MIRO POR LA VENTANA
Miro por la ventana, no porque no tenga nada más que hacer, pues cosas que hacer tengo siempre un montón —muchas menos querría—, sino porque la verdad es que ahora no me apetece hacer ninguna. Lo que me apetece ahora es mirar por la ventana. Miro por la ventana y contemplo el edificio de enfrente. Nada de especial. Dos balcones iluminados con las cortinas descorridas, todo lo demás a oscuras. Por la puerta de uno de los dos balcones se ve un comedor con una mesa vacía. Por la puerta del otro, una habitación con una puerta al fondo y un lienzo de pared vacío. Debe de haber muebles, probablemente una cama, porque detrás de la puerta hay un perchero con una camisa y unos pantalones. No se ve movimiento. Hace mucho rato que miro y tengo sed e iría a beber un vaso de agua, pero si me levantase ya no miraría por la ventana, y si dejo de mirar por la ventana seguro que me liaré a hacer cualquier otra cosa y no volveré a mirar. No es que haya conseguido mucho deleite con esta actividad en el montón de minutos que hace que me dedico a ella, porque, con luz, sólo hay los dos balcones que he dicho antes. Miento. Ahora que me fijo bien, hay un tercero, bastante más arriba, con una mujer que plancha en una tabla y un niño en un parque que justo ahora arroja el sonajero al suelo. No me había fijado en ese balcón porque está tan arriba que para verlo he de agacharme y levantar la vista y, hasta ahora, no sólo miraba por la ventana sino que lo hacía con una actitud voluntariamente abstraída, con la mirada fija en los otros dos balcones, que quedan por debajo de mi ventana y que veo sin necesidad de agacharme.
¿Y la calle? Para ver la calle tendría que acercarme más a la ventana. Tal vez ha llegado el momento de hacerlo, para ampliar el campo de visión y porque la espalda se me cansa, de tenerla inmóvil tanto rato. Me acerco, pues. Desde donde estaba antes sólo veía el edificio de enfrente. Ahora también veo la calle. Por la calle pasa un coche. Antes de que entre en mi campo visual se oye el ruido que se acerca, llega al volumen máximo cuando pasa al pie de la ventana y se desvanece cuando dobla la esquina hacia la rambla. Ahora pasa una motoreta, con gran estruendo, y un chico con casco negro que me hace pensar en una hormiga gigante. No se ven hormigas, gigantes o no, desde la ventana. Y tampoco en casa ni por la calle. Hace tiempo que no veo ninguna hormiga; años. De pequeño veía muchas, incluso en la calle. Había hormigueros que los niños saqueábamos las tardes en que nos hartábamos de jugar a la pelota. ¿Ya no hay hormigas en Barcelona? ¿Las han exterminado a todas? ¿Se esconden? ¿Han emigrado al extrarradio? No debe de ser así, porque en el supermercado venden matahormigas y si no hubiese hormigas nadie compraría y por lo tanto no tendrían. En el piso donde viví entre los veintinueve y los cuarenta y dos años si que había. Entraban por la galería, hacia la cocina, y, para eliminarlas, a lo largo del camino que hacían esparcía una especie de polvos blancos que me vendía el droguero de enfrente. Dos pisos más arriba de la droguería vivía un delineante. Una noche lo vi follar encima de la mesa de dibujo. La chica estaba sentada en la mesa, con las piernas abiertas, y él, de pie delante, se movía adentro y afuera de ella. Desde la casa donde vivo ahora no veo a ningún delineante ni mesa de dibujo alguna. Veo a un perro, con una caseta en el balcón. A veces se está allí todo el día solo, en el balcón, y aúlla. Yo no he tenido nunca perro, no me gustan mucho los perros, pero me da pena el perro de la casa de enfrente, todo el día solo. Ahora no se lo ve. Tal vez esté dentro de la caseta.
Miro por la ventana y veo a una mujer que cruza la calle. Hay dos coches parados con el morro a un metro de la raya del paso de peatones. No es habitual que se paren a tanta distancia. Normalmente, los morros de los coches invaden los pasos de peatones con el orgullo del conquistador. La mujer que cruza la calle arrastra un carrito de la compra y, como en el carrito no debe de haber suficiente sitio, lleva una bolsa del supermercado en el otro brazo. Suena el teléfono. Por suerte lo tengo en la mesa, al alcance de la mano, y puedo descolgarlo sin dejar de mirar por la ventana. Es Mónica. Me pregunta qué hago. Le digo que miro por la ventana. No, dice, no te pregunto qué haces ahora, en este momento, sino qué haces en un sentido más general. Le digo que es en un sentido más general como miro por la ventana. Hace mucho rato que miro. De hecho —levanto la muñeca hasta que el reloj que llevo en ella queda delante de la ventana, de manera que lo consulto con un ojo sin dejar de mirar por la ventana con el otro— miro desde hace tres horas y media largas. Ahora son casi las doce y he debido de ponerme a ello hacia las ocho y media. Mónica me pregunta qué veo por la ventana que valga tanto la pena. Veo la calle, el edificio de enfrente, los árboles y, como estamos en invierno, a través de las ramas sin hojas veo un trocito de rambla. Me dice: si vivieras en la misma rambla verías muchas más cosas cuando mirases por la ventana. Quizás sí, pero tampoco tantas más. Ésta es una rambla de barrio, una rambla tranquila y sin gentíos, ni espectáculos de payasos con la cara pintada. ¿Qué vería que no vea ahora? Vería muchos más perros, eso sí. La gente tiene tendencia a sacar a los perros a pasear, a mear y a cagar, porque hay zonas de césped y, pese al pictograma que indica que por el césped no deben pasear los perros, todo el mundo lleva allí a los perros a pasear, a mear y a cagar. Y, como después de mear y de cagar rascan la tierra con las patas traseras, no queda ni rastro de césped en ciertas zonas. La vieja que da de comer a las palomas aún tiene más responsabilidad de que no quede. Es una mujer menuda, teñida de rubio y que va siempre con un abrigo rojo. Ella no pisa el césped, pero esparce el pan mojado por encima, de manera que las palomas se congregan a centenares para picotear el pan y, como cuando picotean el pan también picotean el césped, los parterres están bien manchados, más marrones de la tierra que verdes de la hierba. Todo eso es lo que ahora no veo cuando miro por la ventana y en cambio vería si viviese en la rambla. También vería la cobla que, en domingos alternos, toca sardanas a las doce del mediodía. Desde mi ventana no la veo, pero sí que oigo la música, si abro los batientes. Si viviera en la rambla, cuando mirase por la ventana vería cómo la gente baila, pero eso tanto me da, porque no tengo ningún interés en ver bailar sardanas. En cambio, la música de sardana no me desagrada. Dice Mónica: no sé si te has fijado, pero hablas más de lo que no ves por la ventana que de lo que realmente ves. Eso, le digo, es porque me has incitado a hablar de lo que no veo ahora, cuando me has dicho que si viviera en la rambla vería más cosas cuando miro por la ventana. Además, de hecho, la actividad de mirar por la ventana incluye también darse cuenta de todo lo que no ves por la ventana y de todo lo que no haces porque estás cien por cien concentrado en mirar por la ventana. Si no estuviera aquí, mirando por la ventana, estaría haciendo muchas otras cosas. Estaría en la cocina, leería, comería, cambiaría las sábanas, pondría una lavadora, vería la tele. Como miro por la ventana no puedo hacer esas otras cosas. Puedo hablar contigo, eso sí, porque para hablar por teléfono no hace falta dejar de mirar por la ventana. Podría escuchar música, también, o la radio, y tal vez lo haga dentro de un rato, si consigo llegar a la cadena de música y encenderla y buscar la emisora o poner el disco sin apartar los ojos, no de la ventana sino de lo que veo por la ventana. Mónica me pregunta: ¿miras a menudo por la ventana? A veces; pero nunca con la intensidad de ahora, con la conciencia absorbente de estar realmente mirando por la ventana, empleando toda la atención en esa actividad. Hay mucha gente que mira por la ventana, de paso, para cotillear, para pasar el rato. Yo mismo he mirado así muchas veces. Pero esta vez es diferente. Esta vez se trata de dedicarse a mirar por la ventana, no a ver tal o cual cosa, o a fisgonear qué hacen o dejan de hacer los vecinos. De hecho, me daría igual no ver nada. Si afuera hubiese una niebla espesa, yo seguiría mirando por la ventana con la misma dedicación, y el goce que obtendría con ello tendría la misma fuerza porque no me lo proporciona lo que veo o no por la ventana, sino el hecho de mirar por ella. Bueno, dice Mónica, como estás tan ocupado en mirar por la ventana te llamaré en otro momento. No cuelgues, le digo; que me dedique a mirar por la ventana no significa que no te haga caso; te hago. No te dedicaría mayor atención si no mirase por la ventana. Ahora mismo podría estar hablando contigo, de esto y aquello, y, si no te hubiera dicho que miro por la ventana, no te habrías dado cuenta. De hecho, tengo que darte las gracias porque, hasta que hemos empezado a hablar, yo mismo no era del todo consciente de la dimensión excepcional de este mirar por la ventana. Dudo que nadie en el mundo haya mirado nunca por la ventana con la convicción absorbente con la que yo miro ahora: la de estar transformando un acto banal en una obsesión inútil a la que habré dedicado unas horas para, después, olvidarme para siempre; espero. Cuando me has preguntado qué hacía, te he dicho «miro por la ventana» como habría podido decirte que estaba delante de la mesa, o sentado en la silla giratoria. Porque estoy delante de la mesa y sentado en la silla giratoria todas las horas que hace que miro por la ventana. Pero, desde el momento en que he optado por decirte que miraba por la ventana, la situación se ha convertido en singular. Es muy cierto que algún otro día —u hoy mismo, quizás— volveré a mirar por la ventana, pero posiblemente nunca en la vida volveré a dedicarme a ello con la fe de ahora. Al menos, con la sorpresa de descubrir una posibilidad inesperada en esta vida tan conocida. Hala, dice Mónica, luego te llamo; y cuelga.
Cuelga, si quieres, que a mí me da igual, porque lo único que ahora me interesa en el mundo es mirar por la ventana y abstraerme del resto del universo. Durante todo el rato que hace que estoy mirando por la ventana, no he pensado en el trabajo, ni en la familia, ni en ninguno de los muchos problemas que de noche no me dejan dormir. No he pensado, por ejemplo, en la vida que llevo habitualmente, ni en cómo, en lugar de saborear las cosas tal como vienen, me paso el día rumiando cómo tendrían que ser. Hago cuanto puedo por corregir el curso de la realidad y preverlo todo para que, si evito que haya cualquier sobresalto, el día siguiente resulte más soportable. Pero preverlo todo me produce un desasosiego desmesurado, que hace que las cosas me pasen por delante como una exhalación, sin disfrutarlas. No disfruto del beso sino cuando ya ha pasado; entonces lo recuerdo con gusto. No lo disfruto en el momento porque, más allá de la ternura, veo las sombras, las posibilidades terribles que se esconden detrás de cada cosa agradable. Un beso de mi hijo, por ejemplo. No disfruto de la suavidad de sus mejillas ni de la alegría de sus ojos porque he de vigilar que no le ocurra nada y advertirle de todos los peligros: que no se suba a la barandilla del balcón, que no suba al coche de ningún desconocido, que mastique veinte veces cada mordisco del bocadillo. Todo eso me obceca tanto que sólo siento el goce del beso cuando, media hora más tarde, mi hijo ya duerme en la cama y yo me siento a descansar en una silla de la cocina y enciendo un cigarro. Me pierdo el beso de mi hijo, la amistad, el amor, las risas, el reposo nocturno, el placer de la pereza. Y está claro que siento perdérmelo hoy para, cuando llegue el mañana que he preparado al milímetro con el fin de que nada falle, añorar aquello que no saboreé, pero peor sería no preverlo y que ocurriera… ¿qué? Siempre hay alguna amenaza en la que no he pensado. Y cuando al día siguiente me despierto, ese día siguiente de ayer ya es el hoy de hoy. En consecuencia, vuelvo a perderme todo cuanto tiene de bueno, porque dedico todo el día a prever al milímetro los peligros del nuevo día siguiente que se acerca, amenazador. En todo el rato que hace que miro por la ventana no he pensado en nada de eso, y sólo el hecho de calibrar todas estas cosas me despista y hace que —aunque no dejo de fijarme en lo que veo por la ventana— no lo haga con la misma intensidad que cuando, hace un rato, además de mirar por la ventana y basta, sólo pensaba en aquello que veía por la ventana. Por lo tanto, intento eliminar del cerebro todo lo que no sea aquello que veo y, para evitar la tentación, me recuerdo nuevamente que miro por la ventana, que ése es mi objetivo y que no he de desfallecer, al menos durante algún tiempo. Miro por la ventana. Miro por la ventana. ¿Qué veo ahora? Un mensajero que aparca la moto encima de la acera y saca, de la caja metálica que lleva detrás, un sobre grande de color blanco. Llama a uno de los timbres de la escalera, al cabo de un rato se le ve mover los labios hacia el interfono, se oye el zumbido escandaloso de la puerta cuando le abren, el mensajero la empuja, entra. Pasa un niño hacia la derecha, con una mochila más grande que él. De golpe, aparece un grupo de cotorras chillonas. Hay un centenar, quizás más. Vuelan hacia la izquierda, hasta la explanada que forma la calle cuando se encuentra con la avenida; de repente, cuando los chillidos ya remiten, se reavivan porque ahora vuelve todo el grupo, hacia la derecha hasta la rambla, y allí, definitivamente, los chillidos se dispersan y se alejan. De la escalera donde había entrado, ahora sale el mensajero, se guarda el talonario de recibos en el bolsillo de la chaqueta azul oscuro y deja un sobre marrón en la caja metálica de la moto. Vuelvo a desconcentrarme. Si no me obligo a fijarme obsesivamente en las cosas, la cabeza se me va a otro sitio. ¿Tal vez tendría que dejar ya de mirar por la ventana? Quizá ya hace suficiente rato. Vuelve a pasar el grupo de cotorras, otra vez desde la avenida y hacia la rambla. El mensajero pone en marcha la moto. El hombre de la imprenta que hay en los bajos del número 31 sale a la calle y la cruza hacia el bar que hay al lado de mi casa y que no veo ni sacando la cabeza por la ventana. Quizás tres horas y media es lo máximo que se puede estar mirando por la ventana con la intensidad y la determinación que he dedicado hasta ahora. El mensajero baja la moto de la acera a la calzada, se salta el semáforo rojo y desaparece hacia la rambla. Pero tal vez podría llegar a las cinco horas, o las seis. Antes, cuando no había demasiadas distracciones, a veces la gente se pasaba horas mirando por la ventana. En los pueblos todavía ves, a veces, sombras que observan la calle detrás de las ventanas. Mujer ventanera… ¿Cómo era el refrán? En la habitación de la que sólo diviso la puerta y un lienzo de pared, se abre ahora la puerta. Entra un señor con camiseta imperio, va hacia la zona de la habitación que no veo. Vuelve a aparecer el grupo de cotorras chillonas. En el chaflán aparca un camión de butano y de la cabina baja un hombre que empieza a pasar un hierro por las bombonas, de forma que el ruido le sirve para pregonar la mercancía. Al cabo de poco rato ya va de un lado a otro, con el carrito con tres bombonas. Podría llamar a Mónica y decirle que, si bien todavía miro por la ventana, ya no lo hago con la intensidad con que lo hacía cuando me ha llamado, con la conciencia absorbente con que, por primera y quizás única vez en la vida, he estado realmente mirando por la ventana, dedicando a ello toda mi atención, y que tal vez en cualquier momento lo dejaré estar. Vuelve a entrar en la imprenta del número 31 el hombre que había salido de ella un rato antes. Vuelve a pasar —de derecha a izquierda— el grupo de cotorras chillonas. Y, en la habitación de la cual sólo diviso la puerta y un lienzo de pared, aparece de nuevo el hombre de la camiseta imperio; al cabo de un rato abre los batientes, sale al balcón, se apoya en la barandilla con todo el tiempo del mundo y mira hacia la calle de manera ociosa.
Está claro que podría dejar —ya, ahora mi sino— de mirar por la ventana. De hecho, cuantos más minutos pasan, más me aburre esta actividad. Podría dejarlo estar, levantarme, ir al lavabo, mirarme la cara en el espejo y afeitarme. Llevo barba de dos días. Puestos a no saber qué hacer, podría afeitarme. Abriría el grifo del agua caliente, esperaría a que el agua estuviera tibia, me lavaría la cara, agitaría el espray de espuma, me llenaría la mano, me la extendería por la cara, dejaría pasar un minuto o dos (o tres, o incluso más) para que la espuma impregnase la piel y la hoja no la hiciera sangrar. Entonces me afeitaría poco a poco, me lavaría la cara con agua fría, me secaría con la toalla y, cuando acercase la cara al espejo para ver si había alguna zona no lo bastante bien afeitada, vería que me sale un pelo de la ventana de la nariz. Lo puedo notar ahora, sin dejar de mirar por la ventana, porque lo tengo cogido entre el índice y el pulgar de la mano derecha. Si hubiera dejado de mirar por la ventana y hubiera decidido ir a afeitarme, de entrada buscaría, pues, las tijeras largas, las estrechas y de puntas finas, las de barbero. Cortaría el pelo que me sale y aprovecharía para reseguir los bordes de la ventana de la nariz, por si hubiera algún otro. Después pasaría a la otra ventana y, cuando hubiera acabado con las dos, empezaría con las orejas. En la oreja izquierda tengo unos cuantos, más que en la derecha. Cuando hubiese acabado con todos los pelos me miraría al espejo: la cara abotargada, los ojos apagados. Entonces, antes de pasar a los pelos de la oreja derecha —que, aun siendo menos, también merecen dedicación—, con cuidado colocaría las tijeras sobre el pabellón de esa misma oreja izquierda y, de golpe, las cerraría con rapidez, para obtener un corte limpio. Media oreja saltaría por los aires e iría a parar encima del mármol. La observaría con prevención: un cartílago sanguinolento. La envolvería con una toalla. Me miraría al espejo. De la oreja manaría sangre, pero quizás menos de la que me imagino ahora, mientras miro por la ventana. Me limpiaría con agua fresca y del bote de las gasas sacaría una y me envolvería la oreja. Me pondría la camisa, la chaqueta, un gorro de punto azul marino, y me lo calaría bien abajo. Cogería la toalla con el trozo de oreja, saldría a la calle, con la mano derecha levantada pararía un taxi. «¡Al Hospital Clínico, rápido!», le diría al conductor. «¿Por cuál entrada?», me preguntaría él, consciente de que la situación es grave. «Por la de urgencias». Tal vez sería una hora complicada. Tal vez no. ¿Cómo puedo saberlo ahora? Pongamos que hubiera mucho tráfico, gente que vuelve de la oficina, gente que va a comprar, niños que salen del colegio, padres que los esperan con el culo apoyado en la barandilla de protección que hay siempre delante de los colegios. Antes de llegar al hospital notaría cómo la sangre ya humedece todo el gorro. «Cuidao, no m’empuerque el asiento», diría el taxista. Entraría en la rampa de urgencias, justo detrás de una ambulancia con la sirena puesta. La ambulancia aparcaría más adelante, al fondo, delante de unas puertas de plástico blando y transparente, de esas que parecen tan funcionales, tan de hospital. Pagaría el taxi, saldría de él, llegaría hasta el mostrador ese donde te reciben, me quitaría el gorro, mostraría la oreja vendada, roja de sangre, y también la toalla, con el trozo de oreja dentro. Inmediatamente me pondrían en una camilla, cerraría los ojos y, algo mareado, me dormiría con el traqueteo de las ruedas. Entonces vendría, por supuesto, todo el proceso: las preguntas —¿cómo se lo ha hecho?—, el proceso de recuperación… Unos cuantos días en el hospital seguro que no me los quitaba nadie. Eso haría que, durante el tiempo que estuviera allí, no pudiese tratar de resolver los problemas del día siguiente: los del trabajo, los de la familia, los muchos problemas que nunca me dejan dormir. Tal vez en el hospital la imposibilidad de ponerles remedio me angustiaría todavía más. De forma que pronto anhelaría que me diesen el alta para volver a casa, dedicarme a preverlo todo, a advertir a mi hijo de todos los peligros: que no se suba a la barandilla del balcón, que no suba al coche de ningún desconocido, que mastique veinte veces cada mordisco del bocadillo, y sólo cuando todas las posibilidades estuvieran controladas volvería a sentarme a mirar por la ventana, intentando —como ahora hago— no fijarme en los detalles de las cosas, intentando ver sólo su volumen y no la superficie o los colores, y después intentando ver su superficie y no el volumen o los colores, y después intentando ver sólo los colores y no el volumen o la superficie. Pero en resumidas cuentas resulta todo muy difícil. En la esquina, el camión del butano enciende el motor y maniobra para irse. Por encima de él vuelve a pasar —ahora nuevamente de derecha a izquierda— el grupo de cotorras chillonas.