CAPÍTULO 8
Para que me odien las zorras
Una afición que yo no compartía era hacer ganchillo, una obsesión entre las presas en todo el sistema. Algunas de las obras que conseguían eran impresionantes. La presa que llevaba la lavandería era una mujer blanca de pueblo muy hosca llamada Nancy, cuyo desprecio por todas las que no fueran «norteñas» no era ningún secreto. Su personalidad dejaba mucho que desear, pero era una notable artista del ganchillo. Un día, en el dormitorio C, me encontré con Nancy, que se reía a carcajadas y estaba con mi vecina Allie B. y con Sally, la deprimida.
—¿Qué pasa? —pregunté inocentemente.
—¡Enséñaselo, Nancy! —se reía Allie.
Nancy abrió la mano. En su palma se encontraba un pene de ganchillo con un asombroso parecido con la realidad. De tamaño medio, erecto y realizado con algodón color rosa, tenía huevos y un poco de vello púbico marrón, y un chorrito de hilo blanco como semen en la punta.
—Más sentimental que funcional, supongo, ¿no? —fue lo único que pude decir.
Allie B. vivía unos cuantos cubículos más allá en el dormitorio B, y era alta y delgada, con los hombros anchos y la mandíbula fuerte, entre guapa y extravagante. Le encantaban las golosinas y me recordaba a Pilón, de Popeye: «¡Te pagaré encantado el martes una chocolatina para hoy!». Era una chiflada que estaba siempre caliente, yonqui empedernida, y contaba en voz alta los días que faltaban para poderse ir a casa, follar y meterse algo de caballo, en ese mismo orden. Le encantaban los narcóticos, y lo reconocía con sinceridad y sin arrepentimiento. La heroína era su droga favorita, pero estaba dispuesta a ponerse con lo que fuera, y a menudo amenazaba con inhalar los disolventes de su trabajo en el taller de construcción. Yo no creía que allí hubiera nada que valiera la pena inhalar.
La compañera de Allie era una mujer de Pennsylvania occidental que se llamaba a sí misma «paleta» orgullosamente. Yo la llamaba Pennsatucky. Un día, Pennsatucky y yo estábamos en mi cubículo en el dormitorio B cuando mi vecina de la puerta de al lado, Colleen, y su compañera Carlotta Alvarado, salieron del baño. Colleen sonreía al preguntarle a Carlotta:
—Bueno, ¿qué opinas del juguetito que te di la semana pasada? Bonito, ¿eh?
Carlotta se echó a reír, con una risa generosa y satisfecha, y se alejó.
Yo miré interrogante a Pennsatucky.
—Consoladores —dijo ella, arrastrando las palabras, con su acento provinciano. Debí de parecer intrigada, porque se apresuró a explicarme—: Colleen habrá tallado alguna chorrada con una zanahoria o algo. Distinta de lo normal.
—¿Y qué es lo normal?
—Un lápiz con una venda elástica enrollada alrededor, con uno de esos condones para los dedos de la enfermería alrededor.
—No parece que sea para disfrutar mucho.
—Uf. Cuando estuve en el condado, hacían consoladores con un tenedor-cuchara de esos, una compresa y un dedo de un guante de goma… —acababa de enterarme de otro posible uso para las compresas. Las industriosas artesanas del sistema penitenciario trabajaban con los materiales de los que disponían.
—Tiempos desesperados, medidas desesperadas, ¿eh, Pennsatucky?
—No sé lo que quiere decir eso, pero sí.
Como habíamos enviado a ocho presas colina abajo al programa de drogas, la ICF nos devolvió el favor a lo grande, con una nueva remesa de reclusas con largas condenas para que se «graduaran» colina arriba. A veces, esas mujeres estaban muy cerca de obtener la libertad, y a veces todavía les quedaba una buena parte de condena. Pasara lo que pasara, normalmente permanecían juntas durante un tiempo, observando tranquilamente la situación… a menos, por supuesto, que tuvieran amigas en el campo, o bien de la calle o bien de dentro.
Una de las recién llegadas de la ICF era Morena, una mujer hispana que parecía una princesa maya desquiciada. Desquiciada, pero no mal cuidada o con un aspecto general desastrado. Parecía una persona que sabe cómo salir adelante en todo momento, y siempre iba inmaculadamente arreglada, con uniformes «buenos», planchados e impecables, y muy compuesta, por lo general. Pero Morena tenía unos ojos inquietantes. Te miraba y esos ojos castaños suyos tan locos resultaban muy expresivos, aunque no se sabía qué narices te estaban diciendo. Le costaba mucho contener lo que le pasaba por la cabeza, y sus ojos lo revelaban todo. No era yo la única que notaba que sus ojos daban miedo.
—Esa no está bien —decía Pop, tocándose la sien con un dedo—. Vigila.
Imaginen mi sorpresa cuando Morena me preguntó si podía venir conmigo al trabajo paseando por las mañanas, porque la habían asignado al taller del SCM de seguridad. Yo siempre prefería hacer sola ese trayecto de algo menos de un kilómetro, una pequeña libertad que valoraba muchísimo. No sabía de qué hablar con ella. Me parecía que era de mi edad, más o menos, pero no estaba segura del lugar de donde procedía (tenía un fuerte acento al hablar en inglés, pero lo hablaba bastante bien), y desde luego, no pensaba ni por asomo empezar a hacerle preguntas personales.
—¿Te gusta trabajar en seguridad? —el tema me pareció bastante neutro. Ojos Locos no podía ofenderse por aquello.
—Está bien —resopló—. Conozco al jefe de la ICF. No hay problema. ¿Y tú de dónde eres, chica?
Le di la información mínima imprescindible. De Nueva York, quince meses.
—¿Tienes hijos?
No, sin hijos. ¿Y ella?
Morena se echó a reír, una risa ronca y loca que decía «ah, ingenua e inocente chica hetero, ¿no sabes que soy una bollera muy agresiva y que aquí, en este sitio asqueroso donde no se puede conseguir una buena polla, voy a disfrutar muchísimo “convirtiéndote”?».
—No, cariño, no tengo hijos.
Durante una semana o dos, Morena fue mi acompañante de camino al trabajo, me gustara o no. Me habló mucho de la mala opinión que tenía de las chicas del campo.
—Son como niñas pequeñas, creen que esta mierda es un juego —opinaba, torciendo la boca. Yo me mostraba escrupulosamente educada y evasiva, porque Ojos Locos me ponía nerviosa. Además de las conversaciones titubeantes de camino al trabajo, sus interacciones conmigo en el campo aumentaron enormemente. Morena se materializaba en la entrada de mi cubículo y me susurraba de una manera muy extraña: «Hooola, cariño».
Cuando me trasladé al dormitorio B decidí que no quería que nadie me visitara en mi cubículo; el espacio era diminuto y compartido con Natalie, y era lo más cercano a la privacidad que se podía tener allí. Para socializar, me iba fuera. Si me encontraba en mi cubículo, estaba o bien leyendo o escribiendo cartas o durmiendo. A otras mujeres, especialmente las más jóvenes, les encantaba tener un montón de gente en sus cubículos, sentada en las camas y en taburetes, entrando y saliendo y cotorreando; aquello no era para mí.
—Parece que tienes una nueva amiga, compañera —observó secamente Natalie.
Finalmente un día, mientras íbamos andando al trabajo, Ojos Locos fue al grano. Se estaba quejando una vez más de la inmadurez y las tonterías de las reclusas del campo.
—Parece como si estuvieran de vacaciones aquí o algo, corriendo por ahí y haciendo tonterías. Tendrían que actuar como mujeres.
Yo dije con bastante ligereza que la mayoría de las presas estaban muy aburridas y quizá no tuvieran demasiada educación, y que en realidad se divertían con tonterías.
Esta observación provocó una súbita y apasionada declaración por parte de Ojos Locos.
—Piper, son como niñas, y yo lo que busco es una mujer de verdad… ¡No puedo perder el tiempo con esas chorradas, con esas niñatas tontas! En la calle soy una traficante de drogas importante. Hago negocios serios, negocios grandes. Mi vida es seria. Aquí tampoco puedo perder el tiempo con esas estúpidas… ¡necesito una mujer de verdad!
Yo abrí la boca y luego la cerré. Me sentí como si hubiera caído de lleno en una telenovela. El pecho de Morena se agitaba bajo el tejido caqui del uniforme carcelario. Ya comprendía lo que estaba diciendo. Su vida era seria, sus deseos eran serios, y entendí por qué no quería ir tonteando por ahí con alguna chiquilla boba que experimentase con el lesbianismo solo para entretenerse en la cárcel. Pero demonios, no, conmigo no.
Intenté elegir las palabras con delicadeza.
—Bueno, Morena… estoy segura de que encontrarás a la mujer adecuada para ti. De momento, quizá tarde un poco en aparecer, ¿no?
Ella me miró con esos ojos suyos locos, imposibles de comprender. ¿Decepcionada? ¿Herida? ¿Vengativa? No estaba segura.
Me sentí aliviada cuando llegamos al trabajo. El paseo de diez minutos nunca me había parecido tan largo. No le conté a nadie aquella conversación.
Morena hizo unos cuantos intentos más de expresar su necesidad de una mujer de verdad, quizá pensando que yo era demasiado tonta para comprender lo que quería decir, pero mi respuesta siguió siendo la misma: yo estaba segura de que la mujer adecuada para ella estaba por ahí, en alguna parte del sistema correccional, y que la providencia la traería a Danbury a toda prisa. Aunque nunca sería lo bastante rápido para mí.
En cuanto tuvo claro que yo no iba a ser su futura novia, Ojos Locos rápidamente perdió todo interés por mí. Los paseos en compañía cesaron, y también las visitas al cubículo. Todavía me saludaba, pero con desinterés. Sentía que había capeado la situación con toda la habilidad que pude, y no pareció haber espantosas repercusiones tras mi tácito rechazo. Respiré un poco mejor, esperando que Ojos Locos hiciera correr la voz entre las demás lesbianas de que yo no era «así», aunque en otro momento de mi vida lo hubiera sido.
Por primera vez en muchos años, yo vivía una existencia completamente libre de sustancias químicas, hasta el punto de haber abandonado incluso las píldoras de control de natalidad. Mi cuerpo estaba volviendo a su estado orgánico natural. Y al cabo de dos meses de celibato forzado, me sentía muy caliente, la verdad. Casi humeando.
Estaba claro que Larry también sentía la presión de nuestra separación. Sus besos de recibimiento en la sala de visitas cada vez eran más ardientes, y jugueteaba con los pies bajo la mesa de cartas. Aunque yo también deseaba tocarle los pies con los míos, me veía severamente coartada por mi temor a los guardias. Comprendía a un nivel visceral, como quizá él no era capaz de comprender, que ellos podían dar por concluida una visita y quitarme todos mis privilegios. Ese punto quedó demostrado un día ante Larry cuando la Estrella Porno Gay (más conocido como oficial Rotmensen) apareció por allí durante las horas de visita. La Estrella Porno Gay era un presumido sádico con corte de pelo a cepillo, los ojos muy juntos y un bigote muy poblado que le hacía parecer un aspirante a miembro de una banda imitadora de Village People. Había acudido a la sala de visitas a ver a su colega bajito, el oficial «Jesús me ama», que sustituía al OC habitual de las visitas y aburría a dos reclusas que ayudaban en el trabajo de la sala de visitas con sus predicciones sobre el Juicio Final.
Al entrar en la sala de visitas, di un beso de bienvenida a Larry y luego él me robó otro beso mientras nos sentábamos en la mesa que nos habían asignado.
Viendo esto, la Estrella Porno Gay aulló desde el otro lado de la habitación, señalándonos:
—¡Eh! ¡Una vez más y sales pitando de aquí! —todas las cabezas se volvieron a mirarnos en silencio.
Larry se puso nervioso.
—¿Qué narices le pasa a ese tío? —intentó cogerme la rodilla por debajo de la mesa.
—Son así, cariño… ¡no me toques! No lo dice en broma…
Me sabía fatal cortarle de aquella manera cuando lo único que quería era que me acariciase, pero Larry no comprendía que transgredir los límites en la prisión puede tener duras consecuencias. Esos hombres tenían el poder no solo de acabar nuestras visitas, sino de encerrarme en aislamiento por cualquier capricho. Mi palabra contra la de ellos contaba poco.
Después, todavía traumatizada, le pregunté a Elena, una de las presas que trabajaba en la sala de visitas, qué había pasado.
—Ah, el hombre bajito te miraba y se estaba poniendo rojo —dijo—. Así que Rotmensen se ha cabreado al ver que su compañero se ponía nervioso con tus besos.
A la semana siguiente había vuelto a su puesto la OC habitual.
—He oído decir que te pasaste de la raya la semana pasada —me dijo, cacheándome antes de permitirme ver a Larry—. Te estaré vigilando.
En un entorno tan duro, corrupto y contradictorio, caminas en un delicado equilibrio entre las exigencias de la cárcel y el sentido que tienes de tu propia amabilidad y humanidad. A veces, en una visita con Larry, me sentía abrumada, vencida de pronto por la tristeza al pensar en mi vida hasta aquel momento. ¿Sobreviviría nuestra relación a toda aquella locura? Estaba preocupada. Larry se había mantenido muy firme todos aquellos años esperando a que yo fuera a la cárcel, y ahora que estaba dentro, ¿superaríamos la prueba real? Nuestros minutos en la sala de visitas eran tan preciosos que no podíamos permitirnos discutir nada difícil o negativo. Queríamos que todos y cada uno de los momentos en aquella sala fueran dulces y perfectos.
Cada mujer tiene su propia forma de gestionar el impacto de la cárcel en sus relaciones. Una tarde somnolienta de un fin de semana, yo estaba junto al microondas con mi amiga Rosemarie. Ella estaba realizando una elaborada receta de cocina, enchiladas con queso fundido y pollo, y yo la «ayudaba». Aunque no se podía contar conmigo para que cortara cebolla (algo difícil con un cuchillo para la mantequilla), mi ayuda consistía sobre todo en sucumbir a su pasión de hablar de nuestras futuras bodas. Rosemarie estaba prometida con un chico muy dulce y tranquilo que la visitaba fielmente cada semana, y estaba obsesionada con planear la boda. Se había suscrito a todas las revistas de trapitos de boda, que acumulaba en su cubículo, y le encantaba soñar e imaginar su Gran Día.
Yo también quería hacer planes para mi Gran Día, ya que Larry y yo llevábamos casi dos años prometidos. Pero no me interesaban las ceremonias tradicionales, y además sabía que no nos íbamos a casar de inmediato, y eso hacía que no me tomase muy en serio mi disposición a hacer planes de boda. Y a Rosemarie eso la ponía frenética. Cuando le dije que no pensaba llevar un traje de novia auténtico, chilló indignada.
Ese día en concreto, Rosemarie estaba preocupada por mi tocado. Si no iba a llevar velo (una lástima, pensaba ella), entonces lo más aconsejable era una tiara. Yo bufé.
—Rosemarie, ¿crees de verdad que me voy a poner una corona en la cabeza y avanzar por el pasillo así? —en el corazón de una mujer que planea una boda, todo es posible.
Mientras Rosemarie rellenaba las tortillas y argumentaba apasionadamente a favor de las perlas barrocas, se aproximó Carlotta Alvarado. Quería saber si había cola para el microondas. Era una pregunta estratégica. Carlotta, que siempre intentaba burlar las normas, pretendía averiguar quién le dejaría colarse en la fila, y Rosemarie era una posibilidad muy clara. Las dos trabajaban juntas entrenando perros lazarillo, y aunque Carlotta, una chica de gueto del Bronx, y Rosemarie, una pija de Nueva Inglaterra, no parecían tener mucho en común, se llevaban muy bien. Rosemarie accedió a hacer una pausa en las enchiladas para que Carlotta pudiera freír unas pocas cebollas con «Sazón», el condimento latino que lo pone todo naranja, salado y picante.
—¡Carlotta también está prometida! —dijo Rosemarie, mientras las cebollas empezaban a chisporrotear.
Era raro que hubiese gente prometida en el campo.
—Qué bien, Carlotta. ¿Cómo se llama tu novio?
Carlotta sonrió.
—Rick… Es mi cariñito, viene a visitarme constantemente. Sí, nos vamos a casar. No puedo esperar.
—¡Qué emocionante! —dijo Rosemarie. Y luego sonrió—. Dile lo que me dijiste a mí, Carlotta.
Carlotta sonrió, triunfante.
—Sí, no puedo esperar a casarme. ¿Sabes por qué?
No, no lo sabía.
Carlotta retrocedió un paso para decir mejor aquello que, cuando pensaba en el sagrado matrimonio, hacía latir su corazón más deprisa. Señaló con la mano hacia mí, apuntando hacia el cielo con el índice para poner más énfasis.
—¡Para que las zorras me puedan «odiar»!
—¿Las… zorras?
—Sí, eso es. Voy a volver a mi barrio y me voy a casar, y así aprenderán todas esas zorras que dicen cosas malas de mí. Me casaré con mi hombre, y ¿sabes lo que tendrán ellas? Pues ningún hombre. Un montón de niños de tíos distintos. ¡No puedo esperar a casarme para que esas zorras me odien!
Observé a Carlotta, con su bonito rostro iluminado y animado mientras contemplaba su futuro… un futuro que incluía a su hombre, algunas zorras y un anillo en el dedo. Seguro que conseguía lo que quería. Entre todas las mujeres del campo, ella era la única que siempre conseguía salirse con la suya. Tenía un trabajo estupendo en la cárcel, entrenando a los perros lazarillos, tenía todas las cebollas de contrabando que necesitaba, llevaba un negocio paralelo haciendo pedicuras y se rumoreaba que incluso tenía un teléfono móvil escondido en algún lugar de la cárcel, para poder llamar a su hombre fuera sin esperar haciendo cola y pagar los elevados precios de la prisión. Era una chica muy lista, con una visión muy realista del mundo. Rick, concluí, era un hombre afortunado.
En cuanto a mí, me sentía atrapada entre el mundo en el que vivía entonces y el mundo al que añoraba volver. Veía que aquellas que no aceptaban su encarcelamiento pasaban ratos muy difíciles con el personal y con las demás presas. Estaban en conflicto constante porque no podían reconciliarse con sus compañeras reclusas. Vi a mujeres jóvenes que habían vivido en la pobreza casi toda su vida protestar contra la autoridad, y a mujeres de mediana edad y de clase media, horrorizadas de encontrarse viviendo entre personas que pensaban que estaban por debajo de ellas. Yo pensaba que todas ellas eran innecesariamente infelices. Yo odiaba el control que ejercía la cárcel sobre mi propia vida, pero sabía que la única manera de luchar estaba en mi propia cabeza. Y sabía que no era mejor que cualquiera de las mujeres allí encerradas, incluso aquellas que no me gustaban.
Por otra parte, algunas personas estaban demasiado cómodas en la cárcel, formaban una parte demasiado íntima del flujo de la vida allí dentro. Parecían haber olvidado que fuera el mundo seguía existiendo. Sí, intentas adaptarte y aclimatarte, y sin embargo, estás dispuesta para irte a casa en cualquier momento, cualquier día. No es fácil conseguirlo. La verdad es que la cárcel y sus residentes llenan todos tus pensamientos, y se hace difícil recordar cómo es la vida en libertad, aunque lleves allí solo unos pocos meses. Pasas muchísimo tiempo pensando lo espantosa que es la cárcel en lugar de contemplar tu futuro. El sistema de trabajo diario de la prisión no tiene en cuenta en absoluto cómo será la vida de sus habitantes fuera, en el exterior, como ciudadanas libres. La vida de la institución lo domina todo. Esta es una de las verdades más espantosas del encarcelamiento: el hecho de que el horror, la lucha y el interés de tu vida inmediata detrás de los muros de la prisión te quita de la cabeza «el mundo real». Por eso volver al mundo exterior resulta tan difícil para muchas reclusas.
De modo que me obsesioné con las partidas casi diarias, y al final me preguntaba siempre: «¿Quién sale esta semana?». Seguí llevando la cuenta mentalmente, y si me gustaba la persona, me dirigía a la puerta principal de la sala de visitas después del desayuno y le decía adiós, un ritual que observaba un grupo de presas a cada partida. Verlas salir me producía sentimientos encontrados, porque lo habría dado todo con tal de estar con ellas. La gente pasaba mucho tiempo pensando en la ropa que se pondrían para irse a casa, que alguien del mundo exterior les enviaría a Recepción… Sus amigas les preparaban una comida especial y ellas empezaban a regalar todas sus cosas: ropa del economato, uniformes «buenos», mantas y otras cosas de valor que habían acumulado mientras cumplían su condena. Yo fantaseaba con el hecho de regalar todas mis cosas…
Ver llegar a la gente era menos agradable, pero también interesante. Ciertamente, lo sentía por ellas, pero mi mirada estaba también teñida con una curiosa sensación de superioridad, porque al menos yo sabía más del funcionamiento del campo que ellas, y por tanto, las superaba en algo. Esa sensación a menudo resultaba errónea, porque algunas volvían a Danbury después de quebrantar los términos de su libertad condicional. Estas iban directamente a la oficina del consejero y pedían su antigua litera y trabajo. Sabía que nada menos que dos tercios de las presas liberadas volvían a ser encerradas de nuevo por haber quebrantado su libertad condicional, un hecho que al principio me extrañaba mucho porque pensaba que yo no volvería jamás a la cárcel. Nunca jamás. Y sin embargo… ninguna parecía sorprendida de volver a ver caras familiares en Danbury.
Las que se habían entregado voluntariamente en el campo eran fáciles de detectar. Normalmente eran blancas y de clase media, y parecían abrumadas y aterrorizadas. Me preguntaba si yo también habría parecido tan flipada, y luego iba a llevarles un par de chanclas para la ducha y pasta de dientes que guardaba en mi taquilla para ocasiones semejantes.
Pero la mayor parte de las recién llegadas permanecían un tiempo en custodia, a veces desde su arresto inicial, si no habían conseguido que les concedieran fianza o no podían pagarla, y venían de cárceles del condado o federales, llamadas CCM y CDM (centro correccional metropolitano o centro de detención metropolitano). Las cárceles del condado en general me las describían todas como desagradables, llenas de borrachas, prostitutas y yonquis. No alcanzaban el nivel más elevado de nosotras, las «federales». No me extraña que las mujeres que llegaban a Danbury procedentes del condado estuvieran hechas polvo. Parecían muy contentas de llegar a Danbury, porque las condiciones eran mucho mejores… cosa que me deprimía un montón.
También me intrigaban las presas como Morena, que se habían «ganado» el derecho a subir la colina, desde la ICF de alta seguridad hasta el campo, que era de mínima seguridad… en teoría, criminales muy curtidas y posiblemente peligrosas. Siempre iban muy pulidas, en términos de aspecto físico: pelo bien peinado, uniforme limpio, con su propio nombre y número de registro estampado en relieve en el bolsillo de la camisa (las del campo nunca conseguíamos tal cosa). No parecían tener miedo nunca. Pero a menudo se volvían locas, porque no estaban acostumbradas a tanta «libertad» como teníamos nosotras, y decían que había muchas menos cosas que hacer en el campo, en cuanto a programas y recreo. De hecho, muchas de ellas se aburrían muchísimo en el campo y querían volver a máxima seguridad. Una mujer, Coco, fue directamente al despacho del consejero y le explicó que no sabía vivir con tanta libertad, y le pidió que volviera a mandarla colina abajo porque no quería perder su buen comportamiento debido a un intento de fuga. Pero me dijeron que en realidad lo que pasaba es que no quería estar separada de su novia, que seguía abajo, en la ICF. Volvieron a enviar abajo a Coco al día siguiente.
La primavera llegaba muy despacio a las colinas de Connecticut, y no habíamos hecho más que empezar a quitarnos el frío de encima. Estar encerrada con tantas chifladas estaba empezando a afectar mi punto de vista del mundo, y temía volver a la realidad un poco tocada del ala también. Pero cada día aprendía algo nuevo, y resolvía alguna sutileza o misterio nuevo mediante la observación o la instrucción.
La pista deportiva junto al gimnasio del complejo deportivo era sobre todo de barro, pero yo la recorría trabajosamente con mucha decisión, animada por el hecho de que cada vez estaba más delgada, y cada visitante que venía a verme me decía con asombro: «¡Estás estupenda!». Recorría aquellos círculos fangosos en silencio porque todavía no habían llegado al economato las malditas y asquerosas radios con auriculares que costaban 42 dólares. Cada semana ponía la radio en mi lista de la compra antes de acudir, y cada semana me decían que no había radio. El OC del economato, que era un verdadero capullo en público y en cambio amistoso en privado, simplemente ladraba «¡no hay radios!» cuando le preguntaba cuándo llegarían. Todas las recién llegadas estábamos en el mismo barco y nos quejábamos amargamente. En la película de la noche solo podía leer los labios, y el tiempo que pasaba en la pista o en el gimnasio estaba sola con mis pensamientos, que hacían eco ruidosamente en el interior de mi cráneo. ¡Tenía que conseguir aquella radio!
Lionnel, la presa consigliere del almacén, era una de mis vecinas más cercanas en nuestro atestado alojamiento. Su litera fue el objetivo de la meada de protesta de Lili Cabrales en la primera mañana que pasé en el dormitorio B, y fue ella quien tuvo que secar el charco. Lionnel tenía una placa negra con su nombre, como Natalie, indicando con ello que había estado en la ICF colina abajo, y probablemente cumplía una sentencia larga. Era imponente pero amistosa, jugadora seria cuando llegaba el momento de pasar el tiempo, y animosa cristiana, rápida a la hora de las salidas sarcásticas. Lionnel hablaba mucho de lo que llamaba «temas comunitarios»: no robar, «portarse bien» durante el recuento, tratar a las demás presas con respeto… No se desvivía por hacerse amiga de una chica blanca cualquiera como yo, pero sí que me decía buenos días y a veces incluso sonreía a mis tímidos intentos de hacer alguna broma cuando nos encontrábamos una junto a la otra en los lavabos.
Una tarde muy tranquila, mientras yo estaba arreglando unas luces en el dormitorio B, apareció Lionnel en el exterior de su cubículo. Aquello era inusual, porque ella normalmente trabajaba en el almacén. Aproveché la oportunidad para saber algo más de las misteriosas radios.
—Lionnel, no quiero molestarte, pero querría hacerte una pregunta… —rápidamente le expliqué mi problema con las radios—. Me estoy volviendo loca sin música. Y no consigo que el OC me diga cuándo van a llegar. ¿Qué opinas?
Lionnel inclinó la cabeza y me dirigió una mirada escéptica, de soslayo.
—¿No sabes que no deberías preguntar a nadie del almacén por eso, que no se nos permite hablar de ningún artículo del almacén?
Me quedé desconcertada.
—No, Lionnel, no lo sabía. No quería ponerte en aprietos. Lo siento.
—No importa.
Faltaba una semana para mayo. El sol realmente empezaba a hacerse notar, secando el barro. Había hojas en los árboles, aves migratorias y toneladas de conejitos en toda la pista. Las peonías estaban a punto de florecer en el parterre que se encontraba junto al economato. Me di cuenta de que tampoco estaba tan mal escuchar mis propios pensamientos cuando había tantas cosas que mirar. Había pasado allí tres meses ya, casi una cuarta parte de mi sentencia. Si tenía que ver las películas sin sonido durante los diez meses siguientes, que así fuera. Casi ni me molesté en poner la radio en mi lista para el economato aquella semana; alguien que había comprado ya venía quejándose de que todavía seguía sin haber. De modo que cuando una radio nueva con auriculares pasó volando por la ventanilla y aterrizó encima de mi pila de comestibles, me quedé mirándola asombrada.
—¿Qué te pasa, Kerman? —gritó el OC—. ¿Es verdad lo que dicen de las rubias o qué?
Miré más allá de donde se encontraba el OC, en el economato acristalado, y vi a Lionnel. Ella no me miró a los ojos. Pero yo sonreí para mis adentros, mientras firmaba el recibo y se lo tendía al guardia. Era curioso cómo funcionaban las cosas por allí, la capacidad que tenían algunas reclusas de hacer que ocurrieran. No sabía exactamente cómo había acertado, pero ¿qué más daba?
Aquella semana, la población entera del campo acudió al salón principal para asistir a una reunión improvisada con el personal, un puñado de hombres blancos aburridos que ni siquiera sonreían. Nos dijeron:
1. ¡Os falta higiene! ¡Haremos más inspecciones!
2. ¡No fuméis debajo de las ventanas de la directora! ¡Quedáis advertidas!
3. ¡Nada de sexo en el campo! ¡Sin excepciones! ¡No habrá tolerancia! ¡Y me estoy refiriendo a ti!
No quedamos demasiado impresionadas en conjunto, la verdad. Todas las presas sabían que Finn, el consejero de mayor categoría, era demasiado perezoso para molestarse en inspeccionar los dormitorios más del mínimo imprescindible, y no se preocupaba tampoco por hacer cumplir la mayoría de las reglas. Lo único que parecía importarle a Finn era la jerarquía (como nos demostró el asunto de la placa con su nombre). Y al jefe administrativo de la unidad le importaba un comino todo lo que tuviera que ver con el campo.
Pero hay que reconocer que de las acusaciones que el personal nos había hecho, una era cierta: desde la partida de Butorsky se había producido un incremento del «folleteo» entre las damas, que condujo a algunos emparejamientos bastante cómicos. Big Mama era una alegre giganta que vivía en el dormitorio A, ingeniosa y rápida con las palabras, generalmente benévola y de una circunferencia prodigiosa. Andaba escasa de recato, sin embargo, como probaban sus desvergonzados encuentros sexuales con una serie de chicas mucho más jóvenes y delgadas en su cubículo abierto. A mí me gustaba Big Mama, y estaba fascinada por su éxito romántico. ¿Cómo lo conseguiría? ¿Cuáles serían sus trucos? ¿Serían los mismos que empleaban los hombres gordos de mediana edad para conseguir que se acostaran con ellos jovencitas apenas púberes? Las chicas no la rechazaban ni le faltaban al respeto, así que, ¿sería curiosidad por su parte? Yo era curiosa, pero no lo bastante atrevida para preguntar.
Había un baile constante entre prisioneros y personal con respecto a las normas. Con la llegada de los nuevos oficiales destinados al campo, el baile empezaría de nuevo. Me sentí enormemente aliviada de librarme de la Estrella Porno Gay, y me sorprendió mucho lo soportable que se volvió el campo cuando él se fue.
En el lugar de la Estrella Porno apareció el señor Maple, que parecía justo lo contrario de su predecesor. El señor Maple era joven, acababa de volver del servicio militar en Afganistán y era exageradamente educado y amistoso. Al instante se hizo popular entre las mujeres del campo. Yo seguía considerando a todos los OC enemigos por principio, pero empezaba a comprender un poco por qué una presa podía ver a un guardia con buenos ojos. Sin tener en cuenta las «gay porque es lo que hay», la inmensa mayoría de las reclusas eran heterosexuales y echaban de menos la compañía masculina, la perspectiva masculina y la atención masculina. Una afortunada minoría tenía un marido o un novio que las visitaban regularmente, pero la mayoría no tenía tanta suerte. Los únicos hombres con los que estaban en contacto eran los guardias de la prisión, y si el OC es un ser humano medio decente, acaba siendo objeto de enamoramientos. Si es un hijo de puta y un chulo, mucho más aún.
Es difícil concebir cualquier relación entre adultos en Estados Unidos que sea más desigual que la de una presa y el guardián. La relación formal, forzada por la institución, significa que la palabra de una persona vale todo, y la de la otra no vale casi nada; una persona puede ordenar a la otra que haga casi cualquier cosa, y si se niega, puede tener como resultado una constricción física total. Ese hecho es como una bofetada. En las relaciones con personas que están investidas con algún tipo de poder en el mundo exterior (policías, funcionarios electos, soldados) tenemos derechos que regulan nuestras interacciones. Tenemos el derecho a dirigirnos al poder, aunque quizá no lo ejerzamos. Pero cuando cruzas los muros de una prisión como reclusa, pierdes ese derecho. Se evapora. Y eso es terrorífico. No resulta sorprendente, por tanto, que la extrema desigualdad de las relaciones diarias entre las presas y sus carceleros conduzca de una manera natural a abusos de muchos tipos, desde pequeñas humillaciones hasta delitos espantosos.
Todos los años se atrapa a algún guardia de Danbury y otras cárceles de mujeres de todo el país abusando sexualmente de las presas. Varios años después de que yo volviera a casa, ese fue el caso de uno de los lugartenientes de Danbury, un veterano de las instituciones penitenciarias con diecisiete años de experiencia. Le juzgaron y pasó un mes en la cárcel.
Cuando el señor Maple estaba de guardia por la noche, patrullaba los dormitorios constantemente. Me ponía muy nerviosa que un OC me viera vestida solo con mi mumu, aunque era muy ancho. Resultaba mucho más intranquilizador todavía levantar la vista al cambiarme después de ir al gimnasio, en pantalón corto y un sujetador de deporte, y ver los ojos de un guardia de la prisión. No era el hecho de que vieran mi cuerpo, aunque solo pensarlo me daba escalofríos. Era más bien que mis momentos más íntimos (cuando me cambiaba de ropa, cuando estaba echada en la cama, leyendo, llorando) de hecho eran públicos, y aquellos hombres desconocidos podían verme.
Uno de los primeros días de guardia, Maple estaba pasando lista para repartir el correo.
—¡Platte! ¡Platte! ¡Rivera! ¡Montgomery! ¡Platte! ¡Esposito! ¡Piper!
Yo me adelanté y él me tendió mi correo, y volví con las demás. Algunas de las mujeres se reían disimuladamente y susurraban. Me acerqué a Annette y la miré intrigada.
—¡Te ha llamado Piper! —otras presas me miraban con curiosidad. Eso no se hacía. Me sentí algo molesta y lo demostré sonrojándome profundamente, cosa que produjo más risitas ahogadas.
—Este tío no tiene ni idea. Debe de pensar que es mi apellido —expliqué, a la defensiva. Al día siguiente, con el correo, lo volvió a hacer.
—¡Ese es su nombre de pila! —gritó alguna listilla, mientras yo volvía a sonrojarme.
—¿Ah, sí? —dijo él—. Pues es muy raro.
Pero siguió llamándome Piper.