Capítulo 1

El jardín estaba en silencio. Más allá de sus muros ningún rumor de pasos se sobreponía al suave y continuo murmullo de la diminuta cascada. Aquel silencio estaba deliberadamente planeado, como planeada estaba toda la construcción del jardín, aunque el conjunto diera la impresión de ser un rincón agreste de la naturaleza. Por el lado de la tapia que comunicaba con la calle, el agua, conducida mediante cañerías modernísimas, ocultas entre rocas formaba un riachuelo que parecía despeñarse espontáneamente desde las alturas. Un truncado pedregón, semiescondido entre bambúes, se apoyaba contra el alto muro y parecía adquirir la dignidad de una estribación de las montañas que se elevaban más allá de la ciudad. El agua que, formando una minúscula catarata, caía de las rocas, iba a parar a un profundo y límpido estanque. Tres grandes pinos, doblegados por los años, se inclinaban sobre el estanque, como si deliberaran y reflexionasen. Y aunque eran tan pocos, daban la impresión de un bosque divisado a lo lejos.

La casa, situada al norte del jardín, era enteramente japonesa. Aunque amplia, tenía los techos muy bajos. Algunos bambúes suavizaban las curvas de sus inclinados ángulos y como descorridas cortinas, revelaban los tabiques interiores, cubiertos de papel. El edificio era de madera, sin pintar, y el tiempo había puesto sobre sus muros una pátina plateada.

Corría entonces la primavera y sobre el suave tono de la madera gris argentada florecían macizos de azaleas. El sol, que sobre ellas resplandecía, les arrancaba destellos de tonos escarlata, anaranjados y de un amarillo de miel.

Llegaba el mediodía. En su despacho el doctor Sotan Sakai alzó la cabeza, apartándola del manuscrito en el que trabajaba y miró a través de las puertas abiertas.

El jardín aparecía irresistiblemente bello. Sotan posó en la mesa su estilográfica y, al incorporarse y quedar de pie sobre la alfombrilla, sintió el interior orgullo de notar que no tenía rígidas las piernas.

Le había costado trabajo volver a aclimatarse a las usanzas de sus compatriotas después de pasar su juventud en los Estados Unidos. Al principio le resultaba insoportable doblar las piernas ante la mesa baja y escribir en aquella forma durante horas enteras. Pero había resuelto acostumbrarse a tal postura, como decidió otras muchas cosas semejantes cuando abandonó el país en que habitaba para volver a la tierra de sus antepasados.

La opción no le había parecido dudosa. Era hombre orgulloso y no le placía la idea de habitar en un campo de concentración, en Arizona. Se le había planteado el dilema: o el campo de concentración, o el Japón. Y eligió el Japón.

Su férreo orgullo le había hecho retornar por completo a los usos de sus antecesores. Adquirió la antigua casa solariega del barón Kazuko, en las afueras de la ciudad de Kioto. La familia Kazuko, empobrecida por la guerra, se había retirado definitivamente del mundo cuando sus hijos perecieron en China. El barón ingresó en un monasterio budista situado en la cumbre de una montaña, cerca del Unzen, en la isla de Kiusiu, y su esposa se fue a vivir con su familia paterna. Así, la estirpe de los Kazuko había desaparecido. Y en la que antes fuera su mansión habitaban ahora Sotan Sakai, su mujer y su hija Josui. Sotan había tenido también un hijo llamado Kensan, cinco años mayor que Josui. Cuando les plantearon la fatídica opción, el mozo prefirió el campo de concentración a volver al país japonés. Más adelante se ofreció voluntario para la guerra y murió en Italia.

La muerte de su hijo confirmó al doctor Sotan Sakai en su decisión de ser más nipón cada vez. La ciudad de Kioto no había sufrido estragos durante la guerra. La antigua capital continuaba siendo lo que había sido durante más de mil años, si se exceptuaban algunas construcciones modernas. Pero estos edificios no podían sobreponerse al prestigio de lugares tan antiguos y venerados como el templo de Higashi-Hongan-ji, o como los arcaicos palacios que habían constituido el orgullo de varias generaciones imperiales. Los jardines de aquellos palacios habían proporcionado al doctor Sakai la primera fuente de descubrimientos del país de sus antepasados; y de esa fuente obtuvo ideas decoratorias y estéticas relativas al empleo de rocas, agua, árboles enanos y musgos. El jardín de Shokintei, en el recinto privado del palacio imperial de Katsura, le había parecido particularmente bello, con sus aguas que fluían lentamente, sus puentecillos, sus rocas, sus árboles escasos y hábilmente distribuidos y la diestra combinación de los grupos de arbustos que daban a la par una impresión de proximidad y de distancia.

Cuando terminó la guerra, Sotan procuró mantenerse apartado de las tropas de ocupación y de sus comandantes. A partir de entonces logró granjearse una sólida reputación como único médico que practicaba la medicina occidental en aquellos parajes. Su posición era muy segura. La gente no podía prescindir de él. Trataba a todos sus consultantes con igual cuidado, o poco menos, pero, queriendo ser prudente y atenerse a las realidades con que se enfrentaba, tendía a reservar sus más especiales cortesías hacia las grandes familias aristocráticas que ahora vivían retiradas del mundo. Y no le parecía incongruente la actitud de aquellos nobles hacia él, ni la suya ante ellos.

Después de su cotidiano trabajo en un gran hospital moderno, el doctor regresaba a su casa, se cambiaba de ropa y se ocupaba en escribir el libro que estaba componiendo y que se titulaba: Enfermedades originadas por el raquitismo. Durante los años transcurridos desde su regreso, había acumulado muchos datos sobre aquel tema.

Secó su estilográfica cuidadosamente antes de salir al jardín. La pluma, en su patria, era la única concesión que hacía al modo de vivir americano. El pincel tradicional resultaba demasiado lento. Sin embargo, tal concesión no era muy importante, dado que la mayoría de los japoneses usaban pluma o lápiz en vez de pincel. Las plumas se fabricaban en el Japón y se consideraban superiores a las americanas. En cambio, la mina de los lápices nipones siempre resultaba demasiado dura.

En el umbral de la ancha puerta, que era una especie de mampara o biombo con celosías, Sotan paróse a mirar el jardín. Siempre se sentía dichoso contemplándolo. Como conocía todos sus pormenores, nunca dejaba de buscar una hoja caída, un hormiguero surgido de la noche a la mañana, o cualquier otro detalle que pudiera perjudicar la perfección del conjunto. No le gustaba molestarse en llamar al jardinero y preguntarle el origen de tales accidentes.

Cerró los ojos, meditó un instante y murmuró algunos fragmentos de un sutra. Cuando tornó a abrir los ojos distinguió el jardín con una percepción nueva. El jardín relampagueaba bajo el sol, exactamente como él deseaba que sucediese.

La meditación era para él un asunto arduo. Había pasado su mocedad en las bulliciosas calles de Los Ángeles, vendiendo al público las verduras y las flores que sus padres sembraban y recolectaban, con su ayuda, en una propiedad de cinco acres de extensión que poseían fuera de la ciudad. Mediante su trabajo pudo pagarse el colegio y luego obtuvo una beca en la Facultad de Medicina. En América, pues, no había tenido tiempo para dedicarlo a la meditación. De suerte que hubo de aprender la ciencia meditatoria cuando se encontró en el Japón. Fue algo improvisado, como cuando uno aprende a tocar, por ejemplo, la flauta de cinco agujeros, que a él le agradaba escuchar por las noches.

Ahora que la guerra había concluido, sólo una inquietud le asaltaba. Y se refería a su hija. A los quince años, cuando siguió a sus padres al Japón, Josui no pasaba de ser una niña. Y no porque fuera dócil, sino todo lo contrario, en muchos sentidos. Sólo la perplejidad y el temor la decidieron a irse de América. La habían aterrorizado sus compañeras de colegio, antes tan agradables, tan buenas amigas… Pero un día se produjo en ellas un repentino cambio. Sus encantadores rostros se torcieron en feas muecas y los gruñidos sustituyeron a las sonrisas. No pudiendo comprender semejante mudanza, la muchacha se quejó a su mejor amiga, Polly Andrews, la hija del tendero que compraba legumbres al abuelo de Josui.

—Polly —dijo la muchacha—, ¿acaso no soy la misma de siempre?

—No —repuso la otra—, porque eres japonesa. Yo misma te aborrezco.

Josui no contestó. Dejó de ir a clase y cuando algunos días después sus padres embarcaron para el Japón, los siguió en silencio, con el corazón desgarrado. El país que consideraba suyo, el país donde había nacido, el país cuyo lenguaje hablaba, la despreciaba y la expulsaba de su seno. Por otra parte la amedrentaba ir al Japón, porque su abuela le había explicado cuál era la suerte de las mujeres en aquella tierra. Y así se sentía dubitativa, y, aunque se consideraba segura mientras viviera en casa de su padre, el porvenir le parecía incierto.

El doctor Sakai, adivinando la situación mental de su hija, experimentaba vivas inquietudes. Josui tenía ya veinte años y, por lo tanto, ¿qué procedía hacer con ella? Una muchacha tan bonita no tendría dificultades para casarse, pero ¿qué clase de matrimonio conseguiría Sotan? Había recibido proposiciones, pero su prudencia le impedía transmitirlas a la muchacha, temeroso de que las rechazara rotundamente. Nunca discutía con ella la posibilidad de su casamiento. Incluso había prohibido a su esposa, Hariko, que tratase del asunto con la joven. En cuestión tan delicada, él prefería manejarse solo y con discreción suma. Una palabra torpe, y Josui se negaría a casarse.

Mientras permanecía en el umbral, cambió sus zapatillas de paja por unos zuecos de madera. Luego, avanzando a lo largo de un sendero, se acercó al estanque y se ensimismó contemplando la caída del agua. Flotaba una sensación de renovada vida en el aire primaveral. El doctor era hombre de imaginación estrictamente fiscalizada por su mente, y no se sentía con ánimos para dejarse dominar por los encantos de la estación vernal. No hacía sino pensar desasosegadamente en Josui. ¿Qué influencia ejercería la primavera en la joven?

El año anterior Josui había experimentado desazones que el doctor comprendía muy bien, porque había estudiado psicología como aditamento que consideraba indispensable para la medicina. Le constaba que lo físico y lo psíquico iban siempre acordes en lo bueno y en lo malo. Aplicó entonces a la joven unos sedantes inofensivos y procuró mantenerla ocupada dándole a copiar a máquina las primeras cien páginas de su manuscrito cuando ella regresaba del colegio. Luego vino la estación calurosa y la inquietud de la muchacha se tornó en indolencia y pasividad. Pero su padre estaba convencido de que bajo los dulces modales de Josui se ocultaba una naturaleza apasionada. Así, urgía casarla, y pronto. Era imperativo.

Miró su dorado reloj de pulsera, escondido bajo las flotantes mangas de su túnica. En el hospital llevaba ropas occidentales, pero en su casa se había acostumbrado a las amplias prendas japonesas de oscura seda, ceñidas al talle. Dentro del edificio usaba zapatillas sin tacones, y zuecos de madera cuando traspasaba los umbrales. Con aquellas vestiduras se sentía libre y a sus anchas.

Era ya casi la una de la tarde. Josui tardaba. ¿Dónde se había entretenido? La comida estaba preparada, sin duda, aunque los sirvientes probablemente por orden de la dueña de la casa no habían avisado todavía al doctor. Todos esperaban a Josui.

Sotan Sakai, olvidando el jardín, frunció el entrecejo. Si la muchacha no llegaba dentro de un cuarto de hora, no la esperaría. El médico amaba a su vulgar y silenciosa mujer, pero no le gustaba comer sin que Josui estuviese sentada a la mesa. Mas tampoco estaba dispuesto a ser demasiado indulgente con su hija. Dentro de quince minutos empezaría a comer, y ordenaría retirar los platos si antes de terminar el yantar no llegaba la muchacha. El orden de la casa no debía alterarse. A las dos él tenía que estar en el hospital para reconocer a sus pacientes.

Pero no fue menester aplicar su decisión, porque Josui apareció exactamente diez minutos más tarde. El médico oyó vibrar la campanilla de bronce de la puerta, la cual se abrió y se cerró. Los zapatos de corte occidental de la joven taconearon vivamente sobre el camino empedrado, mientras la criada prorrumpía en exclamaciones de bienvenida.

Sotan esperó, siempre mirando al estanque, de espaldas a la casa. El deber de la hija era buscar a su padre. Un momento después oyó una dulce voz.

—Ya estoy aquí, padre.

Él se volvió, sin sonreír.

—Muy tarde llegas —dijo.

—No he tenido yo la culpa, padre —respondió la muchacha.

El sol que inundaba el jardín, aureolaba el rostro de la joven. Sotan Sakai casi quedó asustado ante la belleza de su hija. ¡Pensar que, con aquel atractivo, había venido sola desde el colegio!

El cabello de Josui era de un reluciente color negro y sus ojos intensamente oscuros y brillantes. El calor había encendido sus mejillas y tenía los labios muy rojos. En los breves minutos transcurridos desde que entró en la casa, se había quitado las ropas del colegio, sustituyéndolas por un lindo quimono verde. Menos mal —pensó su padre— que no había ido por la calle con aquel atuendo. Las ropas del colegio eran tan feas…

—¿Dices que no tienes la culpa de tu retraso? —preguntó severamente el padre.

—No. Había por la calle muchos soldados norteamericanos, y todos tuvimos que esperar a que pasaran.

—¿Y dónde esperaste? —quiso saber Sotan.

—En el zaguán del hospital, para no cruzarme con la tropa.

El doctor resolvió no seguir hablando.

—Bueno —dijo—, vamos a comer. Me queda muy poco tiempo. No me gustaría llegar tarde al hospital, porque daría mal ejemplo a los médicos jóvenes.

Josui que conocía el estricto concepto que del deber tenía su progenitor, procuró excusarse una vez más.

—No sabes lo que siento la tardanza, padre…

Hablaba en japonés para complacer a Sotan, pero ello le costaba siempre mucho más trabajo que expresarse en inglés.

—Ya me has explicado que no tuviste la culpa de nada —dijo él.

Y precedió a su hija caminando con las manos a la espalda y mirando a un lado y a otro.

—Fíjate en las azaleas —comentó—. Están más hermosas que nunca.

—Es verdad —convino ella.

El médico ponderaba el sonido de la voz de su hija. Después examinaría su expresión y el ritmo de sus movimientos, para procurar calibrar la temperatura de su corazón. Él no se sentiría seguro hasta que viese a su hija casada. No podría soportar otra primavera con aquella ansiedad. Una hija era una carga, preciosa, sí, pero por ello mismo más pesada…