Capítulo 28

Josui recibió la primera carta de Allen. Había reanudado sus clases en el colegio, puesto que nadie sabía nada de su matrimonio. Su padre no quería anunciarlo hasta que llegaran de América los documentos legalizatorios. La carta llegó en ausencia de la joven. Su madre la recogió, presumió de quién procedía y la entregó a su esposo. El doctor Sakai la guardó en el cajón superior de su pupitre. Hasta pasados un par de días no se lo entregó a Josui. Mientras iba y venía del hospital y atendía a sus pacientes, no hacía sino pensar en la misiva. Ahora visitaba a diario a Matsui, porque su antiguo amigo padecía de unos ataques de bilis exacerbados por sus comidas de otoño. Porque Matsui, aunque usualmente abstemio, tenía la costumbre de tomar, en otoño, cangrejos y beber vino. Aquello le gustaba mucho. Pero unas veces los cangrejos le sentaban bien y otras mal, según lo que ellos hubiesen comido.

Aquel otoño fue desapacible. Matsui se encontró muy mal y su estado llegó a preocupar al doctor Sakai. Kobori no se apartaba del lecho de su padre. Éste, al fin, mejoró y Kobori, aunque sin moverse todavía de la casa, trabajaba en su despacho y no permanecía de continuo junto a Takashi.

El enfermo se dio por muy contento de salir con vida y, avergonzado del exceso que todos los años cometía, aseguró al doctor que aquél era el último otoño que comía cangrejos regados con vino. Al cabo mejoró de tal manera, que concluyó pidiendo al doctor Sakai que le visitara cuando saliese del hospital, para platicar amistosamente juntos.

Sakai accedió. Se sentía muy fatigado, pero siempre se hallaba deseoso de complacer a los Matsui, cuya magnanimidad le parecía merecedora de todos los agradecimientos.

Cuando intentó referirse al asunto, Matsui, sonriendo y alzando la mano derecha, respondió:

—Eso no tiene importancia.

Y jamás permitió que asomase a su rostro ni sonase en el timbre de su voz el menor resquicio de ira o resentimiento. Quizás, en efecto, la cuestan, careciese de importancia. Pero el doctor Sakai era harto orgulloso para olvidarla.

Un día, muy entrada la tarde, mientras se hallaba sentado junto al lecho de su amigo, sintió el repentino impulso de hacerle confidente de la verdad. La casa estaba silenciosa, las puertas se hallaban cerradas y, para combatir el creciente frío otoñal, ardía un buen acopio de carbón en un brasero de bronce, en medio de la estancia. De la copa del brasero, sostenida sobre tres pies, brotaba, entre encendidas ascuas, un grato vaho de calor. Una ligera corriente de aire penetraba por una ventana ligeramente entornada para dar salida al humo.

Matsui, acomodado en el colchón, vestía una corta chaquetilla gris que le ceñía los hombros, le protegía el pecho y se anudaba bajo los brazos. El anciano se había recobrado casi del todo. Había desaparecido la lividez de su piel, y su faz, antes contraída por el dolor, tornaba a aparecer serena.

—Le debo la vida —dijo.

—Me limité a cumplir con mi deber —repuso Sakai.

—No hizo sólo eso —contestó Matsui—, porque no todos los deberes se cumplen ni todas las deudas se pagan.

El doctor Sakai, captando el amistoso significado de tales palabras, sintió que le afluía al corazón una oleada de caluroso aprecio hacia el paciente. Se inclinó sobre su lecho y le dijo en voz baja:

—Quisiera pedirle un consejo. Se ha recibido una carta para mi hija. La tengo guardada en mi gaveta. Si no se la doy, ¿procederé mal? Pensando en su felicidad, he querido separarla del americano. Por su propio bien, ¿comprende? Tengo la certidumbre de que Josui será desgraciada en América, como yo lo fui.

Matsui ponderó amistosamente el caso. Ya no deseaba introducir a aquella joven en su familia, porque entendía que el casamiento se había consumado, y él deseaba para su hijo una doncella.

—Más vale que le entregue la carta —opinó—. Josui es su hija. Aunque mis opiniones coincidan con las de usted, creo que en las familias deben mantenerse siempre unas relaciones tan correctas como sea posible.

El doctor Sakai se inclinó ligeramente.

Matsui cambió de tema.

—¿Sabe que tengo la idea de ensanchar la entrada de la casa de té?

Cuando por la noche Josui fue a saludar a sus padres, Sakai sacó del cajón la carta y dijo:

—Toma. Esto vino para ti estando tú fuera.

No mencionó la fecha de llegada de la carta ni ella le preguntó. Tras sendas y profundas reverencias a su padre y madre, Josui se apresuró a encerrarse en su cuarto. ¡Una carta de Allen!

Al principio no osaba abrirla. Se la llevó a las mejillas, al pecho, a los labios. Después la examinó cuidadosamente. ¡Con qué claridad estaba escrito su nombre!

«Señora Josui Sakai de Kennedy».

Seguía la dirección de la calle y el nombre de la ciudad: Kioto (Japón). ¡Qué bonitos eran los sellos! El mensaje había llegado por correo aéreo, de manera que debió costar un disparate. Claro que Allen querría que su mujer recibiese noticias suyas en seguida. Y ella deseaba leerlas inmediatamente pero no antes de lavarse y asearse.

Colocó la carta encima de la baja comodita de su alcoba e inició sus preparativos para acostarse. Cuando se hubo puesto sus ropas de dormir, blancas y azules, de fina seda, cuando se hubo cepillado y trenzado el cabello, sin darse grasa alguna al rostro por temor a ensuciar el papel, cortó el sobre cuidadosamente con unas tijeras, procurando no tocar los sellos, y extrajo los pliegos cubiertos por la escritura de Allen.

Leyó el mensaje minuciosamente, palabra por palabra, considerándolas todas preciosas e indispensables. Se esforzaba en imaginar lo que él le describía, y lo procuraba ver a su manera, ayudándose con sus recuerdos de Los Ángeles. Mas en Virginia, al parecer, todo era superior a lo que ella recordaba. Necesitaba esforzar tremendamente su imaginación para conjeturar cómo serían las ondulantes alturas, los jardines y el palacio —porque palacio era, al parecer— en que Allen moraba. Al figurarse mentalmente cómo serían los aposentos del joven, ponía en sus suposiciones más ternura, pensando que algún día había de compartirlos con él.

Allen lo pintaba todo: el vasto lecho cubierto con una colcha oscura, bordada en oro; las alfombras y cortinajes del mismo tono y estilo; los toques de carmesí y amarillo pálido en todas las decoraciones y colgaduras del cuarto. La habitación —afirmaba él— era muy sencilla, pero razonaba Josui, ¿cómo podía serlo? En el saloncito había una chimenea. De manera que Allen disponía de dos estancias para él solo —y para ella cuando llegara—, acaso tan grandes como todo el jardín de la casa paterna de Josui. Había una gran ventana, libros en los estantes, junto a la chimenea, y butacones tan amplios que podían, según Allen, contenerlos a los dos.

Josui leyó repetidamente las carillas relativas a aquellas habitaciones. Ellas iban a ser su casa y le convenía familiarizarse con el lugar en que iba a vivir, para entrar en él con toda naturalidad.

Los padres de Allen estaban bien. El joven no les había hablado todavía de su casamiento. Pero Josui no debía inquietarse, porque los dos le testimoniaban más cariño que nunca. Cuando Josui fuera la recibirían bien, primero por deferencia a su hijo, y luego por la propia valía de la muchacha. Josui debía llevar consigo muchos lindos quimonos, no para usarlos en la calle, claro, pero sí en casa.

La muchacha, al fin, apagó la lámpara, se acurrucó entre las ropas de la cama, se apretó la carta contra el pecho y lloró pensando en lo lejos que estaba de Allen, en lo sola que se sentía y en lo feliz que era.