LA PLENITUD DEL VERANO
Son todos parientes. Se encuentran tres o cuatro veces al año y ésta es la que corresponde al verano. En general quedan para comer y hoy no es ninguna excepción. Llegan desde diversas ciudades y se citan dos horas antes, en casa de uno de ellos, que tiene un piso enorme y con vistas al mar. Son realmente muchos. Una auténtica familia numerosa de cuando las familias numerosas lo eran de verdad y no como ahora, que con sólo tres hijos ya lo son. Entre grandes exclamaciones de alegría —«¡Hooola!»— se dan besos unos a otros y, como son docenas, cuando acaban, ya casi es hora de coger los coches para ir al restaurante donde tienen la reserva. De manera que, con la misma alegría con que se han saludado a la llegada, salen todos a la desbandada entre gritos de «¡Seguidme!» y «¡Nos vemos en el restaurante!».
Cuando todos los coches llegan es como si se encontrasen después de siglos, y por eso se repiten los saludos —«¡Hooola!»— y los besos. Habida cuenta de que, como se ha dicho antes, son docenas, tardan mucho rato en acabar de dárselos todos. Pero el restaurante está acostumbrado a banquetes de ese tipo y por eso los camareros no se apresuran a servir, porque, por poco que se apresurasen, los encontrarían a todos todavía a medio besarse. El caso es que cuando acaban con los ósculos todavía falta media hora larga para que sirvan el picapica y aprovechan para hacerse fotos. Fotos de todos juntos, posando ante la puerta del restaurante. Fotos por parejas legales. Fotos por subgrupos. Fotos individuales. Fotos de los niños solos. Fotos de los niños con los mayores. Todo el mundo sonriente, incluso los dos machos dominantes de la especie, que compiten por demostrar sus conocimientos sobre cámaras de fotografía digital. Competencia que se prolonga incluso cuando finalmente los camareros empiezan a servir la comida y ellos se pasean por la mesa larguísima, retratando de nuevo a todos los que ya antes han retratado afuera y que de nuevo compiten por ver quién exhibe la sonrisa más espectacular, y de paso la más duradera, hasta tal punto que algunos la mantienen durante las horas que transcurren lentamente entre postres, cafés, cigarrillos, puntos y sobremesa, hasta que finalmente tienen que despedirse los unos de los otros con nuevas series de besos y hacerse las últimas tandas de fotos antes de subir a los coches para —todos en caravana— volver al mismo piso donde se habían encontrado antes de comer y donde, a medida que van llegando, se vuelven a saludar —«¡Hooola!»— y a besar, antes de pasar inmediatamente a ver, en la pantalla del televisor, las fotos que los machos dominantes de la especie han hecho antes, durante y después del banquete. «¡Mira, es Laurita!», dice Silvia, como si fuera un prodigio que Laurita esté allí, fotografiada mientras comía ternera con rebozuelos. No hace ni tres horas que Laurita comía ternera con rebozuelos (que en este instante debe de ser un espléndido bolo alimenticio en su circuito intestinal) ¡y ya pueden verla fotografiada! Eso los excita a rabiar. Y provoca consideraciones como: «Que digan lo que quieran, pero antes de la fotografía digital tenías que llevar el carrete a revelar ¡y las fotos de las comidas no las podías ver la misma tarde!». Cosas todas ellas que los mantienen en un evanescente estado de felicidad que dura hasta que llega la hora de que cada cual vuelva a su casa, y nuevamente se besan los unos a los otros y —como son docenas y las combinaciones necesarias para que todo el mundo se bese con todo el mundo son incontables— acaban ya tardísimo. «Pero, como estamos en verano, ¡todavía hay claridad!», dice Laurita, contentísima, mientras su marido arranca el coche y ella sonríe y saluda con la mano y fotografía a los que le sonríen y la saludan y la fotografían desde los otros coches.