EL TENEDOR

Esto pasa un domingo radiante del mes de abril, en un restaurante de un pueblo situado en la falda de una montaña en cuya cima todavía hay nieve. A la hora de comer, con la mayoría de las mesas aún vacías, llegan dos parejas, más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Uno de los hombres entra en el comedor leyendo con gran interés un periódico deportivo. Es evidente que vienen con frecuencia al restaurante, porque saludan a la dueña con mucha confianza, se besan en las mejillas y hablan del tiempo que hace que no se han visto. «¡Desde antes de Semana Santa!», finge sorprenderse una de las mujeres. Después hablan de los hijos. Según parece, todos están bien. Concluida la conversación, la propietaria (siempre sonriente) les indica qué mesa les ha reservado. Es una rectangular, a un lado del comedor. Una de las mujeres escoge uno de los asientos próximos a la pared, y la otra el que hay enfrente. Los maridos, pues, quedarán también cara a cara pero junto al pasillo.

Y entonces, mientras todavía están de pie y se quitan las chaquetas, sin querer una de las mujeres da un golpe de manga al tenedor, el suyo, que cae al suelo sin hacer ruido porque, aunque hay poca gente en el comedor, el hilo musical lo cubre todo, y además se oyen voces que vienen de la cocina. La caída del tenedor ha pasado inadvertida a los otros tres. El otro matrimonio ahora está vuelto hacia la pared, y contempla un cuadro donde se ve un camino bordeado de cipreses en una mañana amarillenta, y el marido de la mujer que ha tirado el tenedor al suelo continúa concentrado en la lectura del periódico deportivo.

De manera que, con gesto rápido, la señora se agacha y recoge el tenedor. Pero, en lugar de dejarlo en un lado de la mesa para que el camarero se lo cambie por otro limpio, coge el tenedor de su marido, lo coloca donde estaba el suyo, y el que ha recogido del suelo lo pone a la izquierda del plato de él, en el lugar donde estaba el tenedor que ahora ella se ha apropiado. Entonces se sienta. A continuación se sienta su marido, da por acabada la lectura del periódico y lo dobla.

Los observo fascinado. ¿Por qué no ha pedido al camarero que le cambie el tenedor? Si no le importa que se haya caído al suelo, si no considera inadecuado utilizarlo aunque se haya ensuciado, ¿por qué no lo ha dejado donde estaba, al lado de su plato? Hay gente a la que no le importa demasiado que un cubierto o un trozo de comida se caiga al suelo. Entre la juventud americana circula una imaginaria Ley de los Cinco Segundos según la cual, si algo cae al suelo (un bocadillo, un cubierto…), no pasa absolutamente nada si lo recoges antes de que pasen cinco segundos, ya que —dicen— se requiere más tiempo para que la porquería, los microbios, lo que sea, afecte a lo que ha caído. Pero la señora no debe de creer en esa ley, porque después de recoger el tenedor ha considerado que no estaba lo bastante limpio para ella. Pero sí para él. ¿Él es menos escrupuloso? ¿Son los años de convivencia, que pudren hasta las piedras? ¿Es una muestra de muchas otras pequeñas venganzas que practica? ¿Escupe también en la taza de café con leche del marido, cada mañana, cuando él está distraído?

Repaso con la vista las pocas mesas ocupadas que hay en el comedor. Ningún comensal se ha fijado en la acción. La dueña tampoco, ni el camarero, un chico jovencísimo y eficiente que en este momento lleva a la mesa la panera repleta, unas aceitunas y las cartas con los platos. El otro matrimonio deja finalmente de mirar el cuadro y se sienta. Cogen las cartas, las abren y empiezan a leer.