CUALQUIER TIEMPO PASADO

Marta ha añorado siempre su infancia, aquella infancia en que, pese a tener televisión, a la hora de cenar, el padre, la madre y los nueve hermanos se sentaban alrededor de la mesa y a nadie se le ocurría pedir que encendiesen la tele. Porque, a la hora de cenar, unos y otros se explicaban lo que habían hecho durante el día.

—Hoy, en clase hemos estudiado los primates —decía Marta.

—Ah —se interesaba el padre.

—¿Quieres más lechuga? —preguntaba la madre.

Cuando Marta tuvo un hijo, los primates ya no se estudiaban: se trabajaban. Se trabajaban los primates, el cuarzo, las estalactitas y el mundo vegetal.

—Hoy hemos trabajado el acebo —le decía su hijo.

Marta habría querido que su hijo naciera en aquel mismo ambiente de sana alegría fraternal. Pero, para empezar, Marta había tenido sólo un hijo y, con sólo un hijo, no puede haber demasiada vida fraternal, ni sana ni no. Además, el televisor ya había dejado de ser un proscrito y cada vez ganaba más terreno.

Durante un tiempo intentó combatirlo, pero pronto tiró la toalla y, en la mesa, toda la familia —ella, su marido y el niño— cedían la cabecera al televisor. Entonces Marta lo criticaba.

—No es bueno que la televisión presida nuestras vidas. No nos comunicamos. ¿Tan pocas cosas tenemos que decirnos?

El marido pensaba de otra manera.

—Pero es que ahora dan las noticias.

Siempre era lo mismo: en cuanto se sentaban alrededor de la mesa, el marido encendía el televisor. Y el niño enseguida aprendió la lección paterna y —si bien al principio también argumentaba: «Es para ver las noticias»— muy pronto ya no necesitó escudarse en la coartada informativa y, en vez de las noticias, empezaron a ser las carreras de fórmula 1, unos dibujos animados pretendidamente corrosivos o programas con famosos que se insultaban sentados en círculo. La comunicación familiar había empezado el descenso por una pendiente de la que no habría de volver nunca más. Tan pronto como acababan de comer, los tres saltaban al tresillo y allí se incomunicaban a base de ver concursos, coreografías y chistes fáciles. Ella habría preferido una partida de dominó, que facilita una mínima conversación, un suave intercambio de ideas, pero había aceptado hace tiempo que era una batalla perdida y que no podía ir contra el curso del tiempo.

Sin embargo, ahora, desde hace unos cuantos meses —un año, quizás dos, o más—, Marta ha empezado a echar de menos incluso esos tiempos, cuando ella, su marido y el niño pasaban la noche ante el televisor. Porque —nunca lo habría imaginado— ahora se comunican incluso menos. Desde que entró el primer ordenador en casa todo ha cambiado. Primero hubo sólo un ordenador, pero ahora ya hay dos. Uno lo utiliza su marido. El otro, su hijo. Ella no quiere ordenador. El correo electrónico lo recibe en el trabajo y lo envía desde allí mismo y, si está en casa y necesita enviar algo urgente, pues entra en el ordenador del marido o en el del hijo. Pero ahora ocurre que, enseguida que se acaba la cena, el hijo recoge los platos y los lleva a la cocina, el marido llena el lavavajillas y lo pone en marcha, y a continuación los dos se encierran, uno en el despacho y el otro en su habitación, con los ordenadores respectivos, y ella se queda sola en el sofá, ante el televisor, añorando los tiempos en que al menos esa pantalla hacía que estuvieran un rato juntos.