Capítulo 49

Kobori esperaba en la estación de San Francisco. Iba muy pulcramente vestido. Mientras se ataviaba, se había sentido regocijado al reparar en su aspecto. Siempre convenía —pensaba— presentarse lo mejor posible. Reservárale la vida lo que le reservara, era oportuno no descuidar los detalles. Tantas cosas se evadían a sus posibilidades de consecución, que resultaba necio no perfeccionar hasta el extremo lo conseguible.

Llevaba, pues, un vestido de verano, de seda, muy apropiado para aquel caluroso día. En las distantes montañas se hacinaban masas de bruma que podían por la noche llegar a la costa, pero por el momento prevalecía el sol.

El tren no llevaba retraso. Kobori distinguió a Josui antes que ella a él. La vio, una vez más, hermosa y esbelta. Latióle el corazón, en su ansia de saludarla, pero le constaba que no procedía mostrar impaciencia. Confiaba en que la experiencia de un amor loco hubiese desengañado a la muchacha, mas él, si había de obrar decorosamente, debía dejar a Josui todas las probabilidades de rechazarle.

El joven se sentía deprimido por su propia sinceridad, y entendía que no le acompañaría la fortuna hasta que hiciese conocer a Josui las noticias publicadas en los periódicos desde la última vez que él y ella se entrevistaron. Tras no corta vacilación Kobori había decidido transmitir verbalmente a Josui aquellas nuevas. Así vería si en los espléndidos ojos de la mujer asomaba algún resquicio de esperanza y nostalgia que en este caso sería también prudencia.

Se quitó el sombrero, se aproximó a la joven y le tendió la mano para ayudarla a apearse, al estilo occidental. Eso, en un andén de estación, no despertaba la atención tanto como las reverencias japonesas.

—¡Hola, Josui! —dijo.

Ella, que no le había visto, se volvió al percibir el sonido de su voz.

—¡Kobori! Te agradezco mucho que hayas venido a esperarme.

Josui apretó ligeramente la mano del joven y retiró la suya en seguida.

—¿No habíamos quedado de acuerdo en que te aguardara? —respondió él.

Recorrieron juntos el andén y atravesaron la estación. Los seguía el mozo, cargado con el equipaje de Josui. Kobori no dejaba de mirar a su amiga. No estaba tan pálida como él había temido. Parecía tranquila y su aspecto era muy saludable. Sus mejillas tenían un delicado color de rosa y sus negros ojos aparecían serenos. Representaba más ecuanimidad y más dominio de sí misma, más para él todas esas cualidades aumentaban su belleza.

Kobori buscó un coche, ayudó a entrar a la joven en él y se sentó a su lado.

—¿Vamos a almorzar juntos? —preguntó, titubeante, temiendo haber pedido demasiado.

—Con mucho gusto —respondió ella.

Kobori dio al chófer el nombre de un restaurante y se recostó en el asiento. Ella permanecía a prudencial distancia de su amigo, y sus enguantadas manos sostenían su bolso de cuero. Vestía un traje muy sencillo, una blusa blanca, con pliegues, y un sombrerito de paja oscura.

Parecía mucho más americana que antes, o así lo juzgó Kobori. Sintióse un tanto conturbado por ello, pero luego recordó que, en realidad, muy pocas veces había visto a Josui vestida con atuendos occidentales. Sorprendióle advertir que ello no perjudicaba a su belleza, como les sucedía a la mayor parte de las niponas. Los rasgos de Josui podían soportar la prueba de los vestidos sobrios y su perfil resaltaba, nítido y atractivo, bajo el sombrerito europeo.

El joven no hallaba nada que decir. ¿De qué podía hablar? No deseaba preguntar nada acerca del niño. Tampoco quería saber si el niño vivía, ni lo que ella había hecho de él. Nada tenía que ver aquel hijo con Josui ni con Kobori, salvo que las noticias que él había de comunicarle la hicieran cambiar de criterio.

Josui se volvió a su acompañante, sonriendo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con japonesa cortesía.

—Muy bien.

—¿Y tus padres?

—Muy bien también.

—¡Excelentes noticias son ésas! —opinó ella.

—Tú —respondió Kobori— también tienes muy buen aspecto.

Josui rió.

—Así, todos estamos bien.

El restaurante estaba cerca, el coche paró pronto y Kobori lo despidió, dando al chófer una generosa propina. Le hubiese placido asir del brazo a la joven, como hacían los americanos con sus mujeres, pero su timidez se lo impedía. Entró en el restaurante, que era pequeño, bueno y caro. Ya había encargado mesa y minuta. La fonda era criolla y la cocina, la típica de Nueva Orleans… Kobori hubiese preferido un restaurante japonés, pero quería, antes de hacer ni insinuar nada, ver cómo reaccionaba Josui ante la situación.

La mesa se hallaba junto a un ventanal que miraba a la bahía. Sobre el mantel, blanquísimo, campeaban limpios platos y bruñidos cubiertos de plata. Todo era adecuado y correcto. Había encima de la mesa un jarrón de flores que él había comprado y que abrían ostentosos sus pétalos.

Kobori se recostó en su silla, que resultaba demasiado pequeña para él. Por primera vez en el día se sintió satisfecho y sereno.

—Come —dijo— los platos que he encargado, Josui. Pasan por ser los mejores de la cocina criolla. No difieren mucho de nuestros manjares asiáticos, aunque llevan más especias.

—Yo me siento hambrienta —repuso Josui—. Desde que no estoy triste, he recuperado el apetito.

Era agradable saber que la joven había olvidado su tristeza y sonreía. Luego Kobori recordó las noticias que su honradez le exigía transmitir a su amiga. Pero resolvió esperar hasta que llegase el caldo.

El mozo lo sirvió en una sopera de plata, no excesivamente grande, y colocó sendas tazas ante Josui y Kobori. Una vez llenas las tazas él invitó a su amiga a que empezara. Bebieron el caldo sin hablar. Los dos habían sido educados en la costumbre de que ninguna quietud debe apartar el ánimo de una buena comida.

Siguió una larga espera antes de que se sirviese el manjar sucesivo.

—Los cangrejos, que han de constituir el plato principal —explicó Kobori—, no pueden prepararse antes de que llegue el cliente.

—Es igual. ¿Verdad que no tenemos prisa?

—No.

Kobori se limpió la boca con una blanca servilleta de hilo.

—No —repitió. Después dijo:

—Tenía muchas ganas de verte. He de transmitirte algunas noticias que no sé si te parecerán buenas o no.

—¿Qué noticias son ésas? —preguntó la joven.

Pensó antes que en nada en Allen. Luego su mente voló hacia sus padres.

—En el curso de los últimos quince días —repuso él pronunciando las palabras con una entonación clara y doliente que Josui comprendió muy bien— me he informado de que los tribunales de California han decidido que los blancos pueden casarse con personas de raza japonesa.

Y dirigió a la joven una fija y penetrante mirada. Ella, adivinando la apasionada interrogación que latía en los ojos de su amigo, repuso:

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?

—Me pareció que te convendría saberlo, puesto que ello puede hacer variar las cosas. Ahora podrías escribir al americano cuyo nombre no quiero pronunciar. Los dos podéis vivir legalmente unidos.

—Ya no es posible que él y yo vivamos unidos —contestó la joven.

El corazón de Kobori casi dejó de latir. Dijérase que se le había subido a la garganta.

—¿Es posible que no desees…? —musitó.

—No se trata de desear —repuso ella—. Se trata de que no debe ser.

Por un momento su acento se dulcificó al agregar:

—¿No te haces cargo, Kobori? La ley es ya lo de menos. Pero ahora conozco a Allen y sé que no es un esposo adecuado para toda la vida.

El corazón de Kobori seguía palpitando hasta casi dolerle dentro del pecho.

—¿Y sería posible que ya no volvieses a sentir…?

Ella le evitó pronunciar la palabra.

—¿Amor? Quizá no y quizá sí. Pero eso no importa. El amor, en un matrimonio, no basta. Al menos no me basta a mí. Puede que les baste a los americanos mas no a Josui Sakai. Hasta ahora no me había enterado de ello.

Kobori, conteniendo el aliento, exhaló un largo y sibilante suspiro.

—¿Quieres decir, Josui, que te propones volver al Japón?

—Sí, como lo hizo mi padre.

El camarero se presentó inoportunamente en aquel momento, llevando una fina fuente de loza llena de cangrejos. El hombre, con aire satisfecho, colocó la fuente ante Kobori y le tendió el tenedor y cuchara.

—¿Servirá usted a la señora, señor? —preguntó.

Kobori, sonrojado y sorprendido, empuñó con torpe mano los cubiertos.

—¿Sabes —dijo a Josui— que yo no había hecho esto nunca?

—Déjame que sirva yo.

Y Josui, con diestra mano, tomó graciosamente tenedor y cuchara.

—Acerca tu plato, Kobori. Yo te pondré lo que quieras.

Él, reconocido, alargó su plato, murmurando:

—Gracias.

Miró a la joven y pensó que había sido una suerte el conservar en su poder aquel collar de auténticas perlas rosadas de la India.

—Yo soy el anfitrión, pero tú haces los honores mejor que yo —murmuró.

Ella sonrió sin responder. Le parecía completamente natural servir a aquel hombre amable e inteligente, pero inútil para muchas cosas. Y a ella le agradaría seguir sirviéndole durante el resto de su vida.