Capítulo 43

Al partir su marido, Josui, con la faz ruborizada, le había dicho:

—Mientras estés en tu casa no te escribiré, Allen.

Él, que estaba metiendo sus camisas en la maleta, había contestado:

—¿Por qué no?

—Sería —repuso ella— como desobedecer a tu madre, puesto que me prohíbe el acceso a su casa.

Él protestó:

—¡Qué absurda eres! ¿Acaso te molesta que visite a mis padres?

—No, Allen. Pero no te escribiré por atención a tu madre. Debo obedecerla.

Así, Allen no esperaba carta. Ni siquiera, al principio, pensó en ello. Cuando entró en el vestíbulo de la casa paterna, grande y acogedor, sintió la misma excitación de sus días infantiles y la convicción de que allí no podían dejar de marchar bien todas las cosas. Recordaba los días de antaño, cuando procedente de la academia militar de Lexington para pasar las Navidades en casa, hallaba un ambiente que le amansaba el espíritu y le despejaba el cerebro. Allí reinaba paz, allí resultaba fácil todo, allí se le acogía con grandes agasajos…

Parecióle revivir los antiguos días cuando su madre, moviéndose con ligereza y gracia, cruzó las abiertas puertas del vasto salón. Allen se dirigió a ella impelido por su impulsivo amor de siempre. La mujer se adelantaba con los brazos abiertos y su bata, de color gris perlino, flotaba y describía volutas en torno a sus pies.

—¡Hijo mío, querido hijo mío!

Le estrechó entre sus brazos. El tan conocido perfume encantó de nuevo el olfato de Allen.

—¡Hola, mamá! —dijo con una voz varonil que disimulaba perfectamente los sentimientos del desconcertado muchacho que en el fondo era.

—Bien venido seas, cariño.

—¿Cómo sabías que llegaba? Creí darte una sorpresa.

Ella se apartó, riendo triunfalmente, muy juvenil el semblante bajo sus rizos de plata.

—Tu padre no sabe engañar a nadie, y mucho menos a mí. Me enteré de todo. ¡Ea, felices Pascuas, querido!

Los volantes de la amplia bata envolvían a Allen como telas de araña. Los dedos, finos y fuertes, de la señora Kennedy asieron la mano derecha del joven.

—Acércate al fuego. Todavía no hemos concluido de montar el árbol de Navidad. Tendrás que subir hasta lo más alto para poner la estrella, como antes hacías. Desde que faltas tú, nunca se ha puesto la estrella. Cintia ha venido a tomar el té con nosotros.

Había pronunciado el nombre de la muchacha con toda naturalidad, sin dejar al joven tiempo de que reaccionase. Luego llamó en voz alta:

—¡Cintia! Aquí tenemos a Allen. Ya sabía yo que vendría.

Cintia llevaba, bajo la chaqueta, un jersey encarnado y se había engalanado la cabeza con ramas y bayas de muérdago. Como de costumbre, ambos jóvenes se saludaron con tanta naturalidad cual si acabaran de separarse diez minutos antes.

—Siéntate —dijo Cintia—. Estoy sirviendo el té.

A tu madre le ha dado hoy uno de sus acostumbrados accesos de pereza.

—¡Porque soy muy feliz! —respondió la señora Kennedy.

Chirrió la pesada puerta de la biblioteca y sonó un apagado rumor de zapatillas. Presentóse el señor Kennedy.

—¿Quién hablaba de té? —exclamó—. ¿Tomar esa porquería? Decid a Harry que me prepare un martini. Bebe otro conmigo, Allen, y deja el té para las mujeres.

—Muy bien, papá.

Y los dos cambiaron un fuerte apretón de manos.

Harry llegó con una celeridad denotadora de que probablemente ya tenía mezclados los martinis. Saludó con suave voz a Allen.

—Encantado de volver a verle, señorito Allen. Felices Pascuas.

Allen pensó que la perfección existía todavía al menos en un lugar del planeta: en una pequeña población cercana a Richmond, en Virginia. A él le placería conservar esa perfección en medio de un mundo totalmente imperfecto. La perfección era cosa rara, valiosa, y había que procurar salvaguardarla para que fuese como una isla en un mar agitado o como un asidero salvador en el torbellino del desastre. Repentinamente advirtió toda la belleza que contenía aquel cuarto, con sus rosas amarillas, que la señora Kennedy seguía cultivando en el invernadero, mientras el resto del mundo se aplicaba a fabricar la bomba atómica. Oscuros cortinajes azules pendían ante la ventana que miraba a occidente, permitiendo distinguir los esplendores postreros del crepúsculo invernal. Lucía un fuego de leña en la chimenea ornamentada con bronces, y todo resplandecía, desde los sillones y divanes cubiertos de raso hasta los bruñidos suelos y las espesas alfombras. Las puertas de todos los cuartos estaban abiertas y el conjunto daba una impresión de magnificencia y limpieza conseguidas sin esfuerzo alguno, aunque bien sabía el joven cuántos esfuerzos habían costado. En cualquier caso tenía derecho a heredar todo lo que le rodeaba si no prefería prescindir de ello. Mas eso sería una locura.

Cintia permanecía junto a la mesa de palo de rosa, sobre la que brillaba una ostentosa tetera, que él debía heredar también con lo demás. Y Cintia, de seguir allí, parecía, cualquiera que fuese su edad, igual que ahora, porque le asistía la bendición de la belleza y porque aquél era el ambiente que le correspondía. Allí estaba, por ende, la ley, la protectora ley a que él podía acogerse si se le antojaba…

Los días transcurrían regularmente, como era tradicional en la casa. Allen colocó la estrella en el árbol navideño y volvió a sentirse niño otra vez. Todos pusieron sus calcetines bajo la blanca repisa de mármol de la chimenea adquirida en Francia por el tatarabuelo de Allen hacía mucho, y la mañana de Navidad rieron presenciando sus dones: monos de juguetes, ositos… Pero en el extremo de su calcetín el joven encontró el alfiler de perlas que usaba en la corbata su abuelo. Aquello constituía casi un tesoro.

Dirigió a su madre una mirada reprobadora a la que ella contestó con una sonrisa.

—Alguna vez —dijo— habíamos de regalarte eso. De manera que, ¿por qué no ahora? Expliqué a tu padre que quería dártelo todo para Navidad. Un día de éstos quiero hablar contigo, ¿sabes?

Pero «uno de aquellos días» se iba demorando cada vez más. Al fin hubo de aplazarse porque el abogado de la familia marchaba a Miami y no regresaba hasta el Año Nuevo. El Año Nuevo, afirmó la señora Kennedy, era tan importante como la Navidad. Había un gran baile y Cintia tenía libres muchas danzas.

Danzando Allen con Cintia, los dos jóvenes hablaron.

—¿Sabes que tú y yo no hemos podido charlar a solas todavía? —observó Cintia.

—Yo no he podido ni pensar siquiera —respondió él.

—¿Y no tienes planes?

—Ninguno.

—¿No sabes que tu madre sigue tejiendo sus redes?

—¿Qué redes?

—Parece mentira que no lo comprendas. Siempre que una mujer quiere a un hombre, aunque sea su hijo, tiende redes y más redes. Y ella te quiere a ti más que a nadie en el mundo.

—Si todas las mujeres tienden sus redes, ¿has tendido tú alguna?

—Por ahora no —respondió ella, casi con brusquedad.

Allen creyó imaginar una extraña hostilidad en los azules ojos de Cintia. Ella lo miraba sin temor y sin apartar la vista, pero la expresión de sus ojos no era nada suave.

Mientras los dos bailaban con la naturalidad de siempre, él reflexionaba. Había de volver a Nueva York. Pensaba que, de poseer más dinero, podría más fácilmente legalizar su casamiento con Josui, construir una casa propia en cualquier sitio, desarraigarse del mundo anterior y crearse otro nuevo.

Aquello justificaba su dilación…

Después del baile de aquella noche escribió a Josui. Se sentía francamente turbado por la proximidad de Cintia, acaso tentado por su insólita reserva, quizá picado por la naturalidad con que la joven le había dado indirectamente a entender que, puesto que él estaba casado, su trato no ofrecía peligro para las solteras.

Josui no contestó, ni él esperaba contestación. Pasados unos días se reuniría con ella. El Año Nuevo transcurrió entre visitas a los amigos y visitas de los amigos. En ninguna parte le preguntaba nadie por Josui. Se limitaban todos a acogerle con el agrado de siempre, entre gritos de júbilo:

—¡Diablo, Allen, preciosidad! ¡Dichosos los ojos que te ven!

Todas aquellas atipladas voces femeninas significaban para él, con sus cordiales acogidas, muy poca cosa, puesto que lo mismo recibían a todos los recién llegados; pero a la par notaba en ellas algo mucho más significativo, quizá por la calidez con que se expresaban.

Aquel modo de vida, tan conocido, era el suyo y ni siquiera el amor debía apartarle de él. Pero ¿qué le cabía hacer para conciliarlo todo?

Por la noche, después de otro día sin recibir carta de Josui, él no la telefoneó, como podía haberlo hecho. Acostado en su cama de soltero, meditaba desesperadamente sobre lo que le convenía hacer. Era inútil apelar a su madre ni buscar el apoyo de su padre. La ley, inexorable, se hallaba tras todos ellos y protegía a su madre. En la ley fundaría ella todos sus actos malévolos e inhumanos.

El joven la imaginaba mirándole con sus grandes ojos muy abiertos y diciendo:

—¡Pero si no soy yo, querido! Es la ley. Yo no puedo modificarla.

Y Allen reflexionaba que otras personas como su madre habían promulgado aquella ley.

Recurrió al único refugio posible: intentar dejar de pensar. Y, al hacerlo así, procuraba también sumirse de lleno en la comodidad y la belleza de la sólida y antigua casa.

Haynes, el abogado de la familia regresó, al fin, de Miami y fue llamado a la biblioteca. Allí Allen oyó lo que su madre había hecho. La mujer estaba sentada, al extremo de la larga mesa de caoba. Un sol invernal penetraba a través de las cortinas de terciopelo que descendían desde el techo hasta el entarimado.

Haynes era un hombrecillo de faz escuálida y encarnada nariz. El sol de Florida le había despellejado la cara.

—Allen —manifestó— tu madre ha tomado una decisión muy generosa. Ha puesto la casa familiar a tu nombre. Por lo tanto, es tuya.

Confuso, desconcertado, Allen se volvió a su padre.

—Yo pensaba que la casa te pertenecía a ti, papá.

El señor Kennedy permanecía sentado en un sillón, junto a uno de los altos ventanales. Dijo secamente (y seca apareció también su figura, vestida de gris, en el cuarto iluminado por el sol):

—Cuando nos casamos cedí la casa a tu madre. Los dos dábamos por hecho, naturalmente, que la propiedad revertiría a nuestro hijo mayor, como a mí había revertido al faltar mi padre. A mi entender, a una mujer le conviene tener una casa. Ésa puede ser su defensa contra los azares de la vida.

—Claro —explicó la señora Kennedy— que confío, hijo, en que siempre me dejarás un rinconcito en tu casa.

—En cualquier caso —manifestó Kennedy— conste que no apruebo la decisión de tu madre, Allen.

—Ni yo tampoco —apoyó el joven.

Su madre le rogó:

—Acepta, hijo. ¡Me gustará tanto que accedas a mis deseos!

—Pero a mí no me gusta.

Mentía, empero, porque sí le gustaba. Contempló la vasta estancia que ya le pertenecía. Por un momento pensó que su madre seguía tejiendo redes y redes. Sólo que la ley, que antes la favorecía a ella, ahora la obligaba a someterse a sus dictados, fuera para bien o para mal.

—No puedo vivir aquí —dijo Allen bruscamente.

—Acaso algún días puedas —repuso su madre.

De todos modos, contra las reticencias de Allen y la desaprobación de su padre, la cosa estaba hecha.

Una vez más Allen había de seguir el sendero que le trazara la solicitud maternal. Y al acceder a efectuarlo le acometía internamente una sensación posesoria que a la vez le placía y le irritaba. Para no entusiasmarse en exceso procuró recordar que la casa, de todos modos, hubiera terminado siendo suya. De manera que se limitaba a tomar posesión de ella un poco antes. Incluso si él hubiera construido otra casa en otro lugar, la mansión familiar también hubiese sido suya y entonces él podría decidir finalmente dónde le convenía instalar su hogar.

Aquella tarde marchó a Nueva York. Llegó a la ciudad ya de noche. Un taxi lo dejó ante su casa. Un mozo del ascensor —desconocido para él, porque sin duda había sido contratado recientemente— le llevó hasta el piso sin cambiar con él una sola palabra.

Allen tocó el timbre. Esperaba que Josui le abriera inmediatamente. Los remordimientos hacían latir con más fuerza su corazón. Mucho trabajo le costaría procurar tratar bien a Josui.

La puerta no se abrió. Allen llamó de nuevo, pensando que su mujer podía estar dormida. Josui solía adormecerse, como un gato, enroscada en el diván o en unos cuantos cojines, sobre el suelo. Pero la puerta no se abría. Finalmente Allen sacó su llavero, escogió una llave y entró. Dentro del piso reinaba una profunda oscuridad. Olía a cerrado y hacía un calor sofocante. El silencio era absoluto.

—¡Josui! —llamó Allen con voz fuerte.

No le contestó nadie. Encendió la luz y corrió hacia la alcoba. Josui no estaba tampoco allí. La cama estaba hecha y el suelo limpio. En el armario no colgaban otras ropas que las de Allen. Josui se había marchado.

Aquella convicción descendió sobre él con terrorífico peso. ¡Josui se había ido! ¿Cómo encontrarla? Allen conocía perfectamente las posibilidades de desesperación que existen, latentes, en un corazón japonés. La joven debía de haber alcanzado algún tope de inaguantable congoja que procuró esconder a su marido bajo una apariencia jovial y negligente y bajo una capa de sumisión y dulzura. Nunca sabría él lo que Josui hubiera podido haber entrevisto ni comprendido.

Allen se dejó caer sobre el lecho, sintiendo vértigos. Le abrumaban el remordimiento y el dolor. Luego ocultó la cara entre las manos y se maldijo a sí mismo interiormente, no porque Josui se hubiese marchado, sino porque él, en medio de sus censuras a sí mismo, de su consternación y de su vergüenza, se sentía satisfecho en el fondo de verse desembarazado de Josui.