UNA NOCHE
En el centro de la sala, el príncipe ve el cuerpo de la chica, que duerme sobre un lecho de ramas de roble rodeado de flores de todos los colores. Descabalga con rapidez y se arrodilla a su lado. Le coge una mano. La tiene fría. Y la cara blanca, como la de una muerta. Y los labios delgados y morados. Consciente de su papel en la historia, el príncipe la besa dulcemente. Sabe que ése es el beso que ha de devolverla a la vida, el beso que la princesa ha esperado desde que la maldición de una bruja la dejó dormida. El príncipe aparta la cabeza para contemplarla cuando levante los párpados y abra esos ojos tan grandes y almendrados.
Pero la chica sigue dormida. Tal vez, piensa el príncipe, la ha besado con demasiada suavidad. Vuelve a bajar la cabeza y la besa nuevamente, esta vez con algo más de vigor. La princesa, sin embargo, no se despierta. El príncipe insiste. Para que el beso resulte aún más intenso, con los dedos índice y pulgar hace presión en las mejillas de la chica hasta que la boca se le abre suavemente. Entonces mete la lengua, la enrosca alrededor de la de ella, la saca, le muerde el labio superior, y acto seguido el inferior. La besa con ardor, como pocas veces ha besado a alguien. Esos besos excitan al príncipe. Siente en la entrepierna una turgencia creciente, que se convierte en dolorosa por la malla tan ceñida que lleva. Pero se contiene porque calcula que, cuando la chica se despierte, podrá desatar la pasión que lo colma. Está seguro de que la chica se despertará con una pasión equivalente.
Pero, por más que la besa, la princesa no se despierta. El príncipe se para un instante, le acaricia las mejillas, y enseguida vuelve a besarla: la besa una y otra vez, cada vez con más vigor. ¿Qué clase de príncipe azul es, que sus besos no son capaces de despertar a la durmiente? Todos los príncipes azules se jactan, siempre, de despertar a las princesas con un único beso, sencillo pero inapelable. Se siente inútil, y agradece que, al menos, en la sala no haya nadie que lo observe.
Las cosas tenían que ir de otra manera. Él tenía que besarla y ella tenía que despertarse. Ya hace un cuarto de hora que lo intenta y los labios de los dos han ido hinchándose, de tan ardientes como son los besos. Ahora desabrocha la blusa de la chica y le contempla los pechos redondos, turgentes, perfectos. Le maravillan los pezones, gruesos y de un marrón rosado. Cuando los mira muy de cerca, le sugieren la porosidad de un paisaje lunar. Los humedece con la lengua y, a continuación, se agarra a ellos con los labios y los chupa: ahora uno, ahora el otro. Tal vez los besos no la despierten, pero eso sí que tendría que despertarla. Por si acaso las lamidas a los pezones hubiesen producido algún efecto, vuelve a llevar los labios hasta los de ella y la besa con ardor. Le pasa la mano por debajo de la falda, le acaricia los muslos y llega hasta el vértice que forman con el pubis. Finalmente levanta del todo la falda y contempla las piernas, pálidas, tersas, suaves, espléndidas. Poco a poco levanta el cuerpo con una mano y le quita las bragas con la otra. Se arrodilla frente a ella, le separa las piernas, y los labios que encuentra. Acerca la boca, los lame, agita la lengua y resigue cada pliegue en el beso más íntimo que —supone él, inocentemente— nunca ningún príncipe haya dado a ninguna princesa. Es el beso definitivo, piensa, el beso que despierta a las princesas dormidas. Se está rato y, cuanto más rato está, más y más se excita, hasta que, incapaz de contenerse y rumiando que quizás eso del beso no es más que la metáfora de un contacto más radical, se baja la malla y se coloca entre las piernas de la chica. Se mueve, primero lentamente y después cada vez con más fuerza, hasta que cada embate le sacude todo el cuerpo. Pero ni así se despierta. Decepcionado, el príncipe acaba, se retira, reposa la cabeza sobre el pecho de la chica. Cansado, se hace un sitio en el lecho, a su lado, y la contempla. Es tan hermosa que al cabo de un rato siente de nuevo que la pasión le embarga, y vuelve. Esta vez la chica tampoco se despierta. Se pasa así toda la noche, volviendo cada vez con la convicción de que tarde o temprano se despertará, pero es él quien, al amanecer, fatigado, se duerme abrazado al cuerpo de ella. Pocos minutos después la chica se despierta, lo contempla un instante —tan guapo—, le aparta el brazo y se levanta desconcertada. ¿De qué sueño sale, cuánto tiempo hace que cerró los ojos? Le cuesta mucho recordar nada, y poco a poco se aleja. El príncipe duerme profundamente, sin saber que a él no vendrá nunca nadie a despertarlo.