DOS SUEÑOS

EL PICADERO

Yo diría que conocí a Beristain en la redacción de una revista de esas que entonces se llamaban contraculturales, y que después coincidimos en otras revistas, en los bares y, más tarde, en la radio. Nos hicimos muy amigos, compartíamos coartadas, complicidades de bar y, como los dos teníamos bastantes líos y las visitas a los meublés acababan costando una fortuna al mes, decidimos alquilar un piso en la calle Cubí, justo delante de dos de los bares de noche más de moda de la ciudad, de forma que podíamos estar charlando con una chica, hacerle proposiciones y decirle: «Si quieres, de aquí a sesenta segundos la tienes dentro». La chica sonreía siempre, incrédula: «¿Ah, sí? El aseo de este bar es demasiado pequeño». «No digo en el aseo de este bar. Tengo un estudio aquí enfrente». Que tuvieses un estudio justo enfrente de dos de los bares de noche más de moda de la ciudad las fascinaba. El piso lo habíamos dividido en dos, de manera que cada uno tenía dos habitacioncitas: una interior y otra que daba a la calle. Compartíamos el recibidor, la cocina y el baño. Las paredes las habíamos derribado a golpes de maceta.

Cuando Beristain se separó de su mujer se fue a vivir allí. Eso quiere decir que yo entraba y salía y él estaba casi siempre, discretamente encerrado en sus habitaciones, con alguna chica o leyendo. Esta división sólo se rompía alguna vez que acabábamos los dos en la cama con dos chicas, y entonces utilizábamos la cama de uno o de otro, según cómo iba. A veces dejábamos las llaves a algún amigo, o sea que te podías encontrar con que en las habitaciones de Beristain hubiera algún otro, o él se encontraba con que en las mías había alguien.

Cuando quien se separó fui yo, a veces seguía yendo para mantener la apariencia de inalcanzabilidad que el hecho de poder llevar a las chicas a casa —a la casa de verdad— rompía. Pero después me harté de mantener un picadero si ahora vivía solo, y poco a poco fui dejando de ir. Así pasaron unos cuantos meses, un año incluso, hasta que le dije a Beristain que ya no iría más. Decidimos que desde entonces dejábamos de pagar el alquiler a medias y que lo pagaría él solo, aunque el contrato de alquiler del piso siguiese a mi nombre para evitar que lo subieran por cambio de titular. Esta situación duró unos cuantos años, hasta que adquirió el edificio una de esas empresas que compran inmuebles, echan a los inquilinos, renuevan los pisos y los venden a un precio elevadísimo. El administrador nos citó un día, nos dio un dinero por abandonar el piso y Beristain se fue a vivir a Sant Cugat, en un piso encima del piso donde vivía su madre.

Pero en el sueño que tuve justo después de que Beristain muriese de cáncer todo eso no había pasado. Había pasado que Beristain había muerto hacía unos cuantos meses, eso sí, pero yo no me había separado y el piso funcionaba todavía como picadero, aunque por falta de tiempo no iba nunca. Hasta que una noche, la noche de ese sueño, sí que voy. Llego con una chica, con la que me abrazaba ya en la escalera. Pero cuando abro la puerta con la llave encuentro el piso completamente lleno de gente. Gente en las dos partes del piso, la de Beristain y la mía, en las cuatro habitaciones, y en muchas otras que de repente hay, porque el picadero es mucho más grande y con más espacios de los que había en el picadero de verdad. Hay paredes altísimas, y arcos ojivales. Pero, pese a haber más espacio, no hay sitio para todos. Hay tanta gente —docenas, quizás un centenar de hombres y de mujeres que follan en las camas, amontonados como pueden— que no queda espacio libre. Hay tantos que no caben en las habitaciones y tienen que hacer cola delante de las puertas, esperando turno para entrar. Mientras esperan se besan, se acarician, se tocan… Cuando me ven llegar me miran con cara extrañada, como si se preguntasen «¿Éste quién es?», o «¿Qué viene a hacer ahora aquí?». Yo me pregunto: «¿Qué hacen éstos aquí, de dónde salen, qué hacen en mi piso?».

Pronto descubro que lo que ha pasado es que Beristain un día dejó la llave a alguien, antes de caer enfermo. Ese alguien hizo una copia. Y de la llave de ese amigo hizo una copia otro, que a su vez se la dejó a otro, que hizo otra copia. Cuando Beristain murió el ritmo se aceleró y, uno tras otro, todos se iban dejando la llave para hacer copias, de forma que ahora resulta que centenares de personas de la ciudad tienen copia de la llave del piso y la utilizan cuando quieren.

Me indigno de la cara que tienen, ellos (por ir pasándose copia de la llave de un piso que no es suyo) y Beristain, por haber dejado la llave con la alegría y la poca vista que lo caracterizaban. Decido que al día siguiente cambiaré la cerradura y los echo a todos. A los que follan los separo sin contemplaciones —y cuando las pollas y los coños se separan hacen ruidos como blop, y dejan ir regueros— y les digo que se vayan. Como buenos personajes de sueño, no oponen ninguna resistencia y se van, medio vistiéndose por la escalera, decepcionados por no poder follar donde pensaban hacerlo, pero sin ninguna gran preocupación ni ningún enfado. Y mientras se van pienso que lo que han hecho es un abuso de confianza, pero enseguida dudo si me he pasado echándolos a todos y si, quizás, al menos debería haber sido comprensivo y esperado a que acabasen. Porque, si todos tienen llave y corren por el piso como si fuera suyo, en parte también es culpa mía por haberme despreocupado de él durante tanto tiempo, por no haber ido más a menudo, por no disfrutar de la vida con la alegría y la ligereza con que lo hacía Beristain.

LA PATERNIDAD

La primera vez que oí la voz de Brugat no por radio fue a través del interfono de la emisora donde trabajaba entonces, en vía Augusta, y fue para decirnos —a Lolita y a mí— que antes de subir al estudio fuésemos al único bar que había abierto cerca, el María Castaña, a comprar unas cuantas cervezas. Fuimos al María Castaña, compré las cervezas y, cargado, subí la escalera hasta la emisora. Charlamos, me hizo una entrevista, y después fuimos a cenar a una pizzería mala que había allí cerca.

Cinco años después trabajábamos juntos, en una nueva emisora de radio. Brugat, Beristain y yo, en el mismo programa. Brugat era del tipo de persona que sobrevive con mínimos, el individuo menos interesado en tener hijos que he conocido nunca; y he conocido a muchos. Cuando le dije que Lolita y yo habíamos decidido tener un hijo me dijo: «Entonces, ¿va en serio?». Unos cuantos años después, una vez que nos encontramos por la calle cuando yo volvía de recoger al niño del colegio y nos sentamos en un bar a tomar un trago, miraba a mi hijo con una cara casi tan de extraterrestre como la de Pere Gimferrer un día en que compartimos taxi de vuelta a Barcelona desde un plató en una ciudad del extrarradio donde habíamos grabado un anuncio de promoción de la lectura. Gimferrer lo miraba con los ojos muy abiertos, lo señalaba con el dedo y me decía, como si quisiera verificarlo: «Es un niño».

Después vino el cáncer. Brugat tuvo cáncer, confió en un hombre que le imponía las manos a distancia —desde Zaragoza— y se murió. En el sueño que tuve poco tiempo después de que lo enterrásemos, Brugat está muerto y tiene dos hijos preciosos: un niño de dos años y una niña de cinco o seis meses que, pese a su corta edad, habla muy juiciosamente y demuestra gran sagacidad. Lo observa todo con unos ojos enormes. Es muy simpática y va toda llena de baba.

Brugat, como siempre, está risueño y lleva su gorra de piel negra, gastada y sudada. Se lo ve contentísimo, exultante de alegría, él, que nunca demostró interés alguno en tener hijos. Mira por dónde, finalmente los ha tenido. Es un padre tardío, llevado al límite. Ha esperado tanto para tener hijos, tan al límite ha llegado, que a los niños —tanto el que tiene dos años como la niña de cinco o seis meses— los ha engendrado y han nacido cuando él ya está muerto. Pero, así y todo, los cuida y juega con ellos, y los niños están la mar de satisfechos con su padre —como si yo fuese el único en el mundo que supiera que está muerto—, y Brugat me los enseña con ojos brillantes de felicidad, inmensamente orgulloso de sus hijos.