Capítulo 8

Había cometido una maldad inconcebible. ¿Cómo se había doblegado a semejante cosa?

Milagrosamente recobrada, al día siguiente salió camino del colegio, vistiendo un trajecito amarillo y empuñando un pequeño quitasol blanco con flores, amarillas también, bordadas en la seda. Sus padres nada dijeron y ella nada dijo. Llevaba bajo el brazo unos cuantos libros y una caja con lápices recién afilados. Era evidente que iba a estudiar de firme.

Al menos, eso se proponía.

Pero Kennedy la alcanzó antes de que llegara a la puerta del colegio. El joven estaba esperando desde muy temprano. Su uniforme, aquella mañana, aparecía planchado y limpio, y su agradable rostro se hallaba muy bien rasurado. Sus ojos eran tan azules como el agua marina en un día de sol.

—Te aguardaba para tentarte —dijo.

Ella se asustó. En un día tan hermoso, ¿a qué tentación cabía resistirse? Necesitaba recordar que era una muchacha honrada. Asumió un talante grave. Deploró no usar gafas, como algunas condiscípulas suyas.

—Me alegro de que seas tan bella —prosiguió él— porque eso facilita la tentación.

—Déjame —rogó ella—. Tengo que ir al colegio.

—Josui Sakai —impetró Kennedy—, piensa que sólo me quedan cinco días de permiso. No he visto absolutamente nada de Kioto, aunque es una de las más famosas ciudades del mundo. ¿Por qué no cumples el deber patriótico de acompañarme y mostrarme las cosas que debo conocer?

Ella, en su horror, había perdido el uso de la palabra.

—¿No te confío una tarea muy noble? —insistió él—. Yo soy un ignorante americano. No te recuerdo con esto que pertenezco a las fuerzas de ocupación de tu país. Por el momento quedemos en que soy un visitante. Deseo volver a mi patria llevándome una buena impresión del Japón. Por eso he querido conocer la más bella de las ciudades niponas. Cuando regrese a América, para no tornar al Japón, hablaré a todos de Kioto, diré que esta visita significó uno de los momentos más felices de mi vida, y añadiré que no olvidaré nunca sus bellezas.

Ella, contagiada por los brillantes y risueños ojos azules del joven, empezó a sentir que también en su cuerpo palpitaba la risa.

—Es demasiado tentador —repuso—, pero no puedo acceder a lo que me pides. ¿Qué pretexto daría a los profesores? ¿Y si alguien nos viera juntos? Mi padre se incomodaría infinitamente.

Él se encogió de hombros bajo el limpio uniforme.

—Perdóname. Ya sé que en estas cosas la que sale perdiendo siempre es la mujer. Olvidemos la tentación y vete a la escuela.

La expresión risueña desapareció de sus ojos. Se dirigieron juntos hacia la puerta. Él llevaba los libros de Josui y ella recordó que en América, a veces, los muchachos cargaban con sus libros también. Era una costumbre muy generalizada. La joven caminaba lentamente, deplorando, en el fondo, que Kennedy no hubiera insistido más en su empeño. Sabía que no estaba procediendo bien, pero por otro lado, comenzaba a no saber distinguir el bien del mal. Si uno no se atuviera a tales discriminaciones, el obrar mal sería a veces muy placentero.

Miróle con el rabillo de sus almendrados ojos. Él la miraba también. El azul de sus ojos había vuelto a animarse y su boca se plegaba como en un esfuerzo para no reír.

—Yo escondería esos libros bajo las raíces de las wisterias —indicó Kennedy—. Son lo bastante grandes para ocultarte a ti misma. Luego los recogeremos.

—Bueno, sí… —accedió ella—. Yo misma los esconderé.

¡Increíbles palabras! Josui escondió los libros. No los vio nadie. Era muy temprano.

Empezaron a caminar a buen paso y embocaron una angosta calleja.

—Háblame de Kioto —dijo Allen, como si tuviera verdadero interés en ello.

Josui le respondió con toda seriedad, para tranquilizar su atónita conciencia.

—Es una ciudad muy vieja, capital de nuestro país durante un millar de años. Contiene mil cuatrocientos antiguos templos budistas. Los habitantes pasan de un millón. Existen unos espléndidos palacios imperiales, y nuestros viejos jardines son los mejores del mundo.

—Deliciosa guía mía —repuso él—, llévame a verlos.

Imaginaba que en un jardín existirían lugares recatados, grutas, rocas, quietos estanques, setos, bancales de arbustos… Y se sintió decepcionado cuando vio los lugares a que le conducía Josui.

—El templo de Roanji —explicó la joven—. Y éste es el Jardín de Piedra, uno de los más famosos de todos.

Se hallaban ante un árido rectángulo, circuido por una tapia baja. Secas rocas emergían como islas en medio de un mar de blanca arena sobre la que se habían trazado largas, anchas e inmóviles curvas.

—¿Es esto un jardín? —exclamó Allen, tan desconcertado que incluso olvidó sus proyectos del día.

Había allí algo incomprensible para él. Una dignidad inmensa, inexplicable…

—Ciertamente —dijo Josui con gravedad—. Cuenta las piedras.

Había quince grupos de cinco y dos rocas, de cinco y tres y de tres y tres.

—Todas las peñas no fingen islas —explicó Josui—. Algunas adoptan formas de animales. Mira ésas —y señaló con su diminuto dedo—, y dime si no parecen aves acuáticas en reposo.

Las piedras eran naturales, sin esculpir, sólo desgastadas por el viento y la lluvia, y habían sido llevadas allí para que allí reposaran perennemente. Era verdad que varias recordaban los perfiles de los patos silvestres.

—¿Comprendes tú el simbolismo de este jardín? —preguntó el americano.

—No del todo —confesó ella—. Sólo lo conozco por que mi padre me ha traído aquí. Él sí comprende su significado. Al menos así lo afirma. Este jardín simboliza la pureza del alma del hombre que lo construyó. Es un lugar muy famoso y muy viejo. Si pasásemos aquí, en silencio, algunas horas, acabaríamos identificándonos con este ambiente.

Kennedy movió la cabeza.

—Yo no. Prefiero la vida.

Ella, pacientemente, condujo a su acompañante a un verde jardín contiguo a un arcaico palacio. El paraje era encantador. Unas bajas colinas parecían unir aquel vergel con el cielo. Pero tampoco allí había sitios propicios para el amor. Era un jardín bien cuidado, y vigilado, además. Kennedy no distinguió a algunos jardineros —que acaso fueran meros paseantes—, pero no había soledad alguna que permitiese libertad para las efusiones afectuosas. El americano andaba impresionado y admirado, pero a la par se sentía confinado y cohibido. Ni siquiera osaba tocar la mano de Josui. Incluso ella le parecía demasiado remota. La joven se movía con la soltura de quien está en su centro, pero él no.

Antes de mediodía se sintió harto de palacios, templos y dioses.

—Tengo apetito —dijo de repente—. Hemos andado millas y millas sobre piedras bruñidas. Vamos a comer algo y luego tomaremos un coche y saldremos de la ciudad. Me agradará pasear por la campiña.

Ella asintió. Le parecía moverse en un sueño. Después de haber cedido en tantas cosas y de cometer el monstruoso pecado de disponer de un día por su cuenta, se sentía presta a todo. Este pensamiento hizo latir su sangre con más fuerza.

Mientras almorzaban se mostró bastante jovial, respondiendo a las ocurrencias del joven, contestando a sus preguntas, explicándole quiénes podían ser los pocos clientes de la pequeña fonda. Cierto que ella nunca había estado allí antes. Era un local oscuro, en una calle escondida, donde sólo el excelente puré de cangrejos, el buen té verde y el arroz, seco y níveo, hacían tolerable la permanencia.

Señalando a un hombre menudo y pálido, que vestía un traje gris, de alpaca, indicó:

—Un dependiente. Probablemente el dependiente de alguna tienda modesta.

Entró una muchacha de servicio a comprar cangrejos. Un viejo solitario comía allí, en lugar de ir a su casa. También había un hombre de edad mediana que, amante de la buena comida, no podría, sin duda, gustarla en su hogar por los muchos hijos que probablemente tendría.

Más tarde, junto a la ladera de la montaña, Kennedy volvió a encontrar a Josui distante, remota…

Dejaron el desvencijado carruaje al pie del monte. El blanco penco que tiraba de él parecía adormilado, y el descuidado cochero se mostraba mudo, quizá por hallarse ante un americano de uniforme.

Escalaron la pendiente siguiendo un sendero de ladrillo rojo, entre bambúes. El lugar parecía solitario y, sin embargo, el joven no se sentía muy seguro de ello. Los ladrillos estaban bien barridos, los helechos, entre los macizos de bambúes, muy cuidados, y no había matojos ni espesuras. AI hallar un retazo de césped, Allen se detuvo.

—Sentémonos aquí —propuso—. Esto debe de ser blando como un cojín.

Ella obedeció y se acomodó, cruzando las piernas, a alguna distancia del joven. El sudor de su tersa piel humedecía los finos cabellos de su frente y sus sienes. Tenía los labios muy encendidos. Allen la contempló por un momento, preguntándose si debía acortar la distancia que los separaba. De repente, con brusco impulso, se acercó a ella y le tomó la mano.

—¡Josui!

Ella le miró con sus grandes y claros ojos.

—Háblame de América —dijo.

¡América! ¡Con lo lejos que América estaba en aquel instante de los pensamientos del teniente!

—He pasado la mañana guiándote a través del Japón —murmuró ella—. Ahora es justo que tú me guíes un poco a través de América. Recuerdo California bien, pero…

—Yo soy de Virginia.

—Pues háblame de Virginia, de tu familia y de tu casa. ¿Viven tus padres?

La muchacha no retiraba la mano ni se movía del lado de su galán. Pero hacerle hablar de Virginia y de su hogar equivalía a alejarle muchísimo de ella.

—Soy muy curiosa, ¿sabes? —insistió Josui.

Con desganado tono, el joven repuso:

—Yo habito en una población pequeña, cerca de Richmond… Bueno, quiero decir que allí está nuestra casa.

—¿Richmond?

—Richmond es la capital de Virginia. Una ciudad como Tokio, aunque no tan grande.

—¿Cómo es tu casa? —susurró ella.

Kennedy miró la mano de la joven y comenzó a juguetear con sus finos dedos, desprovistos de anillos. Josui no usaba joyas de ningún género.

—Nuestra casa —explicó el americano— es amplia, de madera pintada de blanco. La adornan seis grandes pilastras del mismo color. La construyó mi bisabuelo. Es vieja ya. La rodean un millar de acres de terreno, bosques, colinas y un río.

—¡Qué hermoso debe de ser eso! —suspiró la muchacha.

—Pasada la puerta se encuentra un zaguán del que arranca una escalera en espiral que llega hasta la techumbre. Los cuartos son los usuales.

—¿Dónde está el tuyo?

—En el primer piso, a la izquierda, dando a la fachada.

—Recuerdo que en América las casas suelen tener cuadros, cortinas y otras cosas semejantes…

—Y otras cosas semejantes, sí —coreó él.

—¿Camas y sillas también? —preguntó la muchacha—. ¿Con patas?

—Sí, con patas.

—¿Tu familia consiste en…?

—Mi padre, mi madre y yo. Nada más.

—¿Eres hijo único?

—Único.

Josui adoptó un aire solemne.

—Entonces los tuyos te considerarán demasiado valioso.

Él rió.

—A veces me lo parece.

Josui reflexionó.

—¿Cómo es tu madre?

—Creo que buena.

—Me refiero a su aspecto.

—¡Ah, vaya! Pequeñita, delgada, muy agradable. Y a la vez recia, muy recia.

—¿Y tu padre?

—Corpulento, tranquilo… y hasta yo diría que algo perezoso. Por lo menos, eso es lo que asegura mi madre.

—¿Qué profesión tiene?

—La de abogado, pero no la practica. Me parece que abandonó el Foro desde… desde que murió mi abuelo.

Ella comprendió que tal indicación significaba que la familia Kennedy era rica, pero delicadamente no quiso hacer alusión al dinero. Su mirada, por encima de los extremos de los bambúes, se fijaba en un minúsculo corte a pico que se abría en la montaña, a pocos pasos de donde ellos se hallaban. La ciudad de Kioto se extendía abajo, muy abajo, pero no tan lejana como a primera vista parecía.

—Tengo que volver a casa —dijo de pronto la joven—. He de estar allí a la hora de siempre, esto es, cuando terminan las clases.

Ello recordó a Kennedy que el día iba deslizándose rápidamente. Se tendió de espaldas en el césped y apoyó la cabeza sobre sus brazos cruzados.

—No te vayas todavía, Josui —rogó.

Ella le miró con una expresión incomprensible para el joven. ¿No denotaría temor aquella mirada?

—Tiéndete a mi lado, Josui.

Ella se opuso y se ruborizó hasta la raíz del cabello.

—¿Por qué no, querida?

La joven no replicó. Se oprimió entre los dientes el labio inferior, que temblaba.

—¿Tienes miedo de mí? —preguntó él con ternura.

—Sí —confesó ella.

—No te haré ningún mal, cariñito.

Ella volvió a menear la cabeza negativamente.

—¿Has olvidado que te amo? —preguntó él, con más dulzura aún.

—No —dijo Josui—. Lo recuerdo continuamente. Pero ¿por qué me amas?

Y volviéndose, miró a Kennedy con los ojos muy abiertos. Había en ellos una expresión grave.

El americano se incorporó casi de un salto. Verdaderamente, ¿por qué la amaba? Las palabras de Josui le habían tornado imposible la consecución de lo que él deseaba.

—No lo sé —balbuceó—. Yo mismo me lo he preguntado. Atribuyámoslo, si quieres, a que estoy hambriento de amor. Y, como aquí no he encontrado ninguna mujer que me incitase a amarla, no siendo tú…

—Te vas dentro de pocos días.

—Pero volveré.

Josui sonrió.

—Pues entonces podemos esperar. No tenemos por qué precisar ahora los motivos de tu amor.

Y, levantándose casi con brusquedad, la joven permaneció en pie, mirando fijamente la faz anhelosa del americano. Después rompió a correr ladera abajo, ágil y rápida, mientras él la seguía (porque ¿qué otra cosa iba a hacer?), entre enojado y divertido.

Josui no paró hasta llegar al carruaje. Allí se detuvo y dijo, jadeando:

—No había corrido así desde que vine al Japón. En California corría, pero aquí… jamás.

El anciano cochero se agitó en su asiento. Se desamodorró el viejo jamelgo y resopló con fuerza.

—¿Damos ya por terminado el día? —preguntó el americano.

—Sí, el día. El día pasado contigo, A-llen Ken-ne-dy.

Hasta entonces ella no había pronunciado el nombre completo del joven. Ahora lo articulaba separando y subrayando todas las sílabas. Allen creyó ver en ello una promesa de futuras citas.

Así, la mañana, que había comenzado para Josui de manera tan inverosímil, concluyó coronada de soñadora alegría. Halló sus libros donde los ocultó. Nadie los había tocado.

Era tarde y no se veía una alma, salvo el anciano portero, dormido a la sazón en su garita. Siempre echaba una siestecita cuando salían las alumnas, y el patio del colegio se hallaba desierto a la sazón. El viejo no vio a Josui.

Ella se paró un momento en la calle, para despedirse de Allen.

—No he visto bastantes cosas —protestó él—. Ni siquiera he ido a Nara. Y todos van a Nara.

—Yo no tengo la culpa —repuso ella—. Podías haber ido con tus amigos.

—No, la culpa fue tuya. Te vi y no pude resistir el deseo de saber quién eras.

La trataba de una manera entre humorística y pueril. Dijérase que trataba de defenderse a sí mismo más bien que a ella. Se sentía asustado de la intensidad de sus deseos y no osaba desentrañar los móviles que le impelían. No quería hacer lo que diariamente veía hacer a otros hombres. No se consideraba tan bajo como ellos. No se decidía a creer que Josui fuera como aquellas muchachas que él hallara tan a menudo en las calles de Tokio, esforzándose en remedar los modales y la licencia de las americanas.

Notó, sorprendido, que ella le miraba con una grave expresión en el rostro.

—¿Quieres que vaya a Nara contigo? —preguntó la joven.

—Humildemente, te lo ruego.

Ella proseguía mirándole.

—Lo pensaré —dijo al fin.

—¿Y cuándo me harás saber tu resolución, Josui?

—Si decido acompañarte, me verás llegar mañana sin mis libros.

—Te esperaré.

Se separaron sin siquiera estrecharse las manos, como si cada uno de ellos adivinase el terrible anhelo que anidaba en el otro.

A Josui le pasmaba su perversidad. ¡Regresaba a su casa fingiendo que volvía del colegio! Su padre no estaba, porque le habían llamado para un caso urgente, y Josui y su madre hubieron de comer solas. La cosa resultaba desagradable, porque, de haber estado presente el doctor, a Josui le hubiera resultado más fácil encerrarse en su acostumbrada reserva. Pero su madre era tan gentil, tan dulce, tan buena, tan deseosa de la felicidad de su hija… Sería difícil evadir sus insistentes preguntas. Josui odiaba la mentira, pero ¿cómo podría dejar de mentir ahora?

—Debía de estar muy calurosa el aula —opinó Hariko.

—Ten en cuenta que mira al norte —alegó Josui.

Y se afanaba en servir a su madre los minúsculos platitos que tomaba de una bandeja.

—No te molestes —dijo la señora Sakai—. Tengo muy poco apetito. Ocurre una cosa que no me atrevo a decirte.

—¿Qué es mamá?

—Kobori Matsui se ha puesto enfermo. Tu padre teme que se trate de un caso de apendicitis.

Josui fingió interesarse por la noticia.

—¡Pobre Kobori! Esperemos que no sea nada grave. Es el último de la familia…

—Y un hijo muy bueno, por cierto —subrayó la madre.

—Así lo he oído asegurar siempre —respondió Josui.

Dirigió la mirada al plato y empezó a comer bajando las pestañas.

—Tu padre considera que tiene mucha responsabilidad en este caso —prosiguió Hariko.

—Claro. ¡Es tan amigo del señor Matsui!

—No se trata sólo de eso. También piensa en Kobori. Experimenta una gran simpatía por ese joven. A menudo ha deseado… Bien, muchas cosas.

Josui sabía lo que su padre deseaba, pero no osaba responder a su madre, ni siquiera para defenderse. Estaba viviendo un sueño de secreto amor y se sentía muy lejos de sus padres y de su casa. Su carne y su corazón los abandonaban para volar hacia el joven americano. Era inútil fingir ante sí misma. Sólo podía esconder la verdad hasta que descubriese los propósitos de Allen. Había visto a muchos americanos, pero ninguno se parecía a él. Los demás siempre andaban alborotando por las calles. Eran unos soldados juveniles, toscos, borrachos, amigos de bromas pesadas y de empujarse, sin causa, los unos a los otros. En los desfiles tenían un aspecto muy pulcro, guardaban silencio y obedecían las órdenes. Marchaban en correctas formaciones, marcando el paso y andando a grandes zancadas. No volvían la vista a la derecha ni a la izquierda, salvo cuando se les ordenaba, y entonces sus ojos miraban siempre al mismo lugar. Pero, fuera de la formación, cada uno se convertía en una unidad aislada, ruidosa y camorrista, y en esto no divergían los unos de los otros. Josui los despreciaba, los rehuía y se escondía en los portales cuando pasaban. Las mujeres japonesas que andaban con ellos merecían más desprecio todavía. Ella no se les parecía en nada. Era única. Mas también Allen era único. El amor de los dos no podía ser como el de los demás. Ahora bien, ¿qué debían hacer?

Josui respondía a las preguntas de su madre distraídamente, y a veces con embustes. Al concluir la comida, notó que la señora Sakai la miraba con expresión perpleja.

—¿Te pasa algo y no me lo has contado? —inquirió Hariko.

—Nada; un problema que no pude resolver durante las horas de clase —contestó Josui.

Le asombraba la facilidad con que se le ocurrían respuestas mentirosas. Aunque con una base de verdad, eran puras patrañas. Adivinaba que algún día se arrepentiría de haber mentido, pero ahora, envuelta en la dulce bruma que llenaba su mente, todo le daba igual.

Se retiró muy temprano, alegando que se sentía fatigada y le convenía acostarse pronto. La noche era muy clara. Desde los colchones tendidos en el suelo, la joven, a través de los abiertos biombos, contemplaba un cielo enjoyado de estrellas. Ora por la humedad del aire, ora por su quietud, los astros parecían mayores y de tonos más suaves que de costumbre. Además no titilaban. Se limitaban a brillar como distantes farolillos protegidos por pantallas de tela de seda.

¿Qué estaría pensando Allen? Cuando dos personas se enamoran, ¿qué es lo procedente? Tenía que hacer algo. Recordó las novelas de las revistas que ella solía leer en California. En ellas el amor siempre terminaba en casamiento. Josui había sido besada por Allen y escuchado su declaración. Por lo tanto, no faltaba sino que él señalase la fecha de la boda, si las costumbres americanas seguían siendo las de siempre. En el Japón la guerra había trastocado muchas cosas. Quizás en América no, y especialmente en Virginia…

Suspiró, recordó el rostro de Allen, sonrió y esperó la aurora del día siguiente.