CAPÍTULO 10

Enseñar a la Jefa

Yo había aprendido muchas cosas desde que llegué a la prisión cinco meses antes: a hacer la limpieza con compresas, a arreglar una instalación eléctrica, a distinguir si una pareja eran buenas amigas o novias, cuándo insultar a alguien en español, a saber qué significa sentirse «como que no» (mal), la manera más rápida de calcular la reducción por buena conducta de alguien, cómo distinguir a una «puta de economato» a un kilómetro de distancia y a saber qué guardias seguían el juego y a cuáles era mejor no acercarse. Incluso dominaba ya una receta del canon culinario de la cárcel: el pastel de queso.

Hice mi primer intento de cocinar para la fiesta de alguien que se iba a casa, y preparé un pastel de queso de la cárcel según las instrucciones medio en spanglish medio con gestos de mi compañera de trabajo, Yvette. A diferencia de otras muchas recetas de la cárcel, la mayoría de los ingredientes necesarios se podían comprar en el economato.

PASTEL DE QUESO DE LA CÁRCEL

1. Prepara un fondo con galletas integrales trituradas mezcladas con cuatro porciones de margarina robadas en el comedor. Mételo en el microondas en un cuenco de plástico durante un minuto, y luego deja que se enfríe y se endurezca.

2. Coge una caja entera de queso en porciones de la Vaca que Ríe, aplástalo con un tenedor y mézclalo con un vasito de natillas de vainilla hasta que quede bien cremoso. Poco a poco, ve añadiéndolo a un envase entero de Cremora, aunque te parezca una barbaridad. Bate con energía, hasta que quede bien suave. Añade zumo de limón exprimido hasta que la mezcla empiece a ponerse dura. Nota: hará falta casi un envase entero de plástico de zumo de limón.

3. Viértelo en el molde de plástico encima de la base ya preparada, y mételo en hielo en el cubo de la limpieza de tu compañera de litera, para enfriarlo bien y dejarlo listo para comer.

Quedó un poco blanducho la primera vez; tenía que haber usado más zumo de limón. Pero fue un gran éxito. Yvette levantó las cejas cuando lo probó. «¡Bueno!», proclamó. Yo me sentí muy orgullosa.

Las técnicas de supervivencia y la cocina de la prisión estaban muy bien, pero ya era hora de aprender algo más productivo. Yoga Janet me había invitado a asistir a su clase insistiendo con amabilidad, pero con mucha persistencia, y cuando me disloqué la espalda, volvió a insistir mientras yo estaba echada de espaldas en mi litera.

—Realmente deberías venir a hacer yoga con nosotras —me reprendió amablemente—. Correr es demasiado duro para el cuerpo.

Yo no pensaba abandonar la pista de carreras, pero empecé a bajar al pequeño gimnasio para seguir las clases de yoga varias veces a la semana. Larry se rio mucho cuando se lo conté. Llevaba años intentando que yo asistiera a clases de yoga en un estudio muy moderno del centro, y encontraba divertido y molesto a la vez que hubiera tenido que ir a la cárcel para acceder a adoptar la postura del perro boca abajo.

El gimnasio del complejo deportivo tenía el suelo de goma. Al principio usábamos unas alfombrillas de espuma, pero con gran esfuerzo y persistencia, Yoga Janet fue consiguiendo auténticas alfombrillas naranja de yoga, donadas al campo por alguien del exterior. Alta y tranquila y muy práctica, Janet conseguía crear la sensación de que nos estaba enseñando algo muy importante y valioso, sin tomarse a sí misma demasiado en serio.

Camila, del dormitorio B, también asistía. Entre todos los juguetes rotos de Danbury, Camila se hacía notar al instante. Mi amigo Eric la vio en la sala de visitas y dijo que era «la tía más buena en prisión de todo Estados Unidos… y no te ofendas, Pipes». Entre tanta mala salud y tantos malos modales, ella resplandecía de salud e irradiaba belleza. Alta, esbelta, con una mata de pelo negra y brillante, la piel de un moreno rojizo, la barbilla acabada en punta y unos enormes ojos oscuros, siempre se estaba riendo en voz alta. Yo me sentía atraída por su disposición a reír, pero esa misma cualidad era objeto de mofa por parte de algunas de las mujeres blancas.

—Estas portorriqueñas, es como si no quisieran enterarse de que están en la cárcel, ¡siempre se están riendo y bailando como idiotas! —decía desdeñosamente la alta y deprimida Sally, que quería que todo el mundo se sintiera tan mal como se sentía ella. Y además era una ignorante: Camila era colombiana, no portorriqueña. A Camila se le daba bien el yoga de manera natural, y dominaba fácilmente la postura del guerrero y las flexiones del cuerpo hacia atrás, y se reía sin poder contenerse cuando me veía intentar mantener el equilibrio sobre una pierna mientras retorcía la otra.

En la alfombrilla al lado de Camila estaba Ghada. Ghada era una de las pocas mujeres musulmanas a las que conocí en prisión. Resultaba difícil adivinar su edad: su cara estaba profundamente arrugada, pero tenía un aspecto de tremenda vitalidad, y podía tener cincuenta o sesenta años. Tenía el pelo canoso, y lo escondía bajo improvisados pañuelos de cabeza: a veces una funda de almohada, a veces una servilleta de tela de contrabando. Nunca entendí del todo aquella historia, pero parece ser que los guardias le confiscaban frecuentemente los pañuelos de cabeza. No se nos permitía llevar pañuelos en la cabeza cuando íbamos de uniforme, solo gorras de béisbol compradas en el economato o gorros de lana que nos daba la propia prisión y que picaban infernalmente, pero yo había pensado que quizá hicieran una excepción con las mujeres musulmanas. Nunca supe si estaba equivocada y el hiyab estaba prohibido en el sistema penitenciario, o bien si Ghada sencillamente no conseguía un pañuelo de cabeza aprobado por la prisión. Ella no seguía demasiado las normas.

Ghada era de Líbano, pero había vivido en Sudamérica muchos años, y por tanto hablaba español fluidamente, y un poquito de inglés. A causa de su larga residencia en Latinoamérica, Ghada era mami hispana honoraria. Esto era buena cosa, porque ella era totalmente incapaz de aceptar la autoridad del personal y no le interesaban en absoluto las normas de la prisión, y solo los monumentales esfuerzos de sus amigas para protegerla de las consecuencias de esa indiferencia evitaban que fuera a la UHE. Esto le conseguía tanto los reproches como el respeto de sus compañeras presas. Nadie sabía muy bien por qué habían condenado a Ghada, pero todas estábamos de acuerdo en que era otra Jefa. A Ghada le gustaba mucho Yoga Janet, y ese era el motivo principal por el que asistía a su clase. No le interesaba nada hacer bien las posturas, pero ponía gran entusiasmo en el ritual.

El miembro final de nuestra variopinta banda de aspirantes a yoguis era la hermana Platte, que se tomaba muy en serio hacer las posturas como es debido. La hermana tenía las caderas anchas, de modo que los giros y la postura de la paloma le hacían fruncir el ceño, y si se había regodeado con las patatas fritas caseras al mediodía, las flexiones hacia delante le daban problemas. Cuando yo me doblaba en dos hasta tocar el suelo, la diminuta monja me miraba y se preguntaba, quejosa:

—¿Qué es lo que hago mal?

Las cinco teníamos una camaradería que convertía aquellas pocas horas en las más gozosas de la semana. En cada clase nos reuníamos para reivindicar una paz que en Danbury solo se podía encontrar a solas con tu propio cuerpo. Cada sesión acababa con la relajación final de Janet, ella hablándonos con voz tranquilizadora del trabajo que acabábamos de hacer y de las cosas que teníamos que agradecer cada día, juntas en la cárcel. Y cada semana, Ghada se quedaba dormida unos minutos en la relajación final, y roncaba ruidosamente hasta que alguien la despertaba.

Una tarde, la señorita Mahoney, administradora de educación de abajo, extremadamente animosa y con aire de lesbiana, hizo feliz a mucha gente. La señorita Mahoney era una de las pocas funcionarias de la prisión que parecían estar de nuestro lado. Al menos por lo que a mí respecta, era una de las escasas bazas positivas que redimían al departamento de educación. Tenía la molesta costumbre de intentar hacer un poco de teatro cuando hablaba por los altavoces. Aquella tarde en particular anunció que se ofrecería una clase de conciencia de género en el comedor. No quedaba muy claro qué era lo que se transmitiría concretamente.

Y luego pasó a los temas importantes:

—Las siguientes damas por favor que se presenten en la oficina del OC para recoger el resultado de su examen de graduado escolar…

Y por su voz se sabía que las noticias para cada uno de los nombres pronunciados eran buenas.

—¡Malcolm! —dijo Mahoney.

Yo salté de mi litera. Natalie había hecho el examen de graduado escolar una docena de veces, y estaba desesperada por sacárselo. Se ponía muy nerviosa en el examen y una y otra vez las matemáticas habían resultado su bestia negra. Pero ¿dónde estaba Natalie?

Cuando fui al vestíbulo principal, había gritos de alegría y salían presas de todas las habitaciones y dormitorios. Cuando una mujer de veinticinco, treinta y cinco, cuarenta y cinco años ha luchado para sacarse el título de graduado escolar en la cárcel, haciendo una prueba tras otra e intentando aprender algo en un programa mal llevado, en clases llenas de alumnas con todo tipo de comportamientos antisociales, y lo consigue aprobar al final, es una auténtica victoria. Algunas de esas mujeres habían dejado la escuela hacía treinta años, y finalmente conseguían una de las únicas cosas positivas —uno de los pocos logros— que se pueden conseguir en la cárcel. Además, eso significaba que finalmente podrían ganar algo más que la paga mínima en el trabajo que hacían en la cárcel. Si no tienes el graduado escolar, no puedes ganar más de catorce céntimos por hora, que apenas basta para pagarte la pasta de dientes y el jabón. Todo salía de nuestras cuentas de la prisión: artículos de higiene, llamadas telefónicas, multas. Si una presa no tenía el graduado escolar y no le mandaban dinero desde el exterior, estaba bien jodida. Natalie había trabajado muchísimo durante muchos años como panadera experta en la cocina de aquella cárcel y era un miembro muy importante del personal de cocina, y sin embargo, no podía cobrar más de 5,60 dólares a la semana por cuarenta horas de trabajo.

¿Y dónde estaba la señorita Natalie? Habían pronunciado su nombre hacía cinco minutos, pero yo no la veía entre la multitud de jubilosas mujeres que gritaban y reían en el vestíbulo. ¿Dónde estaba mi enigmática compañera de litera, esa mujer tan soberanamente dueña de sí misma?

Sabía lo mucho que deseaba Natalie aquel diploma, y sospechaba que le habría resultado muy doloroso tener que luchar tanto para aprobar las matemáticas. Digna y resentida, había declinado mis ofrecimientos de ayudarla a estudiar. ¡Aquel era su momento! ¿Se estaba escondiendo acaso, avergonzada de unirse a la orgía de felicitaciones y abrazos ilegales que estaba teniendo lugar en la sala?

¡No, espera, estaba en la pista! La había visto ponerse las zapatillas deportivas. Calzada con las chanclas recorrí la sala, salí del edificio y bajé las escaleras hasta la pista de deportes a toda velocidad. ¡No se había enterado! A mitad de camino de las escaleras llamé a las otras que estaban en la pista:

—¿Está por aquí mi compañera de litera?

Rodeé el complejo deportivo y allí estaba, con su amiga loca, Sheila.

—¡Compañera! ¡Ya han salido los resultados del graduado escolar! —le dije, jadeando.

Natalie sonrió, nerviosa.

—Vamos, compañera, ve a verlo…

—Vale, chica, ya voy —siempre digna, Natalie no se apresuró.

Yo empecé a subir las escaleras mientras mucha gente las bajaba.

—¿Dónde está Natalie? ¿Dónde está la señorita Malcolm? ¡Ahí está! ¡Vamos, Natalie!

Mi compañera pareció sorprendida, pero aun así, no corrió. Tenía una mirada escéptica en el rostro, no deseando entregarse a la celebración hasta verlo con sus propios ojos.

Cuando entró en el campo, un séquito la rodeaba por delante y por detrás, el ruido que había en el vestíbulo era ensordecedor, y la gente la llamaba en voz alta:

—¿Dónde está la señorita Malcolm?

Se vio rodeada inmediatamente por gente que la abrazaba y la felicitaba. A medida que iba avanzando por el vestíbulo, Natalie se reía y parecía abrumada.

Junto a la oficina del OC, alguien agitaba el resultado de su prueba en el aire.

—¡Natalie, lo has conseguido!

De repente pensé que me iba a echar a llorar allí mismo, y eso que yo no soy de las que lloran. Una liberación de alegría colectiva tan intensa en aquel lugar tan horrible era casi demasiado para mí. Era como si chocasen entre sí una corriente de aire caliente y otra de aire frío, creando un tornado allí mismo, en el interior de la sala. Cogí aliento con fuerza, retrocedí un paso y vi que mi compañera de litera estaba rodeada de mujeres que la felicitaban. Cuando la felicité yo también en la relativa intimidad de nuestro cubículo, ella intentó quitar importancia a su triunfo, pero yo vi que estaba hondamente satisfecha.

El hecho de que yo me hubiese acostumbrado a la vida en la cárcel conmocionaba a mis amigos y mi familia, pero nadie en el mundo exterior puede apreciar realmente el efecto galvanizante de todos los rituales instituidos, ya sean oficiales o informales. Es la paradoja cruel e insidiosa de las sentencias largas. Para las internas que cumplen siete, doce, veinte años, la única forma de sobrevivir es aceptar la prisión como su único universo. Pero ¿cómo sobrevivirán al ser liberadas en el mundo exterior? Decir que estás «institucionalizada» es uno de los mayores insultos que se pueden hacer a otra convicta, pero cuando te resistes a los sistemas de control, sufres castigos inmediatos. Si encajas o no, y hasta qué punto te acomodas, depende de la duración de tu sentencia, de la cantidad de contactos que mantengas con el mundo exterior y de la calidad de tu vida fuera. Y si te resistes a encontrar un lugar en la sociedad de la cárcel, te sientes desesperadamente sola y desgraciada.

La señora Jones llevaba en el campo más que ninguna otra presa, pero se iba a casa al año siguiente. Su cubículo, que era de una sola persona y del programa de los cachorros, en una esquina del dormitorio A y junto a la puerta exterior, era tan acogedor que todas temíamos lo que podía ocurrir cuando le llegara el momento de dejarlo.

—Me gusta este cubículo. Tengo aire fresco, todo el que quiero, y además puedo sacar a pasear a los cachorros —se reía. Durante el día, me gustaba acercarme al cubículo de la señora Jones para jugar con Inky, una labrador retriever que estaba entrenando como perra lazarillo. Yo me sentaba en el suelo y le frotaba el vientre a Inky mientras la señora Jones trasteaba por el cubículo, enseñándome fotos de mujeres con las cuales había cumplido algo de condena o su último proyecto de ganchillo (estaba especializada en calcetines navideños), y me preguntaba si quería objetos variopintos que había recogido durante sus quince años en prisión.

La señora Jones pasaba mucho tiempo en las pistas paseando a Inky y admiraba mi manera de correr. Le preocupaba tener algo de sobrepeso, así que decidió empezar a correr también.

—¡Tú y yo vamos a competir! —gruñó, y me pinchó con el dedo fuerte en el hombro—. ¡Veremos cómo las gastas!

Pero la señora Jones estaba peligrosamente gruesa, y después de correr solo una vuelta resollando, se dejó caer en un banco, jadeando con fuerza. Le sugerí que intentara la marcha en lugar de la carrera. Esto lo encontró manejable, e iba resoplando por ahí toda la mañana a toda velocidad, obsesivamente.

Un día, la señora Jones vino a verme a mi cubículo. Yo estaba escribiendo cartas en mi litera. Se asomó por encima del tablero de aglomerado como si fuera una niña pequeña, cosa que encontré muy rara.

—¿Qué pasa, señora Jones?

—¿Estás ocupada?

—Para usted no, Jefa. Venga, entre.

Se acercó más a la litera y susurró, conspirativa:

—Tengo que pedirte un favor.

—Dígame.

—Sabrás que estoy en la clase universitaria, ¿no?

Aquella clase era un curso básico de negocios que impartían un par de profesores procedentes de una prestigiosa universidad cercana. No servía de gran cosa a la hora de obtener un título universitario (para eso necesitabas pagar los cursos por correspondencia), pero sí que contaba para obtener crédito en el «programa» ante los responsables del caso de una interna. Los responsables de caso eran los que se ocupaban de que se completaran nuestras sentencias, y eso significaba calcular el tiempo reducido por «buena conducta» (se suponía que solo cumplíamos el 85 por ciento de nuestras condenas si nos portábamos bien), y asignarnos actividades «programadas», incluyendo clases obligatorias integradoras. Los «programas» disponibles para las ocupantes del campo eran asombrosamente escasos y flojos. La clase universitaria era una de las pocas opciones, pero después de leer y ayudar a revisar unos cuantos trabajos de clase encargados a las mujeres, la verdad es que no me parecía que aquellas clases tuviesen mucha utilidad. El plan de negocios de Camila para hacer la competencia a Victoria’s Secret, por ejemplo, era divertido, pero muy hipotético y sin relación alguna con lo que ella podía hacer cuando saliera de aquel almacén humano al cabo de cinco años.

—¿Qué tal le va, señora Jones?

Me dijo que no le iba demasiado bien. Le habían puesto malas notas en su plan de negocio. La Jefa estaba preocupada.

—Necesito una tutora. ¿Podrías ayudarme tú? Tenemos que entregar un trabajo sobre una película que vimos. Te pagaré.

—Señora Jones, no tiene que pagarme nada. Por supuesto que la ayudaré. Tráigame las cosas y les echamos un vistazo.

Cuando accedí a ayudar a la Jefa pensaba en la típica relación alumna-tutora. Yo hablaría con ella de sus deberes, le haría preguntas que la hiciesen pensar, y revisaríamos y corregiríamos su trabajo. Ella volvió con un cuaderno y unos documentos y un libro que me puso en la cama: La empresa en la sociedad que viene, de Peter Drucker.

—¿Qué es esto?

—Nuestro libro recomendado. Lo tienes que leer.

—No, señora Jones, lo tiene que leer «usted».

Ella me miró, angustiada y suplicante.

—Es que me da dolor de cabeza.

Recordé que además de estar algo loca por llevar encerrada más de una década, se decía que la señora Jones tenía algunos tornillos sueltos por los abusos sufridos por parte de su marido.

Yo fruncí el ceño.

—Echemos un vistazo al trabajo que tiene que entregar, el de la película que vieron.

Eso provocó otra mirada angustiada.

—¡Lo tienes que escribir tú, yo no puedo hacerlo! No les gustó mi último trabajo —dijo, sacando su plan de negocios, algo violenta. Le habían puesto una mala nota con un rotulador rojo.

Lo hojeé. La letra de la señora Jones era difícil de leer, pero me di cuenta de que aunque hubiera sido impecable, el contenido de aquel trabajo no tenía sentido alguno. Noté en el estómago una sensación angustiosa. Podía ser una convicta, pero como hija de profesores, sentía fuerte aversión por las trampas en los exámenes.

—Señora Jones, yo no le puedo hacer los trabajos. ¿Y cómo voy a escribir algo sobre una película que no he visto?

—¡Tomé notas! —me las arrojó, triunfante. Ah, vaya, estupendo. Parece que la película tenía algo que ver con la Revolución Industrial.

¿Qué era mejor, dejar que la señora Jones fracasara sola o ayudarla a hacer trampas? Yo sabía que no podía dejarla fracasar.

—Jefa, ¿por qué no le hago unas preguntas sobre la película y le ayudo a hacer un esquema, y luego usted intenta hacer el trabajo?

La señora Jones negó con la cabeza, tozuda.

—Piper, mira mi plan de negocios. Yo no sé escribir. Si no me ayudas, Joanie del dormitorio A ha dicho que me ayudaría ella, pero no es tan lista como tú.

Joan Lombardi no era ingeniera aeroespacial precisamente, y yo sabía que cobraría a la señora Jones por su «tutoría». Además, estaba implicado mi ego.

Suspiré.

—Enséñeme sus notas.

Después de sacarle unos cuantos datos sin contexto alguno sobre la película, me puse a redactar un trabajo de tres páginas increíblemente genérico sobre la Revolución Industrial. Cuando acabé, llevé el trabajo pulcramente escrito a mano al cubículo de la Jefa, en el dormitorio A.

Ella se quedó extasiada.

—Señora Jones, va a copiar este trabajo para que quede con su propia letra, ¿verdad?

—Bah, no se darán cuenta.

Me pregunté qué me ocurriría si sus instructores se daban cuenta. No creo que me enviaran a la UHE ni que me expulsaran de la cárcel.

—Señora Jones, al menos léase el trabajo, para saber de qué va. ¿Me lo promete?

—Te lo juro, Piper, por mi honor.

La señora Jones estaba fuera de sí por la emoción cuando le devolvieron el trabajo en clase.

—¡Un 10! ¡Me han puesto un 10! —repetía, llena de orgullo.

Sacamos también un 10 en el siguiente resumen de película, y ella estaba encantada. Yo no podía creer que los profesores no hicieran ningún comentario ni pregunta sobre la diferencia entre aquellos trabajos y el anterior: incluso estaban escritos con una letra distinta.

Y entonces se puso seria.

—Tenemos que hacer el trabajo final. ¡Es un cincuenta por ciento de la nota, Piper!

—¿Y en qué consiste, Jefa?

—Tiene que tratar sobre la innovación y debe basarse en el libro recomendado. ¡Y tiene que ser más largo!

Yo me quejé. Intenté desesperadamente no leer el libro de Peter Drucker. Había pasado toda mi carrera educativa y profesional evitando ese tipo de libros de negocios, y ahora me habían atrapado allí, en la cárcel. No veía forma de evitar su lectura si la Jefa quería aprobar.

—La innovación es un tema un poco amplio, señora Jones. ¿Tiene alguna idea sobre un tema concreto?

Ella me miró impotente.

—Está bien… ¿qué tal sobre coches eficientes?

La señora Jones llevaba encerrada allí desde mediados de los ochenta. Intenté explicarle lo que era un coche híbrido.

—¡Suena muy bien! —dijo.

Larry se quedó perplejo cuando le pedí que me enviara por correo algunos artículos básicos de internet sobre híbridos. Intenté explicarle lo del trabajo final de la Jefa. Estaba muy agobiado porque acababa de empezar en un nuevo trabajo como editor en una revista de hombres. A la hora de negociar su nuevo puesto de trabajo había insistido en trabajar solo media jornada o bien el jueves o el viernes, para poder ir a visitar a su novia a la cárcel. Intenté imaginar cómo había sido exactamente la conversación. Las cosas que tenía que hacer por mí eran increíbles. Pronto recibí un paquete de información por correo y empecé a sumergirme trabajosamente en La empresa en la sociedad que viene.

Entre las últimas presas que aparecieron en mayo, antes de que el campo quedara «cerrado» para desviar a Martha Stewart a otras instalaciones, llegaron tres nuevas presas políticas, pacifistas como la hermana Platte. Las habían arrestado y enviado a la cárcel por protestar en la Escuela de las Américas, el centro de entrenamiento de Estados Unidos para el personal militar latinoamericano (léase policía secreta, torturadores y matones) situada en Georgia. Estas recién llegadas eran izquierdistas de manual, serias y pálidas, deseosas de sacrificarse por su causa y deseosas de discutirla ad náuseam. Una de ellas se parecía al señor Burns de Los Simpson, con los ojos azules acuosos, mala postura corporal y una nuez muy prominente, y parecía irritada por su situación; la otra era como una joven novicia de un convento, con el pelo trasquilado y una perpetua expresión de sorpresa. Luego estaba Alice, que medía metro cincuenta de altura y con las gafas de culo de botella más gordas que había visto en mi vida, tan amistosa como los perros del Programa de Cachorros, y tan habladora como silenciosas eran sus compañeras. A veces venían a las clases de yoga.

Esas tres fueron derechitas hacia la hermana Platte y empezaron a seguirla adonde quiera que iba, como patitos. A mí me parecía que estaba muy bien que la hermana tuviese un séquito de pacifistas en la cárcel. El gobierno se gastaba millones de dólares de los contribuyentes persiguiendo y encerrando a manifestantes no violentos, pero allí, en el interior, las presas políticas tenían una comunidad de personas que pensaban de manera similar. La hermana disfrutaba de su compañía, ciertamente, discutiendo en el comedor, durante horas sin fin, teorías y estrategias tácticas para poner de rodillas al complejo militar-industrial. Alice y sus compañeras consiguieron trabajos de profesoras en el programa DEG, la tarea que yo quise al principio pero que ya no me interesaba.

Me sentía culpable por preferir el trabajo del SCM, pero había estado observando la desagradable evolución de lo que ocurría en el departamento de educación y prefería mantenerme a distancia. Después del cierre por moho del programa DEG en invierno, todos los libros y materiales contaminados fueron a la basura y no se reemplazaron. La prisión transfirió fuera del campo, colina abajo, a una profesora muy popular. Supongo que simpatizaba demasiado con las presas… El nuevo jefe de educación que ocupó su lugar era un hortera con pinta de camionero y peinado de los ochenta (yo lo llamaba Retaco) a quien según los rumores habían despedido de Correos y lo había recogido el DFP. Como profesor era completamente inadecuado y recurría a las amenazas e insultos hacia sus alumnas, disfrutando además. Lo odiaban absolutamente todas las presas del campo y la mayoría de los tutores que trabajaban para él. Según ellos, la actitud que tenía hacia sus alumnas era muy sencilla: «No me importa si no aprenden nunca que uno más uno es igual a dos. A mí me pagan por ocho horas de trabajo».

Un día volvía del taller de electricidad y me encontré el campamento todo alborotado. Retaco había armado una buena trifulca aquel día en la clase, estaba más abusón de lo habitual, y Alice, la pacifista, finalmente se había enfrentado con él. Quería dejar su trabajo de tutora. Retaco se puso como una moto, empezó a chillar y a insultar y a decir que la iba a acusar de desafiarle o resistirse a una orden directa o algo parecido.

Pennsatucky, que estaba también en la clase (y probablemente era el objeto inicial de sus insultos), dijo que la cara de burro se le había puesto completamente morada. Salió hecho una furia del campo y bajó por la colina, y los rumores decían que intentó que encerraran a Alice en la UHE. Todo el mundo estaba indignado.

Y efectivamente, después de comer y del reparto del correo, oímos pasos pesados de botas y ruido de cadenas. Unos hombres enormes, cuyas botas producían ese ruido ominoso y estereotipado de las tropas de asalto, entraron en el campo con unas esposas. Pasaron junto a los teléfonos, bajaron las escaleras y recorrieron el vestíbulo, y se dirigieron hacia la oficina de OC del campo. Todas las presas oyeron aquel ruido, por muy lejos que estuviera en el edificio, y la sala delantera pronto se llenó de mujeres silenciosas que se reunían para verla bajar. A veces, cuando encerraban a alguna por hacer alguna guarrería, o cuando la malhechora no era demasiado popular, el ambiente era como de carreta de camino a la guillotina. Pero en aquella ocasión no era así.

Los altavoces crepitaron cuando el señor Scott llamó a la condenada: «¡Gerard!». La pequeña Alice Gerard fue hacia la oficina y entró. La puerta se cerró y ella se quedó allí con aquellos tres hombres enormes, mientras el teniente le leía los cargos que se habían presentado contra ella.

Un rumor crecía entre las mujeres.

—¡Esto es una MIERDA!

—¡No es para ir a la UHE… esa mujer no ha hecho nada que no fuera necesario!

Alguien empezó a llorar.

—¡No puedo creer que esos mariquitas de policías no tengan nada mejor que hacer que encerrar a Alice!

La puerta del despacho se abrió de par en par. Salió Alice, seguida por tres carceleros. Los tres eran mucho más altos que ella, de modo que todavía parecía más menuda. Ella miró a la multitud reunida. Parpadeando detrás de sus gafas de culo de vaso, dijo con toda claridad, casi ilusionada:

—¡Me voy!

Uno de aquellos memos la esposó, nada amablemente, y el murmullo entre las mujeres se convirtió en un rugido. Y Sheena empezó a recitar: «¡A-lice, A-lice, A-lice, A-lice, A-lice!», mientras se llevaban a la pequeña pacifista. Era la primera vez que veía a los guardias de la prisión asustados.

Una tarde calurosa estaba yo debajo de un árbol intentando huir del sol. Apareció la señora Jones con Inky, su constante compañera. Yo había terminado ya su trabajo final, un trabajo bastante sencillo sobre el papel que podían desempeñar los coches híbridos en la economía del futuro. Había sacado algunas ideas de La empresa en la sociedad que viene para argumentar sobre la economía basada en el conocimiento, la globalización y los cambios sociales producidos por la demografía. Me preocupaba pensar en el papel que millones de americanos expresidiarios podrían representar en la sociedad futura. Sabía por el boletín de la FAMM (Familias contra los Mínimos Obligatorios, por las siglas en inglés) que cada año volvían a casa de la prisión más de 600 000. El único mercado en el que estaban acostumbrados a participar la mayoría de ellos era en la economía sumergida, y en el sistema de prisiones que yo había visto no se les enseñaba ningún otro camino que emprender cuando estuvieran de nuevo en la calle. Podía contar con los dedos de una mano el número de mujeres de Danbury que habían participado en un auténtico programa de formación profesional. Pop, que había conseguido un certificado de manipuladora de alimentos en la ICF; Linda Vega, que trabajaba como higienista dental de la prisión, y un puñado de mujeres que trabajaban en Unicor. Para las demás, quizá su trabajo fregando los suelos de la prisión o en el taller de fontanería pudiera traducirse en un trabajo de verdad, pero lo dudaba mucho. No había continuidad alguna entre la economía de la cárcel, incluyendo los trabajos de la prisión, y la economía en general.

—¡Eh, señora Jones! ¿Le devolvieron el trabajo ayer?

—Iba a venir a hablar contigo ahora mismo… ¡Estoy muy enfadada!

Me incorporé, preocupada. ¿La habrían pillado? A lo mejor una compañera de clase despechada la había traicionado… No me habría extrañado.

—¿Qué ha pasado?

—¡He sacado un 9!

Yo me eché a reír, cosa que solo consiguió irritarla aún más.

—¿Qué habrá pasado? —se quejó—. ¡Era un trabajo estupendo! Lo leí, tal y como te prometí —estaba muy indignada.

—A lo mejor no querían que se le subiera demasiado a la cabeza, señora Jones. Creo que un 9 también está muy bien.

—Hum…, No sé en qué estarán pensando. Bueno, de todos modos quería darte las gracias. Eres una chica muy maja.

Y tirando de la correa de Inky, siguió su marcha.

Un par de meses más tarde, la Jefa marchaba de nuevo. Todas las mujeres que habían completado las clases del DEG o universitarias recibieron un homenaje que se celebró en la sala de visitas. La señorita Natalie, Pennsatucky, Camila y por supuesto la señora Jones, junto con otras mujeres, se pondrían el birrete. A cada graduada se le permitía invitar a unos cuantos asistentes, ya fuera del exterior o del interior, y yo asistiría como invitada de la Jefa.

El discurso lo iba a pronunciar Bobbie, que era la que había conseguido la nota más alta en el examen de DEG. Las semanas anteriores a la ceremonia sufrió mucho preparando su discurso, escribiéndolo y reescribiéndolo. El día del homenaje amaneció con un calor sofocante, y la sala estaba preparada con dos filas de sillas, una frente a la otra, graduadas frente a invitados. Las mujeres entraron solemnemente, muy guapas con sus birretes y sus togas, negras para las alumnas de DEG, azul intenso para las universitarias. Había un podio donde Bobbie iba a pronunciar su discurso, pero primero escucharíamos a la directora Deboo. Sería su canto del cisne: se iba a supervisar una cárcel nueva a California y nos traerían a un director nuevo, un tipo de Florida.

Bobbie pronunció un discurso precioso. Había elegido un tema —«¡Lo conseguimos!»— y allí estaba, felicitando a sus compañeras estudiantes por haberlo conseguido, recordando a todos los presentes que conseguir un diploma no era fácil en aquellas circunstancias, pero que ellas lo habían hecho, y proclamando que ahora todo el mundo sabía que podían hacerlo y que no había nada que no pudieran conseguir también si se lo proponían. Y todas y cada una de ellas tenían un diploma para demostrárselo al mundo. Me impresionó mucho el cuidado con el que Bobbie había elegido sus palabras, y lo bien que las pronunció, con el toque de desafío adecuado. El discurso fue breve, conciso, pero estableció firmemente que aquel era un día de celebración para las graduadas, no para la institución. Bobbie habló con convicción, naturalidad y orgullo.

Después permitieron a las presas que se sacaran fotos. Ante un fondo de cerezos falsos, en un rincón de la sala de visitas, yo posé con mis amigas, a las que me enorgullecía conocer. Bobbie, posando con un grupo de reclusas que la rodeábamos con nuestros uniformes caqui, parecía muy seria y muy bajita, con su toga especial con cordones dorados, pero llevaba el pelo ahuecado y maravillosamente rizado. En una foto, Pennsatucky y otra Eminemlette sonríen como cualquier graduado de instituto americano el día de su graduación. A su lado, yo parezco muy vieja con mi uniforme caqui. Mi favorita es la foto en la que aparecemos la señora Jones y yo: yo de pie muy feliz tras ella, y ella sentada, radiante, con su toga y su birrete azul eléctrico, sujetando su diploma ante ella con orgullo. En el reverso de la foto, con su letra terrible, escribió: «Gracias. Para una querida amiga. Lo conseguí. Que Dios te bendiga. Señora Jones».