Capítulo 14

El mes de agosto continuaba siendo tan caluroso, que los ancianos de la ciudad comentaban que ello probablemente se debía a alguna reacción de las bombas atómicas lanzadas por los americanos sobre Hiroshima y Nagasaki. El 16 de agosto, mientras ardían hogueras en la elevada cumbre del monte Daimonjii, en la cordillera que domina Kioto, el calor era tal que los que cuidaban las fogatas no hallaban el menor vestigio de fresco ni siquiera en aquellas alturas.

El doctor Sakai estaba fatigadísimo. Repentinamente había acudido al hospital una verdadera invasión de pacientes aquejados de antiguas heridas, no curadas aún y recibidas al estallar las bombas atómicas. La fama de Sakai corría de boca en boca y los enfermos incurables acudían a él considerándole su última esperanza. Sakai se esforzaba en salvar las vidas de aquellos infelices y a cada nuevo intento sentía crecer más su odio hacia los americanos.

La intensidad del calor le hizo enfermar a él mismo y durante varios días hubo de permanecer sin salir de casa. Le constaba que era un malísimo paciente. Luchaba contra la irritación que la enfermedad le producía, no permanecía acostado de continuo, como sabía que debía hacer, y procuraba alcanzar la paz meditando en la soledad de su jardín.

También el calor había causado estragos en el jardín. Ya no era posible contemplar su belleza íntegra. Las restricciones de agua debilitaban el caudal de la cascada, los helechos se secaban y perecían, y los dorados peces sucumbían en el estanque, exhaustos por la falta de agua y el ardor del sol.

Un día que se encontraba de bastante mal humor, oyó tintinear persistentemente la campanilla de bronce de la puerta del jardín. El portero debía de haberse dormido, y aunque Sakai distaba mucho de encontrarse bien, se acercó a la puerta y la abrió. Un oficial americano de alta estatura, vestido de uniforme, se hallaba ante el umbral.

Sakai le miró adustamente.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—¿El doctor Sakai?

—Yo soy.

Y procuró arrugar ferozmente el entrecejo para intimidar al americano. ¿Quiénes eran aquellos sujetos que incluso pretendían invadir las casas de los ciudadanos particulares?

—Me llamo Allen Kennedy —dijo el visitante.

Sakai recordaba perfectamente el nombre y el apellido. Había procurado olvidarlos, pero sin conseguirlo.

—No le conozco —manifestó, huraño.

El individuo sonrió.

—Pero yo conozco a su hija.

—Mi hija no puede disponer de su persona.

—¿Me permitiría hablarle unas palabras, doctor Sakai?

Sotan calló un momento. Su mente computaba rápidamente las consecuencias de una negativa. Rechazar a un oficial de las tropas de ocupación no era cosa fácil.

—No me encuentro bien —expuso—. En caso contrario estaría trabajando en el hospital. Prefiero que no me incomoden.

Los dos hombres se miraron fijamente, como midiéndose el uno al otro.

—En ese caso volveré otro día —dijo Allen.

—No es necesario —repuso, majestuoso, el doctor Sakai.

—Yo opino lo contrario —contestó Allen—. Insisto en la necesidad de que hablemos.

El joven se horrorizó al experimentar en su interior una verdadera aversión contra el rostro bien formado pero frío como una máscara del japonés. ¿Qué derecho asistía a aquel hombre para impedirle que le visitara? ¿No era aquélla también la casa de Josui? ¿No sabía Sakai recordar que estaba en el Japón, cuyos súbditos se habían sometido a los vencedores?

—No puede usted insistir —declaró el doctor con infinita dignidad.

—¡Pues insisto en ver a su hija! —replicó Allen Kennedy.

El violento carácter del doctor se manifestó en el acto, rebasando todo límite prudencial. Sakai no dejaba de reconocer y deplorar la facilidad con qué perdía los estribos, y lo achacaba a los muchos años pasados en América, donde, en su infancia, no había recibido en las escuelas públicas una adecuada enseñanza de autodisciplina. Y ya era demasiado tarde. No sabía contener la ira que le impulsaba a odiar a los americanos, e incluso a sí mismo por no ser suficientemente japonés.

—¡Fuera! —gritó—. ¡No quiero americanos en mi casa!

Y trató de cerrar violentamente la puerta.

También en el ánimo de Allen había un complejo de encontrados sentimientos. Le disgustaba sinceramente figurar en las filas de los vencedores, pero los efectos de pertenecer a ellas no habían dejado de infiltrarse en su mente. No quiso recordar al doctor Sakai sus derechos, pero introdujo un hombro entre la puerta y el quicio. Los dos, para bochorno y afrenta de ambos —y era lo peor que uno y otro lo comprendían—, se esforzaron, Sakai en cerrar la puerta y Allen en obligarle a abrirla.

La parte del edificio más próxima a la entrada del jardín era la cocina. Allí solía sestear pacíficamente Yumi después de fregar los platos y barrer el suelo. Despertó al oír voces proferidas en el rudo acento de los vencedores, y corrió hacia allí. Con profundo terror vio a su amo empeñado en cerrar la puerta a despecho de los intentos en contra de un joven oficial americano. Yumi prorrumpió en alaridos y, corriendo hacia la casa, buscó a su señora.

Hariko y Josui estaban juntas, cosiendo varias prendas del ajuar de boda. Yumi irrumpió como una exhalación en aquel pacífico retiro.

—¡Señora! El señor está luchando con un oficial norteamericano.

La señora Sakai se incorporó y salió, seguida por Yumi.

Josui no se movió. Comprendió instantáneamente que Allen había retornado en la peor oportunidad posible. ¿Por qué había llamado a la puerta? ¿No le hubiera valido más enviar una carta?

Sin embargo, ¿había de permanecer inactiva? ¿No debía intervenir en la batalla o procurar restablecer la paz?

Así, Allen Kennedy vio acercarse a la esbelta joven a la que amaba. Josui vestía un quimono de flores, blanco y azul, y a él le pareció más bella que nunca. Su pálida faz tenía una expresión implorante. Allen, que había conseguido forzar el paso, se dirigió a la muchacha.

El doctor Sakai, exhausto, apretaba los labios con fuerza. Ante él, como protectora guardia, se hallaban su mujer y Yumi. Había sido derrotado. Vio vacilar a su hija. Un momento después los brazos del americano la rodearon. Cierto que ella forcejeó, pero Sakai tuvo la certidumbre de que lo hacía por hallarse en presencia de sus padres y de la criada. De estar sola, seguramente no se hubiera resistido. Era obvio que Sakai había perdido a su hija. Urgía, pues, encontrar un medio estratégico de recobrarla.

Se volvió a su fiel esposa.

—Manda a tu hija que venga conmigo —ordenó.

Y, con su dignidad ya restaurada, se encaminó a la casa.

Ante todo necesitaba unos minutos de soledad. Estaba resuelto a vencer a aquel americano. Tácitamente hablando, no sería difícil. Bastaba conocer las intenciones del visitante. No admitía la posibilidad de que Kennedy tuviese intenciones honorables. A los americanos no les gustaba casarse con mujeres japonesas. Le constaban y tenía pruebas de ello. En caso necesario las exhibiría. Pero le repugnaba hacerlo en presencia de su mujer.

Exhaló un gruñido y se acomodó en un cojín muy plano, entrecruzando las piernas del modo que tanto le había costado aprender.

Así estaba cuando los demás entraron. El joven americano se mostró correcto.

—Doctor Sakai, siento lo sucedido. Perdí por un momento el dominio de mí mismo. Verdaderamente, no me asistía derecho alguno a entrar en su casa a viva fuerza.

Sakai, sin responder, señaló con la mano uno de los cojines reservados a los visitantes. Notó, con placer, que Kennedy encontraba grandes dificultades para sentarse del modo ritual. El doctor dejó a Josui en pie y con un fruncimiento de ceño indicó a Yumi que saliese del cuarto. Hariko se acomodó, procurando no estorbar a nadie, junto a su esposo.

El joven se levantó repentinamente. Quizá le incomodase la postura de las piernas. Pero no; quería ofrecer su asiento a Josui.

—¿Dónde vas a sentarte? —preguntó en voz baja.

—No te preocupes por mí —repuso la acongojada Josui.

—¡Debo y quiero!

—¡Siéntate! —mandó el doctor a su hija, con voz de trueno.

La joven se instaló junto a su madre y Allen volvió a su incómoda postura sobre el cojín.

Sakai esperó. Que comenzase el otro, pensaba. No había provocado él semejante situación. Él era el ofendido. Y a la vez se proponía, cuando la discusión se iniciara, ser juicioso y paciente, pero inexorable.

—Padre… —principió Josui con tímido acento.

El doctor arrugó el entrecejo de tal manera que la joven enmudeció súbitamente. El americano acudió en su defensa.

—No eres tú quien debe hablar, Josui, sino yo.

De este modo se vio Allen forzado a tomar la palabra. Al llegar a Kioto aquella mañana sentía una confusión mental indecible. Sólo un punto de luz brillaba en sus tinieblas la necesidad de ver a Josui una vez más para cerciorarse de si la amaba y de si podría soportar el separarse de ella.

Ahora le constaba que le sería imposible. Había llegado a esta decisión, parcialmente, a través de su forcejeo con el padre de la joven, pero de modo principal a causa del efecto que le produjo contemplar la pálida y a la par animada cara de Josui.

—Hable, pues —dijo el doctor fríamente—. Me agradaría saber por qué está usted aquí.

—Para visitar a su hija.

Sakai se volvió a Josui.

—¿Conoces a este hombre?

—Nos conocemos —se apresuró a intervenir Allen Kennedy.

Y en seguida, de manera concisa y natural, explicó cómo se habían encontrado los dos y las pocas horas que habían pasado juntos antes de que conviniesen en separarse.

—Siendo ello así —preguntó el doctor—, ¿por qué ha vuelto usted?

—Porque sé lo mucho que amo a su hija —dijo Allen.

El doctor Sakai se mostró implacable.

—Ese amor es imposible. Josui está prometida en matrimonio a Kobori Matsui, hijo de un amigo mío. La boda se celebrará dentro de quince días.

Durante un momento el joven quedó como petrificado.

—¿Es verdad eso, Josui? —preguntó, volviéndose a ella.

La joven asintió, llorando.

—Mejor hubieras hecho advirtiéndomelo —comentó Allen.

Durante un instante guardó un meditativo silencio. Volvió luego a hablar.

—Veo, Josui, que no puedo hablarte a solas. Por lo tanto, me explicaré como si no hubiese nadie delante. Te ruego que me contestes del mismo modo ¿Quieres al hombre con el que vas a casarte?

—No —respondió ella en voz baja—. Pero es un muchacho muy bueno.

—Respóndeme con sinceridad, Josui. ¿Me quieres?

Ella alzó la faz, húmeda de lágrimas, y contestó:

—Te quiero, Allen Kennedy.

—¿Estás dispuesta a casarte conmigo?

¡El estilo americano! Así pensaba coléricamente el doctor Sakai. ¡Siempre el ataque, la eterna ofensiva!

—En el Japón —aseveró— una palabra de matrimonio no puede quebrantarse.

—Supongo, señor —arguyó Allen—, que si dos prometidos acuerdan cancelar su compromiso de casamiento nadie se opondrá a ello… en el Japón moderno.

Sakai acusó el efecto del golpe. Carraspeó, apoyó las manos sobre las rodillas y miró al suelo.

—Tengo que explicarle una cosa…

—¡Papá! —rogó Josui.

—Es algo que no he dicho a nadie hasta ahora —prosiguió el doctor Sakai con voz concentrada—. Ni siquiera a mi mujer.

Y miró, con el ceño fruncido, a la amable Hariko.

—Perdóname —murmuró—. Yo había olvidado eso durante muchos años, y si ahora lo menciono es por favorecer a nuestra hija.

—No te preocupes por mí —contestó su mujer.

—Josui, queridita —siguió el doctor—, no te es posible casarte con un americano. Lo digo porque lo sé. Incluso este joven ignora lo que yo no ignoro. Puede ocurrir que te quiera y que tú le quieras a él. Pero en el amor no hay prudencia ni sabiduría. Es una pura emoción. Pasa pronto y la vida continúa.

Hablaba con melancólica gravedad. Todos le escuchaban con interés. Había tan insólito silencio en la casa, que se percibían distintamente los más tenues rumores: el ruido que producía con sus alas rígidas una cigarra, el grillo del cuclillo, el caer de la pequeña catarata, que parecía haberse trocado en un estrépito enorme.

—Siendo yo joven y estando en América —explicó penosamente el doctor Sakai— me enamoré de una mujer americana. Puedo asegurar que ella me correspondía. Nos hablamos y nos lo confesamos todo. Mis padres se opusieron al enlace. Yo educado en América y como un americano, no veía motivo para que se me negase lo que anhelaba con todo mi corazón.

La señora Sakai quedó repentinamente rígida. Crispó convulsivamente las manos y observó a los circunstantes.

El doctor Sakai apartó la mirada.

—¡Madre! —exclamó Josui, conteniendo el aliento.

Sakai prosiguió.

—Yo me sentía resuelto a prescindir de todo —dijo con voz fría y serena—. Incluso a abandonar a mis padres. Pero entonces sobrevino algo inesperado. El hermano de mi novia se presentó y me amenazó con una pistola. Era de noche, y yo volvía de la Universidad con bastante retraso. ¿Cómo sabía aquel hombre el camino que yo solía llevar? Ella debía de habérselo explicado. El individuo me apoyó la pistola en las costillas y me habló así: «Escuche: deje en paz a mi hermana. No queremos ningún condenado japonés en nuestra familia». No habló más y yo no volví jamás a ver a mi novia.

—¿Y eso es todo? —quiso saber Allen.

—¿Cómo todo? —exclamó fieramente el doctor Sakai—. Aquello para mí lo era todo, en efecto, en la época de que le hablo. Y ahora se me ha planteado una situación igual, relativo a algo y a alguien que también para mí lo es todo.

Apuntó con su largo índice a Kennedy.

—Sé muy bien que lo mismo le ocurrirá ahora a mi hija.

—En mi familia —dijo altivamente Allen— no tenemos la costumbre de intimidar a la gente pistola en mano.

—Repito que sucederá lo mismo —insistió el doctor Sakai—. No se trata de pistolas, sino de otras cosas. Los suyos no querrán tener condenadas japonesas en la familia. Se lo garantizo.

—Me hago cargo de sus sentimientos —murmuró Allen, con expresión de simpatía—. Pero eso, doctor Sakai, sucedió hace mucho, puesto que Josui no había ni siquiera nacido. Las cosas ahora han variado.

—¡Ja, ja! —burlóse el doctor con voz fuerte—. Da la casualidad de que suelo leer los periódicos. La variación no es tan grande. Muchos Estados norteamericanos no permiten los enlaces entre blancos y personas de color. Escúcheme: ¿se sentarían sus padres a la mesa con invitados de otro color y raza?

Allen pareció sobresaltarse.

—Nunca se me ha ocurrido pensar en Josui como una mujer de color.

Josui se ruborizó como un clavel.

—Necesito hablar a solas con Allen Kennedy —manifestó de repente—. Todo esto es una confusión tremenda. Permítenos que él y yo nos expliquemos antes de decidir nada, padre.

Y se levantó con tal energía que el doctor no acertó a detenerla. Ni acaso lo hubiera hecho aunque hubiera podido. Más valía que los dos saliesen al jardín y hablaran. Los jóvenes siempre tienen motivos de plática. Lo malo era que él había revelado el amargo secreto de su vida. Y los otros no lo olvidarían jamás.

Quedó solo con su mujer. Ella permanecía inmóvil. Dirigiéndole una mirada de soslayo, Sakai notó que las manos de Hariko temblaban.

Tendió, su propia mano sobre las de ella y las cubrió con su palma.

—Bendigo el día que vi tu fotografía —dijo—. En cuanto la tuve delante comprendí que habías de ser una buena esposa. Y eso que la foto era mala, y no te favorece en los más mínimo. Tú me trajiste la buena fortuna. ¡Qué mísera hubiera sido mi suerte en caso de haber seguido otro camino! He de dar las gracias a aquel sanguinario sujeto que me aplicó la pistola a los riñones.

Hariko lloraba hasta sofocarse.

—Supongo que no tendrías miedo… —musitó.

—Lo tuve —respondió el doctor Sakai—. Me apresuré a retirarme, asegurando a aquel hombre que bajo ningún pretexto intentaría casarme con su hermana. Y era verdad.

—Olvida eso —rogóle su mujer.

Deslizó suavemente los dedos bajo la palma de la mano de su marido y se secó los ojos con el borde de su ancha manga.

—Estamos en nuestro país —añadió— y no es necesario recordar tales cosas.

—Tienes razón. Pero bien ves que me he visto forzado a explicar lo que había olvidado ya.

—Calla —imploró ella.

—Lo había olvidado —insistió obstinadamente el doctor—. Si no, hace mucho que te lo hubiera dicho.

La situación había llegado a un extremo de tensión insoportable para Hariko. Levantóse con aquella su gracia que desafiaba la deformidad de sus torcidas piernas, e hizo a su marido una leve inclinación.

—Excúsame, pero tengo que hacer algunas cosas —dijo.

Salió de la estancia y, silenciosa sobre sus suaves zapatillas, volvió al cuarto donde había estado cosiendo con Josui. Tomó una fina pieza de seda blanca y reanudó la labor. Cada vez que las lágrimas le acudían a los ojos, se las enjugaba cuidadosamente, para no manchar la seda. Sabía que no había sido nunca una mujer hermosa. Recordaba muy bien su aspecto de mocita; una muchacha campesina, tosca, de rostro cuadrado y quemado por el sol. En realidad, Sotan no la había elegido. La habían elegido sus padres, pensando que la joven debía de ser vigorosa y obediente, en efecto lo era. En cuanto a él, lastimado por el amor que había perdido, seguramente no se fijó en ella para nada.

Hariko, repentinamente, suspendió la costura. Podía ocurrir que aquel vestido no fuese necesario, y entonces, ¿a qué concluirlo?