Capítulo 18

Allen, en Tokio, estaba hablando con su coronel. Los dos hombres se hallaban solos. Montones de papeles llenaban la mesa del despacho. De rato en rato, el coronel dirigía una mirada furtiva a los documentos. En su imaginación aquella pila iba creciendo espontáneamente y cada vez se elevaba más y más, mientras Allen Kennedy hablaba, con no poco disgusto, de su jefe.

Al fin el coronel dijo, a regañadientes:

—Un asunto tan personal sólo le concierne a usted. Pero sepa que yo siempre le he admirado mucho. Usted posee algo más que una mentalidad militar corriente. No es que yo tenga nada que decir de la mentalidad militar, pero los mejores hombres de guerra son aquellos que tienen una inteligencia superior a la usual en los militares de tipo medio. En mi opinión, si usted quisiera, podría llegar a los grados más altos de la milicia. Pero esa probabilidad se desvanecerá si se casa usted con una japonesa. La mujer de un militar tiene mucha importancia para la carrera.

—Sé que le asiste la razón —respondió Allen.

Y pensaba que Cintia, por ejemplo, hubiera sido para él una esposa perfecta. Bella a su manera, corpulenta y rubia, llena de gentileza y tacto, era sencilla y, sin embargo, nada necia. Pero él no estaba enamorado de Cintia.

—¿No puede usted arreglar mejor las cosas? —sugirió el coronel—. Los japoneses no miran estos asuntos como nosotros. Para los hombres hay multitud de soluciones. Las muchachas del país no cuentan casarse con los americanos. Y los japoneses se casan lo mejor que pueden sin pensar en el amor. El amor es otra cosa.

El coronel era un hombre educado. Sabía que el sexo, aunque siempre tiende instintivamente a la lujuria, encuentra satisfacción de modos tan variados como variados son los hombres. El rostro sensitivo y acaso un tanto excesivamente delicado del joven que permanecía frente a él, mirándole con sus resueltos ojos azules, revelaba una naturaleza compleja, muy superior a la del militar ordinario que suele encontrarse en el cuartel o en la calle. La lujuria podía palpitar en el interior de un hombre así, pero no estallaría si no se le aplicaba el detonante de la magia amorosa proporcionada por una imaginación romántica. No se trataba de satisfacer necesidades fisiológicas, y sin embargo, se trataba de algo tan definido como una necesidad. Con lo físico se entremezclaban la mente y el alma, y así el complejo resultante era muy difícil de satisfacer.

—Creo —murmuró Allen, bien a pesar suyo— que, si yo hubiese conseguido hacer un arreglo como el que usted me sugiere, hubiera sido infinitamente mejor para mí. Desgraciadamente… no puedo.

El coronel hizo un ademán comprensivo.

—Claro. Todos los hombres no son iguales. ¿Me dejará pensar en este asunto durante unos cuantos días?

Allen, comprendiendo que la entrevista había terminado, se incorporó.

—¿Y cuándo…?

—En cuanto me parezca haber llegado a una conclusión, le llamaré —dijo el coronel.

Y comenzó a distribuir los papeles que llenaban la mesa.

—Una cosa más, señor —insistió Allen—. Quiero advertirle que mi novia y yo estamos resueltos a todo. No se trata de pensar si nos casaremos o no nos casaremos. Se trata únicamente de saber cómo podemos efectuarlo. En resumen, lo que importa conocer es lo que procede que haga un americano cuando quiere casarse con una japonesa de buena familia. Yo no le preguntaba más; señor.

El coronel le miró con fijeza.

—¿Me dejará que me encargue de ello, Kennedy? No puedo consentir que el mejor de mis oficiales dé un paso tan serio sin que yo medite un poco en el caso. Y ahora no estoy en condiciones de pensar en nada, porque mire este montón de papeles…

Y señalaba los que atestaban la mesa.

—Tiene usted razón —dijo Allen.

Y salió.

Lo que en realidad deseaba el coronel era ir a su casa y hablar con su mujer del asunto, pero no le parecía oportuno mencionar tal resolución a un soltero.

Tan pronto como Allen se hubo ausentado, el coronel no quiso engañarse a sí mismo fingiendo que iba a ponerse a trabajar. Fumó varios cigarros, meditó, y después telefoneó a su esposa, la cual le dijo que en aquel momento no tenía nada que hacer.

—¿No ibas hoy a una partida de bridge? —inquirió el coronel.

—Hoy no; mañana.

—Entonces voy a almorzar contigo. Llegaré pronto. Tengo que darte unas noticias que…

Salió de la oficina y deploró no haberse puesto el capote. El aire era frío y deslumbrantemente claro, y ya en las calles se veían los primeros vendedores de crisantemos. Jamás había conocido el coronel flores tan grandes. Incluso resultaban mayores que los balones de miniatura, de color amarillo, que solía comprarle a Edna cuando iban los dos a los partidos de fútbol en New Haven.

Edna había sabido cumplir a maravilla sus deberes de mujer de un oficial. Siempre sabía lo que era procedente hacer y siempre lo hacía. Trataba a las mujeres de los subalternos sin ofensiva condescendencia, y con deferencia, pero no exagerada, a las de los superiores. Tenía un claro concepto del humorismo, aunque no excesivo, gracias a Dios. Tomaba la vida militar en serio, como convenía, puesto que era la esposa de un coronel.

Edna acogió plácidamente a su esposo. Llevaba un vestido de lana parda que daba la impresión de ser cómodo sin resultar pesado. Edna era una mujer de ojos y cabello oscuro y su marido, aunque no la sorprendiera nunca efectuándolo, sospechaba que se teñía el pelo. Pero en los secretos minúsculos de su mujer no quería intervenir. Ella no era gazmoña en sentido alguno. Sabía comprender a los hombres. Pero le agradaba estar a solas mientras se vestía, y el coronel había tenido ocasión de advertir que a su mujer no le placía verle aparecer en la habitación cuando estaba «componiéndose», como él decía.

Sonrió a su esposa.

—Ese vestido te sienta muy bien. ¿Es nuevo?

—¡No, por Dios! Hace diez años que lo uso. ¿No recuerdas que lo compré en Londres cuando estuvimos allí de guarnición?

—Yo nunca sé lo que compras ni lo que no compras —respondió él—. ¿Está listo el almuerzo?

—Sí, y además he preparado unos combinados.

—Bien hecho.

Mientras apuraban las bebidas en el vasto y soleado salón de la casa —que era propiedad de un millonario nipón y había sido requisada por el Ejército—, el coronel transmitió a su mujer las lamentables nuevas.

—Kennedy —principió sin rodeos— se ha enredado con una chica japonesa de buena clase y quiere casarse con ella.

—¡Roberto! —exclamó la mujer, reprochativa, como si dependiera de su marido el evitar ignominia semejante.

—Comprendo lo que opinas —repuso él—, pero ¿qué quieres que hagamos? Todo lo que tú estás pensando ahora se lo dije yo antes a Kennedy.

—¿No puede arreglarse con esa muchacha de una manera… provisional?

—Eso le sugerí yo.

—¿Y…?

El coronel inclinó los labios sobre el cóctel y, lentamente, se secó con la servilleta los humedecidos bigotes.

—No creo —dijo— que Kennedy sea precisamente un hombre pacato, ni que su actitud se deba a razonamientos morales.

—¿Pues a qué se debe?

—Quizá a que es demasiado refinado —explicó el coronel—. ¿Me entiendes? No es de los que toman una mujer y la dejan. La clase de mujeres que aceptan ese convenio no le atrae. Las únicas que le estimulan son las que no consienten ser tratadas de ese modo.

—Veo que es un romántico —opinó la dama.

—Acaso —concedió el coronel—. Llámalo como quieras. Pero he conocido hombres que no eran capaces de ejecutar el acto sexual si no precedía a éste cierto romanticismo. Lo cual, por no decir más, es una cosa muy fuera de la realidad. Con hombres así no se puede contar para nada.

A la esposa del coronel cabía hablarle de cosas así sin que se escandalizase. No ignoraba lo que su esposo quería dar a entender. A la vez, sabedora de lo que eran los hombres, procuraba no aficionarse a su trato, para evitar descréditos a su marido.

Mientras volvía a llenar las copas, advirtió:

—No tomes más que dos combinados, Roberto. Recuerda lo mal que te sientan al mediodía.

—¡Sí, maldición, es verdad! —gruñó él.

Su mujer le mezcló un buen compuesto, bastante ácido porque al coronel no le gustaban las bebidas dulzonas.

—¿Qué te parece el caso de Kennedy? —preguntó el coronel al fin.

—Estaba meditando en él —respondió Edna.

La mujer bebía muy poco, pero nunca se negaba a acompañar a su esposo cuando éste apuraba unas copas. Accedía a ello de buena voluntad, aunque a menudo sin entusiasmo. Edna era harto juiciosa para dejarse arrastrar por entusiasmo alguno.

—Escucha —murmuró al cabo de unos instantes—, ¿por qué no le procuras a Kennedy una licencia?

—¿Ahora que lo de Corea está cada vez más enredado?

—No importa. Mándale a América. Así respirará el ambiente de nuestro país. Kennedy es de Virginia, ¿no? ¿Recuerdas las fotos que nos enseñó de su casa familiar? Aquella grande, con las pilastras blancas… Mándale pronto a nuestra tierra, Bob. Pon en juego tus influencias. El muchacho encontrará en América una chica que le guste y que le haga olvidar esa extravagancia. ¡Para mí que su caso no es de conciencia, sino de excesiva continencia!

Hizo un guiño a su marido y los dos rieron. De vez en cuando ambos se permitían alguna alusión atrevida, precisamente porque sabían que uno y otro, en el fondo de su corazón, eran puros.

—Ven aquí, nena —murmuró él, emocionado.

Sentíase excitado por el alcohol, por el sol que inundaba la vasta estancia, por la comodidad, la superioridad y la seguridad de su vida. Echó los brazos al cuello de su mujer y la besó con fuerza.

—Eres la chica más mona del mundo —murmuró, mientras apoyaba sus labios en los de su esposa, que le devolvieron el beso.