Capítulo 36

Allen eligió un pequeño hotel en una quieta calle de Richmond. Tuvo consigo mismo la franqueza de reconocer que lo hacía para llamar menos la atención al hospedarse con Josui. Tenía que acostumbrarse a las miradas de curiosidad, a las muchas preguntas de la gente. Sin duda con él hubiera sucedido lo mismo en el Japón, pero Allen no reparó entonces en ello. ¿Sería que Josui se lo ocultaba? No quiso preguntárselo, temeroso de que ella comprendiera el motivo, sufriendo así un disgusto posiblemente evitable.

El hotel era agradable. A Josui le atrajo su ambiente tranquilo y un tanto anticuado. Se instalaba en una habitación cuyas ventanas se abrían a un parquecito cuadrado donde unos pocos árboles aún conservaban restos de la pompa del otoño. Allen telefoneó en seguida al círculo de su padre.

El señor Kennedy esperaba la llamada. Había llegado la noche anterior y visitado a unos cuantos amigos, no en sus casas, donde siempre que podía evitarlo, no iba, sino en sus oficinas. Todos parecían disponer de suficiente tiempo para acoger con agrado a aquel viejo amigo, siempre informado de todas las cosas habidas y por haber. Oír hablar a Tom Kennedy era preferible a leer un periódico.

—Ahora mismo voy, hijo —anunció Kennedy.

Colgó el aparato, atravesó el vasto y agradable cuarto que tenía regularmente alquilado en el círculo, se puso un suelto gabán de cheviot, entre gris y pardo, tocóse con su un tanto deformado sombrero de fieltro y bajó la ancha escalera curvada. No había ascensor en el club, ni Kennedy lo hubiera utilizado aunque lo hubiese.

Un calor húmedo y pegajoso, impropio de la estación, llenaba el aire. Kennedy paró un taxi.

—Lléveme al «Mansfield» —ordenó.

Sentóse y se entregó a sus pensamientos mientras el coche serpenteaba a lo largo de las calles de la ciudad. No tenía intención de ocultar a su hijo la larga plática mantenida con Josefina. Cuanto antes supiera Allen la verdad, mejor. Aún pasaría tiempo antes de que nadie conociera el desenlace de una situación tan extraña.

Se apeó ante el hotel, pagó al taxista e hizo un signo negativo al botones negro que se le acercaba.

—No vengo a instalarme aquí —dijo—. Vengo a ver a una persona.

Quedó sorprendido de sus propias palabras. ¿Por qué no decía «Vengo a ver a mi hijo»? ¿También existiría en él una maldita repugnancia a…? En tal caso debía desarraigarla. Desdeñaba los prejuicios. Para sus adentros pensaba que había de llegar un día en que todos los hombres tuvieran el mismo color. Incluso convenía acelerar ese momento. Aunque todos fueren de un puerco tinte oscuro, ¿qué importaba? Así se eliminaría un motivo de complicaciones en el maremágnum de las dificultades humanas. Una vez en Nueva York había encontrado, durante un banquete, a una de esas sabihondas americanas que aspiran a arreglar la nación.

—¿Cómo resolveríamos el problema de las razas de color? —había preguntado la dama—. ¿Cómo, señor Kennedy?

Tranquilo, porque se hallaba entre gente extraña y no le oía ningún camarada suyo del Sur, Kennedy acertó a replicar, mientras atacaba el pollo frío más duro de que tenía memoria:

—Procurando aclarar paulatinamente ese color, procurando aclararlo…

Su interlocutora no volvió a hablarle más.