LA ALABANZA

Una tarde de diciembre, el escritor Daniel Broto entra en una librería. No es ninguna de las librerías que suele visitar, en el centro de la ciudad. Ésta se halla en un barrio de colinas edificadas que a duras penas conocía antes de que, hace unos cuantos años, un primo de Montpellier hubiera ido a vivir allí. La comida en casa del primo ha acabado a las tres, y a las tres y cuarto ya se han despedido, y como hoy Broto no tiene clase en la universidad ni nada especial que hacer, ha decidido ir andando calle abajo. Al cabo de un rato ha encontrado la librería. Le ha sorprendido que no sea de un tamaño insignificante, que tenga anaqueles numerosos y bien surtidos, porque creía que sólo en el centro de la ciudad hay aún librerías dignas. Curiosea por las mesas, llenas a rebosar de novedades. Cuando pasa por caja lleva dos libros en la mano: Elogio del martirio, de un escritor ucraniano de moda estos últimos tiempos, y La belleza del cadmio, el primer libro —una recopilación de cuentos— de un autor joven, inédito hasta ahora. El librero, que lo reconoce, le pregunta por qué ha escogido esos dos libros. Broto se lo piensa un instante. El del ucraniano, porque todo el mundo dice maravillas de él y no ha leído nada. El otro, porque la primera frase le ha parecido intrigante, atractiva, nada estúpida. Ha hojeado el libro, y ha leído fragmentos de la mitad y del final. El autor utiliza una lengua rica pero sin perifollos.

En casa, empieza a leer Elogio del martirio, pero en la página treinta lo deja. En parte porque cuando se ha puesto a leerlo ya era tarde, de noche, y en la página treinta se le cierran los ojos. De una tirada, duerme toda la noche. Pero al día siguiente, cuando se vuelve a poner, sólo avanza hasta la página treinta y seis y finalmente lo deja, si no definitivamente, al menos en la estantería, donde puede pasarse años, e incluso no volver a ser abierto nunca más. Broto coge entonces el otro libro, el del autor novel —David Guillot—, y lo abre por la primera página. Lee el primer relato. Le parece muy aceptable. Después lee el segundo: impecable. Al acabar empieza el tercero, también bueno. El cuarto no le parece a la altura, pero, si no hubiera sido por el nivel al que los cuentos anteriores han puesto el listón, probablemente le habría sorprendido favorablemente. En cambio, el quinto y el sexto le parecen discretos; y el séptimo, previsible. Pero el octavo es muy bueno, el que más le gusta de todos. Cuando finalmente cierra el volumen, lo hace con la sensación de haber leído una recopilación interesante, y más tratándose de un primer libro.

De manera que, unos meses después, cuando, en el transcurso de una entrevista, un periodista de la sección de cultura de un periódico le pide que recomiende un libro que le haya gustado en los últimos tiempos, Daniel Broto le dice: «La belleza del cadmio, de David Guillot». La entrevista es larga, de dos páginas, con una gran foto central de Broto sentado a la mesa de trabajo y tecleando en el ordenador. En un recuadro de la segunda página aparece la pregunta: «¿Puede decirnos algún libro que le haya gustado de manera especial últimamente?». Broto responde: «La belleza del cadmio, de David Guillot, me ha parecido un libro muy bueno». Queda sorprendido. A la solicitud de un libro que le hubiera gustado estos últimos tiempos, él contestó un título y el nombre del autor, pero no añadió ninguna valoración especial. Pero, como el libro le pareció bueno, no piensa hacerse mala sangre por ese detalle.

Al día siguiente de la publicación de la entrevista en el periódico, cuando, después de la universidad, Broto vuelve a casa, encuentra en el contestador una llamada de David Guillot, que —le explica— ha leído en el periódico lo que Broto ha dicho de él y no puede por menos que agradecérselo. No es difícil deducir cómo debe de haber conseguido su número de teléfono, porque lo tienen en la editorial donde Guillot ha publicado el libro: desde el director hasta la jefa de prensa. Muchas gracias, le repite varias veces. Y también: «No sabe, Broto, lo que significan sus palabras para un autor novel como yo, que acabo de ver publicado mi primer libro. No debe de ignorar que el reconocimiento de un escritor consagrado como usted es un regalo del cielo». Se lo agradece varias veces más y le deja el número de teléfono. Sabe, por supuesto, que Broto debe de tener un montón de trabajo y que sin duda no podrá perder el tiempo con nimiedades como ésas —«un joven escritor que empieza, vaya cosa»— pero, por si acaso le apetece, entonces estaría encantado de poder hablar con él, aunque fuera por teléfono, sobre todo porque Broto es, para Guillot, un maestro, el escritor vivo más importante, el que lo ha guiado en sus inicios adolescentes, su modelo literario incluso ahora que ya empieza a publicar, el ejemplo que —si le permite la confesión— ha hecho que se decida a escribir, a convertirse en escritor. «Y ahora me apetece decirle, ahora que he publicado mi primer libro y…». Aquí la llamada se corta, pero a continuación hay otra llamada, también de Guillot, que empieza diciendo: «Veo que me he alargado demasiado. No quiero ser pesado. Le dejo mi teléfono por si le apetece telefonearme, y basta; no lo mareo más».

Broto anota el número de teléfono en la libretita que tiene al lado del aparato y piensa que quizás sí que lo llame más tarde. Ahora se sienta al escritorio, pone orden en los papeles, saca de la cartera los textos de los alumnos, los pone en una pila y enciende un cigarrillo. Al día siguiente, cuando coge la gabardina del perchero para ir al teatro, ve junto al teléfono la libretita con el número anotado y piensa que, si puede, al día siguiente lo llamará. Pero llega el día siguiente, y pasa, y llega un nuevo día siguiente, y otro y otro, y el momento de telefonearle no se presenta nunca. Y una tarde que entra en una librería ve que, ahora, al libro de Guillot le han puesto una faja que dice: UN LIBRO EXTRAORDINARIO, DANIEL BROTO.

Él no dijo en ningún momento que fuese un libro extraordinario. Según recuerda, a la petición de que recomendase un libro de otro autor que le hubiese gustado en los últimos tiempos, había contestado: «La belleza del cadmio, de David Guillot». Nada más. En ningún caso había dicho las palabras —«me ha parecido un libro muy bueno»— que el periodista había puesto en su boca en el periódico, ni esa otra frase que ahora preside la cubierta del libro, en un cuerpo de letra enorme, más grande incluso que el del título y el nombre del autor: UN LIBRO EXTRAORDINARIO, DANIEL BROTO. Pero Broto no se extraña. Está habituado a que las editoriales recorten y modifiquen las frases que se dicen hasta convertirlas en eslóganes, y no piensa amargarse por eso.

Entonces, cosa de un año después, Broto publica un nuevo libro. Un día en que firma ejemplares en unos grandes almacenes divisa la figura de Guillot hacia el final de la cola de lectores que esperan turno. Lo reconoce por la foto de la solapa del libro. Viste de negro. Es delgado y nervioso. Mira hacia uno y otro lado, más que a la mesa donde Broto firma, y en un momento en que los ojos de ambos se encuentran, aparta la mirada. Cuando llega ante Broto, le dice que es él y le tiende el libro para que lo firme. Le cuenta que hace un año le telefoneó, que le dejó mensajes en el contestador, que le agradece mucho la alabanza que le hizo en el periódico, que esa alabanza ha significado mucho para él, porque por un lado lo ha reafirmado en su determinación de escribir, y por otro ha influido de manera decisiva en la consideración pública que lo que escribe merece. Por ejemplo: ha empezado a escribir crítica literaria en un periódico, y no lo habría conseguido si Broto no hubiera hablado tan bien de él. Detrás de Guillot, la cola de lectores se va haciendo más larga. «Además, he de decirle una cosa que me supo muy mal…», dice Guillot, y se disculpa por la faja que le pusieron al libro: la decidió la editorial, dice, contra su voluntad, porque él no quería aprovecharse, y mucho menos que, en la segunda edición —que ya ha salido, un hecho inhabitual para un primer libro—, la frase de Broto apareciera impresa directamente en el mismo libro. «¡Querrá no haber leído nunca mi libro, señor Broto!», le dice, mirándolo con ojos abiertos de par en par. Broto se siente violento ante tantas explicaciones, y teniendo que firmarle ahora un libro suyo. Le dice que no compre el libro, que si le deja la dirección se lo enviará dedicado, a cargo de la editorial. Pero Guillot dice que no, que de ninguna manera, que lo quiere comprar ahora porque ansia leerlo —«¡son tan buenos sus libros, significan tanto para los escritores que apenas empezamos el aprendizaje!»— y quiere que se lo firme porque, para él, esa dedicatoria supone un sueño hecho realidad, tanto como el mismo hecho de poder hablarle cara a cara. De manera que, una vez que Broto le ha firmado el libro, como Guillot, con el libro en las manos, no acaba de irse y la cola se va haciendo cada vez más larga, a guisa de despedida Broto le dice que quizás un día podrían telefonearse y tomar un café o algo así. Ilusionado, Guillot abre aún más los ojos y le dice que sí, que cuando quiera, y por si ha perdido el número de teléfono que le dejó en el contestador (de hecho, es cierto que lo ha perdido; al menos hace tiempo que no sabe por dónde para) se lo vuelve a anotar en una hoja de una libretita que lleva en el bolsillo.

En casa, Broto clava el teléfono de Guillot en el corcho que tiene junto al escritorio. Cada tantos días lo mira y piensa que tendría que llamarlo y quedar. Así, Guillot quedaría satisfecho y él podría olvidarse, porque la situación empieza a resultarle molesta. No sabe muy bien por qué, no le apetece verlo. Esa insistencia, esa mirada ansiosa, todo ese jabón. Pero pasa el tiempo, Broto no le telefonea y, poco a poco, la hoja de libretita con el teléfono de Guillot queda cubierta por otras hojas, postales, notas, tarjetas. Hasta que un día, unas cuantas semanas más tarde, suena el teléfono, se dispara el contestador y Broto oye en directo cómo Guillot le dice que sabe que debe de ir de cabeza pero que quedaron en que le telefonearía, que se verían y que hablarían. Guillot insiste en que no quiere ser pesado, que sabe que Broto debe de tener suficiente trabajo como para encima perder el tiempo con autores que empiezan, «tantos como hay últimamente, porque últimamente se publica cada vez más…». Pero si alguna vez le apetece, repite, pues estaría encantado de poder tomar una copa, o un café o un agua —«no sé qué sueles beber, Broto», le tutea—, o quizás simplemente hablar por teléfono, porque hay unas cuantas cosas que Guillot querría comentarle antes de tomar una decisión, sobre todo porque, para Guillot, Broto es un faro, la luz de la literatura auténtica en medio de un panorama literario cada vez más mediocre y banal: «Y, en fin, no quiero ser pesado. Te dejo el teléfono por si has perdido la hoja con el número que te di en los grandes almacenes. Qué lata, ¿no?, firmar libros en unos grandes almacenes, a gente que se mueve más por la fama de un nombre que por la calidad literaria de su obra. Te dejo el teléfono, pues. Es el…».

Un día, saliendo de una entrevista en una emisora de radio, Broto ve que Guillot es el siguiente invitado. Se saludan con un apretón de manos. Dice Guillot: «No te digo que me llames porque no lo harás. Ya se sabe que a veces se dicen esas cosas: “nos llamamos”, o “te llamaré”, pero con frecuencia son frases formularias. No quiero decir que en el fondo no haya voluntad final de convertirlo en realidad. Puede ser que sí que la haya, pero las circunstancias hacen que no sea fácil, o que…». Pero la productora del programa ya se lleva a Guillot hacia el interior del estudio. Broto respira, se sube las solapas del abrigo y sale a la calle. De hecho, se siente vagamente culpable, y eso le molesta, porque no debería sentirse culpable de nada. Pero sí que le dijo, en los grandes almacenes, que quizás podrían telefonearse y tomar un café. No obstante, si lo piensa bien, decir que quizás podrían telefonearse no es asegurar que se telefoneen. Él no le dijo que le llamaría. Ante la molesta insistencia de Guillot, Broto dijo que «quizás podrían telefonearse». Un «quizás» y un condicional. Él no se ha comprometido a nada. Él, lo único que hizo —cada vez lo lamenta más— fue alabar el primer libro del tal Guillot. Cada vez se acuerda más de la frase que Guillot le dijo en los almacenes: «¡Querrá no haber leído nunca mi libro, señor Broto!».

Medio año después, Guillot saca su segundo libro: La naturaleza de las zonas. Broto lo recibe en casa, dentro de un sobre forrado con plástico de burbujas y una dedicatoria en la portadilla: «De veras que no sé qué ponerte. Es mi segundo libro y sé que, en una parte muy importante, si lo publico es gracias a ti, porque si del anterior no hubieses hablado bien, probablemente no se habría hecho ninguna otra edición y este segundo no habría visto nunca la luz. En cualquier caso: me debes una llamada. No hay prisa. No quiero robarte tu tiempo». Broto se siente incómodo. ¿Qué quiere decir eso de que le debe una llamada? ¡No le debe nada! Lee el libro y, no sabe si condicionado por un mecanismo de autodefensa, le gusta mucho menos que el anterior. Si ahora leyera el primero, ¿le gustaría como le había gustado entonces? Pocos meses después, en una charla que da en la biblioteca de Sitges —dentro del ciclo «Conversaciones con nuestros autores»—, Broto ve entre el público los ojos acusadores de Guillot, que después se le dirige con una sonrisa en los labios. «¿No sabías que vivo en Sitges? Como he visto que venías me he dicho: iré a ver qué dicen estos de la capital». En la cena que sigue al acto, Broto ve cómo Guillot —convertido en una de las promesas literarias locales— es el eje central de un grupo de dos chicos y una chica que ríen y susurran en un extremo de la mesa. Es una imagen que recordará unas cuantas veces a lo largo de los años siguientes. Cuando reciba —sin dedicar, enviados por la editorial— el tercer libro de Guillot, Medicina aparente, y el cuarto, Tras el calostro. Y también cuando Broto publique un nuevo libro y Guillot escriba la crítica en el periódico, en la cual cuestionará la importancia desmesurada que —de manera incomprensible, escribirá— se da a ese autor.