Capítulo 30

El señor Kennedy, que regresaba de pasear por la población, notó en seguida, al entrar en su casa, que se habían producido complicaciones. Desde la muerte de su padre, Kennedy había tomado la costumbre de dar aquel paseo matutino. Su progenitor, al morir, le había dejado heredero único de una fortuna consistente en unas plantaciones algodoneras en Nashville (Tennessee), y de un criadero de caballos en Kentucky. Todas las mañanas Kennedy se desayunaba temprano, visitaba a unos cuantos amigos, escalonándolos en días sucesivos, y así, hablando poco y escuchando mucho, era el hombre mejor informado de cuanto sucedía en la comarca. Varias veces al año hacía excursiones a distintos lugares del distrito, para saber lo que la gente decía y pensaba. Su mucha información le hubiera capacitado para ser miembro del Congreso, e incluso del Senado, pero él no deseaba usar ni transmitir los informes de que disponía. De haberse criado en una familia diferente, habría estudiado para profesor de filosofía, y, de poseer inspiración, hubiera podido convertirse en poeta. De hecho, empero, no era más que un hombre de trato agradable, y a la par un pozo de ciencia rara vez sondeado. El serlo y que pocos lo supieran, le producía un íntimo placer individual.

Su naturaleza era tan sensitiva y tenía tales cualidades de receptividad, que cuando cruzó el umbral de su casa, en aquel placentero día, cerca de la hora de almorzar, comprendió inmediatamente que algo raro había sucedido.

Lentamente se dirigió al ropero, colgó su sombrero y su sobretodo gris y puso su bastón en el paragüero chino que había en un rincón del zaguán. Casi inmediatamente oyó los pasos de su hijo, que bajaba la escalera.

—Me alegro mucho de verte —dijo Allen, salvando de un salto los últimos peldaños—. No sabía dónde encontrarte. Temo haber trastornado mucho a mamá. Se ha encerrado en su alcoba.

El que la señora Kennedy se encerrase en su cuarto era un mal síntoma. Los dos hombres se miraron.

—No sé cómo explicarte… —empezó Allen.

—Me figuro que sé lo que vas a decirme —respondió su padre.

Y avanzando hacia el solitario saloncito, se acomodó en un asiento.

—Sabíamos que esto había de difundirse en un momento u otro —empezó—. Nos constaba que tenías un particular interés en el Japón. Tu coronel…

Allen, febril e impaciente, interrumpió:

—Padre, lo que ha indignado a mamá es que yo me haya casado con Josui Sakai.

Y se instaló sobre un brazo de uno de los grandes sillones de terciopelo, desobedeciendo inconscientemente uno de los preceptos fundamentales que le inculcaron en su niñez.

En la ancha y pálida faz del señor Kennedy se marcó un ligero tinte rosado. Kennedy tenía la piel muy fina y se afeitaba cuidadosamente, salvo una perilla que se dejaba bajo su colgante labio inferior. Entornó los ojos, y sus pupilas se enturbiaron. Ordinariamente no solía levantarlos si no se sentía muy perplejo. Y ahora los levantó.

—Bien podías habérnoslo advertido, hijo —reprochóle.

—No esperaba casarme tan a la carrera —explicó Allen—. Pero de momento me pareció lo único razonable. La familia de Josui es de excelente clase. Además, no soy uno de esos tipos capaces de proceder de otra manera. Acaso las muchas cosas distintas que he visto me hayan asqueado tanto que…

El señor Kennedy no respondió. En aquel sentido se hallaba literalmente de acuerdo con su hijo. No se trataba de sentimentalismos, sino de otra cosa.

—¿Cómo es la muchacha? —preguntó.

Sus manos, grandes y pálidas, se extendían sobre los brazos del sillón. Tenían el aspecto de no haberse esforzado nunca; y ese aspecto no desmentía la realidad.

—Josui —argumentó Allen— le agradaría a mama si ésta quisiera avenirse a razones. He tenido mucha suerte, papá, te lo aseguro. Josui y yo nos enamoramos en cuanto nos vimos. Ella podía haber sido meramente una muchacha bonita. Pero, en realidad, es mucho más.

—¿La conoces hace mucho? —preguntó Kennedy.

—Mucho, no, pero sí lo bastante para saber que merece la pena conocerla más a fondo.

Allen se levantó y empezó a pasear por la estancia hablando al andar, sin mirar a su padre.

—No puedo decirte cómo ni por qué ocurrió la cosa. Yo llevaba un año trabajando terriblemente, sobre todo a raíz del cambio de mandos. Unos cuantos compañeros dijeron que iban a hacer una excursión a Kioto y a Nara, y como yo había pasado meses enteros sin tomarme un permiso, me uní al grupo. Y entonces vi a la muchacha a la puerta de un colegio. Presumo que nos miramos… en un momento crítico para los dos. ¡Dios lo sabe! Me hubiera cabido pasar adelante sin pensar en ella. Pero no fue así. Al día siguiente volví al mismo lugar, a idéntica hora, y encontré de nuevo a la muchacha. Y conste, repito, que eso no sólo se debió a que fuera hermosa. Quizá lo que me atrajese en ella fuera un no sé qué de insólito que advertí en su persona. No se parecía a ninguna otra mujer. Tal vez por ser oriental, o por… ¿Qué sé yo? Tres años he pasado en Oriente y cabe que el hechizo de aquellos países se mi haya infiltrado en la sangre. He oído asegurar que eso les pasa a algunos hombres, quienes después son incapaces de casarse con muchachas americanas.

El señor Kennedy, con la boca abierta, parecía desconcertado, pero no lo estaba. Escuchaba y meditaba. Sabía lo que su emperatriz Josefina sacaría en limpio de todo aquello. También comprendía el trance de su hijo. ¿No se sabía cómo eran los hombres del Sur? Sus mujeres les permitían moverse libremente hasta cierto límite, que no les consentían pasar. Las mareas del mar no eran más regulares que el modo de ejercer su dominio las mujeres blancas en el Sur.

—Tu madre —dijo con voz apagada— nunca verá con agrado tu casamiento. Si te hubieses amancebado, sería distinto. Nuestras mujeres están acostumbradas a ello. Pero el tener que admitir a una nuera desconocida, que, para colmo, no es blanca, resulta peliagudo y no sé cómo lo tomará tu madre. Más vale que vaya yo a hablar con ella.

Se incorporó, apoyándose sobre los brazos del sillón con sus anchas manos pálidas, y, con pesado paso, se dirigió a la escalera. Subióla con lentitud, plantando el pie sólidamente en cada peldaño. Al llegar arriba llamó con suavidad a la puerta de su mujer.

—Abre, Dulcecita —dijo.

Esperó. Pasados unos instantes oyó a su esposa moverse a través del cuarto. Abrióse la puerta y él, entrando, tomó a Josefina en sus brazos, con paciente familiaridad. La cabeza de la mujer se apoyó en su hombro. El señor Kennedy le acarició el cabello.

—¿Te lo ha contado Allen todo? —sollozó ella.

—Sí, Dulcecita.

—¿Y qué podemos hacer?

—Yo siempre digo, hija, que lo mejor en la vida es no hacer nada. Más vale que las cosas sigan curso.

—¡Pero Allen traerá aquí a su mujer!

—Y habremos de permitirle que la traiga.

—¡Yo no lo toleraré!

—Puede que tengas razón. Entonces él nos abandonará y se irá con su mujer a cualquier otro sitio.

La señora Kennedy apartó a su marido de un empujón. Él suspiró, mientras su mujer paseaba por el cuarto y se aplicaba a las sienes un pañuelo empapado en agua de colonia.

—Si supieses la jaqueca que tengo…

—Me lo imagino.

Con mesurados movimientos Kennedy se instaló en una baja butaquita, tapizada de tafetán. El asiento resultaba demasiado pequeño para su corpulencia, pero él sabía que en toda la alcoba no había otro acomodo mayor.

Esperó mientras su esposa se empapaba las sienes con colonia. El señor Kennedy quería a su mujer. Sabía que, a pesar de sus manías, su ansia de dominio y su afán de absorber a todos, era una mujer buena y muy de su casa. Sobre mujeres así descansaba el nervio de la nación. Si todos fueran como él mismo —se dijo Kennedy— no existiría orden y quizá ni siquiera decoro. La casa estaría en la ruina y toda la ciudad los explotaría a mansalva. Kennedy hubiera preferido que su esposa hubiese sido más efusiva con él, pero daba por hecho que un hombre no puede tener a la vez una amante y una mujer de su casa. De haber sido más enérgico, quizás hubiera caído en las tentaciones en que otros hombres incurren, pero ello significaba muchas complicaciones. Amaba la paz y en su casa la encontraba, a su manera.

Dulcecita —empezó tiernamente—, tú vales demasiado para tomar las cosas de ese modo. Me hago cargo de lo que sientes, porque yo mismo siento algo muy parecido. Hubiera deseado que fuese Cintia la madre de nuestros nietos. Pero nuestro hijo deseaba otra cosa diferente y se la ha buscado. No podemos remediarlo. Hemos de aceptar la realidad. Procuraremos que ese mal se convierta en un bien.

La mujer retorcía el pañuelo entre las manos, lo anudaba y lo desanudaba, y su rostro encendido, todavía bello bajo los rizos grises de su cabeza, examinaba su nerviosa tarea.

—¿Cómo puede ser un bien? —replicó—. El casamiento no se limita a enlazar dos seres, Tom. Nuestro hijo y su mujer no tienen derecho a engendrar hijos ni formar una familia. ¡No, no lo tienen!

Kennedy no respondió. Entendía lo que daba a entender su esposa. Verdaderamente, la idea de ver la casa llena de mestizos semijaponeses resultaba bastante desagradable.

—Quizás Allen y su mujer no tengan descendencia… —murmuró con voz débil.

—Ya sabes —replicó ella— que la tendrán. ¿No sabes, por las estadísticas, que esas mujeres orientales procrean como conejas? Hay que impedir eso.

Kennedy, siempre muy delicado con las mujeres, no quiso averiguar el significado de las palabras de su esposa. Su corpachón parecía muy fatigado y su perilla tenía el mismo tono terroso de su cabello y sus cejas.

—Tenemos que curar a Allen de esa locura —dijo la señora Kennedy—. Se le ha de hacer comprender la imposibilidad de lo que se propone.

—Pero, estando casado…

—Puede divorciarse.

En aquel momento el hombre percibió en el rostro de su mujer un luminoso rayo de esperanza. El pañuelo que ella sostenía entre las manos, cayó al suelo.

—¿Sabes, Tom, que a lo mejor no están verdaderamente casados?

—Él dice que sí, Dulcecita.

—Pero puede ser que no. ¿Qué es el budismo? ¿Se puede considerar una religión verdadera? Un templo lleno de ídolos no es una iglesia. Probablemente esos japoneses engañaron a Allen.

Kennedy compadeció a su mujer.

—Como quieras, pero eso para Allen no significa nada, puesto que se considera casado.

—Espera, espera, todavía no se ha dicho la última palabra. ¡Por Dios, Tom! ¿Eres capaz de imaginar a una nuera de ojos oblicuos andando por la casa y por la localidad? ¿Quién la invitaría nunca? ¡Podríamos dar por acabada nuestra vida de relación!

El hombre comprendió que su esposa era capaz de cualquier cosa, en bien o en mal.

Dulcecita —dijo—, creo que una mujer como tú, que de tanto predicamento gozas en la población, podrías imponerte incluso a eso. Procura sacar el mejor partido de un mal asunto y verás cómo la gente te alaba más todavía.

Ella negó con la cabeza, mordióse los temblorosos labios y se llevó las manos a la cabellera, para esconderse el rostro.

—Imposible, Tom. Daré por hecho que no ha pasado nada y procuraré que Allen acabe comprendiendo la razón que me asiste.

Él se levantó.

—Bien, yo he dado ya mi consejo, bueno o malo. Pocos más daré. Y ten cuidado con tu hijo, Dulcecita, porque temo que no le conozcas a fondo.

Y salió. En aquel momento la más desesperada necesidad de su vida era un vaso grande de whisky escocés seco.

Preparó la bebida y se acomodó, para ayudarla, en el pórtico de la casa. Meditaba en los problemas que acudían a toda persona que permite que adquieran significación personal ciertos prejuicios ordinarios, como el enfrenamiento de los deseos, las costumbres normales, la opinión pública, la posición social y otros vulgares anhelos de la humanidad. Si aquella japonesita llegaba a la casa, Tomás Kennedy no alteraría el ritmo de su vida. Cualquier cosa que ella hiciera no le trastornaría en nada. Si su hijo y su mujer no eran felices, él procuraría serlo, porque su felicidad se fundaba en la trascendencia espiritual de una buena comida, de un hígado bien regulado, de la posesión de la mejor cama de todo el país y de la posibilidad de dormir como un leño toda la noche. Sabía que no participaba de ciertos humanos estímulos ni de ciertas emociones, pero tampoco lo deseaba.

De todos modos celebraba que ya se hubieran difundido tan malas noticias y que su mujer las supiera. Los resultados eran imprevisibles por el momento. O muy poco conocía a Josefina, o ella no volvería a hablar más del asunto. Organizaría sus planes y procuraría ponerlos en ejecución. Él, antes o después, los conocería, aunque quizá sin tiempo para poder modificarlos. Josefina estaba demasiado bien educada para permitir que sobreviniese en la casa un ambiente de hostilidad. Cuando bajase a cenar probablemente parecería la misma de siempre. Allen, tan semejante a su madre, se comportaría como de costumbre. El mero transcurso del tiempo bastaba para curar unas cosas, para esclarecer otras y para aceptar la convivencia con un hecho consumado durante el resto de la existencia. Incluso todos acabarán acostumbrándose al trato de una o varias personas de ojos oblicuos…

Cuando Allen salió de la casa, encontró adormitado a su padre, con un vaso vacío a su lado, en el suelo. Al oír rumor de pisadas, el señor Kennedy despertó. Su hijo estaba a su lado, llevando en la mano una maleta, en la cabeza el sombrero y un gabán al brazo.

—Me voy por unos días —dijo Allen a su padre.

Kennedy abrió los soñolientos ojos.

—¿Adónde vas?

—A Washington.

—¿Qué tienes que hacer en ese endiablado lugar?

—Buscar un destino. Procuraré que sea algo que me permita reclamar a Josui.

—¿Se lo has dicho a tu madre?

—No. Despídeme de ella, haz el favor. De todos modos, lo probable es que sólo pase fuera muy pocos días. Si logro que me den un empleo, habré de volver para recoger mis cosas.

—Como quieras, hijo.

Y los párpados del hombre volvieron a entornarse. Allen inquirió:

—¿Qué dice mamá?

—Nada. Se encuentra mejor.

Kennedy hablaba semiamodorrado. El whisky siempre le producía aquel efecto.

Vio a su hijo subir al coche que en la casa le guardaron cuidadosamente durante los años de ausencia, y después reanudó su plácido sueño.