Capítulo 24

Hasta cuanto podían discernir, se hallaban solos en la casa. El edificio era vasto y sin duda los padres de Josui descansaban en alguna alcoba apartada. Pero, fuese a donde fuera, Allen no veía más que a la taciturna criada.

—Tus padres se portan muy discretamente —dijo—, pero hacen mal en retraerse tanto. ¿No convendría más que tú y yo nos marchásemos a mi hotel?

—¡No! —exclamó ella—. ¡Ir a un lugar desconocido! Puesto que no tenemos casa propia, debemos hacer lo que deseen mis padres. Más adelante les mostraremos, de una manera u otra, nuestro reconocimiento.

Ninguno habló de que pudiera tener hijos. Daban por hecho que no los habría. Allen se marchaba dentro de pocas horas, dejando sola a Josui.

—No por mucho tiempo, querida —le aseguró—. Acaso por unas semanas tan sólo.

Pero las semanas parecen años cuando únicamente se tienen unas horas —un día o dos a lo sumo— para el amor. Durante la segunda y última noche Josui lloró sin cesar y hubo que alternar el amor con los consuelos. Josui se sentía asaltada por una singular premonición de que nunca volvería a ver a su marido, de que él se iría al fondo del mar con el buque que le transportase, de que su avión se estrellaría en alguna montaña, de que en la casa de Allen sobrevendrían incidentes que acabarían separando al joven de su esposa. Y, si no había de vivir siempre juntos, nunca habría otra vida para ellos, pensaba Josui.

Él la estrechaba en sus brazos, oprimiendo su figurilla débil y llorosa contra su recio pecho desnudo. Era imposible hacerla creer en sus promesas. Josui estaba consumida por el terror. La inevitable separación del día siguiente sería definitiva, aseguraba. Iban a alejarse el uno del otro para no reunirse nunca más. Estaba cierta de ello.

—¿Por qué ha de ser así, Josui? —exclamó él, al cabo, un poco molesto—. ¿Por qué entre los cientos y miles de personas que cruzan a diario los aires y los océanos he de ser yo precisamente el único que me estrelle o que zozobre? ¿Y cómo puedes juzgar mal a mi familia, cuando no la conoces, ni juzgarme mal a mí, puesto que me conoces bien?

Finalmente hubo de expresarse con crueldad.

—Josui, ¿piensas que todo esto es sencillo para mí? ¿Estaría yo aquí si no te quisiera?

La única solución de sus temores y sus interrogaciones era una sola. Renovar sus momentos de amor una vez y otra, unir sus respectivas carnes, mientras el niño esperaba.

Al día siguiente llegó la terrible hora de la separación. Allen no quiso que Josui le acompañase a la estación, ni ella osó hacerlo. Los padres de la joven aparecieron durante unos minutos y se inclinaron. Los dos hombres cambiaron un apretón de manos. Luego Sakai y su mujer se alejaron, dejando solos a los recién casados. Cuando se apartó de Josui, Allen tenía la sensación de que sangraba por múltiples heridas. Y al soltar las manos de su mujer parecióle que alma y cuerpo se le desgarraban.

—Te escribiré todos los días —prometió.

—Y yo también —respondió ella, con la faz descompuesta húmeda de lágrimas.

—Nos contaremos mutuamente todas nuestras cosas —afirmó Allen—. Piensa en mí, querida, y recuerda que pasaré día y noche procurando apresurar tu marcha a América. Ahora sonríe, corazoncito, sonríe durante este último minuto. ¡Recuerda la noche pasada, cariño mío!

Y se alejó presurosamente. Volvió la cabeza y vio a la joven en el umbral, abatida y desfallecida. Corrió hacia ella una vez más y la abrazó fuertemente.

—No puedo volver más la mirada —murmuró, jadeante.

Y, forzándose a sí mismo a no mirar sino hacia delante, llegó a la estación con el tiempo justo para tomar el tren cuando éste ya se ponía en movimiento.