CAPÍTULO 18
Siempre se puede empeorar
Cada día en el CCM de Chicago empezaba exactamente de la misma manera: a las seis de la mañana, los internos (a los que se permitía tener trabajos) traían los carros de la comida a la unidad de las mujeres y atravesaban las macizas puertas metálicas de seguridad. Luego, el único OC que estaba de guardia recorría la unidad abriendo las puertas de las celdas de las mujeres. Cuando sonaban los cerrojos, todo el mundo saltaba de la cama y corría hacia la unidad para hacer la cola del desayuno. No había ilusión alguna en aquella cola. Nadie hablaba, y las caras estaban muy serias o simplemente aletargadas. El desayuno consistía en cereales fríos y un cuarto de litro de leche y a veces alguna bolsa de manzanas llenas de magulladuras, y lo entregaba una presa llamada Princess. De vez en cuando había huevos duros. En seguida comprendí por qué todo el mundo se levantaba corriendo: en Oklahoma City, el desayuno era la única comida del día que resultaba comestible.
Tan rápido como había aparecido todo el mundo, se vaciaba la habitación. Casi todo el mundo se volvía a la cama. A veces se comían el desayuno o a veces lo guardaban, poniendo la leche en hielo en algún recipiente recogido por ahí. La unidad seguía tranquila varias horas, y luego las mujeres empezaban a removerse, se encendían los televisores y empezaba otro espantoso día en la fortaleza.
Todo el mundo que me quería deseaba que yo fuera inocente, que me hubieran engañado, que me hubieran embaucado sin darme cuenta. Pero no fue así. Hace muchos años quise vivir una aventura, una experiencia escandalosa, y el hecho de que fuera ilegal la volvía mucho más emocionante aún. Nora quizá me hubiese utilizado, hacía años, pero yo estuve más que dispuesta a tomar lo que ella me ofrecía.
Las mujeres a las que conocí en Danbury me ayudaron a enfrentarme a las cosas que había hecho mal, y también a la forma equivocada de tomarme las cosas. No se trataba solamente de que hubiera decidido hacer algo malo e ilegal, fue también mi estilo de lobo solitario lo que contribuyó a que cometiera aquellos errores y a que las consecuencias de mis actos para aquellos a los que amaba fueran mucho mayores. Yo ya no pensaba en mí misma en los términos que usaba D. H. Lawrence para explicar nuestro carácter nacional: «El alma esencial americana es dura, aislada, estoica y asesina. Y nunca se ha dulcificado».
Mujeres como Allie, Pom-Pom, Pennsatucky, Jae y Amy me habían dulcificado. Reconocí lo que era capaz de hacer, y que mis decisiones afectaban a las personas que ahora tanto echaba de menos. No solo a Larry y a mi familia, sino también a todas mis compañeras penitentes con las que me había cruzado en mi camino a lo largo de aquel año, aquella estación en el infierno. Yo había aceptado hacía mucho tiempo que debía pagar las consecuencias. Soy capaz de cometer errores terribles, y también estoy preparada para asumir la responsabilidad de mis actos.
Pero también hay que decidir no creer lo que el sistema penitenciario (el personal, las leyes, incluso algunas de las otras presas) quiere que creas de ti misma, es decir, lo peor. Cuando decides hacer las cosas de otra manera, cuando actúas como si fueras una persona digna de respeto y te tratas con respeto, a veces ellos también lo hacen. Si se imponía la duda o la vergüenza o algo peor, las cartas, libros y visitas de mis amigos, mi amante y mi familia resultaban una prueba indiscutible de que yo era buena, mucho más efectiva que cualquier sortilegio o talismán o pastilla para combatir esas terribles sensaciones.
El CCM de Chicago era una historia totalmente distinta. Me habían apartado de todas las personas que me ayudaron a cumplir mi condena, gente de fuera y de dentro, y estaba completamente desquiciada. El sufrimiento de las mujeres que me rodeaban me alteraba profunda y espantosamente, igual que la falta de sentido de cada día que pasaba allí, y la absoluta falta de respeto e indiferencia con la que nos trataban. Los OC que trabajaban en aquella unidad de hecho eran bastante agradables, aunque no profesionales, pero no podían hacer nada. Intentar relacionarse con «la institución» en el CCM de Chicago era como darse contra una pared de cemento. No respondían tus preguntas. No te daban ropa interior. Los cimientos de mi confianza estaban en peligro. Traían comida de forma regular, a veces comestible, y en aquel nuevo universo, eso era lo único con lo que realmente podías contar como principio estable. Mis llamadas telefónicas a Larry y a mis padres adquirieron un tinte desesperado. Por primera vez desde que estaba en prisión, dije las palabras: «Tenéis que sacarme de aquí».
En el lavabo, amenacé con estrangular a Nora.
Nos habíamos instalado en un antagonismo tolerable. Yo amenazaba con matarla varias veces al día, pero las tres codemandadas nos sentábamos juntas y jugábamos a las cartas, recordábamos cosas y comparábamos nuestras respectivas cárceles, o simplemente nos quejábamos. Era todo muy, muy extraño. Yo todavía tenía abrumadores brotes de hostilidad hacia ella, que no podía reprimir del todo. En realidad no me fiaba ni un pelo de ella, pero me di cuenta de que eso no importaba. Quería perdonarla, sin tener en cuenta si había sido sincera conmigo o no.
Y eso me hizo sentir mejor conmigo misma, soportar mejor el asqueroso agujero de mierda en el que residíamos, y sinceramente, regodearme al saber que me iba a ir a casa pronto. Ella estaría en la cárcel muchos años más. Si podía perdonarla, yo sería una persona fuerte y buena, capaz de asumir responsabilidades en el camino que había decidido emprender por mí misma y con todas las consecuencias que acompañaban esa elección. Y me dio la sencilla pero potente satisfacción de mostrar amabilidad hacia otra persona en un lugar duro, que había sido el principio que me guio durante todo el tiempo que llevaba encerrada.
No es fácil sacrificar tu ira, la sensación de haber sido tratada injustamente. Todavía seguía advirtiendo a Nora regularmente de que aquel podía ser el día en que la estrangulara, y ella se reía nerviosamente ante mis amenazas fingidas. A veces su hermana se ofrecía a ayudarme a estrangularla si Nora se ponía pesada. Pero éramos capaces de mantener la calma, aun dentro de aquella relación competitiva, como todos los examantes que tienen una historia común, pero que han decidido ser amigos. Las cosas que me habían gustado de ella más de diez años antes, su humor, su curiosidad, su empuje, su interés por lo raro y lo transgresor, todas esas cosas seguían siendo ciertas. De hecho, se habían agudizado en los años pasados en una prisión de alta seguridad de California.
Nos servíamos la una a la otra como barrera contra las piradas, que en aquella pequeña unidad abundaban de una manera asombrosa. Además de la suicida Connie, había varias pirómanas bipolares, una atracadora de bancos furibunda e imprevisible, una mujer que había escrito una carta amenazando con asesinar a John Ashcroft, una chica diminuta embarazada que de pronto se sentó a mi lado y empezó a pasarme las manos por el pelo, canturreando. Vi más rabietas y follones en aquellas pocas semanas que en los muchos meses pasados en Danbury, y los OC básicamente ignoraban todo eso. No había UHE para mujeres en Chicago (estábamos un piso por encima de la UHE de hombres), de modo que la única acción disciplinaria que se podía tomar contra nosotras era enviar a una mujer a la prisión del condado de Cook, la mayor de toda la nación, con diez mil presas.
—¡Que no os manden nunca allí! —nos advirtió Crystal, la intendente, que parecía saber de lo que estaba hablando.
Ahora que ya llevábamos un par de semanas en el CCM, las hermanas y yo veíamos que de hecho sí que había algunas mujeres cuerdas allí. Al principio ninguna de ellas se nos acercó; nos costó un poco darnos cuenta de que algunas de las residentes del duodécimo piso nos tenían miedo… después de todo, las tres éramos presas curtidas que veníamos de una «cárcel de verdad». Pero al cabo de un tiempo supongo que se dieron cuenta de que éramos «normales», como ellas, y entonces se nos acercaron, ilusionadas: un par de mamis hispanas dulces y amistosas, una fanática de los deportes muy bajita y una lesbiana china muy graciosa que se presentó diciéndome, esperanzada:
—¡Me gusta tu cuerpo!
Al momento nos convertimos en autoridades de cualquier cosa que tuviese que ver con el sistema penitenciario federal. Cuando les explicamos que en realidad la «cárcel de verdad» era mucho más soportable que el entorno que nos rodeaba, se quedaron perplejas. También querían consejo legal, mucho, y yo no paraba de repetir: «No soy abogada. Tendrás que preguntárselo a tu abogado…». Pero todas ellas tenían abogados de oficio que apenas eran accesibles. Había un bat-teléfono negro muy extraño en la pared, que se suponía que conectaba directamente con Asistencia Legal.
—Para lo que nos sirve esa mierda… —se quejaba una de las pirómanas.
Yo no tenía los mismos problemas de representación legal que mis compañeras presas. Un día me sacaron de la unidad, me dijeron que iba «al tribunal» y me devolvieron a la Recepción, donde me tuvieron durante horas en una celda temporal. Al final me entregaron a mis escoltas, dos jóvenes y fornidos agentes de aduanas, policías federales. No estoy segura de lo que esperaban, pero a mí no, desde luego. Cuando me volví de espaldas a ellos para que me esposaran, el que tenía que hacer los honores se puso nervioso.
—Es demasiado menuda. ¡No le irán bien! —parecía angustiado.
Su compañero metió un grueso dedo entre las esposas y mi muñeca y dijo que le parecía que me quedaban bien.
Según la forma de ver la vida de esos chicos jóvenes, corpulentos y cuidados, estaba claro que yo no debía ser una residente de su fortaleza. Probablemente les parecía demasiado parecida a sus hermanas, vecinas o mujeres.
Después de estar tantas semanas encerrada, disfruté mucho del viaje por las calles de Chicago. En el edificio federal, en South Dearborn, me subieron por unas escaleras a una vulgar sala de conferencias y me depositaron allí, con el oficial menos nervioso para que me custodiara. Nos quedamos sentados a la mesa uno frente al otro, en silencio, quince minutos. Yo no le miraba pero estaba segura de que él sí que me miraba a mí, porque supongo que era su trabajo. Parecía muy agitado. Se movía en su silla, miraba el reloj, me miraba a mí, se movía de nuevo. Me imagino que sencillamente estaba aburrido. Con la típica actitud zen de la prisión, yo esperaba a ver qué ocurría a continuación. Al final, él no pudo soportarlo más.
—Bueno, todos cometemos errores —dijo.
Yo le miré.
—Sí, eso ya lo sé —respondí.
—¿Qué eres, adicta?
—No, solo cometí un error.
Se quedó callado un momento.
—Es que eres tan joven…
Eso me hizo gracia. Supongo que por el yoga. Él era mucho más joven que yo.
—Mi delito se remonta a hace más de once años. Tengo treinta y cinco.
Sus cejas subieron hasta el nacimiento del pelo. No sabía qué hacer con aquella información.
Afortunadamente se abrió la puerta, poniendo fin a la conversación. Era mi abogado, Pat Cotter, con el ayudante del fiscal de Estados Unidos y un sándwich de rosbif.
—Larry me ha dicho que el de rosbif es tu favorito…
Lo devoré de la manera más fina que pude. Casi me había olvidado de que iba vestida de naranja, pero de repente fui consciente de ello. Él me había traído también un refresco. Ese tipo de cosas son las que consigues cuando tienes una defensa criminal pija y de primera calidad. Me alegré mucho de verle.
Pat me explicó que como yo iba a aparecer como testigo del gobierno, la ayudante del fiscal, la mujer que me había metido en la cárcel (bueno, en realidad me había metido yo misma; ella solo me había acusado), tenía que prepararme. Me recordó de nuevo que el acuerdo que hice cuando me declaré culpable me obligaba a cooperar. Él estaría presente cuando hablásemos ella y yo, aunque en realidad en ese asunto yo no tenía protección legal. Pero tampoco corría ningún riesgo legal mientras no cometiera perjurio. Le aseguré que no tenía ninguna intención de hacerlo, y luego le presioné para que intentara sacarme del CCM y me devolviera a Danbury. Dijo que vería lo que podía hacer; la fecha del juicio de Jonathan Bibby ya se había retrasado dos veces. Yo ya sabía lo que significaba aquello: «Ni hablar». También me preguntaba lo que me iba a costar aquel delicioso sándwich de rosbif.
Estaba muy cansada cuando me devolvieron a nuestra prisión en la fortaleza.
—Ahora os toca a vosotras —les dije a Nora y Hester/Anne. Habíamos conseguido trasladarnos a una celda de seis personas con otras tres mujeres, de modo que ahora, además, éramos compañeras de habitación. Me fui a dormir.
El mayor problema del CCM era que no había nada que hacer. Había una patética pila de libros malos, barajas y los televisores infernales, siempre encendidos y siempre a todo volumen. En Oklahoma City tampoco había nada que hacer, pero al menos el sitio era inmaculado y sereno, y con diez veces más espacio. Afortunadamente, en Chicago recibíamos correo y empezaron a llegar cartas y libros para mí. Compartía mis libros con mis compañeras de litera.
Cuando estás hundido en el sufrimiento, buscas a todos aquellos que puedan ayudarte, gente que pueda comprenderte. Yo cogí un bolígrafo y escribí a la única persona del exterior que podía quizá comprender mi situación, mi amigo por correspondencia Joe, antiguo atracador de bancos. Por supuesto, me respondió en seguida.
Querida Piper:
He recibido tu carta. He recordado al leerla lo mucho que odiaba el Centro de Detención Metropolitano de Los Ángeles (CDM). Me he reído un montón cuando me has dicho que no le diste tu fecha de nacimiento a tu compañera de litera, la parlanchina astróloga aficionada. Debe de estar volviéndote loca…
También conocí oficialmente a tu novio, Larry, cuando estuve en Nueva York el mes pasado. Un tipo muy majo. Nos vimos en un café muy bonito cerca de vuestra casa. Es bueno que tengas un bonito lugar al que volver cuando te suelten oficialmente del centro de reinserción.
Hablando de sitios a los que ir, yo estuve atrapado en Oklahoma City (durante mi traslado de California a Pennsylvania) durante dos meses. Y yo estaba en riesgo de alta seguridad, así que pasé todo ese tiempo encerrado en el agujero. En pleno verano. Sufrí mucho. Me siento muy feliz de haber acabado con todo aquello. Se me daba muy bien soportarlo, pero no quiero volver a experimentarlo nunca más. Es un talento que no me importa desaprovechar.
Has mencionado que has vuelto a ver a tus antiguas compañeras de andanzas, y que al principio te dio miedo. El sufrimiento puede crear vínculos instantáneos, es algo increíble. En otros tiempos, yo cumplía condena en la prisión de California, pero tuve que ir a una cárcel del condado para cumplir otra condena. Estuve en la cárcel del condado un mes, y no podía esperar a volver a la prisión estatal. Quería recuperar mis antiguas rutinas, mis viejos amigos, mi propia ropa, mejor comida. Así que comprendo tu deseo de volver a Danbury. Yo también sentí lo mismo en tiempos.
De todos modos tienes que ser fuerte, Piper. Casi has acabado ya, y luego podrás dejar atrás todo eso. No del todo, pero casi.
Hasta pronto,
Paz.
Joe Loya
El CCM ponía a prueba mi resistencia y mi tolerancia. Al fin había artículos de higiene femenina, todos ellos con el nombre de Bob Barker estampado. Después de dos semanas, al fin se me permitió usar champú, acondicionador, sellos y comida del economato, y también pinzas. Mis cejas se encontraban en una situación horripilante, y como no había espejos en el CCM, las hermanas Jansen y yo tuvimos que jugar al salón de belleza. Yo hacía abdominales y ejercicios, pero no había lugar alguno donde poder hacer yoga sin que alguien me mirase, y ciertamente no en una celda para seis mujeres. Estábamos nosotras tres, una Eminemlette, una alegre giganta de metro noventa llamada Pequeñina, y una nueva mami hispana que se llamaba Inez y que estaba también en Chicago por una orden judicial.
Cuando arrestaron por primera vez a Inez, otra mujer de la cárcel del condado le echó un producto de limpieza en los ojos y la dejó ciega. Después de nueve operaciones recuperó parcialmente la vista, pero era muy sensible a la luz y por tanto se le permitía llevar unas gigantescas gafas de sol. Inez acababa de cumplir los cincuenta años; en el CCM intentamos alegrarla lo que pudimos.
Ya no echaba de menos solo Danbury, sino que echaba de menos también Oklahoma City. Las hermanas Jansen estaban de acuerdo. Hablábamos añorantes de hacer el «baile de los grilletes» de nuevo en la pista de aterrizaje. Nuestro mantra compartido se convirtió en «siempre puede ser peor». Lo repetíamos en voz alta cada día, como hechizo para conjurar la posibilidad de que nuestra situación pudiera volverse más desagradable aún.
La unidad de mujeres tenía «privilegios» una vez a la semana, como un tiempo de recreo en lo que parecía el gimnasio de una escuela elemental de los años setenta, con canastas de baloncesto rotas y sin pesas, solo una pelota de ejercicio y acceso a una biblioteca legal que contenía libros de bolsillo cutres y antiguos textos legales. Cuando íbamos a esas actividades, nos escoltaba un OC a la ida y a la vuelta, como si fuéramos una clase de párvulos. Durante esos viajes siempre nos encontrábamos con los presos que trabajaban; estaba claro que disfrutaban de mucha más libertad de movimiento que nosotras, cosa que me ponía furiosa. Para llegar al gimnasio teníamos que pasar por la cocina, donde había chicos que siempre tenían la esperanza de echarnos un vistazo.
—Señoras, ¿necesitan algo? —me preguntó un día uno de ellos, mientras nos llevaban al ascensor.
—¡Más fruta! —le grité.
—¡Te voy a mandar unos plátanos, rubia!
Apenas pude contenerme cuando recibí la noticia de que Larry iba a visitarme. Me costó toda mi fuerza de voluntad no subirme a una de las mesas de la unidad, aporrearme el pecho y chillar. Pero por nada del mundo quería provocar lo más peligroso de la prisión: los celos. De modo que me mantuve calladita. Además, me estaba volviendo muy escéptica y pensaba que en aquel sitio nada podía salir bien.
El sábado que se suponía que él venía de Nueva York, me di una ducha. Otra presa me había indicado que había un rato por la mañana en el que, no sé por qué motivo, podíamos disfrutar de agua caliente. Llevaba el pelo húmedo peinado hacia la espalda (no hay secadores en el CCM). Fui al cuarto de baño y me miré en la placa de metal atornillada encima de los lavabos en lugar de espejo. Seguramente era preferible que no pudiera ver muy bien qué aspecto tenía. Vi raspaduras de lápiz en la pared, en los sitios donde otras presas se habían hecho un improvisado lápiz de ojos con polvo de plomo y vaselina. Yo no tenía aquella habilidad.
Las horas de visita eran breves en Chicago. Yo miraba fijamente el reloj, muy nerviosa. Las hermanas Jansen también estaban nerviosas, mirándome a mí.
—Vendrá —me aseguraban. Resultaba conmovedor ver la esperanza que tenían en su visita y que hubiesen empezado a hablar de Larry aunque no lo conocieran. Me parecía muy mal que el marido de Hester/Anne no pudiera venir a visitarla a Chicago: vivía cerca de la cárcel donde ella cumplía su condena de siete años.
Cuando ya pasaba una hora del comienzo del tiempo de visitas, yo estaba fuera de mí. Me imaginaba lo que había pasado. Los idiotas que llevaban el CCM no le habían dejado entrar. Estaba segura: esa gente era absolutamente incompetente en todo lo que había observado hasta el momento, ¿por qué iban a ser distintos en cuanto a las visitas? Me sentía derrotada y furiosa, una combinación horrible.
Y entonces se abrió la puerta de seguridad y entró un OC, que se dirigió al OC de guardia en la unidad.
—¡Kerman!
Atravesé la habitación a la carrera.
Cuando llegué por fin a la enorme y sucia sala de visitas, me calmé un poco. Había muchas presas con sus familiares y al principio no vi a Larry, pero al verle me sentí desfallecer. Le abracé y noté que él también parecía medio desfallecido.
—No te creerás lo que me han hecho pasar. ¡No puede existir gente así! —casi gritaba. Nos sentamos donde nos dijeron, uno frente al otro en unas sillas de plástico. Yo me sentía muy tranquila por primera vez desde que abandoné Danbury.
La hora que nos quedaba pasó volando. Hablamos de cómo demonios iba a conseguir yo volver a casa y de qué era lo que iba a ocurrir.
—Ya lo averiguaremos, cariño —me tranquilizó él, apretándome la mano.
Cuando los guardias dijeron que ya era la hora, sentí ganas de llorar. Después de despedirme de Larry con un beso, prácticamente salí andando de espaldas, para poder verle todo el rato que fuera posible. Y luego me metieron en una habitación con un puñado de reclusas. Todo el mundo irradiaba el brillo positivo de la felicidad, y todas tenían un aspecto mucho mejor.
—Piper, ¿has tenido visita? —me preguntó alguien.
—Sí, mi prometido ha venido a verme —sonreía como una loca.
—¿Ha venido desde Nueva York a verte? ¡Guau! —parecía que hubiese venido desde la luna.
Asentí sin decir nada. No quería alardear de mi buena suerte por tener a un hombre como Larry.
—Debes de ser muy especial…
Había oído hablar del tejado desde que llegué al CCM. Al parecer había una zona de recreo en lo alto del edificio, y cuando el tiempo era agradable, un oficial podía sacarnos allí. Llevaba semanas sin salir por aquel entonces; soñaba con la pista de carreras y el lago de Danbury cada noche. Al final, un día nos anunciaron que podíamos solicitar pasar un rato en el tejado. En el ascensor iban todas las mujeres que cabían, muy apretadas. Arriba encontramos unas parkas de nailon que podíamos ponernos y luego salimos y vimos el cielo, aunque enrejado bajo alambre de espinos y tela metálica. Había un par de aros de baloncesto, y la temperatura andaba por los cuatro o cinco grados. Inmediatamente me entró hipo por la diferencia de oxígeno, e intenté respirar profundamente. El tejado se hacía eco del perfil triangular del edificio, y desde allí se podía ver hasta la lejanía en cualquier dirección. En una dirección había vías de ferrocarril, un edificio cercano tenía una fabulosa estatua art déco en la cúspide, y hacia el sur se veía el lago.
Fui andando por el lado sur de la zona de recreo, que estaba vallado con una verja de hierro negro. Las barras estaban lo bastante separadas para poder meter la cara entre ellas. Miré hacia el lago, examinando la ciudad que tenía a mis pies.
—¡Eh, Nora, ven aquí!
—¿Qué pasa? —se acercó ella.
Señalé entre las barras.
—¿No es ese el hotel Congress?
Ella miró entre las barras un momento, intentando localizar el sitio donde llenó una maleta de dinero y me hizo llevarla, diez años antes.
—Sí, creo que tienes razón. Tienes razón. Dios mío…
Ninguna de las dos dijo nada durante un momento.
—Qué sitio de mala muerte.
Al final empezó el juicio. Jonathan Bibby, el tipo que en aquellos tiempos enseñó a Nora a traficar con drogas, aseguraba que él no era más que un inocente marchante de arte que se relacionó por casualidad con un montón de traficantes de drogas convictos. Pero los federales tenían pruebas increíblemente detalladas contra él, incluyendo los registros de sus viajes a África en los mismos vuelos que Nora, Hester/Anne y otros. A Hester/Anne se la llevaron aparte para que apareciera antes en el juicio. Ella trató al acusado durante años. Volvió con los ojos llorosos; el abogado de la defensa la había hecho pedazos.
A continuación fue Nora. Recordé que George Freud estaba en algún lugar de aquel edificio. Me imaginé que no se podía evitar que llamasen a declarar también a los demás codemandados. El 14 de febrero me llamaron a Recepción.
—Feliz día de San Valentín —me dijo Nora. No tenía ni idea de lo cerca que estuvo de que la estrangulara.
Los que me escoltaron al tribunal aquella vez eran mayores, más fornidos y más confiados. También eran muy atentos.
—¿Podemos traerte algo, Piper?
Yo no supe qué decirles. No fumaba. Estaba segura de que no me iban a dar un whisky.
—¿Una buena taza de café?
—Ya veremos lo que podemos hacer.
Nunca había visto a Jonathan Bibby hasta que entré en la sala del tribunal con mi mejor mono naranja y subí al estrado de los testigos. Pasé lo que me parecieron horas en aquel estrado, recordando mis experiencias, mientras el jurado escuchaba. Me preguntaba qué sacarían en limpio de lo que estaban oyendo. Todas las preguntas que me hizo el abogado de la defensa se centraban en Nora, de modo que era obvio que ella era su testigo estrella. Yo odiaba testificar para el gobierno, realmente, pero también me daba un poco de rabia que aquel zopenco no hubiera tenido la mínima decencia de declararse culpable, como habían hecho sus trece codemandados, y así ahorrarnos todo aquel follón y toda aquella incomodidad.
Cuando me llevaban de vuelta a mi celda, mis escoltas pasaron bajo el tren elevado. Uno de ellos salió un momento y volvió con una taza de café humeante del Dunkin’ Donuts. Me quitó las esposas.
—Hay azúcar y crema, no estaba seguro de si querrías o no.
Se sentaron en el asiento delantero y se pusieron a fumar mientras yo disfrutaba cada sorbo de aquel café. Oí el rugido del tren por encima, y vi a la gente que seguía con su vida en la calle. Me pregunté si a partir de entonces las cosas serían así de extrañas.
Cuando todo acabó (el jurado declaró culpable a Bibby), no fue un alivio para nadie. Yo no quería otra cosa que volver a la cárcel de verdad, es decir, a Danbury. Y luego a casa.
Dentro de la asfixiante unidad de mujeres, Crystal, la «intendente», hacía un esfuerzo por mantener una débil apariencia de protocolo penitenciario. Por supuesto, eso incluía al Señor. Crystal era muy entusiasta; le gustaba escuchar a un ministro local que hablaba cada mañana por televisión y subía el volumen del programa. Insistía en su proselitismo mucho más que ninguna de las presas a las que había conocido en Danbury. Cada semana se acercaba a nosotras cuando llamaban al grupo de la iglesia para salir de la unidad, con la Biblia en la mano.
—¿Venís a la iglesia, señoras?
Las chicas Jansen fruncían el ceño. Aunque Hester/Anne era cristiana renacida, compartía mi desagrado por las ceremonias religiosas de la cárcel.
—No, gracias, Crystal.
Pero ella no se rendía fácilmente, así que pensé que lo mejor que podía hacer era combatir el fuego con el fuego. Cuando nos llamaron para ir al gimnasio, fui a buscar a Crystal.
—¿Vienes al gimnasio, Crystal?
Mirándome como si hubiera perdido la cabeza por completo, ella chilló, indignada:
—¿Qué? ¿El gimnasio? No me encontrarás en ningún gimnasio, Piper. ¡Me canso mucho!
Aquel domingo volvió, tan optimista como siempre.
—¿Vienes a la iglesia, Piper? ¡Esta semana estará muy bien!
—Mira, te voy a decir lo que haremos, Crystal. Tú ve a la iglesia y yo te pediré que reces por mí. Y esta semana, cuando vaya al gimnasio, haré ejercicio por ti. ¿Te parece bien el trato?
Le pareció la cosa más divertida que había oído en su vida. Se fue, riéndose sin parar. Desde entonces, cuando nos llamaban para asistir a nuestras respectivas religiones, siempre nos decíamos la una a la otra:
—¡Haz ejercicio por mí, Piper!
—¡Reza por mí, Crystal!
Cogí al responsable de la unidad en su oficina durante su aparición semanal en la planta de las mujeres. Intenté explicarle con calma que el 4 de marzo, la fecha de mi liberación, se acercaba ya, y que yo tenía que saber qué era lo que ocurriría a continuación. ¿Me enviarían de vuelta a Danbury? ¿Me soltarían en Chicago?
Él no tenía ni idea. No sabía nada. No le importaba.
Me dieron ganas de romper todo lo que tenía en aquel despacho.
Nora y Hester/Anne me miraron con ojos preocupados cuando aparecí después de mi conversación. En Chicago no le había dicho absolutamente a nadie que solo me faltaba una semana para salir libre, y menos que nadie a ellas. A las dos les quedaban años de condena. Además, yo no confiaba en que las otras presas no me metieran en algún lío, la típica paranoia penitenciaria. Así que, con respecto a las hermanas, por mucho que me cabreara, cosa muy poco zen por mi parte, acabaría igualmente en Con Air.
—Vamos a comer —dijo Hester/Anne. Fui a recoger los huevos duros que llevaban en hielo desde el desayuno de aquella mañana. Anne cortó con mucho cuidado cada huevo por la mitad y Nora mezcló las yemas con unos sobrecitos de mayonesa y mostaza, y generosas aportaciones de salsa picante del economato.
Lo probé.
—Necesita algo más…
—Ya lo sé —Nora sacó un sobre de guarnición para perritos calientes.
Yo arrugué la frente.
—¿Estás segura?
—Confía en mí —lo probé otra vez. Perfecto. Cuidadosamente, volví a llenar cada mitad de clara de los huevos duros.
Nora echó un poquito más de salsa picante por encima.
—¡No eches demasiada! —le dijo Hester/Anne.
Huevos duros rellenos. Nos dimos un banquete. Las demás mujeres admiraban nuestra comida, deseando haber guardado los huevos también. Las tres nos habíamos hecho un hueco entre las pocas mujeres cuerdas de Chicago, pero Dios mío, qué duro era todo.
Dije adiós a las hermanas cuando salió el siguiente vuelo de Con Air, unos días más tarde, y se las llevó a las dos. Ambas se quedaron muy extrañadas de que a mí no me hubieran llamado también como a ellas, para hacer el bailecito de los grilletes en la pista. Me dijeron adiós con tristeza y lástima en los ojos. Yo estaba tan preocupada que apenas podía mirarlas. En parte era porque quería desesperadamente ir en aquel avión y huir de Chicago. En parte era también porque sabía que probablemente no volvería a verlas nunca, cuando estuviera libre, y sentía que todavía tenía muchas cosas que decirles.
Cuando se fueron me metí debajo de la manta, en mi litera, y lloré durante horas. No podía más. Aunque solo faltaban unos días para la fecha de mi liberación, no estaba segura de lo que me ocurriría. Era totalmente irracional, pero empezaba a sentir que el DFP quizá no me dejara ir nunca.
De niña, de adolescente y de adulta joven, desarrollé una firme creencia en mi soledad, ese concepto nada nuevo de que todos estamos solos en el mundo. En parte confianza en una misma y en parte mecanismo de protección, esa creencia ofrece una perspectiva doble: inspiración y fortaleza o victimismo, responsabilidad completa o divorcio total, fuera o dentro. Llevada al extremo, la idea favorece la creencia de que las acciones propias no importan demasiado; atravesamos el mundo dentro de nuestra propia burbuja, rompiéndola ocasionalmente para entrar en la de otro, pero sobre todo vamos solos.
Hubiera podido parecer que eso me preparaba mucho mejor para estar en la cárcel, como dice una frase habitual de la prisión: «Entras sola y sales sola». El consejo más habitual es guardárselo todo para una misma y meterte solo en tus propios asuntos. Pero no fue eso lo que aprendí en la cárcel. Así no fue como sobreviví en prisión. Por importantes que fuesen las personas que estaban fuera, que me escribían y me visitaban cada semana, y viajaban largas distancias para venir a verme y decirme que no me olvidaban, que no estaba sola, no habrían bastado para que yo reconociera que no era capaz de sobrevivir sola.
Me di cuenta de que no estaba sola en el mundo sobre todo gracias a las mujeres con las que viví más de un año, que me hicieron comprender por primera vez lo que compartía con ellas. Compartimos dormitorios superpoblados y falta de intimidad. Compartimos ocho números en lugar de nombres, ropa caqui, comida barata y artículos de higiene. Pero sobre todo compartimos una reserva inagotable de humor, creatividad en las circunstancias adversas, y la voluntad de proteger y mantener nuestra propia humanidad, a pesar del imperativo del sistema penitenciario de aplastarla. No creo que ninguna de nosotras hubiera conseguido aprender esas técnicas de supervivencia sola; yo al menos sé que no era capaz: nos necesitábamos las unas a las otras.
Las pequeñas amabilidades y los placeres sencillos compartidos eran tan importantes, ya fueran dados o recibidos, sin tener en cuenta de dónde procedían, que me hicieron comprender con gran intensidad que yo no estaba sola en este mundo ni en esta vida. Compartía el sistema de actuación más básico con personas que aparentemente tenían muy poco en común conmigo. Podía conectar… quizá con cualquiera.
Y ahora allí, en mi tercera prisión, percibí una extraña verdad que valía para todas: no las dirige nadie. Por supuesto, en algún lugar de esos edificios hay una persona con su nombre en una placa sobre su escritorio o en la puerta, que se llama director y que nominalmente es quien lleva la institución, y por debajo de esa persona en la cadena alimenticia se encuentran capitanes y lugartenientes. Pero a todos los efectos prácticos, para los presos, la gente que vive en esas cárceles día tras día, la silla del capitán está vacía y el timón gira solo mientras las velas se van agitando. Las instituciones se van moviendo a trompicones con el mínimo de presencia de personal imprescindible, y el personal invariablemente está muy poco o nada interesado en su trabajo. No hay nadie presente, relacionándose de una manera efectiva con la gente que llena esas cárceles. El vacío de liderazgo es total. Nadie, de todas las personas que trabajaban en «correccionales», parecía dedicar pensamiento alguno al objetivo de que estuviésemos allí, igual que un empleado de un almacén no considera jamás el sentido de una lata de tomates, ni intenta ayudar a esos tomates a comprender qué demonios se supone que están haciendo en aquel estante.
Las grandes instituciones tienen líderes que están orgullosos de lo que hacen y que se comprometen con todo aquel que forma parte de esas instituciones, de modo que cada persona comprende ese papel. Pero nuestros carceleros normalmente tienen garantizado un anonimato casi total, como el ejecutivo del chiste gráfico que lleva una capucha para ocultar su identidad. ¿Qué sentido tiene, cuál es el motivo de encerrar a la gente durante años, cuando parece significar tan poco incluso para los propios carceleros que tienen las llaves? ¿Cómo puede comprender un preso si su castigo vale la pena para alguien o no, cuando se le administra de una manera tan indiferente?
Me dejé caer en una silla de plástico duro, mirando la tele. Estaban pasando el vídeo del single de Jay-Z 99 problems. Las sucias y granulosas imágenes en blanco y negro de Brooklyn y la gente del barrio hicieron que sintiera una gran nostalgia de un lugar en el que nunca he vivido.
Mi última semana en prisión fue la más dura. Si me hubieran enviado de vuelta a Danbury, las demás me habrían dado la bienvenida ruidosamente de nuevo al rebaño y me habrían devuelto al mundo exterior despidiéndome entre lágrimas. En Chicago me sentía terriblemente sola, separada de la gente y los rituales jubilosos de vuelta a casa que había conocido en Danbury y que supuse que algún día compartiría. Quería celebrar mi propia fuerza y mi resistencia, mi supervivencia a un año en prisión, con gente que me comprendiera. Por el contrario, lo que sentía era la ira traicionera que te invade cuando no tienes ni el más mínimo control sobre tu propia vida. El CCM todavía no me había confirmado que me liberarían el 4 de marzo.
Pero ni siquiera el DFP pudo detener el reloj, y cuando llegó el día me levanté, me duché y me preparé. Sabía que Larry estaba en Chicago, que venía a recogerme, pero el personal de Chicago no había afirmado de ninguna manera concreta que me fueran a liberar, ni me habían enseñado documento alguno. Yo tenía muchas esperanzas, pero también un gran escepticismo acerca de lo que ocurriría aquel día.
Mis compañeras presas veían las noticias de primera hora de la mañana: Martha Stewart había sido liberada a medianoche del campo-prisión de Alderson, y pronto las cosas siguieron como todos los días, con vídeos musicales compitiendo con series a todo volumen en los dos televisores. Me senté en uno de los bancos, vigilando todos los movimientos del guardia. Finalmente, a las once de la mañana, sonó el teléfono. El guardia lo cogió, escuchó, colgó y aulló:
—¡Kerman! ¡Recoge!
Yo salté, corrí a mi taquilla, recogí solo un pequeño sobre de papel marrón con cartas personales, dejando todos los artículos de tocador y los libros. Era intensamente consciente de que las mujeres con las que compartía la celda estaban al principio de su viaje penitenciario, y que en cambio aquel era el final del mío.
—Podéis quedaros todo lo que hay en mi taquilla, chicas. Me voy a casa.
La guardia que había en Recepción me explicó que no tenían ropa de calle femenina, de modo que me dio el par de vaqueros de hombre más pequeño que tenían, un polo verde, una cazadora y un par de zapatos de imitación de ante con cordones, con las suelas de plástico. También me dieron lo que llamaban «una gratificación»: 28,30 dólares. Ya estaba lista para el mundo exterior.
Un guardia me condujo a un ascensor junto con otro preso, un joven hispano. Nos miramos el uno al otro mientras bajábamos.
Él me hizo una seña.
—¿Cuánto tienes?
—Trece meses. ¿Y tú?
—Veinte.
Bajamos y llegamos directamente a la salida. El guardia abrió la puerta de la calle y salimos. Estábamos en una calle lateral desierta, un callejón entre la fortaleza y algunos edificios de oficinas, con una rendija de cielo gris por encima. La gente del chaval le esperaba al otro lado de la calle en un todoterreno, y el chico salió disparado como una liebre hacia el coche y desapareció.
Yo miré a mi alrededor.
—¿Nadie ha venido a buscarte? —preguntó el guardia.
—¡Sí! —exclamé impaciente—. ¿Pero dónde estamos?
—Te llevaré a la parte delantera —dijo de mala gana.
Me volví y empecé a caminar deprisa por delante de él. Diez metros más allá vi a Larry, que estaba de pie ante el CCM hablando por teléfono hasta que se volvió y me vio. Y entonces eché a correr, tan rápido como pude. Nadie podía detenerme.