SÁBADO

Todas las fotos de su vida caben en una caja de zapatos con las puntas dobladas. Se amontonan sin orden. Hay fotos de cuando era pequeña mezcladas con fotos ya de mayor. En sesenta años no ha tenido nunca ni un minuto para coger un álbum y ordenarlas. Y ahora que por fin tiene tiempo le da pereza y tampoco ve qué sentido tendría ordenarlas a estas alturas. Por todo ello las fotos en blanco y negro conviven con las fotos en color. Y con las sepia: de los padres, del primito que murió a los tres años con la cabeza abierta por una maceta de albahaca que resbaló de la ventana de una vecina, y de ella misma, muy joven y con encajes, o con una falda larga blanca, o con una falda corta y una raqueta en la mano. Guarda la caja en un armario, bajo la carpeta acordeón donde deja las facturas. La guarda debajo porque la tapa de cartón no cierra bien y, con la carpeta encima, al menos queda inmovilizada. Las fotos las mira, siempre, en la mesa del comedor. Coloca la caja a la izquierda y quita la tapa de cartón. Con las dos manos coge un puñado de fotos y las deja frente a sí. Muchas ni las contempla. De una ojeada recuerda hasta el último detalle; ¡las ha visto tantas veces! Ahora busca concretamente una en la que ella y su marido, del brazo, miran a la cámara con una sonrisa helada. No tiene que buscar demasiado porque, si bien el amontonamiento podría parecer caótico a los ojos de un extraño, el paso de los años y el ir mirando las fotos una y otra vez han hecho que sepa siempre en qué núcleo de los diversos núcleos del amontonamiento está cada una. Encuentra enseguida la que busca, y la contempla con ojos húmedos. Él lleva el pelo reluciente de fijador y ella un sombrerito de tul y flores de jazmín en la mano. Sin dejar de mirar la foto, la mujer hurga en el bolsillo del delantal, saca unas tijeras y, con tres golpes decididos, corta la foto de manera que el marido cae al suelo y ella queda sola, manca del brazo izquierdo, por el que él le pasaba el derecho. Ha dudado un instante si prefería quedarse ella sin el brazo izquierdo o si, para no perderlo, conservar aferrado el brazo de él. Acto seguido deja lo que queda de foto encima de la pila de otras fotos, se agacha a recoger al marido del suelo y lo va haciendo añicos, con tijeretazos pequeños y regulares. Después busca otras fotos en las que salgan juntos, pero no hay ninguna. Cuando deja las tijeras, los minúsculos trocitos de él forman una colinita que, con la mano derecha, barre hacia la palma de la otra, para tirarla a la basura. Después deja la caja de fotos dentro del armario y recoge las americanas, las camisas, los pantalones y las corbatas. Todo va a parar dentro de una bolsa de plástico grande. En el supermercado ha comprado un paquete que lleva la leyenda USO INDUSTRIAL. Deja la bolsa en el recibidor el tiempo justo de arreglarse el pelo y ponerse la chaqueta.

Le cuesta abrir el contenedor y todavía más meter la bolsa. Cuando lo consigue, la boca del contenedor queda abierta. Tanto le da. Se sacude las manos y va hasta la cafetería de la calle Balmes donde a veces merienda un sandwich pequeño de sobrasada. Después, en la charcutería compra croquetas. Vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal, quita la mesa de la cocina y, cuando se dirige a la salita a mirar un rato la tele, ve la foto que hay al final del pasillo, la que se hicieron una semana antes de casarse, en aquel retratista de la calle Manso. El marco es de madera, ancho y barnizado, él lleva el pelo reluciente de fijador, y ella una especie de sombrerito de tul, y flores de jazmín en la mano. La descuelga al instante, va hasta el comedor, deja el marco sobre la mesa y, sin ánimos para ir a buscar la caja de herramientas con el fin de extraer los clavos con unas tenazas, rasga el cartón posterior y saca la foto. Con tres tijeretazos sinuosos, corta la foto de manera que separa la figura del marido y ella queda sola y sin el brazo izquierdo, porque si hubiera mantenido su brazo izquierdo, el brazo de él, que la cogía, habría seguido en la foto. De joven siempre cortaba, de las fotos, a las amigas con las que se peleaba, y en las de grupo —como era muy difícil cortar a una persona sin desgraciar toda la foto— a las amigas con quienes se peleaba les tachaba la cara y el cuerpo, y los tachaba también en los negativos, para que si alguna vez hacía otra copia no apareciesen de manera inesperada. Ahora ha dejado la foto en un lado de la mesa, ya completamente sola con el sombrero de tul y las flores que sujeta con el brazo, el único ahora. Observa un momento el trozo de foto donde él se agarra a un brazo completamente solo y no le resulta extraño que vaya por el mundo agarrado a un brazo que no es de nadie; después lo hace añicos con unos cuantos tijeretazos. Amontona los trocitos, con una mano los barre hacia la palma de la otra y los tira al váter: a continuación tira de la cadena varias veces, porque ni con una ni con dos basta para que desaparezcan. De vuelta hacia la sala descubre, sobre la mecedora del dormitorio, unos pantalones y unas camisas. Los pantalones marrones, los grises, dos camisas blancas y una azul, y cinco corbatas. Todo va a parar a dos bolsas de plástico que baja al contenedor. ¿Cuánto tardará uno de esos hombres que pasean con un carrito y un bastón en hurgar allí y descubrir las camisas y los pantalones? Si viera a alguno, ahora mismo lo avisaría. Tiene ganas de ver a alguno, pronto, paseando por la calle con una camisa con las iniciales de él bordadas en el bolsillo izquierdo. Va a la granja donde a veces toma para merendar una ensaimada y un cortado descafeinado. Toma un cortado descafeinado y una magdalena, compra una botella de leche y vuelve a casa. Enciende la tele. Cambia de canal una y otra vez. No dan nada que le interese. Apaga la tele, coge la novela que tiene a medias desde hace una semana, busca el punto y empieza a leer. Al cabo de cinco minutos se da cuenta de que, como cada vez que se pone estos últimos días, no se fija en nada de lo que lee. Deja la novela sobre la mesita baja y entonces ve, en un rincón y boca abajo, el libro que él leía. Lo abre por el punto: «Tal como hemos visto, el cálculo de las frecuencias de las letras que aparecen en el criptograma proporciona muy valiosas a quien quiere resolverlo».

Arranca la hoja, hace una bola con ella y la tira al suelo. Lee el inicio de la hoja siguiente —sólo una frase—, arranca la hoja, hace una bola con ella y la tira al suelo. Rasga el libro por la mitad, a todo lo largo del lomo y, gracias al encolado a la americana, arranca las hojas de una en una. Completa la acción en la cocina, encima del cubo de la basura, de manera que las hojas van cayendo dentro. Después, tapa el cubo y, cuando está a punto de dar media vuelta, ve, en medio de la masa informe de ropa sucia que se acumula desde hace días en un rincón de la galería, los bajos de una pernera de pantalón. Se acerca, rebusca y descubre dos pantalones más y cinco camisas. Tal como los va recogiendo, los mete en el cubo de la basura y, como no tarda en llenarse, saca la bolsa ya llena, coge una nueva e introduce en ella las camisas que no han cabido en la otra. Cuando acaba, deja las bolsas en el recibidor, se dirige al baño y se arregla el pelo frente al espejo.

Lleva una bolsa en cada mano. Antes de llegar al contenedor ve a un hombre, con un carrito al lado, que con un palo de escoba hurga en él. Es un hombre con la cara tiznada. ¿Cuánto hará que no se ducha? Le tiende las bolsas.

—Hay camisas y pantalones.

El hombre, más que cogérselas, se las arrebata con desconfianza. Deja las bolsas en el carrito, abre una, despliega la camisa con admiración. ¡Madre de Dios!, piensa la mujer, con esas manazas tan sucias hasta las camisas, que estaban para lavar, parecen limpias. El hombre se pone una encima de la que lleva puesta. La mujer da media vuelta y sube por la calle Balmes mirando los escaparates de las tiendas. Después gira a la izquierda hasta casa. Se quita la chaqueta, se pone el delantal. ¿Qué hará ahora? Ordenar. Todo el día ordenando y no acaba nunca. De momento, piensa, ha vaciado el armario del dormitorio. Como no está del todo segura, no obstante, da un nuevo repaso. Efectivamente, no queda ni un pañuelo. Nada tampoco en la mesita de noche. ¿Tal vez zapatos en el armario del recibidor? Unos cuantos pares, y un paquete grande. Cuando rasga el papel que envuelve el paquete, encuentra dos cajas con pulóvers por estrenar. Cierra las cajas, se quita el delantal, se pone la chaqueta. El ascensor tarda en llegar, porque primero baja sin pararse en su planta, después vuelve a subir hasta un piso inferior para, acto seguido, volver a bajar y a subir. Finalmente llega.

Va hasta el contenedor, lo abre y, como puede, porque está muy lleno, introduce las cajas con los pulóvers. Un hombre que pasa la reprende por no tirar el cartón al contenedor azul. La mujer ni lo mira. Cuando ha acabado se sacude las manos, va hasta la cafetería de la calle Balmes y se toma un café muy corto y una copita de anís. Después pasa por el supermercado, compra dos paquetes más de bolsas de basura, vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal y se sienta delante de la tele. Cambia una y otra vez de canal y entonces, como ve un anuncio en el que un hijo y una hija obsequian a los padres con una tarta de aniversario de boda, recuerda que, para el treinta y cinco aniversario de la suya, el hijo mayor les regaló dos camisetas con la foto de los dos serigrafiada: aquella que se hicieron en el estudio del retratista de la calle Manso, él con el pelo reluciente de tanto fijador y ella con un sombrerito de tul y flores de jazmín en la mano. ¿Dónde estarán las camisetas? Las busca en el armario, en el cajón de las camisetas, pero no están. Mezcladas con las suyas encuentra, eso sí, tres camisetas imperio de él, que deja momentáneamente en el suelo, porque ahora lo que le interesa es encontrar esas donde los dos van del brazo. Busca en los otros cajones. El de la ropa interior, el de las medias, el de los calcetines; encuentra un par, que añade a las dos camisetas que están en el suelo. Busca en los estantes superiores, entre las mantas y los edredones, entre los jerséis y la caja donde guarda los relojes de pulsera. De esa caja coge dos, que añade a la pila de calcetines y camisetas.

Encuentra las camisetas en la cocina, en el cajón de los trapos. No recordaba que ya hubiera decidido convertirlas en trapos. Están cortadas en dos trozos. En la parte de atrás no hay nada; es toda blanca. En la de delante se ve la foto. El pelo reluciente de tanto fijador es una sombra, y el ramo de flores de ella una mancha blanca imposible de reconocer. Saca las tijeras que lleva en el bolsillo del delantal y con precisión recorta la figura de él, en las dos camisetas, y la hace añicos encima del cubo de la basura para que los trocitos de algodón no caigan al suelo. Cuando ya no queda nada, devuelve los otros trozos de camisetas al cajón de los trapos, recoge las camisetas, los relojes y los calcetines que ha dejado en el dormitorio, los mete en la bolsa, se quita el delantal y se pone la chaqueta, va hasta el contenedor, después duda si pararse en la cafetería, decide que no y vuelve directamente a casa, rumiando si se comporta de forma suficientemente rigurosa.

Decide que no. Sin quitarse la chaqueta, se pone el delantal y busca de nuevo, en la caja de fotos, el trozo de foto en que aparece sola y manca del brazo izquierdo. No le cuesta nada encontrarla. Es una de las primeras de la pila. La observa por última vez y la hace trocitos minúsculos, que después recoge en una mano y tira a la bolsa de la basura. También va a parar allí, hecho trizas, el trozo de camiseta que había guardado en el cajón de los trapos. Y el marco de madera, ancho y barnizado, que estaba al final del pasillo. A continuación va al armario, lo abre, saca los cajones donde él guardaba siempre los calcetines y las camisetas. Uno por uno los arrastra hasta el ascensor, los mete dentro —todos menos uno que mantiene abierta la puerta del ascensor—, vuelve atrás, se quita el delantal, se arregla el pelo, coge la bolsa de la basura y entra en el ascensor. Un vecino grita: «¡Ascensor! ¿Qué pasa?». En la planta baja, amontona los cajones junto a la puerta de la calle y empieza a hacer viajes hacia el contenedor. En el primero lleva un cajón en una mano y la bolsa de la basura en la otra. En cada uno de los siguientes viajes arrastra un cajón. Cuando acaba, descansa un rato en la cafetería de la calle Balmes y toma un cacaolat con un bollo de crema mientras observa los coches, que circulan haciendo sonar todos el claxon. Después vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal, bebe un vaso de agua y recoge las perchas donde él colgaba las americanas, las camisas y los pantalones, y las pone en una bolsa grande. Del aparador saca la caja de herramientas y la deja sobre el mármol de la cocina. Con un destornillador desenrosca las puertas del armario. Se pone la chaqueta y arrastra las puertas hasta el ascensor. Necesita dos viajes para bajarlas. Vuelve a casa, lleva las sillas hacia el ascensor y las baja en cuatro viajes. Hace, además, un viaje por cada butaca. Acto seguido vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal, pone la mesa boca abajo y desenrosca las patas. Como ya es la hora de vuelta de los colegios, decide dejar de hacer viajes con el ascensor, porque ahora, durante unas cuantas horas, todo será una sucesión de niños y padres que vuelven a casa. Lo va apilando todo en el recibidor y espera a que llegue la noche para quitarse el delantal, arreglarse el pelo, pintarse los labios y bajarlo todo a la calle.

En la cafetería de la calle Balmes pide un plato: un huevo frito, patatas fritas y un tomate partido. Vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal, quita la colcha, la sábana de arriba y la de abajo, las fundas de las almohadas y las almohadas. También las que hay en el armario. Introduce unas cuantas en la bolsa donde antes había metido las perchas; el resto, en dos bolsas más. Se quita el delantal y se pone la chaqueta. Mete en el ascensor las tres bolsas y comprime el colchón de espuma hasta que también consigue que entre. En la planta baja, esperando el ascensor, encuentra a un vecino que la mira sorprendido, a ella y la carga que lleva, y le dice «Buenas noches». Ella le contesta «Buenas noches», saca el colchón y lo apoya en la pared. «Deje, deje, que la ayudo», dice el hombre. «No hace falta, de veras», responde ella mientras saca las bolsas del ascensor y las deja junto al colchón. Hasta el contenedor hace tres viajes: uno con el colchón; otro con dos bolsas, y el tercero sólo con una. Baja también el televisor y la mecedora. La nevera le cuesta más, pero consigue llevarla junto al contenedor poco a poco y decantándola —ahora sobre una pata, ahora sobre otra— al tiempo que la hace avanzar. De vuelta en casa se quita la chaqueta, se pone el delantal y desmonta el batiente de la ventana que da a la plaza. Lo deja en el recibidor. De la caja de herramientas que tiene en la cocina saca un cortafrío y un martillo y se pasa un rato intentando separar, de la pared, el marco de la ventana. A partir de la pequeña fisura que consigue al cabo de unos minutos, va haciendo palanca con el cortafrío. Poco a poco arranca fragmentos, hasta que la falta de uno de los cuatro lados permite sacar los otros tres con más facilidad. Cuando —después de ponerse la chaqueta— lo lleva todo hasta el contenedor la noche ya es total y en la calle hay poca gente. Se acerca a la cafetería de la calle Balmes, pero ya han bajado la persiana metálica y han apagado las luces. Dentro se afanan: colocan las sillas sobre las mesas, barren, friegan el suelo. Vuelve a casa, se prepara un café, cierra el paso del agua y, con la llave inglesa, desenrosca los tornillos que sujetan la taza del váter. Después la desenrosca de la cañería y, con unas cuantas patadas, la taza cede definitivamente y cae al suelo. La lleva al recibidor. También desatornilla los grifos del lavabo, y el lavabo, que cae al suelo y se agrieta. Se agrieta también el plato de ducha, porque tiene que arrancarlo a golpes de cortafrío. Lo lleva al rellano, se quita el delantal, se pone la chaqueta y lo va metiendo en el ascensor, y del ascensor —en diversos viajes— hasta cerca del contenedor, porque hace horas que el contenedor está lleno, y ya lo está también todo alrededor. Después vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal y empieza a arrancar los azulejos. Los de la pared del baño los primeros. Después los de la cocina, y todas las baldosas del suelo. Muchos de los azulejos se agrietan, porque con frecuencia no acierta el cortafrío y el martillo golpea contra el azulejo. Muy pocos salen enteros. Entonces se presenta la guardia urbana y le dice que hay un vecino que se ha quejado del ruido. Ella se disculpa y, cuando los policías se han ido, amontona los azulejos y las baldosas en el recibidor; después, se quita el delantal, se pone la chaqueta, carga azulejos y baldosas en el carrito de la compra —porque las bolsas no resisten el peso de muchos— y se pasa toda la noche haciendo viajes. A veces piensa: quizás no son horas de hacer tanto ruido. Pero no quiere esperar al día siguiente, quiere que cuando salga el sol todo esté terminado. Sin embargo hay demasiado trabajo para acabar antes de que se haga de día. Cuando ya no queda ningún azulejo ni ninguna baldosa en casa, desquicia la puerta de entrada. Se quita el delantal, se pone la chaqueta y, cuando baja la puerta al contenedor, el negro del cielo empieza a quebrarse en azul oscuro, vuelve a casa, se pone el delantal y, con una rasqueta, va rascando la pintura del comedor. Después, la del dormitorio. Después, la de la habitación que había sido de los niños. Después, la del recibidor. Después, la del pasillo. Cuando el yeso de todas las paredes queda a la vista, barre la pintura arrancada, la mete en dieciséis bolsas y —tras haberse peinado el polvo que le ha quedado en el pelo, quitado el delantal y puesto la chaqueta— baja las dieciséis bolsas hasta cerca del contenedor. Se sacude las manos, va hasta la cafetería de la calle Balmes y, como vuelve a estar abierta, se toma un café con leche, tres donuts y una copita de anís. Vuelve a casa, se quita la chaqueta, se pone el delantal, se sienta en un rincón, mira las paredes desnudas, el techo, el suelo. Ahora ya es de día y poco a poco la claridad llena las habitaciones. Es sábado y por eso reina el silencio en todas partes. En la escalera, en los otros pisos, en la calle. Casi todo el mundo debe de dormir todavía. Se lleva las manos al bolsillo del delantal y juega con las tijeras. Las saca y, con la punta más punzante, se picha en la piel del dedo gordo pulgar de la mano izquierda, muy cerca de la uña, y, cuando finalmente consigue hacer una incisión, deja las tijeras y con la mano derecha se va arrancando poco a poco la piel. De vez en cuando se detiene y se seca la sangre con el delantal.