Capítulo 22

¿Quién puede precisar cuándo comienza el desarrollo del espíritu en un niño no nacido aún? Puede que principie junto a unas flores de wisteria, de penetrante fragancia, mecidas por la brisa. Puede desenvolverse entre la tenue claridad que despiden las luciérnagas bajo los pinos, mientras se cambia un primer beso en un jardín. Más tarde le cabe adquirir forma definida en el dolor de dos corazones que se separan, y después, tras el beso final, quizá sólo espere la sanción de los dioses.

En el vasto templo, de espesa techumbre bardada que había resistido el paso de los siglos, se hallaba reunida ya la pequeña comitiva nupcial. Yumi y el jardinero servían de testigos. Perplejos, sin comprender nada, permanecían detrás de sus señores. El hosshu se hallaba de cara a los novios, y dos diáconos, situados a su derecha e izquierda respectivamente, le asistían. El hosshu sentía remordimientos de conciencia, porque no aprobaba aquel matrimonio. Pero el doctor Sakai le había insistido tanto, recordándole la irregularidad de los tiempos…

«Nuestra religión —había dicho Sakai— habrá de adaptarse a la realidad si quiere sobrevivir».

El hosshu dudaba. Era viejo, era intelectual y vivía apartado del mundo. No aprobaba a los imitadores del cristianismo, que entonaban himnos budistas parodiando a los cristianos. No le agradaba la existencia de la Asociación de Jóvenes Budistas. A su entender, a los dioses no se les complacía por tales medios.

El doctor Sakai había insistido:

—No conoce usted cuántos son mis sufrimientos. Me encuentro ante el dilema de perder a mi hija o de casarle de una manera u otra.

—Le ha dado usted demasiada libertad —opinó el hosshu.

—Mis pasados errores no pueden modificar lo presente —alegó el doctor Sakai con cordura.

Una generosa dádiva para el tesoro del templo, su promesa de conservarse fiel a la doctrina budista y su devoradora impaciencia, convencieron al sacerdote de que, en este caso al menos, debía ceder.

Consistió, pues, en celebrar la ceremonia que iba a ejecutarse. Penetró dignamente en el templo, dio un golpe en un enorme batintín y esperó a que se extinguiese bajo el alto techo el último eco del bronce. Volvióse luego al altar e hizo signos a los novios, padres y testigos para que se acercasen. Entonces esperó. Bajo sus ropas talares parecía hacer aumentado su estatura. El americano no vestía de negro, como prescribía el ritual, pero, según alegara el doctor Sakai, bajó la ocupación sucedían cosas muy raras. La novia, siquiera, llevaba el usual quimono blanco.

El hosshu miró al joven americano y apartó los ojos. No dirigió la mirada a la novia. Luego inició la ceremonia con la exhortación litúrgica que su voz clara entonaba en japonés.

—Nos hemos congregado en presencia del muy compasivo Buda, para unir a esta pareja con el más perfecto vínculo matrimonial. El estado del matrimonio es sagrado, porque de él dimana la fuente de la vida, a la que deben su existencia generaciones tras generaciones de seres humanos. También en el matrimonio se originan todos los códigos de moral que existen y han existido en el mundo. Nada sucede sin causa motivadora. Sabed, pues, que este sagrado enlace de dos personas (enlace que ha de durar mientras vivieren) no se ha producido por casualidad. Es, lejos de ello, la preordenada consecuencia de muchas vidas pasadas y el fruto de la benévola orientación de Buda.

Bajó repentinamente la cabeza y su voz asumió el tono, más apagado, de una plegaria.

—Quisieran los dioses que esta pareja que ahora ingresa en el santo estado matrimonial, guarde en sus corazones el recuerdo de tan bendita ocasión. Sea, además, perdurablemente fiel a sus compromisos y votos, ámese y respétese mutuamente, mutuamente se ayude en las dificultades y en las penas, consérvese pura de cuerpo y alma, y practique, de común acuerdo y por común exhortación, todas las virtudes. Eso es lo esencial para llevar una dichosa existencia conyugal y tal es el verdadero modo de vivir de acuerdo con las enseñanzas de Buda.

Otra vez alzó el sacerdote la cabeza y miró a los novios, fijándose principalmente en Allen.

—Por lo tanto —dijo con voz imperiosa—, antes de comprometeros definitivamente, tú has de recordar que es deber del marido mantener y tratar bien a la esposa, serle fiel de obra y de pensamiento, consolarla en sus contratiempos y enfermedades y ayudarla en la educación de los hijos.

Miró después a Josui y añadió:

—La mujer tiene el deber de amar y ayudar a su marido, de ser paciente y amable de carácter, y de serle obediente y fiel en todas las cosas.

Dirigiéndose alternativamente a los dos, el sacerdote prosiguió:

—¿Declaráis solemnemente que ninguno de vosotros conocéis impedimento alguno que obste a que os unáis en legítimo matrimonio?

Josui, volviéndose a su novio, le tradujo las palabras del oficiante.

—No conozco impedimento alguno —manifestó Allen en inglés.

—Afirmo solemnemente que yo tampoco conozco impedimento de ninguna clase —dijo Josui con energía.

En efecto, ¿no se habían eliminado todos los impedimentos?

El hosshu se volvió a Allen.

—Allen Kennedy, ¿tomas a Josui Sakai como tu legítima esposa?

Josui le miró.

—Sí —musitó Kennedy, en inglés.

Y al pronunciar la sílaba decisiva su voz temblaba, aunque se esforzaba en mantenerla firme.

—Y tú —preguntó el hosshu a Josui—, tú, Josui Sakai, ¿tomas a Allen Kennedy como tu legítimo esposo?

—Sí —respondió Josui en japonés.

Allen, al que ya, antes de entrar en el templo, habían instruido de lo que debía hacer, se quitó del meñique un anillo y lo entregó al hosshu, quien lo colocó en el dedo de Josui. Luego el sacerdote les hizo entrelazar las manos y colocó sobre ellas un rosario sagrado.

—Puesto —aseveró— que habéis convenido en casaros según el rito budista, desde ahora os declaro marido y mujer. ¡Así viváis siempre rodeados de amor mutuo y de piedad para todos!

Permaneció inmóvil por un instante y después, volviéndose, guió a los presentes hacia el altar, donde Allen, advertido por señas, colocó varias barras de incienso sobre las cenizas que había en una urna colocada ante las efigies de los dioses que parecían inclinarse hacia ellos, Josui tocó el quemante recipiente donde empezaba a humear el incienso, despidiendo un aroma dulzón.

El hosshu, al pie del dorado Buda que descollaba entre los dioses menores, habló así:

—El bendito Buda nos dijo: «Honra y mantén padre y madre, cuida a tu mujer e hijos y elige una profesión pacífica. Ésa es la mayor de las bendiciones».

Había dirigido estas palabras a Allen. Concluido el ritual, el hosshu se volvió de cara a los dioses y cuatro sacerdotes se apostaron tras él, formando a sus espaldas una especie de muralla humana.

El hosshu hablaba ahora al Buda en voz ininteligible, por lo bajo. Le daba explicaciones, le pedía perdón, le solicitaba su bendición, si ello era posible, y, para caso contrario, le rogaba un feliz retorno de la recién casada a su país y al seno de la familia.

El Buda, tan cubierto de dorados que toda la imagen parecía esculpida en oro macizo permanecía extático como siempre, y sus manos trazaban un signo de eterna y universal bendición mientras sus ojos, inmóviles e inexpresivos, miraban al espacio.

A Allen le parecía singular que el hosshu no hiciese reverencias al dios. Él y los diáconos permanecían encorvados ante la imagen, vestidos con sus ropajes, que les llegaban hasta el suelo. La presencia material de Buda no daba al dios más realidad ni menos que la deidad invisible que se venera en las iglesias cristianas. Y, sin embargo, en el ambiente del templo flotaba algo sagrado, algo no emanado de los dioses, sino compuesto de las plegarias y las penas de los que allí habían acudido a impetrar, a pedir, a buscar algo difícil. Una atmósfera de densa humanidad colmaba los ámbitos del templo, persiguiendo lo inalcanzable, formulando una pregunta que nunca sería contestada…

Allen permaneció junto a Josui. Finalmente, como los demás, humilló la cabeza. Hacía mucho tiempo que no creía ni oraba. Pero, cuando vivía en su hogar, iba a la iglesia con sus padres, cantaba infantiles himnos y hacía reverencias a la divinidad. Ahora la plegaria brotaba espontáneamente de su alma, porque su brete personal lo demandaba así. Se estremeció al notarlo, y a través de su oración sin palabras, el hijo futuro, el hijo del mundo, se aproximó mucho más a su plasmación y nacimiento.