El SEÑOR BENESET

El hijo del señor Beneset llega a la residencia geriátrica y saluda a la chica que hay en recepción, una joven amable y sensata que fue, de hecho, quien, cuando buscaba una residencia donde cuidasen al señor Beneset, decantó la balanza e hizo que optara por ésa y no por la otra que también le gustaba, en el Putxet. La chica y el hijo del señor Beneset charlan de cuatro cosas. De cómo va la vida en general, de la Semana Santa que se acerca, del nuevo asfaltado de la calle y de cómo está el señor Beneset últimamente. Cuando ya parece que han hablado bastante rato, el hijo dice «En fin…» y sonríe como diciendo «Es muy interesante la conversación pero tengo que dejarle e ir a la habitación». La chica, que en el fondo está harta de tener que hablar de cuatro tópicos parecidos con cada familiar o amigo de cada residente, pone cara de «Hostia, yo también lo siento mucho, pero entiendo que hay cosas que son primordiales, y una es visitar al padre». De forma que el hijo del señor Beneset se aleja del mostrador y se dirige al patio. Lo atraviesa haciendo crujir la gravilla bajo los pies con ímpetu adolescente, entra en el ascensor, llega a la tercera planta y enfila el pasillo hacia la habitación. Es la 309. Llama con los dedos: toc toc toc; primero flojito, después más fuerte y, finalmente, como no hay respuesta —el señor Beneset está tan sordo que es probable que no lo oiga—, hace girar el pomo de la puerta y entra. El señor Beneset está delante del espejo. Se pone bien las bragas, unas bragas negras, de blonda, de esas que los franceses llaman culottes y los ingleses French knickers.

—Te tengo dicho que llames antes de entrar en las habitaciones —dice el señor Beneset.

—¡He llamado, papá, pero no me oías! —dice el hijo. Grita porque, si no gritase mucho, eso tampoco lo oiría. Está a punto de preguntarle cómo es que hace meses que no se pone el sonotone, que de qué sirvieron todos aquellos viajes a la tienda de la calle Balmes, para hacer el molde y ajustarlo, y enseñarle cómo se coloca, si ahora el sonotone está siempre dentro del estuche, olvidado en un cajón. Pero no dice nada porque calcula que, si lo hiciera y (por esas cosas de la vida) su padre decidiese volver a utilizarlo, sería él el encargado de buscar pilas nuevas, de enseñarle otra vez a colocárselo, y quién sabe si incluso tendría que volver a iniciar el proceso para hacerle el molde, porque con el tiempo ese tipo de plásticos pierden flexibilidad y, una vez endurecidos, ya no se ajustan como al principio y hay que hacerlos de nuevo. Por eso prefiere callar.

—Te tengo dicho, desde muy pequeño, que llames a la puerta antes de entrar en las habitaciones. ¿O no te lo he dicho siempre?

El hijo se acerca al padre y le da un beso en la mejilla. El padre también le da uno, y lo coge por la nuca para que no aparte la cara y así poder darle otro. El padre quiere mucho a su hijo. Es lo único que tiene en el mundo.

—Pero tú siempre como si oyeras llover. Se te dicen las cosas y no haces ningún caso.

—Papá…

—Ahora me dirás que no es verdad. —El señor Beneset va bien afeitado y el bigote blanco resplandece sobre la piel morena. Mira a su hijo fijamente—. ¿Bebes? No bebas, eh, que a ti siempre te ha gustado beber. Tienes la nariz roja, y la nariz roja la tienen los que beben mucho. Por eso en los tebeos a los borrachos les pintan una nariz roja. Y tú tienes la nariz roja. No bebas, te lo digo yo. Mira lo que le pasó al tío Toni, que acabó alcohólico. Ay, Toni… Ese también bebía mucho, por eso acabó alcohólico. Pero él tenía un motivo para hacerlo. Se le murió la hija y la mujer lo dejó, pobrecito. Ya te lo he contado alguna vez.

Al señor Beneset se le inundan los ojos de lágrimas, pero finge que no. El hijo se fija en que se ha cortado el pelo muy corto. Para ayudarlo a cambiar de tema, con los dedos le hace el gesto de las tijeras mientras sonríe y asiente en señal de aprobación. La cara del señor Beneset se ilumina.

—¿A qué queda bien así, corto? A esta edad el pelo muy corto va mucho mejor. No tienes que preocuparte de peinártelo. Y cuando te lo lavas se seca enseguida y no coges una pulmonía.

Del respaldo de la silla, el señor Beneset coge el sujetador, también negro y también de blonda. Tiene los brazos tan delgados que, cuando se los lleva a la espalda para abrocharse el sujetador, parece que se le vayan a romper. El hijo se acerca a ayudarlo.

—Deja, deja, ya lo hago yo. No necesito ayuda de nadie. Todavía no soy como todos esos viejos que hay por aquí. Esto está lleno de viejos. Es terrible llegar a viejo. Por eso tienes que cuidarte, ahora que estás a tiempo. No bebas. Porque sé que bebes. Te gusta mucho beber. Qué vergüenza, aquel día que los amigos tuvieron que llevarte a casa, estabas tan bebido que habías perdido el conocimiento. Y basta de hablar, que me canso.

Con el andador el señor Beneset va, poco a poco, hacia el cuarto de baño. Se mira al espejo, se ajusta el sujetador.

—Acércame el taburete.

El hijo le acerca el taburete de plástico blanco que hay bajo la ducha. El señor Beneset coge el neceser de la repisa y se sienta. De una bolsa transparente llena de bolas de algodón de todos los colores coge una, rosa. Desenrosca el tubo de base de color, impregna con ella el algodoncito y lentamente se extiende la base por la cara. Después se aplica polvos de maquillaje, para que no le brille la piel. Se perfila los labios con lápiz marrón y, cuando está a punto de pasarse la barra color granate, llaman a la puerta. Es la chica que viene a hacerle la cama.

—Buenos días, señor Rafael le dice.

—Buenos días, guapa —contesta el señor Beneset. Se dirige a su hijo y le dice—: Es Margarita, una chica muy maja. ¿A qué Margarita es maja? Margarita es cubana. Cuba es un país precioso. Tienen mucha caña de azúcar, ¿a que sí, Margarita? Margarita dice que sí con la cabeza.

Cuando acaba de repasarse los labios, el señor Beneset empieza con los ojos. Traza una raya por debajo y otra por encima. En los párpados se pone sombra marrón, y anaranjada entre la ceja y el párpado. Después, en las pestañas, rímel. Resopla. Pide al hijo que le acerque la blusa. Está en un perchero. El hijo se la acerca. Se la pone.

—Adiós, señor Rafael —dice Margarita cuando ha acabado de hacer la cama. Se va.

—Es una chica muy guapa —dice el señor Beneset—. Cierra bien la puerta, cierra. Que no nos oigan. ¿A que es muy guapa? Hay chicas muy guapas aquí, pobres, cuidando a vejestorios. Yo las veo y me dan pena. Pienso: pobres chicas, mira si no podrían estar haciendo otro trabajo que no fuera cuidar a vejestorios. Pero, claro, en el país de donde vienen, porque todas vienen de un país u otro, hay hambre, y aquí se ganan la vida. Margarita es cubana. De Cuba. Pero no come carne. Es vegetariana. Tú también tendrías que dejar de comer carne, tal vez. O tal vez no. ¿Te cuidas lo suficiente? Hay otra, ésa no es cubana, que se llama Yuli, que tiene unos pechos grandes, bonitos; es muy maja. Y yo ya sé que aquí todo el mundo está por el cuento, que si pagas, pues pronto lo tienes solucionado. Y son tan guapas… He tenido que decirles que no me duchen, porque se me ponía el rabo como una vara. Había una, había una que me decía: «Ay, señor Rafael, qué grande es… ¡Y a su edad!». Yo les digo que lo dejen, que esa zona ya me la hago yo, porque me da cosa, pobrecitas, que estén aquí, tan jóvenes, removiendo el cocido de un viejo. Pero seguro que muchos se aprovechan, seguro. Y son limpias. Lo hacen con guantes. No como esas viejas que a veces hacen como que se equivocan de habitación y se te meten en la cama por si quieres que te lo hagan. Con la boca, me lo propuso una. ¿Sabes lo que quiero decir? ¿Entiendes, verdad, lo que quiero decir?

Poco a poco el señor Beneset va hacia la cama, se sienta en ella. Se pone los pantis, la falda y los zapatos, anchos y sin tacón. Coge una bolsa de papel, de esas con dos asas, mete una botellita de agua, un neceser y un periódico viejo. Con el señor Beneset agarrándose al andador, salen los dos al pasillo, cogen el ascensor y, para ir al patio de atrás, pasan por la sala. Saludan a dos mujeres y un hombre que están sentados juntos, en butacas de mimbre y con la mirada perdida. En el patio localizan un banco, el señor Beneset saca el periódico, quita el polvo del banco, se sienta, destapa la botella de agua y da un trago.

—La he llenado antes de que vinieses. Para estar a punto. Vienes tan de tarde en tarde que no quiero perder ni un minuto… Ya sé que tienes mucho trabajo, hijo mío, y no te reprocho que sólo vengas de vez en cuando.

El señor Beneset se repasa el rouge de la comisura de los labios con uno de los diez o doce pañuelos de papel que lleva repartidos por los diversos bolsillos de la chaqueta. Después se peina el césped de cabellos blancos de un centímetro de altura que le ha dejado la peluquera. Tiene que vigilarla siempre, que no se le vaya la mano, porque tiende a poner en marcha, en cuanto puede, la máquina eléctrica. Y se entiende el porqué, le explica el señor Beneset: con máquina, un corte de pelo queda listo en un momento y, en cambio, con tijeras hay que estar más rato. Cobre por cortes o por horas, a la peluquera le interesa despachar la tarca cuanto antes.

—Aquí —dice—, cuando alguien muere dicen que se ha ido. Sabes que alguien ha muerto porque, de pronto, deja de estar aquí. De repente ya no está nunca: no está en el jardín, ni en el comedor ni en la sala de la tele, no está en ninguna parte, y hasta el día anterior siempre estaba. El primer día, pase: puede que esté enfermo. Pero si hace días que no está en ninguna parte y preguntas qué le ha pasado te dicen que se ha ido. Se ha ido ¿a dónde? No te lo aclaran. La semana pasada se fue otro. A veces, por la noche, oyes ruidos en los pasillos. De repente todo son pasos de un lado para otro. Rápidos, con prisa. Deben de llevarse un cadáver, pienso siempre, y es lógico que se lo lleven a medianoche para no preocupar a los demás que vivimos aquí.

El señor Beneset observa a su hijo y, como lo tiene a contraluz, apenas le ve la cara, y le explica que duda si quizás finalmente tendría que operarse la catarata del ojo derecho (la del izquierdo se la operó hace cinco años, justo antes del primer cáncer). Pero también le dice: ¿para qué esa inversión de tiempo y tantos quebraderos de cabeza si sabe que le queda poco tiempo de vida y ese poco tiempo ya es demasiado? Da un trago de agua de la botella. Nota que en la comisura de los labios se le ha agrumado una película de saliva y se pasa uno de los pañuelos que lleva en los bolsillos, pero entonces nota que se le ha corrido el pintalabios.

—Lo he embadurnado todo, ¿verdad?

—No, sólo un poco. Dame el pañuelo, que te lo arreglo.

Con el pañuelo el hijo le limpia todo el pintalabios que se ha corrido hacia la mejilla. No le dice que nunca acierta la línea de los labios y que se sale, ni que las líneas que dibuja en los bordes de los ojos son erráticas.

—A veces —explica— sueño que me llaman desde el cielo. Mi padre, mi madre, todos mis hermanos. ¿Y Rafelet, cómo es que tarda tanto en venir? Yo soy el único que queda aquí. El primero en morir fue Ricardo. Después, mi padre, ya hace… ¿Cuántos años hace? Ni sé los años que hace. Sesenta-y-no-sé-cuántos años hace. El último fue Arcadi y ya hace veinte. —El señor Beneset es viudo desde hace tres años. Aunque la mujer también está muerta, curiosamente no aparece en los sueños, invitándolo a sumarse a ella. Sólo es la familia de sangre (los padres, los hermanos) la que lo llama—. He vivido veinte años más que mi hermano que ha vivido más. Ya tengo bastante. Si pudiera me tomaría una de esas pastillas que hay, que te duermen y una vez te has dormido ya no despiertas, porque no es sólo que te duerman, sino que mientras te duermen te matan sin ningún dolor. No quiero sufrir más. El otro día le dije a la doctora: «¿Por qué no me da una y así acabamos rápido?». Me riñó: «¡No diga eso ni en broma!». No lo decía en broma. ¿Qué sabe ella si lo digo en broma o no? Lo digo de verdad pero nadie me cree. A veces miro la ventana y pienso qué fácil sería tirarse. Lo que cuesta es subirse. Si pudiera subirme, sentarme y pasar las piernas al otro lado, aún. Pero no tengo suficiente fuerza, y a ti no puedo pedirte ese favor.

Algunos viejos que pasan por el patio lo miran descaradamente. Hay uno, sentado en el banco de enfrente, que le mira las piernas con ojos entornados y la boca medio abierta. El hijo piensa que, si va a ir mucho con pantis, debería decirle que sería mejor que se depilase, luego calcula que, si le hiciera caso, sería él el encargado de comprar las maquinillas de afeitar, la cera o lo que sea que se utilice para depilar las piernas, y decide no decir nada. El señor Beneset observa a su hijo.

—Anda, vamos a la habitación.

—¿Ya quieres subir? No hace ni media hora que estamos aquí.

—Ya basta. De verdad. Estoy cansado.

El hijo ayuda al padre a levantarse. Atraviesan la sala donde las dos mujeres y el hombre están sentados juntos, con la mirada perdida. Cogen el ascensor, llegan a la planta. En la habitación, el señor Beneset se sienta en la cama y mira el reloj.

—Todavía falta un rato para comer. Vete, que bastante trabajo tienes. Y no te des prisa en volver, ya sé que tienes muchas obligaciones.

Se besan, el hijo da media vuelta, se aleja, se para en la puerta, se vuelve, dice adiós al padre con la mano, cierra la puerta y con el pañuelo se quita el pintalabios que el beso le ha dejado en la mejilla. Mientras el hijo entra en el ascensor, el señor Beneset saca el neceser y empieza a arreglarse los padrastros. Después se corta las uñas y se las lima. Acto seguido abre el frasquito de laca de uñas y aplica una capa. Empieza por el dedo meñique de la mano izquierda y acaba por el meñique de la derecha. Cuando la primera capa se ha secado, aplica la segunda.