MUCHAS FELICIDADES

Un día, mi amigo oftalmólogo decide ordenar la parte de armario conyugal que le toca. Se fija en el hecho de que, en el estante superior, en el rincón de las piezas que no se pone nunca, tiene cinco o seis jerséis. Todos se parecen. Con cuello de pico la mayoría, todos en tonos que van del amarillo al ocre. ¿Qué hacen ahí?

Acumulan polvo desde hace años. ¿Cuántos exactamente? Hay unos que quizás seis o siete. Hay otros que incluso diez. Una vez se puso uno, se miró al espejo y lo llevó puesto un rato. Pero antes de salir a la calle se lo quitó. No le han gustado nunca los jerséis con cuello de pico, ni los de colores claros. Y aunque, entre todos los colores claros, los amarillentos le parecen los más soportables, tampoco le gustan. Le gustan los colores oscuros. Negro y gris marengo, sobre todo.

Pero a la persona que vive con él —su mujer— le encantan los jerséis de colores claros, sobre todo los de tonos que van del amarillo al ocre, y todavía más si tienen el cuello en pico. No ha entendido nunca cómo puede ser que a su marido —mi amigo oftalmólogo— no le vuelvan loco también esos tonos y ese tipo de jerséis. De manera que, convencida de que la perseverancia es la base de la pedagogía activa, cada cumpleaños, santo o fiesta en que sea preceptivo un regalo, ella le regala un jersey con cuello de pico, entre el ocre y el amarillo, aunque es cierto que en una ocasión ya lejana le regaló uno gris. Gris perla, eso sí, porque a ella le gustan los colores claros.

La mujer de mi amigo está convencida de que, a fuerza de insistir, un día él se dará cuenta de la obcecación en que ha vivido todos estos años, negándose a admirar la belleza de los colores claros y de los jerséis con cuello de pico. Por eso ha decidido ignorar siempre que, en el estante superior de la parte de armario que él ocupa, los jerséis que le regala se acumulan uno sobre otro, uno o dos más cada año. Es bueno que los nuevos sean los que quedan encima, porque así la capa de polvo empieza nuevamente sobre la parte superior del jersey acabado de llegar.

Y como —si siempre le regalase jerséis— en el estante ya no cabrían (y eso que es un estante grande), lo que hace es, a veces, regalarle discos.

Y como quiere regalarle lo mejor, le compra lo que a ella le gusta más: Paganini, Mendelssohn, Arriaga, Glinka… La música romántica en pleno, que es la que a ella la vuelve loca. Pero a mi amigo oftalmólogo la música romántica no le interesa nada. De la misma manera que no le interesan nada las novelas de Thomas Mann que también le regala. Según ella, Mann es la cumbre de la literatura universal, y está convencida de que, si mi amigo consiguiera acabar uno de sus libros —siquiera fuese uno—, se daría cuenta inmediatamente.

Pero ella no desfallece. Si tenemos en cuenta que la persona a quien se quiere contentar es él, podría regalarle —precisamente— lo que a él le gusta: jerséis negros o gris marengo, música de Béla Fleck o de Pascal Comelade, libros de Ben Marcus o de Neil LaBute. Pero eso sería ceder y está convencida de que, si sabe aguantar, un día será su marido quien ceda. Escuchará uno de los discos que ella le regala —entero: sin quitarlo al cabo de dos minutos— o se pondrá uno de los jerséis de tonos entre el amarillo y el ocre, y saldrá a la calle y verá que no le queda nada mal. Eso será el principio: a partir de ahí, y con más perseverancia todavía por parte de ella, él irá siendo —día a día, poquito a poco— cada vez más como ella querría que fuese.