CAPÍTULO 4

Ahora se lleva el naranja

A la mañana siguiente, ocho recién llegadas y yo nos presentamos para una sesión de orientación que duraría todo el día y que se llevaría a cabo en la salita de televisión más pequeña. En el grupo se encontraba una de mis compañeras de habitación, una chica dominicana rellenita enfurruñada y amable a la vez, una extraña combinación. Llevaba un tatuaje de una figura de Mefistófeles bailando en el brazo, con las letras JC. Yo le pregunté si se referían a Jesucristo… ¿quizá para protegerla del festivo demonio?

Ella me miró como si yo estuviese completamente loca, y luego levantó las cejas.

—Son las iniciales de mi novio.

Sentada a mi izquierda, contra la pared, se encontraba una chica negra que me gustó al momento, sin que hubiera ningún motivo racional. Las trencitas pegadas a la cabeza y la agresiva mandíbula no podían disimular el hecho de que era muy joven y muy guapa. Hablé un poco con ella, preguntándole su nombre, de dónde era, cuánto tiempo tenía, esas típicas preguntas que imaginaba que era aceptable hacer. Se llamaba Janet, era de Brooklyn y le habían caído sesenta meses. Daba la sensación de que pensaba que yo era muy rara por hablar con ella.

Luego estaba una mujer blanca menuda, en el otro extremo de la sala, muy habladora. Unos diez años mayor que yo, con aspecto amistoso, el pelo rojo y desgreñado, la nariz aquilina y la piel muy arrugada, parecía que había vivido en las montañas o junto al mar. Había vuelto a la cárcel por violar la libertad condicional.

—Me pasé dos años en Virginia Occidental. Es como un campus enorme y la comida está bien. Esto es una mierda.

Lo dijo animada, y me asombró que, al volver a prisión, alguien pudiera tomárselo de una manera tan natural y optimista. Otra mujer blanca del grupo también había vuelto por lo mismo, y estaba mucho más amargada, cosa que tenía mucho más sentido para mí. El resto del grupo era una mezcolanza de mujeres negras y latinas que se apoyaban en las paredes, mirando al techo o al suelo. Todas íbamos vestidas igual, con aquellas absurdas zapatillas de lona.

Nos sometieron a cinco insoportables horas de presentación de todos los departamentos importantes de Danbury: finanzas, teléfonos, recreo, comisariado, seguridad, educación, psiquiatría… un despliegue de atención profesional que de alguna manera tenía como resultado un nivel de vida asombrosamente bajo para las presas. Los conferenciantes se podían encuadrar en dos categorías: contritos o condescendientes. Los contritos incluían al psiquiatra de la prisión, el doctor Kirk, que era más o menos de mi edad y guapo. Podía haber sido el marido de alguna de mis amigas. El doctor Kirk nos informó tímidamente de que estaba en el campo unas pocas horas cada jueves y que «realmente no podía proporcionar» servicios de salud mental, a menos que fuese «una emergencia». Era el único proveedor de cuidados psiquiátricos para las mil cuatrocientas mujeres del complejo de Danbury, y su principal función era repartir medicamentos psiquiátricos. Si querías que te sedaran, tenías que acudir al doctor Kirk.

En la categoría de los condescendientes estaba el señor Scott, un joven y arrogante funcionario de prisiones que insistía en jugar al juego de preguntas y respuestas con nosotras sobre las normas más básicas de conducta interpersonal, y nos advirtió repetidamente de que no fuésemos «gay porque es lo que hay». Pero lo peor de todo fue la mujer de servicios sanitarios, que se mostró tan desagradable que me dejó desconcertada. Nos informó con firmeza de que sería mejor no atrevernos a hacerle perder tiempo, que ellos decidirían si estábamos enfermas o no, qué era necesario desde el punto de vista médico, y que no debíamos esperar tratamiento para ninguna enfermedad a menos que amenazase nuestra vida. Yo di gracias silenciosamente por tener buena salud. Si nos poníamos enfermas, lo teníamos claro.

Cuando salió aquella mujer de servicios sanitarios, la pelirroja exclamó:

—Por el amor de Dios, ¿qué mosca le ha picado a esta tía?

A continuación entró en la sala un hombre de Servicios, grande y campechano, con unas cejas enormes y pobladas.

—¡Hola, señoras! —exclamó, atronador—. Me llamo señor Richards. Solo quería decirles que siento que estén aquí. No sé por qué han venido, pero ojalá las cosas hubiesen sido diferentes. Esto quizá no las consuele mucho ahora mismo, pero lo digo de corazón. Sé que todas tienen familia e hijos, y tendrían que estar con ellos en su casa. Espero que pasen aquí un tiempo breve —después de horas de tratarnos como niñas desagradecidas y embusteras, aquel desconocido mostraba una sensibilidad notable. Todas nos animamos un poquito.

—¡Kerman! —otra presa con una tablilla con sujetapapeles metió la cabeza en la habitación—. ¡Uniforme!

Tuve suerte: llegué a la prisión el miércoles. El asunto de los uniformes se gestionaba los jueves, así que si te entregas el lunes, puedes oler un poco mal después de varios días sin cambiarte, dependiendo de si sudas o no cuando estás nerviosa. Seguí a la del tablero por el vestíbulo hasta una habitación pequeña donde se repartían los uniformes, restos de cuando aquel lugar había sido una instalación de hombres. Me dieron cuatro pares de pantalones caqui con goma en la cintura, y cinco camisas abrochadas caqui de mezcla de poliéster, que llevaban los nombres de sus antiguos propietarios en los bolsillos delanteros: Marialinda Maldonado, Vicki Frazer, Marie Saunders, Karol Ryan y Angel Chevasco. Y también un conjunto de ropa interior blanca térmica, un gorro de lana que picaba, pañuelo y mitones, cinco camisas blancas, cuatro pares de calcetines sin talón, tres sujetadores blancos deportivos, diez bragas de abuela (que pronto descubrí que perdían el elástico al cabo de un par de lavados) y un camisón tan enorme que me hizo reír y al que todo el mundo se refería como el «mumu».

Finalmente, el guardia que me tendía la ropa silenciosamente, me preguntó:

—¿Qué talla de zapatos?

—Nueve y medio.

Me pasó una caja de zapatos roja y negra, que contenía un par de pesados zapatos negros con punteras de acero. No me había sentido tan feliz de ponerme un par de zapatos desde que encontré unos de Manolo Blahnik de ocasión por cincuenta dólares. Aquellas maravillas eran sólidas y transmitían fuerza. Me encantaron al momento. Le tendí las zapatillas de lona con una enorme sonrisa en el rostro. Ahora ya era una convicta de verdad, de las duras. Me sentí infinitamente mejor.

Volví a orientación con mis zapatos con puntera de acero. Mis compañeras seguían allí, casi muertas de sopor ante aquel inacabable sermón. Al hombre agradable de Servicios lo había sustituido Toricella, el consejero que hacía pareja con Butorsky y que me había dejado llamar a Larry la noche anterior. En seguida le puse el mote de «Farfullón». Su rostro, parecido al de una morsa, apenas cambiaba; nunca le oí levantar la voz, pero era difícil saber cuál era su estado de ánimo, aparte de un ligero fastidio. Nos informó de que la directora Kuma Deboo nos honraría con su presencia un momento.

De repente se despertó mi interés: no sabía nada de la directora, la gran jefa, que además de ser una mujer tenía un nombre muy inusual. No había oído decir ni una sola palabra de ella en las veinticuatro horas que llevaba en la cárcel. ¿Se parecería a la cantante punk Wendy O. Williams o a la enfermera Ratched de Alguien voló sobre el nido del cuco?

Ninguna de las dos cosas. La directora Deboo entró en la habitación y tomó asiento frente a nosotras. Era solo unos diez años mayor que yo, como máximo, delgada, con la piel olivácea y muy guapa, probablemente de ascendencia de Oriente Medio. Llevaba un traje pantalón muy soso y una bisutería espantosa. Nos habló en un tono informal, falsamente cálido, que instantáneamente me recordó a alguien que se presentaba a un cargo político.

—Señoras, soy la directora, Kuma Deboo, y estoy aquí para darles la bienvenida a Danbury, que ya sé que no es el lugar ideal para ninguna de ustedes. Mientras estén aquí, yo soy responsable de su bienestar. Soy responsable de su seguridad. Soy responsable de que cumplan su sentencia satisfactoriamente. De modo que, señoras, yo soy la responsable de todo.

Siguió un rato en un tono similar, mencionando nuestra responsabilidad personal, y luego pasó al tema del sexo.

—Si alguien en esta institución las está presionando sexualmente, si alguien las amenaza o las ataca, especialmente de una forma sexual, quiero que acudan directamente a mí. Yo vengo al campo cada jueves a la hora de comer, así que pueden venir a hablar conmigo de cualquier cosa que les pase. Aquí, en Danbury, tenemos una política de tolerancia cero hacia las conductas sexuales impropias.

Hablaba de los guardias de la prisión, claro, no de lesbianas depredadoras. Está claro que el sexo y el poder son inseparables detrás de los muros de una prisión.

Bastantes amigos míos habían expresado su temor de que yo pudiera correr peligro en la cárcel, más por los guardias que por las internas. Miré a mi alrededor, a mis compañeras presas. Algunas parecían asustadas; la mayoría, indiferentes.

La directora Deboo acabó su perorata y nos dejó. Una de las prisioneras dijo, indecisa:

—Parece buena gente.

La amargada que estuvo antes encerrada en Danbury exclamó:

—Sí, tiene mucha labia, pero no esperes verla nunca más, excepto quince minutos cada dos jueves, como mucho. Habla muy bien, pero es como si no estuviera aquí. No es ella la que dirige esto. ¿Y esa mierda de la tolerancia cero? Recordad esto, señoras: será siempre nuestra palabra contra la suya.

Las recién llegadas a una prisión federal están en una especie de purgatorio el primer mes o así, mientras se encuentran todavía en la situación de «AO», «Admisiones y Orientación». Cuando estás en AO no puedes hacer nada: no puedes tener trabajo, no puedes ir a clases de DEG (Desarrollo y Educación General), no puedes ir al comedor hasta que han ido todas las demás, no puedes decir una sola palabra cuando te ordenan quitar nieve con una pala a extrañas horas de la noche. La explicación oficial es que tus pruebas médicas y diversas autorizaciones deben volver del lugar misterioso al que van antes de que empiece realmente tu vida en prisión. El papeleo nunca es rápido en la cárcel (excepto en el caso de los calabozos de aislamiento) y una presa no tiene medio alguno de acelerar la resolución con un miembro del personal de la institución penitenciaria. Ni con nadie.

Existe un número asombrosamente elevado de normas oficiales y no oficiales, procedimientos y rituales. Si no las aprendes rápidamente, sufres las consecuencias, como por ejemplo: que piensen que eres idiota, que te llamen idiota, que caigas mal a otra presa, que caigas mal a algún guardia, que caigas mal a tu consejero, que te veas obligada a limpiar el baño, a comer la última de la fila cuando todo lo comestible ha desaparecido ya, que te hagan un «parte» (informe de incidencias) que queda en tu expediente, y que te manden a la Unidad de Habitáculo Especial o UHE, también conocida como Solitario, el Agujero o Seg (por «segregación»). Sin embargo, la respuesta más común a una pregunta sobre cualquier cosa que no sea una norma oficial es: «Cariño, ¿no sabes que en la cárcel no se hacen preguntas?». Las normas no oficiales las aprendes por observación, inferencia o preguntando con muchas precauciones a personas en las que crees que puedes confiar.

Mi experiencia como AO aquel mes de febrero (que además era bisiesto) fue una extraña combinación de confusión y espantosa monotonía. Vagaba por el edificio del campo atrapada no solo por los federales, sino también por el mal tiempo. Sin trabajo, sin dinero, sin posesiones, sin privilegios telefónicos, era casi una no-persona. Gracias a Dios tenía libros y regalos en forma de papel y sellos de las demás prisioneras. No podía esperar a que llegase el fin de semana para ver a Larry y a mi madre.

El viernes había nieve. Annette, muy preocupada, me despertó tocándome en el pie.

—¡Piper, han llamado a las AO para tareas de nieve! ¡Levántate!

Me incorporé, confusa. Todavía era de noche. ¿Dónde estaba?

—¡Kerman! ¡Kerman! ¡Preséntese en el despacho del OC, Kerman! —aullaban los altavoces.

Annette abría mucho los ojos.

—¡Tienes que ir ahora mismo! ¡Vístete!

Me puse los zapatos nuevos con puntera de acero y me presenté en el despacho del oficial correctivo, totalmente despeinada y sin lavarme los dientes. El OC de guardia era una mujer rubia y con aire de bollera. Parecía capaz de comerse a los pececillos nuevos como yo para desayunar después de ejercitarse para su triatlón.

—¿Kerman?

Asentí.

—He llamado a las AO hace media hora. Hay tareas de nieve. ¿Dónde estabas?

—Durmiendo.

Me miró como si yo fuera un gusano que se retorcía en la acera después de la lluvia de primavera.

—¿Ah, sí? Ponte el abrigo y coge una pala.

«Pero ¿y el desayuno?». Me puse la ropa interior térmica y el feo chaquetón con la cremallera rota, y fui a reunirme con mis compañeras bajo el viento helado que nos azotaba y limpiaba los caminos. Por aquel entonces ya había salido el sol y había un poco de luz lúgubre. No había palas suficientes para todas nosotras, y la que yo usaba estaba rota, pero nadie podía volver adentro hasta que se hubiese hecho todo el trabajo. Más que usar las palas, lo que hacíamos era extender sal.

Una de las AO era una dominicana menuda de unos setenta años que apenas hablaba una palabra de inglés. Le dimos nuestros pañuelos, la envolvimos bien y la colocamos al abrigo del viento, junto a una puerta. Tenía demasiado miedo para irse dentro, aunque con aquel frío era una locura que estuviera allí con nosotras. Una de las otras mujeres me dijo gritando para hacerse oír con el viento que la anciana tenía una condena de cuatro años por un delito de «comunicaciones», es decir, por coger mensajes telefónicos de un pariente suyo que traficaba con drogas. Me pregunté qué fiscal de Estados Unidos se habría apuntado aquel tanto en particular en su haber.

Me preocupaba que el mal tiempo impidiera que Larry pudiera venir en coche desde Nueva York, pero no tenía forma de saberlo, así que antes de que empezaran las horas de visita, a las 3, intenté arreglarme un poco. Recién duchada y llevando el uniforme que me parecía más favorecedor, de pie bajo la luz fluorescente del baño decrépito, miré a la mujer extraña que se reflejaba en el espejo. Parecía muy poco arreglada y poco femenina: sin joyas, sin maquillaje, sin adorno alguno. Llevaba el nombre de otra persona en el bolsillo del pecho de mi camisa caqui. ¿Qué pensaría Larry cuando me viera así?

Fui a esperar junto a la puerta de la gran sala de recreo, donde se recibían las visitas. En la pared de la sala de visitas había una luz roja. Cuando una presa veía a los suyos subir por la colina y entrar en el edificio del campo, o bien si oía su nombre por los altavoces, daba a un interruptor de la luz en el lado de las dobles puertas de la sala, y se encendía también una luz roja al otro lado de las puertas, alertando al OC de la sala de visitas de que la presa estaba allí, esperando para ver a su visitante. Cuando el OC lo creía conveniente se levantaba, iba hacia la puerta, cacheaba a la interna y le permitía entrar en la sala de visitas.

Cuando llevaba más o menos una hora en el vestíbulo junto a la sala de visitas, empecé a recorrer la sala principal, aburrida y nerviosa. Oí que decían mi nombre por el sistema de altavoces —«¡Kerman, acuda a visitas!»— y me acerqué a toda prisa. Una guardia con el pelo rizado y sombra de ojos azul intenso me esperaba en el vestíbulo. Abrí brazos y piernas y ella me rozó con los dedos por las extremidades, bajo el cuello, bajo el sujetador de deporte y en torno a la cintura.

—¿Kerman? Es la primera vez, ¿no? Vale, él está ahí esperándote. ¡Cuidado con el contacto! —y abrió la puerta de la sala de visitas.

Para las visitas, la gran sala estaba amueblada con mesitas de cartas y sillas plegables. Cuando llegué estaba medio llena, y Larry se encontraba sentado en una de ellas, con aire ansioso y expectante. Cuando me vio, se puso de pie de un salto. Yo fui hacia él con toda rapidez y le abracé. Estaba tan agradecida de que él pareciera feliz… Me sentía yo misma de nuevo.

Estaba permitido abrazar y besar a tus visitantes (¡sin lengua!) al principio y al final de la visita. Algunos guardias permitían cogerse de las manos; otros, no. Si un guardia tenía un mal día, o una mala semana, o una mala vida, todas lo sufríamos en aquella horrorosa sala de visitas con el suelo de linóleo. Siempre había dos presas trabajando en la sala de visitas también, ayudando al OC, y acababan allí metidas charlando con el guardia durante horas.

Larry y yo nos sentamos a la mesa de cartas y él simplemente se me quedó mirando, sonriente. Me sentí apocada de pronto. Me preguntaba si notaría alguna diferencia en mí. Empezamos a hablar, intentando cubrir de una sola vez una cantidad de terreno enorme. Yo le conté lo que me había pasado desde que dejó el vestíbulo de la prisión, y él me contó cómo había sido para él tener que irse. Dijo que había hablado con mis padres, que estaban aguantando muy bien, y que mi madre vendría a verme al día siguiente. Hizo una lista de todas las personas que le habían llamado para preguntar cómo estaba yo, y que habían enviado peticiones para que las aprobaran como visitantes. Yo le expliqué que había un límite de veinticinco personas en mi lista de visitantes. Nuestro amigo Tim había creado una website, www.thepipebomb.com, y Larry enviaba allí toda la información relevante, incluidas las preguntas de la gente.

Hablamos durante horas (las horas de visita eran de tres a ocho de la tarde, los viernes), y Larry me preguntó con curiosidad por todos los detalles de la cárcel hasta el momento. Juntos en aquella mesa de cartas pude relajarme de la tensa vigilancia y la precaución que habían gobernado todos mis movimientos en los tres últimos días, y casi olvidé dónde estaba, incluso mientras compartía con él cada descubrimiento que me ofrecía mi nueva vida. Me sentía muy querida allí sentada con él, confiando en que algún día podría dejar atrás aquel horrible lugar. Tranquilicé a Larry incontables veces diciéndole que estaba bien. Le dije que mirase a su alrededor… ¿le parecían tan malas las demás presas? Opinaba que no.

A las siete cuarenta y cinco era hora ya de que Larry y los demás visitantes se fuesen. Noté que se me encogía el corazón. Tenía que abandonar la burbuja de amor que rodeaba nuestra mesita de cartas. No volvería a verle hasta al cabo de una semana entera.

—¿Has recibido mis cartas? —me preguntó.

—No, todavía no recibo correo. Aquí todo va al ritmo de la cárcel… a cámara lenta.

Las despedidas eran duras, aunque no solo para nosotras. Una niñita no quería separarse de su madre, y lloraba mientras su padre intentaba ponerle otra vez el traje para la nieve. Visitantes y presas cambiaban el peso de un pie al otro, intentando despedirse. A todas se nos permitía un abrazo final, y luego veíamos a nuestros seres queridos desaparecer en la noche. Las presas más expertas ya estaban desabrochándose los zapatos, preparadas para el registro, que exigía desnudarse.

Este ritual, que repetiría cientos de veces a lo largo del año siguiente, no variaba nunca. Había que quitarse zapatos y calcetines, camisa, pantalones, camiseta. Levantarte el sujetador y enseñar los pechos. Enseñar las plantas de los pies. Luego volverte ante la funcionaria de prisiones, quitarte las bragas y agacharte, para que se te viera bien. Finalmente, toser, cosa que teóricamente haría que cualquier objeto de contrabando oculto cayera al suelo. Siempre me pareció que la relación entre la persona que no tiene otra elección que quedarse desnuda y la guardia que da la orden era rápida y eficiente, pero algunas mujeres encontraban tan humillante el hecho de desnudarse y ser registradas que posponían las visitas para no sufrirlo. Yo no habría sobrevivido nunca sin mis visitas, y por eso apretaba los dientes y seguía el procedimiento con rapidez. Era el sistema de quid pro quo de la prisión: ¿quieres tener contacto con el mundo exterior? Pues a enseñar el culo, cada vez.

Con la ropa ya puesta, entré en el vestíbulo principal, recordando todo lo que Larry me había dicho. Alguien dijo:

—Eh, Kerman, ¡han dicho tu nombre cuando han repartido el correo! —fui corriendo a la garita del OC y este me tendió dieciséis maravillosas cartas (¡incluidas las de Larry!) y media docena de libros. Alguien ahí fuera me quería…

Al día siguiente tenía que venir mi madre. No podía ni imaginar lo horribles que habrían sido las últimas setenta y dos horas para ella, y me preocupaba lo que podía pensar al ver la verja con aquel alambre de espinos, que provocaba un miedo primario. Dijeron mi nombre por los altavoces y yo apenas podía estarme quieta mientras me registraban. Atravesé corriendo las puertas de la sala de visitas, buscando la cara de mi madre. Cuando la vi, fue como si todo lo que nos rodeaba se fundiera en un fondo distante. Ella se echó a llorar cuando me vio. En treinta y cuatro años yo no recordaba haberla visto jamás tan aliviada.

Pasé gran parte de las dos horas siguientes intentando tranquilizar a mi madre y diciéndole que estaba bien, que nadie me molestaba ni me hacía daño, que mis compañeras de cuarto me ayudaban, y que los guardias me dejaban en paz. La presencia de otras familias en la sala de visitas, muchas con niños pequeños, me recordaba que no éramos las únicas. De hecho, éramos solo una más de las millones de familias americanas que intentan sobrellevar como pueden el sistema penitenciario. Mi madre calló al ver a una niña pequeña jugando con sus padres en otra mesita de cartas. La tensión de su rostro disipó cualquier queja o compasión por mí misma que yo hubiera podido sentir. Ella se hacía la valiente, pero yo sabía que iría llorando todo el camino hasta el coche.

Las horas que pasé en la sala de visitas de la prisión estuvieron entre las más consoladoras de toda mi vida. Pasaban volando, y en el campo era la única ocasión en que el tiempo parecía moverse con rapidez. Allí podía olvidarme por completo de ese caldo de cultivo humano que se encontraba al otro lado de las puertas de la sala de visitas, y me llevaba conmigo esa sensación durante muchas horas, una vez que acababa la visita.

Pero veía lo horrible que debía de ser para mi familia verme con aquel uniforme caqui y experimentar una mínima parte de lo que yo estaba experimentando, rodeada de guardias, de desconocidas y de un poderoso sistema de control. Me sentía muy mal por haberles expuesto a aquel mundo. Cada semana necesitaba renovar ante mi madre y Larry la promesa de que todo iba a ir bien, de que me encontraba perfectamente. Yo sentía más culpabilidad y vergüenza al presenciar su preocupación que cuando estuve frente al juez… y eso que fue terrible presentarse ante aquel tribunal.

Observé que en el campo había momentos de acción frenética y paréntesis de calma, como en un instituto o una sala de Urgencias. Con arrebatos de actividad, la Babel de voces subía y bajaba de tono entre las reclusas agrupadas, apresuradas, ociosas, esperando y parloteando, con una abrumadora algarabía de ruidos, acentos y emociones mezclados en un torbellino de lenguas.

Otras veces todo estaba tranquilo y silencioso… somnoliento incluso durante algunas horas del día, cuando la mayoría de las internas estaban ocupadas en sus trabajos y las limpiadoras ya habían acabado sus tareas de limpieza y se habían ido a echar una siesta, hacer ganchillo o jugar a las cartas. Por la noche, después de las diez, con las luces ya apagadas, todas las salas estaban tranquilas, solo alterada su paz de vez en cuando por alguna mujer con su mumu que iba al baño o al buzón de correos, iluminada por la luz distante de una sala común donde alguien, quizá ilícitamente, veía la tele a horas intempestivas.

Mi comprensión de las causas de esas pautas de movimiento, comidas, entrega de correo, llamada al trabajo, cola de las pastillas, días de economato (en los cuales yo todavía no podía participar), teléfono… era todavía escasa. Pero aprendía más cada día, recogiendo información e intentando ver dónde encajar.

Cartas y buenos libros, un número exagerado de buenos libros, empezaron a fluir casi de inmediato desde el mundo exterior. A la hora de entregar el correo, casi cada día la Estrella Porno Gay aullaba «¡Kerman!» y empujaba hacia mí con la bota un cubo de plástico repleto de docenas de libros, medio disgustado y medio perplejo. Toda la población del campo me veía recoger mi correo, y de vez en cuando alguna graciosilla decía: «¿Ya das abasto?».

Por una parte, la gente estaba impresionada ante las pruebas de que la gente de fuera se preocupaba por mí. Por otra parte, la avalancha literaria demostraba que yo era distinta, un bicho raro: «es la única que tiene libros». Annette y algunas más estaban encantadas ante la entrada de nuevo material de lectura, y cogían libros prestados de mi biblioteca personal con total impunidad (y permiso). Jane Austen, Virginia Woolf y Alicia en el País de las maravillas desde luego servían para llenar el tiempo y me hacían compañía interiormente, pero en mi vida física seguía estando muy sola. Intentaba hacer amigas cautelosamente, pero todo en la cárcel resultaba engañoso; había muchos sitios en los cuales una novata como yo podía dar fácilmente un paso en falso. Como en el comedor.

El comedor era como la cantina de un instituto, y ¿quién tiene buenos recuerdos de un sitio así? Una enorme sala con el suelo de linóleo, llena de mesas con cuatro sillas giratorias unidas (¿para que no se pudieran tirar?), con ventanas por dos lados, que daban al exterior, a la entrada trasera del campo, donde había un aparcamiento, una rampa para discapacitados y un aro de baloncesto abandonado y sin usar. El desayuno era tranquilo, y a él asistían solo una parte de las presas, sobre todo las más viejas, que apreciaban la paz casi meditativa de aquel ritual matutino, a las seis y media de la mañana. Nunca había que esperar para el desayuno. Cogías una bandeja y los cubiertos de plástico y te acercabas a la cola de la cocina, y allí te servían las otras presas, algunas con cara indiferente, otras parlanchinas. Podían ser cereales fríos o copos de avena o, un día realmente bueno, huevos cocidos. Normalmente había una pieza de fruta por persona, manzana o plátano, o a veces un melocotón duro como una piedra. Unos recipientes enormes de café aguado se encontraban junto a dispensadores de bebidas frías, llenos de agua y algo que parecía zumo hecho con preparado en polvo y bastante flojo.

Yo me acostumbré en seguida a ir a desayunar porque así podía sentarme a solas pacíficamente, sin beberme aquel café horrible, y observar a las demás presas ir y venir y contemplar la salida del sol a través de las ventanas que daban al este.

La comida y la cena eran totalmente distintas: la cola de internas se extendía por toda la pared debajo de las ventanas y a veces salía por la puerta, y el ruido era tremendo. Yo encontraba aquellas comidas muy estresantes, y avanzaba precavidamente con mi bandeja, mirando a mi alrededor, buscando alguien a quien conociera junto a una silla vacía, o mejor aún, una mesa entera vacía donde poder sentarme. Sentarse con alguien podía ser una proposición dudosa, quién sabe. Podía encontrarse una con alguien de morros y un silencio estrepitoso, o un cortante «Este asiento está reservado». Pero también te podías encontrar con una presa demasiado parlanchina o que hiciera demasiadas preguntas. Cuando me aventuraba en otros lugares, a menudo Annette me cogía por banda después de la comida:

—Tienes que apartarte de esa, Piper. Irá detrás de ti para ir en seguida al economato.

Annette tenía un instinto maternal que era una fuerza de la naturaleza, y me ayudó a capear las normas oficiales, como recordar los recuentos, los números de NCP, y el día que se me permitía llevar la ropa a la lavandería para que me la lavasen. Pero también recelaba de la mayoría de las presas que no eran blancas y de clase media. Resulta que a Annette la había engañado una chica joven, que la convenció para que le comprase montones de artículos del economato, jugando con su compasión. La chica era muy conocida por sus chanchullos con las nuevas presas, de modo que Annette estaba quemada, y su precaución era excesiva. Annette me incluía siempre en sus inacabables juegos de Rummy 500 con su grupo de italianas, que me toleraban de mala gana por lo mal que juego. Las mujeres negras jugaban más ruidosamente a Spades unas mesas más allá; las italianas decían desdeñosas que todas hacían trampas.

Annette me presentó a Nina, una compañera italiana que era de mi edad y vivía unas pocas habitaciones más allá y que también me acogió bajo sus alas. Nina acababa de volver de un mes en la UHE (se había negado a quitar nieve) y esperaba que la volvieran a poner en los dormitorios. Annette parecía asustada de la mayoría de las presas, pero Nina no, porque se había criado en las calles de Brooklyn, aunque desconfiaba de las demás presas tanto como Annette. «Son todas unas chifladas… me ponen mala», decía. Había tenido una vida bastante dura y estaba muy acostumbrada a la cárcel, era muy divertida y sorprendentemente tolerante con mi ingenuidad, y yo la seguía por todas partes como un cachorrillo. Prestaba mucha atención a sus consejos para que no me estafara ninguna otra presa. Desde luego, me interesaba saber exactamente quiénes eran las «no-chifladas».

Me llevaba bien con algunas de las mujeres de mi grupo de AO (porque además me acordaba de los nombres de todas): la latina tatuada de mi habitación, a la que le habían caído solo seis meses por haberla cogido con seis kilos de coca en el coche (cosa que para mí no tenía sentido); la pelirroja mordaz, que todavía insistía en que la prisión de Virginia Occidental era mucho mejor que Danbury, «aunque para nosotras, las norteñas, es mejor aquí, no sé si me explico…».

Luego estaba la pequeña Janet de Brooklyn, que cada vez se mostraba más amistosa conmigo, aunque todavía parecía creer que yo era un poco rara por mostrarme simpática con ella. Solo tenía veinte años y era una universitaria arrestada por hacer de mula durante unas vacaciones. La habían encerrado en una celda caribeña durante un angustioso año entero antes de que los federales fueran a buscarla. Ahora cumplía sesenta meses… más de la mitad de su veintena la pasaría entre rejas.

Un día, a la hora de comer, se sentó a mi lado una Janet distinta, de unos cincuenta años, alta, rubia y espectacular. Yo la había estado observando y me preguntaba cuál sería su historia, porque me recordaba a mi tía. Janet era como yo, una delincuente de las drogas de clase media. Cumplía una sentencia de dos años acusada de tráfico de marihuana. Cuando entablamos conversación, se mostró amistosa pero no avasalladora, respetando mucho el espacio ajeno. Me enteré de que era una gran viajera, la típica intelectual ecopacifista, fanática del fitness y experta en yoga, devota budista y con un corrosivo sentido del humor, todos ellos atributos muy convenientes en una compañera de prisión.

La comida institucional había que tomársela con un enfoque zen. El almuerzo a veces estaba caliente, a veces no, y la comida más popular eran hamburguesas estilo McDonald’s o en rarísimas ocasiones, sándwiches de pollo rebozado y frito. La gente se volvía loca por el pollo de cualquier forma. Muy a menudo, la comida consistía en mortadela y queso naranja gomoso metidos en pan blanco, e interminables cantidades de almidón barato y grasiento en forma de arroz, patatas y horribles pizzas congeladas. El postre era muy variable, a veces galletas o pasteles muy buenos y hechos en casa, a veces gelatina, otras veces cuencos de budín, de los cuales me advirtieron: «Vienen en latas que llevan la etiqueta TORMENTA DEL DESIERTO, y si hay moho en la parte de arriba, simplemente lo quitan y te ponen lo que queda». Para las pocas vegetarianas que había, tenían proteínas vegetales texturizadas, es decir, un polvo de soja reconstituido espantoso que alguien de la cocina intentaba hacer comestible, sin demasiado éxito. Normalmente parecían gusanos. A veces añadían cebolla y más o menos se podía tragar. La pobre Yoga Janet era vegetariana y se había resignado a seguir una dieta de subsistencia la mayor parte del tiempo.

Tanto la comida como la cena incluían una ensalada que solía ofrecer lechuga iceberg, pepinos a rodajas y coliflor cruda. Solo determinadas mujeres, como Yoga Janet, se servían regularmente ensalada. Saludé tímidamente a mis hermanas en fibra. De vez en cuando aparecían otras verduras con la ensalada: brócoli, brotes de judías en lata, apio, zanahorias, y muy de vez en cuando, espinacas crudas. Estas eran rapiñadas al momento y salían del comedor destinadas a las recetas de cocina de las presas, que se preparaban febrilmente en los dos microondas que había junto al dormitorio. La única comida disponible era la que aparecía en el comedor y lo que las presas podían comprar en el economato.

Una presencia constante en el comedor era la antigua compañera de litera de Nina, la italiana Pop, imponente mujer de un gánster ruso de unos cincuenta años que dirigía la cocina con mano de hierro. Una noche yo estaba con Nina cuando ya se aproximaba la hora de comer y Pop vino a sentarse con nosotras, vestida con su uniforme de cocina de color granate arreglado a medida y con la palabra POP bordada en el corazón con hilo blanco, como si fuera un chef. Yo, que no sabía nada, empecé a quejarme de lo mala que era la comida. No se me ocurrió en aquel momento que nadie pudiera enorgullecerse de su trabajo en la prisión, pero Pop era así. Hice una broma sobre una huelga de hambre y entonces fue cuando la cagué.

Pop me miró ferozmente y me señaló con un dedo.

—Escucha, cariño, sé que acabas de llegar aquí y que no entiendes cómo va esto. Te lo voy a decir solo una vez. Hay una cosa que se llama «incitación al motín», y ese tipo de mierda que nos estás contando, eso de hacer huelga de hambre, eso es incitar al motín. Te puedes meter en un problema grave por eso. Te encerrarían en la UHE en un abrir y cerrar de ojos. A mí, la verdad, no me importa, pero tú no sabes cómo es esa gente, cariño. Si te oye decir eso que acabas de decir la persona equivocada, y va y se lo cuenta al OC, te asombraría lo rápido que vendría el teniente a encerrarte. Así que si quieres un consejo, cuidado con lo que dices.

Y se fue. Nina me miró como diciéndome en silencio «eres gilipollas». A partir de entonces me aparté del camino de Pop, agachando la cabeza para no mirarla a los ojos cuando me ponía en la cola de la comida.

Febrero es el Mes de la Historia Negra, y alguien había adornado el comedor con unos carteles de Martin Luther King Jr., George Washington Carver y Rosa Parks.

—No han puesto una mierda para el Día de Colón —un día se quejó una mujer llamada Lombardi detrás de mí en la cola. ¿Acaso ponía pegas al doctor King? Yo no dije ni pío. El campo de mínima seguridad de Danbury albergaba aproximadamente a 200 mujeres como máximo, aunque a veces llegaba a la pesadillesca cantidad de 250, todas apelotonadas. Más o menos la mitad eran latinas (portorriqueñas, dominicanas, colombianas), más o menos un 24 por ciento blancas, un 24 por ciento afroamericanas y jamaicanas, y luego un resto muy mezclado: una india, un par de mujeres de Oriente Medio, un par de nativas americanas, una diminuta mujer china de unos sesenta años. Siempre me pregunté cómo sería estar allí si carecías de tribu. Todo era muy en plan West Side Story: ¡quédate con los tuyos, María!

El racismo era descarado: los tres dormitorios principales se habían organizado siguiendo supuestamente unos principios instituidos por los consejeros, que eran los que asignaban alojamiento. El dormitorio A se llamaba «los barrios residenciales», el B era «el gueto», y el C, «el Harlem hispano». Las habitaciones donde iban a parar primero todas las nuevas eran una mezcla extraña. Butorsky usaba como arma las asignaciones de alojamiento, de modo que si le cogías de malas, te quedabas eternamente en las habitaciones. Las más enfermas del campo, o las mujeres embarazadas, como la que había visto cuando llegué, ocupaban las literas de abajo; las literas superiores estaban llenas de recién llegadas o mujeres con problemas de conducta, que nunca escaseaban. La habitación 6, donde vivía yo, servía como enfermería más que como sala de castigo. Yo tenía suerte. Por la noche yacía en la oscuridad de mi litera, encima de la mujer polaca que roncaba, escuchando el ruido del aparato de respirar de Annette y atisbando por encima de las siluetas dormidas de la litera superior hacia las ventanas, que estaban al mismo nivel de mi litera. Cuando había luna, veía las copas de los abetos y las colinas blancas del valle lejano.

Pasaba todas las horas que podía fuera, al fresco, mirando hacia el este, hacia el enorme valle de Connecticut. El campo estaba situado en una de las colinas más elevadas de la zona, y se podían ver colinas ondulantes y granjas y ciudades a kilómetros de distancia, en la cuenca gigante del valle que quedaba debajo. En febrero vi salir el sol cada día. Me atrevía a bajar las desvencijadas y heladas escaleras que conducían a un gimnasio en un barracón, y a la helada pista deportiva del campo, por donde paseaba haciendo crujir la nieve, envuelta en mi feo abrigo marrón y con un gorro verde del ejército que picaba, bufanda y mitones, y luego me dirigía al frío gimnasio para levantar pesas, casi siempre, afortunadamente, sola. Escribía cartas y leía libros. Pero el tiempo era un animal enorme, una bestia indolente e inamovible que no estaba interesada en mis esfuerzos por apresurarla en cualquier dirección.

Algunos días yo casi no hablaba, manteniendo los ojos abiertos y la boca cerrada. Tenía miedo, menos de la violencia física (porque no había visto prueba alguna de ella) que de quedar maldita públicamente por cagarla, rompiendo una norma de la cárcel o de alguna presa. Estar en el sitio equivocado en el momento equivocado, sentarse en el sitio de «alguien», meterse donde no te llamaban, hacer la pregunta equivocada, suponía que te llamaran la atención o te pegaran unos gritos al momento, o bien un terrorífico guardia de la prisión o una terrorífica convicta (a veces en español). Excepto cuando daba la lata a Nina con mil preguntas, y teorizaba e intercambiaba notas con mis compañeras novatas de AO sobre qué era cada cosa, yo callaba.

Pero mis compañeras presas sí que estaban por mí. La urbana Rosemarie me traía el Wall Street Journal cada día y me preguntaba cómo me encontraba. Yoga Janet se esforzaba por sentarse conmigo a la hora de comer, y hablábamos del Himalaya, de Nueva York y de política. Se quedó muy consternada cuando al repartir el correo apareció una suscripción a The New Republic para mí.

—¿Y por qué no lees el catálogo de American Standard, ya puestos? —dijo, indignada.

Un día de economato (porque las compras se hacían dos veces a la semana por la tarde, la mitad del campo el lunes, la otra mitad el martes), Nina apareció en la puerta de la habitación 6. Todavía sin dinero en mi cuenta de la cárcel, yo estaba lavando con un jabón prestado, envidiando profundamente las compras semanales que podían hacer las demás reclusas.

—Eh, Piper, ¿qué tal una zarzaparrilla con helado? —dijo Nina.

—¿Cómo? —yo estaba atontada y hambrienta. La cena había consistido en un rosbif con un extraño color verde metálico. Solo había comido arroz y pepinos.

—Voy a coger un poco de helado en el economato, podemos hacer zarzaparrilla con helado —mi corazón se hinchió de felicidad, pero al momento se desplomó.

—No puedo comprar nada, Nina. Todavía no me han arreglado lo de la cuenta.

—¿Quieres callarte? Ven.

En el economato se podía comprar un envase de medio kilo de helado barato, de vainilla, chocolate o fresa. Tenías que comértelo de inmediato, porque claro, allí no había nevera, solo un dispensador de hielo para las presas. ¡Pobre de la presa que metiera el helado en la máquina del hielo, si la cogía otra presa! Te llevabas unos buenos gritos por cochina y antihigiénica. Como otras muchas cosas, sencillamente aquello no se hacía.

Nina compró helado de vainilla y dos latas de zarzaparrilla. Se me hacía la boca agua mientras preparaba nuestro mejunje en unas tazas de café de plástico, con una espuma de un bonito color tostado. Me tendió una taza y bebí, y adquirí mi bigote de espuma. Era lo mejor que había probado desde que entré en la cárcel. Notaba que las lágrimas acudían a mis ojos. Era feliz.

—Gracias, Nina. Muchas gracias.

Cuando repartían el correo yo continuaba recibiendo una avalancha de cartas, que saboreaba una a una. Algunas venían de mis amigos más íntimos, otras de la familia, y otras de personas a las que ni siquiera conocía, amigos de amigos que habían oído hablar de mí y perdían algo de tiempo ofreciendo un pequeño consuelo con lápiz y papel a una absoluta desconocida. Larry me contó que una de nuestras amigas había hablado de mí a su gente, y su padre decidió leer todos y cada uno de los libros de mi lista de deseos de Amazon. Al cabo de poco tiempo había acumulado, a través del correo, preciosas postales y cartas escritas en papel exquisitamente decorado, que eran un tesoro en la sosa fealdad de las instalaciones; siete páginas impresas de bromas de Steven Wright, un librito sobre el café, ilustrado a mano por mi amigo Peter, y un montón de fotos de gatos de otras personas. Eran mis más preciados tesoros y de hecho mis únicas posesiones de valor.

Mi tío Winthrop Allen III me escribió:

Pipes:

Tu página web ha sido muy bien recibida, de verdad. Se la envié a algunos de mis amigos y conocidos, de modo que no te sorprendas si recibes montones de libros viejos de remitentes desconocidos.

Te envío adjunto Japanese Street Slang. Nunca se sabe si no necesitarás en algún momento el insulto adecuado. Joe Orton no necesita presentación, pero hay una en la cubierta del libro, de todos modos. Parkinson es un viejo zoquete muy divertido, inventor de la Ley de Parkinson, que se me ha olvidado en qué consiste. Ah, sí, ahora me acuerdo, es que las tareas se expanden hasta llenar todo el tiempo disponible. Cuando hayas terminado tus sesiones de terapia de grupo, conferencias sobre sexo seguro y sermones en 12 pasos, quizá puedas comprobar su hipótesis.

El príncipe. Maquiavelo es mi favorito de todos los tiempos. Como tú y yo, es maligno de verdad.

El arco iris de la gravedad. Todos mis amigos literatos consideran que es el mejor desde Bajo el volcán. No he podido acabar ninguno de los dos.

Incluyo un par de carteles para que puedas empezar a decorar tus aposentos antes de que aparezca Martha con sus pijadas.

Recuerdos de Winthrop, el Peor Tío del Mundo.

Empecé a recibir cartas de un tal Joe Loya, escritor y amigo de un amigo en San Francisco. Joe me explicaba que había cumplido una condena de siete años en una prisión federal por atracar un banco, que sabía lo que yo estaba pasando y que esperaba que le escribiera. Me dijo que el acto de escribir le salvó la vida, de verdad, cuando pasó dos años en confinamiento solitario. Me sentí algo desconcertada por la intimidad de sus cartas, pero también conmovida, y me tranquilizó mucho saber que alguien en el mundo exterior comprendía un poco el mundo surrealista en el que ahora habitaba.

Solo la monja recibía más correo que yo. El primer día en el campo, alguien me había informado convenientemente de que había una monja allí… aturdida como estaba, supuse vagamente que se referían a una monja que había decidido vivir entre las presas. Y en cierto sentido, tenía razón. La hermana Ardeth Platte era una presa política, una de las diversas monjas que son activistas pacifistas y que cumplen largas sentencias federales por entrar en un silo de misiles Minuteman II en Colorado, en una protesta no violenta. Todo el mundo respetaba a la Hermana (como la conocíamos todas), que tenía sesenta años y era una monja muy resistente, y una presencia adorable, menuda, chispeante y amorosa. La Hermana era compañera de litera de Yoga Janet, muy apropiada para ella, y le gustaba que Janet la metiera en la cama cada noche y le diera un abrazo y un beso en su suave y arrugada frente. Las presas italoamericanas eran las más escandalizadas por su situación.

—Esos putos federales, ¿no tenían nada mejor que hacer que encerrar «monjas»? —escupían, asqueadas.

La Hermana recibía enormes cantidades de correo de pacifistas de todo el mundo.

Un día recibí una carta de mi mejor amiga, Kristen, a quien había conocido en mi primera semana en Smith. En el sobre había una nota breve, escrita en un avión, y un recorte de periódico. Lo desplegué y vi que era la columna «En la calle» de Bill Cunningham del New York Times del domingo 8 de febrero. Cubriendo media página se encontraban una docena de fotos de mujeres de todas las edades, razas, tamaños y formas, todas ellas vestidas de naranja chillón. «Naranjada sin tapón», era el titular, y Kristen había escrito en un papel adhesivo azul: «¡Neoyorquinas visten de naranja en solidaridad con la situación de Piper! Besos K». Coloqué con mucho cuidado el recorte en el interior de la puerta de mi taquilla, donde, cada vez que la abría, me saludaban la letra de mi querida amiga y las caras sonrientes de unas mujeres vestidas con abrigos, sombreros, pañuelos e incluso cochecitos de bebé de color naranja. Al parecer, se llevaba el naranja…