EL CHICO Y LA MUJER

El chico va por la calle con la mochila —colgada sólo de una correa— llena de carteles y un rollo de cinta adhesiva en la mano. Lleva barba recortada y una parca verde. Con gesto ágil, corta cuatro trozos de cinta adhesiva, coge un cartel de la mochila y lo pega en una pared. Hace media hora que se ha puesto a ello. Pega los carteles al lado de las tiendas y los portales. Pero también en las farolas, en los buzones, incluso en los árboles. En el cartel que pega hoy, sobre dos números de teléfono móvil se lee: «Piso en venta c/ Valencia. 3 hab. 1 doble. Cocina + galería. Terraza de 16 m2. Todo exterior. Finca regia. 237 399 euros». Otros días, los pisos que sus carteles ofrecen son diferentes. Más caros o más baratos. Con más habitaciones o con menos. Sin terraza o de obra nueva. Con muchas posibilidades o con una vista fantástica. Totalmente rehabilitados o diáfanos a reformar. Para entrar a vivir o con una situación excelente. Con suelo de gres o muy bien comunicado. Ideal parejas o agencias abstenerse. Por estrenar, en finca nueva, completamente renovado o con dos baños. Con tres baños. Con mucho sol o muy bien situados. Cerca del metro. Ideal para inversión. Perfecto estado. Cocina-office. Impecable. Parquet. Mejor que nuevo. Con ascensor. Con dos ascensores. En la inmobiliaria le dan carteles diferentes cada mañana. Los primeros días iba muy lento: para coger el papel, cortar los trozos de cinta adhesiva, colocar uno en cada ángulo y pegar el papel en la pared necesitaba quizás quince segundos. Ahora con cinco tiene de sobra.

Hace rato que la mujer le va detrás. El rastro del chico es fácil de seguir porque, detrás de un cartel, sólo hay que buscar el siguiente. La mujer ve de lejos al chico. Está delante de la fachada de un edificio, colocando uno. Cuando por fin llega a su lado, ya está pegando otro, poco más allá. La mujer se para delante de la fachada, arranca con cuidado el cartel que el chico ha colocado, hace una bola con él y la tira a una bolsa de plástico que lleva en la mano. El chico se para, a punto de pegar en la pared el último trozo de cinta adhesiva de los cuatro que utiliza para cada cartel. Se miran un instante. Al final, el chico coloca el trozo de cinta y se aleja. La mujer va hacia ese otro cartel, lo despega con cuidado, hace una bola con él y también la mete en la bolsa de plástico. Mientras camina, el chico se vuelve un instante para observarla. Después, en el edificio de al lado empieza a colocar otro cartel. La mujer se sitúa a su lado y espera a que acabe. Cuando ha acabado, arranca el cartel, lo convierte en una bola y la guarda en la bolsa.

—Pero ¿qué hace? —pregunta el chico.

—Tantos carteles como pegues arrancaré —dice ella.

—Escuche, que yo me gano así la vida. ¡Y tengo todo el derecho del mundo a pegar carteles en las paredes!

—No creo que tengas derecho a pegar carteles en las paredes. Precisamente, creo que no tienes ningún derecho. Pero ahora no discutiremos de eso. Y, en cualquier caso, yo sí que tengo todo el derecho del mundo a irlos arrancando, y eso es lo que haré.

El chico se aleja hasta una farola, ágilmente corta cuatro trozos de cinta y pega un cartel. Cuando acaba, la mujer ya está a su lado, arranca el cartel, lo estruja hasta convertirlo en una bola y lo mete en la bolsa de plástico. El chico acelera el paso hasta el buzón de la esquina, donde coloca otro cartel que la mujer despega en cuanto llega, mientras el chico acelera hasta un árbol en el que pega un cartel que la mujer corre a arrancar con gesto rápido, porque ahora, como ve que la mujer arranca cada cartel que él coloca, el chico los fija con menos precisión.

Al cabo de unas cuantas horas, el chico se para. Lleva la mochila vacía. La mujer también se para, y aprovecha para vaciar en una papelera las bolas de papel. Ya ha vaciado la bolsa dos veces, antes. El chico ha pegado todos los carteles que le han dado en la inmobiliaria pero, como la mujer los ha ido arrancando, no hay ninguno en ningún sitio. Se miran con recelo, desde cierta distancia, y se despiden con un «Hasta mañana».