimo del grupo decide, de todas las sillas de esas tres mesas juntas, compartir la que queda más cerca del hombre con bigote y empotrado contra uno de los taburetes de la barra, que de ese modo se ve todavía más empujado hacia el taburete. A esta presión hay que añadir los grandes gestos y los golpes accidentales. «Ay, perdón», le dicen la primera vez que recibe uno, pero la segunda y la tercera ya no le dicen nada, y cuando él los mira con reprobación todos levantan la cabeza al unísono, para mirarlo a él de manera desafiante. En un principio el hombre se repite que no está dispuesto a ceder, que no ve que, por el hecho de ser más, hayan de tener derecho alguno a expulsarlo de la mesa y que no entiende cómo la dueña, que tiene sobre la cafetera un cartel que dice RESERVADO EL DERECHO DE ADMISIÓN, no hace uso de esta facultad y les pide, como mínimo, educación. Pero pronto los golpes accidentales ya son decididos, y cada vez más descarados, y la presión crece tanto —ahora oye que empujan con gritos de «Va, todos a la vez: uuuu…, ¡eh!, uuuu…, ¡eh!»— que se levanta y paga. Mientras sale a la calle entre los cantos de alegría y victoria de los reunidos, debe apartarse de nuevo porque entran tres más, con la carpeta del instituto de medicina tradicional china contra el pecho, amos ya por entero del bar.