CAPÍTULO 7
Las horas
Había muchas celebraciones religiosas en Danbury: misa los viernes para las católicas, y a veces alguna los domingos también (normalmente celebrada por el «cura cañón», un sacerdote joven que tocaba la guitarra y hablaba italiano, y al que por tanto adoraban todas las italoamericanas), un servicio religioso en español los fines de semana, un grupo de meditación budista y también visitas de rabinos los miércoles, y una estrambótica reunión semanal no confesional dirigida por unas voluntarias provistas de guitarras acústicas y velas aromáticas. El principal, sin embargo, era un servicio «cristiano» (es decir, fundamentalista) celebrado en la sala de visitas los domingos por la tarde, una vez terminadas las horas de visita.
En marzo pregunté a la hermana Rafferty, la monja alemana que era capellana en jefe, si habría algo previsto para los episcopalianos el domingo de Pascua. Me miró como si yo tuviera tres cabezas, y luego replicó que si quería ir a buscar mi propio ministro y ponerlo en mi lista de visitas (ya llena), podíamos usar la capilla. ¡Gracias por nada, hermana!
Me cargaban sobremanera las exhibiciones religiosas de mis vecinas, las belicosas cristianas renacidas. Algunas de las creyentes hacían auténtica comedia y proclamaban en voz alta una lista de las cosas por las que iban a rezar, decían que Dios había entrado en ellas a través de su encarcelamiento, que Jesús amaba a los pecadores y cosas por el estilo. Personalmente, me parece que uno puede dar gracias al Señor a un volumen más bajo, y quizá alegrándose menos de haberse conocido. Se puede rezar a gritos y sin embargo actuar de la forma más malvada; pruebas abundantes de este hecho se daban en todos los dormitorios.
En la cárcel no se cambiaba el modelo de sombrero ni de vestido en primavera, pero la semana antes de Pascua alguien erigió una cruz horrible y gigantesca detrás del campo, justo al salir del comedor. Me encontré con ella a la hora del desayuno y pregunté «¿qué coño es esto?» a la señora Jones, la brusca reinona del Programa de Cachorros, que era una de las ancianas señoras que siempre venían a desayunar. Me sorprendió enterarme de que solo tenía cincuenta y cinco años, pero supongo que la cárcel envejece prematuramente a cualquier chica.
—Siempre lo hacen —informó—. Unas payasas del SCM vienen y la ponen ahí.
Pocos días después, Nina y yo hablábamos de las vacaciones que se acercaban tomando una taza de café instantáneo. Levy y la otra judía residente, Gayle Greenman, que era mucho más agradable, habían recibido cajas de pan ácimo para la Pascua judía, de parte de la monja alemana. Las otras prisioneras estaban muy interesadas.
—¿Por qué estas tienen galletas grandes? —me preguntó una vecina del dormitorio B, investigando los misterios de la fe—. Esas galletas estarían buenas con gelatina.
Nina, con unos rulos en el flequillo, inclinó la cabeza recordando antiguas Pascuas.
—Un año yo estaba en Rikers. El pan ácimo fue la única cosa comestible que nos dieron —murmuró, haciendo rodar pensativamente el cigarrillo entre los dedos—. Estaba delicioso con mantequilla.
Aquel año yo no correría de aquí para allá entre el seder de la familia de Larry y mis propias tradiciones de Pascua. Fatal… me encantan las diez plagas.
Pop y su gente utilizaron todos los recursos posibles para la cena de Pascua. Fue verdaderamente espléndida, un milagro de primavera. El menú: pollo asado y col con unas bolitas de masa increíbles, tan densas que se podían haber usado como armas; unos huevos duros con mostaza fabulosos y verduras auténticas en la barra de ensaladas. Para postre, tuvimos la creación dulce especial de Natalie, nido de ave: una torta de maíz frita coronando un montículo de budín, cubierta con «hierba» de coco rallado teñido de verde y con unos «huevos» de gelatina, y un pajarito de azúcar de alegres colores encima de todo. Me quedé mirándolo, sin poder creer a mis propios ojos, mientras todas las demás a mi alrededor comían entusiasmadas. No quería comerme aquel diorama increíble. Quería barnizarlo y conservarlo para siempre.
Poco después de Pascua, Nina bajó la colina y se fue a la prisión de alta seguridad para seguir el programa de drogas. Sabía que la echaría de menos. Llevaba semanas y semanas tejiendo una bufanda, y me había consultado muchas veces. «¿Qué color crees que pegaría ahora?», me decía, sacando una colección notable de restos de lana que había recogido por ahí.
—¡Morado! —le decía yo—. ¡Verde!
Todo el campo estaba implicado en el proceso de preparar a las ocho mujeres que iban a ingresar en el estricto programa antidrogas, que duraba nueve meses. Aquel proceso incluía eliminar cualquier contrabando que pudieran tener, adquirir cosas nuevas en el economato, y cargarlas de dulces y mensajitos para que se los llevaran a otras mujeres que también estaban colina abajo. Era un poco como enviarlas a un campamento de verano, pero más siniestro.
Nina estaría solo a unos cientos de metros de distancia, pero sería como si estuviera a miles de kilómetros. Quizá no volviera a verla nunca más. Acabaría el programa justo antes de que me soltaran, de modo que existía alguna posibilidad de que reapareciera en el campo justo a tiempo para volver a decirme adiós.
Junto con las otras siete mujeres, su bolsa de viaje estaba ya cargada en la camioneta de la conductora de la ciudad, y la abracé.
—Gracias por todo, Nina.
—¡La bufanda es para ti, Piper! Voy a terminarla —Pop lloraba.
Mientras Nina bajaba la colina hacia la ICF, noté una auténtica sensación de pérdida. Ella era la primera amiga que hacía allí, y no volvería a tener contacto con ella. La cárcel sobre todo consiste en gente que desaparece de tu vida, y que llenan tu imaginación. Algunas de las desaparecidas estaban justo al otro lado del terreno de la prisión. Yo sabía que media docena de mujeres tenían hermanas o primas colina abajo, en la prisión de alta seguridad. Un día, mientras iba al trabajo después de comer, vi a Nina a través de la puerta trasera de la ICF y me volví loca saltando arriba y abajo y saludando. Ella me vio y me saludó también. El camión que patrullaba el perímetro de la prisión se detuvo de inmediato entre las dos.
—¡Parad inmediatamente! —gritó el guardia que iba dentro.
Pop, que había pasado muchos años «abajo, en los barracones» antes de que la trasladaran al campo, había alistado a multitud de mensajeras para que les llevaran golosinas a las amigas que tenía y que todavía vivían detrás de la alambrada. Viviendo en el dormitorio A, «el barrio residencial», Pop tenía una taquilla enorme en su cubículo, dos veces más grande que la mía y la de Natalie. Estaba atestada, contenía un batiburrillo increíble de las cosas que más le gustaban: comida que ya no se podía comprar en el economato, como Spam por ejemplo, ropa de hace mucho tiempo que nadie tenía ya, y lo más importante: perfume. Le gustaba hacérselo ella misma mezclando varios: un poquito de White Diamonds, un poquito de Opium… Eau de Pop.
—Casi he terminado —decía Pop, eligiendo unos preciosos sujetadores de encaje de contrabando para enviárselos a una amiga que vivía colina abajo—. ¿Qué voy a hacer con esto aquí? ¡Vuelvo a casa en enero y me compraré maravillosos sujetadores nuevos para mis joyitas!
Pop era una fuente inagotable de misterio, maravillas y revelaciones. Entonces no lo sabía, pero Nina me había puesto en contacto con la mujer que más me ayudaría a cumplir mi condena y me haría soportable el tiempo, que me mimaría cuando más lo necesitara, y que me diría que tenía que lamer el culo a alguien y aguantar cuando no había otra opción. Al principio me miraba con ojos escépticos, pero cuando le procuré un tablero de madera del taller del SCM para que lo pusiera debajo de su colchón y así apoyar mejor la espalda, la opinión que tenía de mí mejoró significativamente. También le resultaba útil que yo supiera escribir sus solicitudes de permiso. Pero fue mi voraz apetito por su cocina y sus historias lo que me la ganó definitivamente.
Pop había vivido una vida muy loca en el mundo exterior. Llegó de su país, Rusia, a los tres años. Se casó sin permiso de sus padres a los dieciocho con un gánster ruso. Habían vivido juntos el esplendor excesivo y discotequero de la Nueva York de los años setenta y ochenta, y pasaron varios años huyendo de los federales.
—Los federales intentaban cogernos de todas las maneras posibles… y mi marido simplemente se reía. Pero bueno, si quieren cogerte, al final te cogen. No se rinden nunca.
Su marido estaba en la cárcel también en algún lugar del sur, y sus hijos ya eran mayores. Ella lo había perdido todo, pero había conseguido pasar doce años en prisión manteniendo el espíritu y sacando el mejor partido posible de las cosas. Pop era muy astuta y exuberante. Era amable, pero también podía ser despiadada. Sabía cómo funcionaba el sistema, y también sabía cómo evitar que te destruyeran. Y siempre lo estaban intentando.
Los hijos mayores de Pop venían a visitarla cada semana, junto con otros miembros de la familia, y todos murmuraban en ruso. La sala de visitas era el único lugar donde la vi siempre con el uniforme reglamentario color caqui. En todos los demás lugares iba siempre con los pantalones de cuadritos, la blusa de color granate que llevaba la palabra «Pop» bordada en el pecho con hilo blanco, y un gorro recogiéndole el pelo. Pero para las visitas, siempre se arreglaba el pelo y se ponía maquillaje, de modo que parecía muy femenina, casi una jovencita.
Cualquiera que recibiera visitas regularmente solía guardar al menos un uniforme exclusivamente para ellos: uno que te quedase bien, estuviese planchado y sin manchas, y en algunos casos, incluso especialmente adaptado. Iba contra las normas de la prisión alterar la ropa de cualquier manera, pero nunca se metían si las presas encontraban alguna forma de hacer que los sosos uniformes masculinos resultasen un poco más favorecedores, un poco más femeninos. Algunas mujeres planchaban la ropa formando pliegues en la espalda de las camisas, que eran muy cuadradas y anchas. Todo el mundo sabía qué presas sabían coser, y se podía intercambiar algún artículo del economato a cambio de pequeños arreglos. A las mamis hispanas en especial les gustaba llevar los pantalones muy, muy, muy ajustados. Me hizo mucha ilusión cuando alguien me regaló un par de pantalones rectos más apetecibles, que habían fruncido un poco por la cintura y estrechado por los tobillos. Las costuras internas estaban deshilachadas, pero mis compañeras presas chasquearon la lengua aprobadoramente cuando fui a recibir a mis visitas con ellos.
—¡Guau, Piper! —dijo apreciativamente mi vecina, Delicious.
—¡Vaya tipazo! —exclamó Larry también, con los ojos como platos al verme con aquellos pantalones ajustados.
El pelo era tan importante al menos como los uniformes. Para alguien como yo, rubia y con el pelo liso, no era un problema grave, pero para las mujeres negras e hispanas era una fuente de inacabable preocupación e incontables horas de trabajo. Se sabía si alguien esperaba una visita por el estado de su pelo. Había frecuentes disputas sobre los turnos de sillón en la peluquería, con el fondo sempiterno de intenso olor a solución para la permanente y pelo quemado. La instalación eléctrica del salón no era suficiente para la demanda, y los circuitos saltaban todo el tiempo. Pero el inútil de DeSimon se negaba a hacer algo al respecto.
—Deberían cerrar ese supuesto «salón de belleza» y punto —gruñía cuando las chicas del taller sugeríamos que las de electricidad podíamos cambiar los circuitos—. ¡Total, a estas presas no les sirve para nada!
En cuanto una convicta completaba su peinado, pasaba al maquillaje. Aproximadamente un tercio de la población llevaba maquillaje casi cada día: por costumbre, en un esfuerzo por sentirse normales, o para resultar más atractivas ya fuera a algún miembro del personal o a alguna otra presa. Se compraba en el economato o, en el caso de una antigua broker de bolsa que era adicta a Borghese, de contrabando por parte de algún visitante. Antes de irse al programa de drogas, Nina me regaló un pequeño estuche compacto en forma de corazón, de los que se pueden encontrar en las tiendas de todo a un dólar, y experimenté con chillones colores de sombras de ojos. Un significativo porcentaje de las mujeres hispanas llevaban tatuados el perfilador de ojos y de labios y las cejas, un efecto que yo encontraba inquietante y que asociaba con las putas transexuales del distrito Meatpacking. Las cejas tatuadas nunca coincidían con las reales, que había que depilar o afeitar, y con el tiempo se iban emborronando y en lugar de negras eran azules.
Casi todas las que esperaban visita se presentaban planchadas, peinadas y pintadas en el vestíbulo junto a los teléfonos de pago, desde donde podías ver a tus seres queridos acercarse colina arriba desde el aparcamiento. Aquellas que no esperaban visita también iban a las escaleras a observar las idas y venidas, como entretenimiento indirecto. Normalmente acababan identificando a los habituales cuando aparecían.
—¡Mira, los niños de Ginger! Y ahí los padres de Ángela… él siempre trae a la mamá antes de ir a aparcar, porque tiene la cadera mal…
Los visitantes tenían que rellenar un formulario declarando que no llevaban armas de fuego ni narcóticos encima. El OC comprobaba la lista de las reclusas para asegurarse de que el nombre del visitante estuviera en ella. Había que esperar que la lista estuviera actualizada, algo que dependía completamente del consejero de cada una. ¿Había hecho el trabajo burocrático? ¿Se había molestado en entregar la documentación? Si no era así, mal asunto. No importaba quién fuera tu visitante o que hubiera venido desde lejos para verte, no le dejaban entrar. Larry me dijo lo doloroso que era ver que todos los visitantes, viejos o jóvenes, punks callejeros o yuppies modernos, tenían que lamer el culo y hacer la pelota a los guardias de la prisión con la esperanza de obtener algún tipo de favor. ¿Qué, exactamente? No estaba claro. Pero los juegos de poder que alimentaban la experiencia presas-guardias se extendían a la sala de visitas.
Larry venía a verme cada semana, y yo vivía solo para esas visitas: eran la luz de mi vida en Danbury, la impresionante constatación de lo mucho que le amaba. Mi madre venía en coche, seis horas conduciendo, hasta que yo le supliqué que viniera solo cada dos semanas. La vi más veces en los once meses que pasé en Danbury que en todos mis años previos como adulta.
Yoga Janet y la hermana Platte siempre tenían muchísimas visitas, hipsters y contraculturales que ya se iban haciendo mayorcitos e izquierdosas con las mejillas rosadas y vestidas con algodón tejido a mano en Guatemala, respectivamente. La hermana Platte estaba muy indignada por la censura que ejercía el DFP sobre su lista de visitas: algunas figuras internacionales de la paz habían intentado conseguir permiso para visitar a la hermana y se les había denegado.
Había reclusas que no tenían nunca visitas porque habían dicho adiós con todas las de la ley al mundo exterior. Ni hijos, ni padres, ni amigos, nadie. Algunas de ellas tenían su hogar al otro lado del mundo, y otras no tenían hogar. Algunas decían claramente que no querían que su gente las viera en un lugar como aquel. En general, cuanto más larga era tu condena, menores y más espaciadas eran tus visitas. A mí me preocupaba mi compañera de cubículo, Natalie, que estaba acabando ya su condena de ocho años. Hablaba por teléfono casi cada noche con su hijo menor y recibía muchas cartas, pero no tuvo una sola visita en el año que vivimos juntas. Respeté el muro íntimo de privacidad que erigimos entre las dos en nuestro espacio de dos metros por tres, y nunca le pregunté.
Aunque los días parecían interminables, cada semana llegaba a su fin antes de lo que esperaba, apresurada por las horas de visita. Yo tenía una suerte considerable de que me visitara alguien el jueves o el viernes y también el sábado o el domingo. Y eso se debía al compromiso de Larry y de mi madre y de una enorme cantidad de amigos de Nueva York que estaban deseando venir a verme. Larry hacía malabarismos con mi complejo plan de visitas, con el aplomo del director de un crucero.
Mi consejero, el señor Butorsky, se fue de repente, y yo temí otra pesadilla burocrática. Se decía que había preferido jubilarse anticipadamente a someterse a la voluntad de la directora Deboo, una mujer mucho más joven y no «norteña», y fue reemplazado por otro «veterano», el señor Finn, que llevaba ya casi veinte años en la prisión. Finn hizo enemigos de inmediato entre las presas del campo y el personal, porque exigió un despacho privado y se metió con las limpiadoras diciendo que no enceraban bien el suelo. El hombre se trasladó a su despacho privado y colocó una placa de latón con su nombre en la puerta. Por supuesto, la placa de las narices desapareció de inmediato, lo cual tuvo como resultado que un ejército de OC registraran el campo de arriba abajo. ¡No descansarían hasta que se encontrase la placa con el nombre del oficial Finn!
—Has salido de la sartén para caer en las brasas, compañera —me dijo Natalie, que conocía a Finn de años anteriores, colina abajo—. Ese hombre no es bueno. Al menos, Butorsky hacía el papeleo. Finn odia el papeleo.
Eso me agobió mucho, dada la extensa lista de visitas con la que intentaba cumplir. Pero mi pelo rubio y mis ojos azules me resultaron muy útiles en este caso, igual que había ocurrido con Butorsky. El señor Finn se sintió automáticamente inclinado a que yo le gustara, y cuando me acerqué con un nuevo formulario de visitante y una tímida petición para ver si podía conseguirme una visita especial o cambiar el orden de mi lista, como había hecho el señor Butorsky, él resopló.
—Dame eso. Me importa una mierda cuánta gente tengas en tu lista de visitas. Los pondré a todos.
—¿Sí?
—Claro —Finn me miró de arriba abajo—. ¿Qué cojones haces tú aquí? No suelo ver mucho por aquí a mujeres como tú.
—Un problema de drogas hace diez años, señor Finn.
—Qué pérdida de tiempo. Es una pérdida de tiempo para la mitad de las personas que están en este campo. La mayoría de la gente encerrada por temas de drogas no deberíais estar aquí. No como esas desgraciadas de abajo… hay una que mató a sus dos hijos. Creo que es absurdo mantenerla viva.
No sabía cómo responder a eso.
—¿Así que pondrá a mi visitante en la lista, señor Finn?
—Claro que sí.
Y lo hizo. Mi lista de visitantes creció rápidamente hasta más de veinticinco, otro ejemplo desconcertante de que las normas de la cárcel en realidad nunca eran inamovibles.
Larry y mi madre eran mis salvavidas en el mundo exterior, pero también tenía mucha suerte de contar con amigos que venían a verme. Sus visitas eran particularmente reconfortantes, porque no estaban teñidas con la sensación de culpa de lo que estaba haciendo pasar a Larry y mi familia. Podía relajarme un rato y simplemente reírme con mis amigos, que me traían noticias, preguntas y observaciones de sus vidas milagrosamente normales.
David, amigo del club del libro de San Francisco y excompañero de habitación de Larry, era un visitante regular. Ahora vivía en Brooklyn, y se pegaba la paliza de tren hasta Connecticut una vez al mes. Lo que hacía especialmente maravillosas sus visitas era que él hacía como si todo fuera normal y lo miraba todo con curiosidad y aceptación. Le encantaban las máquinas de chucherías («¡Vamos a pegarnos un atracón!»). Casi me daban ganas de llorar al ver que mis amigos se tomaban mi desgracia con tanta calma.
David atraía mucha atención en el campo. Quizá fuese la combinación de pelo rojo, encanto displicente y gafas modernas, que atraían muchos comentarios jocosos. O quizá que no estuvieran acostumbrados a los gays judíos de Nueva York en aquel agujero dejado de la mano de Dios.
—Vaya amigo que tienes —comentó uno de los OC después de una visita.
Y el señor Finn dijo, con una sonrisita lasciva:
—Simplemente, finge que miro a las mujeres igual que ese amigo tuyo de la sala de visitas.
Pero a las demás presas les gustaba mucho David, que siempre cotorreaba con ellas.
—¿Te lo has pasado bien hoy con tu amigo el marica? —me preguntó Pop un día, después de una de las visitas de David. Claro que sí, me lo había pasado muy bien.
—Los maricas son los mejores amigos del mundo —dijo ella, filosóficamente—. Muy leales.
Mi querido amigo Michael me escribía cada martes en su precioso papel de escribir de Louis Vuitton. Sus cartas parecían bellos objetos de una cultura distante y exótica. La primera vez que vino a verme tuvo la desgracia de llegar al mismo tiempo que el autobús de transporte del puente aéreo, y presenció la llegada de unas mujeres desaliñadas, vestidas con mono, que entraban en la ICF con grilletes, supervisadas por unos guardias con rifles de alta precisión. Cuando me reuní con él en la mesita de cartas, muy animada con mi pulcro uniforme caqui, parecía impresionado pero aliviado.
También vinieron a visitarme amigos de Pittsburgh, Wyoming y California. Mi mejor amiga, Kristen, dejaba su nuevo negocio en Washington para venir a verme cada mes, examinándome la cara atentamente en busca de signos de preocupación que quizá otros no hubieran visto. Fuimos amigas inseparables desde la primera semana de la facultad, una pareja muy rara: ella, una sureña con todas las de la ley, una chica «como es debido», estudiante destacada, deseosa de complacer; yo, una chica no tan «como es debido»… Pero en el fondo las dos éramos muy parecidas: familias similares, valores similares, muy compatibles. Ella lo estaba pasando mal. Su matrimonio había muerto y su empresa estaba naciendo, y para tener una charla íntima con su mejor amiga tenía que acudir a una cárcel de Connecticut. Observé que cada vez que Kristen venía a verme, el oficial Scott aparecía en la sala de visitas y la miraba como si fuera un adolescente.
Una vez vino a verme un amigo, un abogado alto y con el pelo rizado; había ido a atender a un cliente de oficio en una prisión masculina cercana y decidió pasar a verme de vuelta a casa. Normalmente, él y su mujer venían siempre a verme juntos. Aquel tranquilo jueves por la tarde, él y yo nos lo pasamos muy bien, hablando y riéndonos durante horas.
Después, Pop me cogió por su cuenta.
—Te he visto en la sala de visitas. Parece que te lo has pasado muy bien. ¿Quién es ese tío? ¿Sabe Larry que te está visitando?
Intenté mantener la seriedad mientras le aseguraba a Pop que mi visitante era un antiguo colega de la universidad de Larry, y que efectivamente, mi prometido conocía aquella visita. Me pregunté si Larry tenía alguna idea de la cantidad de fans que tenía entre rejas.
Cuando acababan las horas de visita, las internas rezagadas abrazaban y besaban a sus seres queridos y se despedían de ellos, y nos íbamos juntas, a veces perdidas en nuestros propios pensamientos, esperando que la OC tuviese pereza y se saltara los registros. Si alguien lloraba, tú le sonreías comprensiva o le tocabas el hombro. Si alguien sonreía, le preguntabas: «¿Qué tal ha ido tu visita?» mientras te desabrochabas los zapatos. En cuanto te habías agachado desnuda y habías tosido, podías volver a pasar por las puertas dobles hacia el edificio del campo, hacia el vestíbulo, donde siempre había muchas mujeres holgazaneando, esperando para usar el teléfono y viendo a los visitantes bajar la colina hasta el aparcamiento. Si eras rápida, podías correr a la ventana y echar un último vistazo a tu visita, que ya se iba. Larry solo me dijo más tarde, cuando yo ya estaba a salvo en casa, lo terrible que era para él volverse y verme allí, diciéndole adiós a través del cristal, y tener que volver a bajar la colina y dejarme sola.