Capítulo 41

Procurando reír, la joven dijo:

—Como en exceso y estoy engordando. Se ve que me sienta bien el aire de América.

Con estas y otras excusas, Josui procuraba aplazar el momento de las explicaciones. Pero eso ¿hasta cuándo duraría?

Cintia escribió a Allen. Josui, viendo el sobre colocado en la mesilla que había junto a la puerta, no osó abrirlo. Entre Cintia y Allen existía una relación dimanada de su amistad de la infancia, y ella no se atrevía a mezclarse en eso. Confiaba en Cintia con todo su corazón, pero el trato entre Cintia y Allen se remontaba a tanto tiempo…

Cuando Allen llegó, ella le tendió la carta.

—Es para ti, Allen.

Sin sentarse, Allen rasgó vivamente el sobre. Josui le miraba. Los ojos del joven recorrían presurosamente los pliegos de papel grueso, color de crema. Por la expresión de su rostro se adivinaba que la misiva debía ser importante. Repentinamente la arrugó entre los dedos, la tiró al cesto de los papeles y se encaminó al dormitorio.

—¿No puedo leerla yo? —preguntó Josui.

—Léela si quieres —respondió él, sin volver la cabeza.

Pensaba que su mujer, al fin y al cabo, debía enterarse alguna vez de las cosas.

Josui recogió los pliegos y alisó cuidadosamente el papel. Un papel muy lujoso, muy suave, que parecía elaborado a mano, aunque la joven dudaba de que en Norteamérica se elaborase a mano cosa alguna.

Cintia escribía así, con tinta violeta, llenando con su ancha letra carilla tras carilla:

Querido Allen:

He visitado a tu madre y le he dicho lo que procedía. Le hablé de tu encantadora Josui, se la describí y expresé los sentimientos que me inspiraba. Procuré que tu madre no interrumpiera mi conversación con palabra alguna. Ya sabes cómo es. Con su vocecilla argentina, hace enmudecer a cualquiera. Por eso fui yo la que habló largo y tendido, sin dejarle resquicio para cualquier cosa que no fuera escuchar.

Se me figuró que mis esfuerzos tenían éxito. Ya me veía planeando nuestra reunión de Navidad. Tu madre me dejó concluir sin intercalar una sola palabra. Bien debí haber sospechado que se reservaba para el fin el as de triunfo. Ya conoces esa actitud impenetrable que sabe asumir tu madre cuando le consta que al final va a salir ganando.

¿Por qué no me hablaste, Allen, de la ley que prohíbe los casamientos entre personas de raza distinta? Porque ése era el as de triunfo de tu madre.

—Queridita —me dijo—, aunque yo quisiera acceder a lo que me pides, una cosa se opone a ello. Y es la ley.

No lo creí hasta que hablé con tu padre. ¿No es curioso vivir en un país y no conocer las leyes que lo rigen? Pero esa ley existe, Allen. No puedes casarte con Josui en nuestro Estado. Tu padre asegura que tal ley no cabe cambiarla hasta que la gente no esté madura para la transformación. Las leyes se hacen en virtud de los sentimientos que en ciertos momentos dados prevalecen, y, por lo tanto, lo primero que hay que modificar son los sentimientos. Pero en nuestra villa natal nada ha cambiado desde que hace doscientos años se fundó.

No hago más que pensar en Josui. Tú eres un hombre y puedes sostener tu terreno. Me parece, Allen, que os valdrá más organizaros la vida por vuestra cuenta, prescindiendo de tu casa. ¡Qué horrible confusión hay en el mundo!

Tuya como siempre,

CINTIA.

Josui leyó cuidadosamente todas las palabras. La comprensión de la realidad se infiltraba sistemáticamente en su ánimo, y se esparcía por todas sus fibras como una ponzoña. Volvían a cerrársele las puertas de América. En resolución, no estaba legalmente casada con Allen. La ley lo prohibía. Josui nunca podría casarse con Allen. ¡Ay, Lennie, Lennie!

Guardó la carta en el cajón del pequeño pupitre. Fue a la cocina y comenzó a dar vueltas a la carne que había comprado aquella mañana en el mercado para asar. Alzó las tapas de dos humeantes cacerolas llenas de verdura.

¿Por qué no le habría hablado Allen francamente? Claro que bien se comprendía que él deseara guardar tan terrible secreto. Josui se hacía cargo de todo: de las irascibilidades de Allen, de sus melancolías, de sus nervios… Porque era, en realidad, muy nervioso. Con frecuencia Josui se había preguntado si todos los hombres americanos serían como él. No sabía, ni aun estando al lado de su mujer, pasar una velada de reposo. Su impaciencia era una energía comprimida que estallaba a veces en arrebatos de pasión casi feroces. Luego se dormía, exhausto. Mas el ciclo se reanudaba de nuevo. Muchas veces se preguntaba Josui por qué en su mutuo amor no podría existir la paz. Mas ahora lo sabía.

De sus ojos brotaron ardientes lágrimas, que regaron el suelo. Su amor se transformaba en ira. ¿Qué podrían hacer?

Allen salió de la alcoba. Se había puesto una chaqueta y una camisa viejas y unas zapatillas. Josui corrió hacia él con los brazos extendidos.

—¡Oh, pobre Allen! —sollozó—. ¡Cuánto lo siento! Hice muy mal en casarme contigo. Quise hacerte feliz y te he hecho desgraciado. Si pudiera remediarlo de alguna manera…

Él la estrechó entre sus brazos.

—Viviremos en cualquier sitio menos en mi casa, Pittysing —dijo con energía.

Hacía muchas semanas que no le aplicaba aquel cariñoso diminutivo.

—Nos crearemos un nuevo hogar —añadió Allen— y olvidaremos el de Virginia.

Ella movió la cabeza.

—Tus antepasados hicieron esa casa para ti —repuso.

«Sí —pensaba Josui—. Los antepasados son como dioses y a los dioses no es posible olvidarlos».

Con rápidos y nerviosos movimientos Allen acarició los hombros de la joven y después la apartó de sí.

—Creo más bien —observó— que esa casa la hicieron mis antecesores para ellos mismos. Y nosotros podremos hacer otra para nosotros. Me enriqueceré, construiré una casa todavía mayor y daré con ella en la cara a toda la familia.

Josui notaba lo agitado que tenía su marido el corazón. Allen se sentía indignado y herido. Pero aquel anómalo palpitar no era por ella, sino por él mismo. Las lágrimas de la joven se secaron. Permaneció muy quieta. Le convenía seguir guardando su secreto. Sobre una base de cólera era imposible —razonaba— erigir un mundo de paz y seguridad. Más valía esperar y meditar lo que procedía hacer. Su hijo iba a ser ilegítimo. El amor había convertido al pobre inocente en un criminal. Todos eran inocentes, mas el castigo iba a recaer sobre el pequeñín. Allen y ella podrían separarse y olvidar, pero Lennie no hallaría dónde reposar la cabeza. Había que pensar minuciosamente en aquello.

—Ven —dijo a su marido, separándose de él para dejar de oír el excitado latir de su alterado corazón.

Se secó los ojos con el corto delantal, que ya nunca se quitaba. Todos sus delantalillos, ribeteados de encaje, parecían añadir encanto a sus vestidos.

—He preparado un asado excelente, Allen —añadió—. Después de comer nos sentiremos mejor. Ven, ven…

Asió los dedos de su marido entre los suyos. Los dos se sentaron a la mesa y ella sirvió el asado. Le gustaba cocinar. Sazonaba cada plato de una manera peculiar, adornándolo con frutas, verduras o cualquier detalle de color que atrajese favorablemente la mirada. Allen reparó en ello, aunque ordinariamente no solía fijarse en nada.

Tomó a Josui entre sus brazos y la apretó fuertemente.

—No te preocupes, Josui. Mi familia me tiene sin cuidado.

Ella protestó blandamente, como solía. Su mano, pequeña, cálida y cuadrada, se apoyó en la boca de su marido.

—No digas cosas así. Seguiremos viviendo como hasta ahora, y nada más.

No sin sorpresa, Allen notó que su mujer no parecía más conturbada que de costumbre. Quizá no hubiera comprendido el pleno alcance de la carta de Cintia. Allen nunca se sentía seguro de hasta qué punto entendía Josui las cosas, porque nunca se había cuidado de sondear las brechas que existían en su conocimiento de las costumbres americanas. Ella parecía saberlo todo y de pronto, en un asunto fundamental, no lo comprendía o lo daba de lado como insignificante. Dado su sólido sentido de la vida, acaso ni siquiera los obstáculos legales le parecieran serios.

Allen se sintió más calmado. Le alegraba que Josui supiera toda la verdad. Él esperaría, seguiría —como ella decía— viviendo, ejecutaría su trabajo y quizás acabase hallando la solución de todo en una cosa muy sencilla: vivir.

Comió abundantemente y después se sintió soñoliento.

—Has preparado una comida maravillosa, Pittysing —dijo.

Tendióse en el diván y se quedó dormido.