EL AMOR ES ETERNO

Chocamos al doblar la esquina. Yo voy deprisa, con la cartera y el paraguas colgado del brazo porque, aunque ahora por la tarde no llueve, por la mañana, cuando he salido de casa, caía una lluvia que amenazaba durar hasta la noche. Carolina también iba deprisa, sin paraguas pero con un bolso de piel de esos que se llevan colgados del hombro, y dos bolsas muy grandes, de plástico, con el nombre y la dirección de una tienda de ropa del hogar. Hacía cinco años que no nos veíamos. Chocamos de frente y al instante nos reconocemos. «Hola», dice ella, y es como si no supiera dónde mirar. «Hola», digo yo, mirándola directamente a los ojos para que no se note que en el fondo tampoco sé dónde mirar. «Qué casualidad», dice, y después rectifica, como para demostrar que quiere ir más allá del nivel uno de tópicos: «Aunque tampoco cabe llamarlo casualidad: vivimos en la misma ciudad». «¿Cómo estás?», pregunto. «Estoy bien», dice. «¿Cuántos años hacía que no nos veíamos? Tal vez cinco», aventuro enseguida porque, justo cuando hemos tropezado, he pensado que hacía cinco años que no nos veíamos, tal como he explicado antes. «Menos», dice, «nos vimos aquel día que salías del cine». Y es verdad. No había pensado. Un día, cuando hacía meses que lo habíamos dejado, yo salía del cine con Clara y encontré a Carolina haciendo cola. Iba sola y si no intercambié con ella más de dos palabras fue precisamente porque iba con Clara, y después en casa se me ocurrió telefonearla, pero no tenía el número y, a medida que pasaban las horas, fui pensando que era mejor no decir nada y dejar que las cosas quedasen tal como estaban. De hecho, nos habíamos visto en la puerta de un cine y no parecía suficiente excusa para llamarla. Llamarla ¿para decirle qué? Ahora me la vuelvo a encontrar, pues, unos cuantos años después. «Estoy bien», repite, «ahora estoy bien, pero al principio te eché mucho de menos». «Eso significa que ya no me echas de menos». «Claro que no. Estaría loca si todavía te echase de menos». «Pues yo pienso a menudo en ti». «Pensar en alguien no es echarlo de menos. Yo también pensé en ti aquel día que nos vimos en la cola del cine». «Pero si no nos hubiéramos visto no habrías pensado en mí ni en aquel momento». «Yo no he dicho que no piense o no haya pensado nunca en ti».

Estamos un poco ridículos, cargados con cartera, bolsas y un paraguas. «¿Qué nos pasó?», digo. «¡Huy, vaya frase!», se queja. «Por favor, frases así no, y menos tantos años después». Y como si de golpe la desasosegara esa conversación, dice: «En fin, tengo que irme». «Yo ahora comeré algo, antes de ir a casa», le digo. «¿Ya no cenas cada día en casa, pase lo que pase?», pregunta. «No. Me he vuelto más flexible. A veces como en algún bar, el que sea, y así cuando llego a casa ya lo tengo hecho. ¿Te apuntas?». Hace como que se lo piensa un momento.

La mesa de la cafetería es de formica blanca. También son blancas las sillas. Yo me siento en una; Carolina en otra, frente a mí. Las bolsas, el bolso, la cartera y el paraguas ocupan una tercera silla. Carolina ha pedido una hamburguesa, con cebolla confitada y pepino, y se la va comiendo poco a poco. Antes, ni con tres hamburguesas habría tenido bastante, y las habría acompañado con montones de patatas y ensalada. Comía mucho, no engordaba nada y estaba muy orgullosa de esa peculiaridad suya. Ahora que come menos aún está más delgada, pero conserva las formas de hace cinco años. La plenitud de los pechos, el culo rotundo, la boca glotona que nunca acaba de cerrar del todo; ahora tampoco, de manera que le veo las dos palas, y de vez en cuando la punta de la lengua que sale a humedecer los labios.

No puedo evitar dejar ir los dedos, doblados como si fueran un personaje de cuento infantil escenificado —trip trap trip trap—, hacia su mano, que está encima de la mesa, inmóvil y expectante, a la distancia justa para que no pueda evitar trepar por ella con los dedos —trip trap— y acariciársela. «No deberías hacerlo», dice. Le contesto: «Creía que si hacía que los dedos fuesen un personaje de cuento me aceptarías la aproximación». Sonríe. Fue ella quien me enseñó a convertir la mano en un personaje de cuento. Su padre siempre le contaba cuentos cuando era niña y estaba enferma, y estaba enferma muy a menudo. Carolina, Carolina, guapísima Carolina, con quien nunca quise irme a vivir… Con quien nunca tuve el valor de irme a vivir, decía ella cuando discutíamos por eso. Cuando finalmente el personaje de cuento deja de serlo para convertirse en una mano que cubre y acaricia la suya, me mira con los ojos húmedos, como si yo no supiera la facilidad con que consigue que se le humedezcan los ojos. Después de la hamburguesa vamos a su casa, que está cerca. Es sólo un momento, para dejar las bolsas de la tienda y así ir a tomar una copa sin tener que acarrearlas, pero una vez arriba ya no salimos.

Por la mañana, cuando me voy, quedamos para vernos por la tarde. Vamos a cenar y después a su casa. Al día siguiente nos volvemos a ver. Después, durante tres días no nos telefoneamos. Al cuarto día, ella telefonea. Pone voz molesta: «¿Cómo es que no has dicho nada?». «Tú tampoco has dicho nada», le contesto. «Creía que te habías enfadado por algo, o que te habías hartado». «No», le digo, «por mí quedemos». Volvemos a quedar y esa noche todo son grandes charlas sobre si estamos repitiendo un error, sobre si es un disparate vernos tan a menudo, aunque buena parte de las conversaciones sean para reafirmar que no tenemos ninguna obligación de comprometernos a nada, etcétera. El fin de semana lo pasamos juntos, en su casa, y el siguiente también. Y el domingo por la tarde estamos en la cocina, en una escena que presagia las peores rutinas: yo con pantalones de pijama y ella con una camiseta de manga corta que le va tres tallas grande.

Uno friega los platos y el otro los enjuaga y los coloca en el escurridor.

Paso la noche dando vueltas en la cama. ¿No me estaré equivocando? A ver si ahora aceptaré lo que hace años no quería. Porque, pese a las diatribas contra el compromiso, parece evidente que en cualquier momento lo propondrá. ¿Con qué argumentos? ¿El de estabilizar la relación, por ejemplo? Pero tampoco es seguro que lo proponga. Aunque, si lo propusiera, ¿qué le respondería yo? Han pasado los años e incluso a mí me baila a veces por la cabeza la idea de dejar de vivir solo. Sin embargo, en el hipotético caso de que Carolina lo propusiera, decir que sí me parecería una concesión terrible, porque sería como si ella hubiera ganado la partida. Pero de hecho aún no ha dicho nada, probablemente porque supone que, como en el pasado, yo no estaría de acuerdo, porque para mí los compromisos han sido siempre sagrados, de modo que si alguna vez me ato a alguien de manera definitiva, será efectivamente para siempre y no para dejarlo al cabo de cierto tiempo. ¿O quizás es que ahora ya no tiene ganas? Pienso que, si yo ahora entreabriera mínimamente la puerta, ella perdería de golpe el deseo de entrar. Doy vueltas y más vueltas, y me parece que en su lado de la cama ella tampoco duerme mucho. En una de las vueltas nos abrazamos. Queda claro que ninguno de los dos duerme, enciendo la luz de la mesilla, Carolina se levanta y va al cuarto de baño, oigo cómo orina, bostezo, contemplo cómo vuelve y me mira desde los pies de la cama. La luz empieza a entrar por las rendijas de la persiana. Al cabo de un rato, con la mano plana golpeo el colchón para que se tienda a mi lado. Dice que no, que el despertador está a punto de sonar y que más vale que se vista. Disimuladamente, me tuerzo la erección hacia un lado. Carolina vuelve al baño, se ducha, aparece a medio vestir, coge una blusa del armario, desaparece con la blusa en la mano, vuelve ya vestida del todo, me da un beso, quita la alarma del despertador y me dice que me quede en la cama un rato más, si quiero. Como tengo sueño, le digo que sí y le sonrío. Oigo cómo cierra la puerta, pienso en el montón de veces que se la había oído cerrar y recuerdo lo horrible que es la vida en pareja. Me estoy un rato más, sólo para remolonear, digo, pero me duermo.

Y me despierto veinte minutos después. Me ducho, me visto, y no puedo evitar curiosear los libros que tiene en los estantes, las cajitas —¡cómo le gustan las cajitas a esta mujer!—, la pipa de ónice, una bola de vidrio con una pagoda dentro. La giras y se llena de nieve. Encima de la mesa tiene papeles. Una carta del administrador del piso. El programa de una obra de teatro. Carpetas y carpetas. Cuando años atrás le decía que era muy desordenada me contestaba que no era verdad, que lo que pasaba era que su orden no coincidía con el mío. Pero las cartas, las notas, las facturas, los recuerdos, todo lo acumulaba en carpetas más bien cronológicas que temáticas. Abro un cajón. Siempre se indignaba cuando descubría que le registraba los cajones, y apelaba al derecho a la intimidad. ¿Y el diario personal? ¿Aún llevará uno? ¿O el paso de los años le ha hecho olvidar ese tic adolescente? Abro un segundo cajón. Hay un sobre del gimnasio, con los horarios. Una libreta en blanco, con un montón de recibos de tiendas entre las páginas. Una carpeta con recibos de la casa. Abro un tercer cajón. Una carpeta con cartas y fotos. En alguna foto salgo yo, seis o siete años atrás. Miro los remitentes de los sobres. Algunos hombres. ¿Los novios de estos años? Leo algunas. ¿Por qué no se ha liado definitivamente con ninguno? Hay un mapa de Hungría, postales de diversos países, un plano del metro de Barcelona. Abro otro cajón. En la carpeta amarilla hay cartas de su madre y de su padre, fotografías de cuando era pequeña, en el colegio, de excursión, de joven, notas de la escuela primaria. La carpeta verde contiene un montón de papeles médicos. El primero es un sobre grande, de la mutua, la misma que ya tenía entonces. Dentro hay una radiografía y dos hojas sujetas con un clip. A medida que las leo me invade un sudor helado.

No me cuesta nada encontrar el teléfono de Carmen y quedar con ella. Hace años era una de mis mejores amigas, y la única con quien me siento con la suficiente confianza para hablar. Le pregunto qué sabe de eso. «¿Te lo ha dicho ella?», me pregunta. «Nos hemos visto bastante estos últimos días», le contesto. «¿De verdad os volvéis a ver? Es una suerte para Carolina que estés con ella este poco tiempo que le queda». Me mira con ojos a punto de la lágrima. Carmen me gustaba mucho y, cuando salía con Carolina, a veces flirteábamos y en algún momento llegamos al beso.

«Pero ¿qué le han dicho los médicos?», pregunto. «¿Qué tiene exactamente?»

Por la noche, cuando Carolina y yo ya hemos cenado y paseamos entre los chicos que saltan en monopatín por encima de los bancos, de golpe le cojo la mano y le digo que lo he estado pensando mucho y que la realidad es que últimamente nos vemos un día sí y otro también y que, si eso es así y de hecho quedamos casi cada día, parece mucho más sensato que vivamos juntos. Me mira con ojos incrédulos. Está guapísima. Pálida, quizás, pero siempre ha estado pálida. Es de las mujeres a quienes la palidez embellece. Ni en pleno verano iba a la playa para ponerse morena. Cuando se harta de mirarme con ojos incrédulos, los baja y me dice que no. ¿Por qué hemos de vivir juntos? Precisamente era yo quien siempre decía que no es necesario vivir juntos, que la mejor solución para evitar el aburrimiento es vivir cada uno en su casa y encontrarnos sólo cuando nos apetezca. «¿A qué viene eso ahora?», me dice. «Tal vez en estos años me he hecho mayor», le digo, «quizás nos hacemos mayores sin darnos cuenta, y eso también es un motivo para que vivamos juntos». «No», dice Carolina, pero no doy la batalla por perdida e insisto toda la noche. De manera que unas cuantas horas después cede y al cabo de pocos días nos vamos a vivir juntos. Para no complicar el proceso, decidimos que de momento se viene a mi casa, que es mucho más grande que la suya. Con un único viaje de camión conseguimos traer todas sus cosas y cada mañana nos levantamos ya uno al lado del otro.

Intento detectar señales de la enfermedad, pero a un profano todo le parece equívoco. Carolina está igual que siempre desde que nos hemos reencontrado: reidora, tierna y con esos ojos suyos redondos y tan vivos que no dirías que… Está pálida, sí; pero eso, ya lo he dicho antes, es una característica suya. Me esfuerzo en ser amable, en convertirme en eso que podríamos llamar un compañero atento, y llega un día en que, ya puestos, decidimos que tal vez deberíamos casarnos. A ella la haría tan feliz… Me lo dice Carmen, con quien de vez en cuando quedo para comentar la jugada. De manera que se lo propongo y una semana más tarde nos casamos. En el juzgado, nada protocolario: ella con un vestido gris perla y yo con una corbata que no me había puesto nunca.

Carmen me mira con ojos agradecidos, me abraza y, mientras fantaseo con besarla en la comisura de los labios, me dice al oído que lo que estoy haciendo es fenomenal, que no le dirá nunca a Carolina que lo sé y que, dentro de la desgracia, puede estar contenta de tener a un hombre como yo. Pobre Carolina, pienso yo, y para no pensar en los labios de Carmen mientras me habla intento pensar en los de quien ya puedo llamar, con toda propiedad, mi mujer.

Pero pasan las semanas y, a fuerza de semanas, los meses. Ya hace diez que vivimos juntos. No es que me lo pase mal con ella y mucho menos que desee que se muera. En absoluto. Pero si no hubiera sido porque iba a morir, nunca me habría ido a vivir con ella, y mucho menos me habría casado. Es evidente que no puedo mirarla a la cara y preguntarle: «Mira, Carolina, a ver, ¿cuándo te vas a morir?». Tampoco puedo interesarme por saber qué le dicen esos médicos a los que supongo que visita, porque oficialmente no sé siquiera que los visite, ni que tenga enfermedad alguna. Y, a propósito, ¿no sería lógico hablar de ello, ahora que estamos casados? Pero no me atrevo a plantear la pregunta, ni a interesarme por el asunto, porque se supone que no sé nada, y si hablase de ello, podría pararse a pensar y descubrir que si he decidido vivir con ella es por pena, y eso la destrozaría. Pero cada mes que pasa veo más claro que debería ser ella quien me dijese algo. ¿Por qué me lo oculta? ¿Qué falta de confianza es ésa? La situación empieza a desagradarme. Es evidente que no siento por Carolina una pasión tan fuerte como para vivir con ella y una y otra vez mis pensamientos acaban en el mismo callejón sin salida: no viviría con ella ni me habría casado si no fuera por la enfermedad.

Y, en cambio, ella, no sólo no se muere sino que cuando ve mujeres embarazadas o madres con niños en cochecito me coge del brazo y me mira con ojos muy tiernos. Supongo que a otros hombres ya les empezaría a dar vueltas por la cabeza la idea de que quizás sería mejor dejar de vivir juntos, divorciarse, pero yo me he casado con Carolina para acompañarla hasta el final. Precisamente ésa era la clave de nuestras discusiones hace años: que si yo alguna vez me comprometía lo haría para siempre y no para dejarlo al cabo de cierto tiempo. Tal vez en algún momento la enfermedad se agrave y entonces, en pocos días, Carolina se muera. Si le dijera que tenemos que dejarlo porque creía que iba a vivir poco tiempo y que en cambio la situación se alarga y se alarga, eso la entristecería tanto que estoy seguro de que las defensas le fallarían de golpe, la enfermedad se le agravaría y se moriría. Y no es eso lo que de hecho quiero. Yo quiero —o quería— hacerle compañía hasta que se muriese, no provocarle la muerte. ¡Toda la vida me sentiría culpable! De manera que llega un día en que celebramos el aniversario de boda —ya celebramos el del día en que fuimos a vivir juntos— y Carolina prepara una cena especial y, cuando estamos acabando la tarta y el champán, se pone muy seria, se humedece los labios antes de hablar y me dice: «Tengo que decirte una cosa». Yo cierro los ojos y pienso: ahora me dirá que está embarazada, que no sabe cómo ha sido pero que esperamos un niño, y si llegamos al parto me encontraré al cabo de poco viudo y con un niño en brazos. Pienso todo eso y la cabeza me da vueltas, pero lo que me dice no es nada de eso, sino, de hecho, la confesión que he anhelado tanto. Me dice que los últimos años han sido muy duros para ella, que no me había dicho nada para no preocuparme, pero que durante unos años ha estado gravemente enferma, de una enfermedad terrible con muy pocas posibilidades de salir adelante, pero que, en su caso, esas posibilidades han triunfado, de manera que finalmente ha salido adelante, y está convencida de que ha sido, fundamentalmente, gracias a mí, que si no me llega a encontrar cuando chocamos en aquella esquina, lo más probable es que no se hubiese salvado. «Te debo la vida», me dice, y me besa.