CAPÍTULO 9
El Día de la Madre
El Día de la Madre era genial en el campo. Desde el momento en que nos despertábamos, todas las mujeres nos deseábamos las unas a las otras «feliz Día de la Madre»… repetidamente. Pronto dejé de explicar que no tenía hijos y me limité a responder: «¡Feliz Día de la Madre también para ti!». Un ochenta por ciento de las mujeres que cumplen condena en las cárceles de Estados Unidos tienen hijos, así que existían muchas posibilidades de acertar.
Muchas mujeres habían hecho rosas de largo tallo a ganchillo para regalárselas a sus «mamás de la cárcel» o a sus amigas. Algunas mujeres se organizaban en relaciones formalizadas como «familiares» con otras presas, especialmente parejas madre-hija. Había muchos clanes pequeños en Danbury. Las mujeres más jóvenes acudían a sus «mamás» para pedirles consejo, atención, comida, préstamos para el economato, afecto, guía, incluso disciplina. Si una de las más jóvenes se portaba mal, otra presa irritada podía decirle: «¡Anda, ve a hablar con tu mamá y arregla esa mierda!». O si la chica realmente estaba muy descontrolada, tanto por sus palabras como por su radio o por lo que fuera, se le podía decir a su madre: «¡Tienes que hablar con tu hija porque si no se porta bien, le voy a dar un puñetazo!».
Mi «familia» de la cárcel giraba en torno a Pop. Esa familia ejemplificaba de qué manera tan compleja crecen los árboles genealógicos entre rejas, como arbustos podados con formas realmente raras. Mi «hermana» más inmediata era Toni, la nueva conductora de la ciudad que había reemplazado a Nina en la litera de Pop. Por extensión automática, Rosemarie, la mejor amiga de Toni, era también hermana. Yo las llamaba para mí «las gemelas italianas». Pero Pop tenía otras muchas «hijas», incluida Big Boo Clemmons, la también enorme Angelina Lewis e Yvonne, que trabajaba con Pop en la cocina. Me gustaba especialmente Yvonne; nos llamábamos la una a la otra «la hermana que nunca quise». Todas las «hijas» negras de Pop la llamaban Mama. Todas las blancas la llamábamos Pop. No tenía hijas hispanas, aunque sí tenía colegas hispanas entre sus pares.
La maternidad en la cárcel era reverenciada, pero también muy complicada debido a la separación, la culpa y la vergüenza. A mis ojos, mis compañeras de la cárcel eran sobre todo mamás normales y corrientes de clase baja o media, abuelas e incluso bisabuelas, y algunas de ellas cumplían condenas muy largas: cinco años, siete años, doce, quince años… Yo sabía que al estar en un campo de mínima seguridad, era muy improbable que hubiesen sido condenadas por cometer crímenes violentos. Mirando a mis vecinas con sus hijos en la sala de visitas, mujeres jóvenes que no habían ido siquiera al instituto, me preguntaba una y otra vez (interiormente): «¿Qué puede haber hecho esta para que la hayan encerrado tanto tiempo?». Desde luego, cerebros criminales no eran…
En los tres meses transcurridos desde mi llegada a Danbury, había visto convertirse en madres a unas cuantas mujeres embarazadas. En febrero, la joven Doris fue la que me hizo presenciar el primer nacimiento en la cárcel. Nunca había visto parir a una mujer, y me sentí hipnotizada y horrorizada a la vez al ver a Doris entrar en una situación en la cual su cuerpo y el de su bebé lo dominaban todo, sin tener en cuenta lo que las rodeaba. Para mi fascinación, toda la población del campo se puso las pilas y la ayudó en lo que pudo: tenía media docena de comadronas suplentes rodeándola en cada momento, viendo lo que necesitaba, ayudándola a estar más cómoda, contándole historias de sus propios partos, e informando de sus progresos a un ansioso público de reclusas. El personal ciertamente no prestaba demasiada atención a lo que estaba ocurriendo, porque los nacimientos en prisión no eran problema suyo.
Era el primer hijo de Doris, y lo único que quería era acurrucarse en su litera, cosa que al parecer no era buena ni para ella ni para el bebé que luchaba por nacer. Las mujeres mayores hacían turnos caminando con ella por el vestíbulo del campo, arriba y abajo, hablando con ella con suavidad, contándole historias y haciendo bromas. Observándola atentamente estaba la compañera de habitación de Doris, que también estaba embarazada de su primer hijo y pariría cualquier día. Ambas parecían muy asustadas.
A la mañana siguiente, a medida que las contracciones se iban haciendo más frecuentes, se llevaron a Doris al hospital esposada. En muchos lugares de Estados Unidos mantienen a las presas embarazadas encadenadas con grilletes durante el parto, una práctica brutal y bárbara, aunque este no era el caso de la pobre Doris. Después de muchas horas de parto, en el hospital de Danbury dio a luz a un niño que pesó cuatro kilos, y ella fue conducida de inmediato de vuelta a la prisión, pálida, demacrada y triste. Su madre se llevó al niño al rincón rural donde vivía, a ocho horas de distancia. No había muchas oportunidades de que aquel recién nacido viera tampoco a su padre en breve: Doris me dijo que al papá de su hijo lo acababan de detener por tres órdenes de busca y captura que tenía pendientes. Afortunadamente, ella volvería a casa en menos de un año.
No había presenciado nada en Danbury que disipara mi temor al parto, pero por primera vez aprendí un poquito de la relación entre madre e hijo. La forma más segura de hacer sonreír a otra presa era hablarle de sus hijos. Contemplando a mis compañeras convictas, empecé a ver que no hay lazo emocional comparable al que tienen una madre y su hijo, ya sea un bebé o un hombre adulto. Siempre había familias en la sala de visitas; era lo mejor y también lo peor de las muchas horas que pasaba allí. Los niños pequeños iban creciendo mientras sus madres cumplían condena, intentando tener una relación con ellos a través de llamadas telefónicas de quince minutos y las horas en la sala de visitas. Nunca vi a aquellas mujeres más felices que cuando estaban con sus hijos, jugando con la pequeña colección de muñequitos de plástico que se guardaban en un rincón y compartiendo chucherías de las máquinas expendedoras. Cuando se acababan las horas de visita, era conmovedor ver las despedidas. En un año, un niño podía cambiar y pasar de ser un bebé gimoteador a un niñito bullicioso y hablador, y las madres veían acercarse y pasar los campeonatos de fútbol y las noches de baile del colegio desde una zona lateral y distante, junto con la graduación de sus hijos, bodas y funerales.
Por muy duro que pudiera ser para una presa recibir la visita de sus hijos, mucho más duro era para los padres ver encerradas a sus hijas. Había muchas chicas jóvenes entre nosotras, de dieciocho o diecinueve años. Algunas de esas niñas llevaban ya un tiempo encaminadas a instituciones como Danbury, pero una mala decisión podía conducir de repente a una chica cualquiera a un sistema despiadado e inflexible. La falta de antecedentes y el historial de buena conducta en general no importaban en absoluto: los mínimos federales obligatorios eran los que marcaban la condena, y si te declarabas culpable (la inmensa mayoría de nosotras lo habíamos hecho), la única persona con auténtica libertad de acción a la hora de determinar cuánto tiempo pasarías en prisión era el fiscal, no el juez. Por consiguiente, había padres de aspecto triste visitando a sus hijas… aunque no los míos. Mi madre era como un rayo de sol en aquella habitación.
Para nuestras visitas semanales, mi madre siempre se vestía inmaculadamente de colores vivos y claros, con el pelo rubio muy cuidado y peinado, el maquillaje aplicado a la perfección, llevando joyas que yo le había regalado alguna vez, en un distante cumpleaños o Navidad. Charlábamos durante horas de mi hermano, de sus alumnos, de mis tíos y tías, del perro de la familia. Yo le explicaba cualquier nueva habilidad eléctrica que hubiese aprendido aquella semana. Ella siempre parecía perfectamente cómoda en la sala de visitas, y cada vez que venía, después oía comentarios de algunas presas.
—Tu mamá es muy agradable, eres una chica afortunada.
O bien:
—¿Esa es tu madre? ¡No me jodas! ¡Pensaba que era tu hermana!
Había oído decir aquello gran parte de mi vida adulta. La gente se lo decía también a ella a menudo, y aunque había recibido aquel cumplido unas tres mil veces ya, siempre la ponía radiante. Antes, aquellas frases conocidas me producían resentimiento. «¿Acaso parece que tengo cuarenta y tantos o cincuenta años?», me quejaba. Pero ahora disfrutaba al ver el placer que sentía ella cuando la gente nos comparaba a las dos. Aun después de aquel desastre en el que me había metido y la había metido también a ella, se sentía orgullosa de ser mi madre. Se me ocurrió que nunca había visto a mi madre derrotada, aunque la vida hubiese traído consigo dificultades y decepciones. Esperaba que nos pareciéramos en algo más que en los ojos azules.
Mi padre, a más de mil quinientos kilómetros de distancia, pudo venir a verme cuando acabó el año académico. Su alivio cuando me vio resultó palpable. Siempre había sido la niña de sus ojos, y se notaba a simple vista el dolor que le causaba ver a su niñita, aunque la niñita ya tuviera más de treinta años, en un lugar como aquel. Nos lo pasamos muy bien, comiendo cacahuetes cubiertos de chocolate mientras yo le contaba todas las intrigas de aquel lugar para que él las fuera captando. La diferencia entre nuestras llamadas semanales y una conversación en persona era como un mensaje de texto comparado con una visita de todo un fin de semana. Si hubo algo positivo en aquella situación tan negativa fue la constatación de que mi familia es estupenda.
Tuve una encantadora visita de mi madre el Día de la Madre, aunque la sala de visita era una locura. Nunca la había visto tan atestada de grupos familiares. Muchas mujeres de Danbury tenían familias que carecían de recursos para venir a visitarlas a menudo, aunque la mayoría vivía en la propia ciudad de Nueva York. Abuelas y tías cansadas, que cuidaban de los hijos de sus hijas o hermanas mientras ellas cumplían sus condenas, lo pasaban fatal teniendo que llevar a pequeñines y adolescentes en autobús, tren y taxi hasta llegar hasta Danbury. El viaje podía durar cuatro horas en cada sentido desde la ciudad, y costaba mucho dinero. Pero el Día de la Madre era especial, y aquello se llenó de niños de todas las edades, y fluyeron las conversaciones en muchos idiomas y acentos. Y en medio de todo aquel guirigay estaba mi madre, que me sonrió feliz cuando me vio entrar en aquel escándalo.
Me llegaban dos ejemplares de The New Yorker por correo, para mi horror. Alguien de fuera me había hecho una segunda suscripción. La señorita Esposito, del dormitorio C, ya se enfadó conmigo cuando apareció la primera suscripción en marzo. Pensaba que era tirar el dinero que la recibiéramos las dos. Y se iban apilando por toda la cárcel.
Esposito era una persona muy especial. Era una mujer grande y fuerte, de cincuenta y pico años, que llevaba el pelo oscuro con un corte a lo paje que extrañaba por lo juvenil. Siempre formaba parte del séquito de bienvenida de cualquier presa nueva, sin tener en cuenta su raza… ella era italoamericana, pero su nombre de casada era hispano. Te contaba sin necesidad de preguntárselo que había sido líder de banda con los Latin Kings, una afirmación que al principio yo me tomé con escepticismo —¿por qué iban a tener los Latin Kings una reina italiana?— pero que resultó ser cierta. Había sido una antigua intelectual radical de los sesenta que se implicó en la actividad de las bandas a nivel local. Esposito cumplía una condena muy, muy larga.
Me di cuenta en seguida de que Esposito, aunque era una persona codiciosa, no quería de mí nada que yo no quisiera darle, y agradecía enormemente mis revistas y mis libros. Un día vino a verme con un ventilador en la mano. Era un ventilador de mesa de plástico, oscilante, de tamaño mediano, como los que se venden en Woolworth’s. Se parecía mucho a uno que tenía Natalie.
—Oye, compañera, será estupendo tener esto cuando empiece el verano —dijo—. Ya no los traen. Dejaron de venderlos en el economato —ahora en el economato tenían un ventilador mucho más pequeño, una mierdecilla que costaba 21,80 dólares. Los antiguos eran muy apreciados, especialmente por las señoras mayores, que parecían sentir el calor con más intensidad.
El ventilador de Esposito estaba estropeado. Ni siquiera hacía calor todavía, pero ella ya estaba agobiada.
—¿Podrías echarle un vistazo en el taller eléctrico? Daría cualquier cosa por tenerlo arreglado —no le prometí nada, pero le respondí que lo intentaría, claro está. Cargué con el trasto al trabajo a la mañana siguiente y le eché un vistazo mientras mis compañeras de trabajo me observaban. Resultó muy fácil arreglarlo, y me alegró comprobar que mi acceso a las herramientas resultaba útil a otra presa. De vuelta en el campo, cuando enchufé triunfalmente el ventilador y este empezó a girar, Esposito casi se desmaya de alegría. Me negué a aceptar cualquier pago del economato, pero Esposito me pagó con reputación.
Casi de inmediato vino a verme otra de las reclusas antiguas, esperando que le consiguiera una tabla para meterla bajo el colchón y así atenuar un poco su dolor de espalda. Había un puñado de mujeres que estaban cumpliendo condenas muy largas —Pop, Esposito, la señora Jones— y si yo les hacía algún favor, ellas se lo contaban a todo el mundo. Pronto me asediaron presas que me traían radios estropeadas y ventiladores estropeados y querían reparar cosas en sus cubículos: colgadores para la ropa, conductos sueltos, zapateros rotos, todo tipo de cosas.
Little Janet pensaba que todo aquello era excesivo.
—Esto no es trabajo nuestro, Piper. No es eléctrico, ¿por qué tenemos que arreglarlo?
—Nadie lo hará si no, cariño. Los federales no se preocupan por nosotras en este agujero de mierda. Tenemos que ayudarnos las unas a las otras.
Aquello no podía parecerle mal, y además tenía otras cosas en la cabeza, por aquel entonces. Little Janet había atraído a una admiradora, una chica blanca muy menuda que se llamaba Amy y que era muy habladora. Amy era nueva entre el subconjunto de presas omnipresentes a las que yo llamaba las Eminemlettes. Chicas blancas de barrios conflictivos, descaradas y chulescas, que no se dejaban acobardar por nadie (excepto por los hombres con los que salían). Llevaban todas las cejas muy depiladas, el pelo color amarillo, utilizaban vocabulario de hip-hop y tenían «padres de sus hijos», y pensaban que Paris Hilton era el non plus ultra de la belleza femenina. Amy era la más menuda y la más detestable de la nueva cosecha de Eminemlettes, y estaba enamoradísima de Little Janet, que a pesar de que llevaba dos años en la cárcel, al parecer no sabía manejar un enamoramiento de colegiala. Little Janet no tonteaba con chicas, de modo que Amy estaba llamando a la puerta equivocada. Little Janet no era tan mala como para soltarle un bufido a Amy, así que toleraba su adoración de cachorrillo.
Sin embargo, cuando asignaron a Amy al taller eléctrico, Janet tuvo que ponerse seria. Si Amy no dejaba de mandarle notitas de amor y andar por ahí como una ternera en celo, Little Janet no le dirigiría más la palabra. Amy pareció desalentada pero resignada. Según lo que yo entendía de aquella situación, Amy ni siquiera era lesbiana y se trataba básicamente de un enamoramiento infantil. Compadecida de Janet, me sacrifiqué y me llevé a Amy conmigo a algunos de los recados de mantenimiento de las presas. No me negaba a ninguna petición de arreglo, aunque fuera de alguien que no me gustaba. En los cubículos debimos de poner centenares de colgadores extra, que hacíamos con unas grapas en C y un martillo, Amy farfullando y maldiciendo todo el rato.
A pesar de lo mal hablada que era y de sus frecuentes pataletas, encontré en mí misma una sorprendente reserva de paciencia para Amy, y adopté hacia ella un trato amable pero firme. Era como los caramelos ácidos, muy dulce, pero al mismo tiempo también agria hasta resultar desagradable. Nadie más le hacía verdadero caso. Amy reaccionó con una lealtad absoluta hacia mí, y decía alternativamente a voz en grito que yo era su mamá o que era su mujer… y en ambos casos yo fingía escandalizarme.
—Amy, no soy lo bastante mayor para ser tu madre, y en cuanto a lo otro… ¡no eres mi tipo!
Al ayudar a la gente nos hicimos populares, y yo conseguí muchas más sonrisas y reconocimiento en el campo, cosa que me hizo menos tímida. Después de casi cuatro meses en la cárcel todavía seguía mostrándome precavida, superprecavida, y mantenía a la mayor parte de la gente algo alejada. Muchas veces tenía que sortear la maliciosa pregunta:
—¿Qué hace una perfecta chica americana como tú en un sitio como este?
Todo el mundo suponía que yo había cometido algún crimen financiero, pero en realidad era como la mayor parte de las presas que estaban allí: había cometido un delito de drogas sin violencia. No lo guardaba en secreto porque sabía que había muchas como yo. Solo en el sistema federal (una fracción de la población penitenciaria de Estados Unidos) había más de 90 000 presos encerrados por delitos relacionados con la droga, comparados con 40 000 por delitos violentos. Mantener en la cárcel a un preso federal cuesta al menos 30 000 dólares al año, y las mujeres aún más.
La mayoría de las mujeres del campo eran pobres, de escasa educación, y procedían de barrios donde apenas existían recursos económicos y la venta de narcóticos proporcionaba las mayores oportunidades de empleo. Sus delitos más habituales eran cosas como el tráfico a pequeña escala, permitir que sus pisos sirvieran como centro de actividad de drogas, servir como correo y transmitir mensajes, todo ello por un salario muy bajo. Una pequeña implicación en el tráfico de drogas podía llevarte a la cárcel muchos años, especialmente si tenías un mal abogado de oficio. Pero aunque te tocara un abogado de oficio fantástico, seguramente tendría un número de casos apabullante y unos recursos muy limitados para tu defensa. Para mí resultaba difícil de creer que la naturaleza de nuestros delitos explicase que a mí me hubiese caído una sentencia de quince meses, y en cambio a mis compañeras unas sentencias mucho más largas. Yo tenía un estupendo abogado privado, y un traje de club de campo que hacía juego con mi pelo rubio bien cortado.
Comparados con los delincuentes de la droga, los de «cuello blanco» a menudo demuestran mucha más avaricia, aunque sus delitos no sean glamurosos: fraude bancario, fraude en seguros, chanchullos con tarjetas de crédito, cheques sin fondos… Una rubia de unos cincuenta años de voz ronca estaba allí por fraude de valores (le gustaba contarme las aventuras y desventuras de sus hijos en un internado); una antigua banquera había malversado dinero para mantener su ludopatía, y Rosemarie, la novia que pensaba solo en su boda, cumplía cincuenta y cuatro meses por fraude en una subasta de internet.
Yo recogía toda aquella información sobre los delitos de las demás o bien porque ellas mismas me la contaban o bien porque me la contaba otra interna. Algunas hablaban con total tranquilidad de sus delitos, como Esposito o Rosemarie; otras nunca decían una sola palabra de lo que las había hecho aterrizar en Danbury. No tenía ni idea de por qué Natalie había sido condenada a pasar ocho años en aquel nido de víboras. Nos llevábamos bien, y algunas tardes pasábamos ratos agradables juntas en nuestro cubículo. Yo me sentaba en mi litera, leyendo o escribiendo cartas, mientras Natalie escuchaba la radio abajo. Ella me anunciaba:
—¡Compañera, voy a echarme en la cama, escuchar música y relajarme!
Cada domingo limpiábamos el cubículo las dos juntas. Usábamos su insustituible palangana llena de agua tibia y jabón de lavar. Ella lavaba el suelo con un trapo especial que traía de la cocina, mientras yo hacía las paredes y el techo con unas compresas de la caja que había en el baño, quitando todo el polvo y la suciedad de las vigas metálicas inclinadas y del sistema de aspersores que estaba situado encima de mi cama. Luego hacíamos juntas mi cama. Nadie que llevara mucho tiempo en la cárcel dejaba que la compañera más novata hiciera la cama, como me habían enseñado muy bien el primer día.
Me sentí muy unida a Natalie al cabo de poco tiempo. Era muy amable conmigo. Y podría asegurar que ser su compañera de litera me confería una extraña credibilidad entre las demás presas. Pero a pesar de vivir tan unidas y juntas, o quizá precisamente por eso mismo, yo no sabía prácticamente nada de ella: solo que era de Jamaica y que tenía dos hijos, una hija y un chico más joven. Y eso era todo. Cuando le pregunté a Natalie si había empezado a cumplir condena colina abajo, en la ICF, ella se limitó a negar con la cabeza.
—No, compañera, en aquellos tiempos las cosas eran un poco distintas. Estuve abajo poco tiempo… y no era nada agradable.
Eso fue lo único que logré sacarle. Quedó claro que, en lo concerniente a Natalie, los temas personales estaban fuera de los límites, y yo tenía que respetar aquello.
Pero en un mundo de mujeres que están encerradas juntas, las historias jugosas y los secretos acababan por filtrarse, ya fuera porque la presa en cuestión en un momento dado depositó su confianza en alguna cotilla, o bien porque era el personal el que había cotilleado. Por supuesto, se supone que el personal de la cárcel no puede hablar de temas personales de las internas con otras internas, pero eso ocurría constantemente. Ciertas historias corrían mucho.
Francesca LaRue, una fundamentalista religiosa malvada y loca del dormitorio B, estaba desfigurada por una cirugía plástica extrema. Era algo horrible de ver, con los pechos como dos balones, labios de pato e incluso implantes en el culo, y se rumoreaba que había hecho operaciones de cosmética ilegales en alguna trastienda, y que «había inyectado a la gente fluido de transmisión» para disolver la celulitis. Yo sospechaba que la realidad era que había cometido un fraude médico, sencillamente. Se rumoreaba que una rubia lista y manipuladora de mediana edad había robado decenas de millones de dólares con una estafa muy sofisticada. Una dama anciana apenas había pasado el andador por la puerta cuando corrió como la pólvora que había robado mucho dinero de su sinagoga. La mayoría contemplaba ese hecho con desaprobación. («¡No está bien robar a una iglesia!»).
No había que tomarse al pie de la letra nada de lo que se oyera contar a otra presa. Piénsenlo: pongan a un montón de mujeres en un espacio reducido, denles pocas cosas que hacer y mucho tiempo… ¿qué se puede esperar? Y además, lo crean o no, cotillear ayudaba a pasar el rato. Pop tenía los mejores cotilleos, los más históricos y reveladores. Por ella supe por qué habían enviado a Natalie a la ICF hacía un montón de años: echó agua hirviendo a otra presa en la cocina. Yo no podía creerlo.
—¡Esa hija de puta la estaba jodiendo, y tú no sabes, Piper, el carácter que tiene tu compañera de litera! —Era difícil reconciliar esa rabia y esa agresividad con mi compañera, tan tranquila y digna siempre, y que me trataba con tanta amabilidad. Pero según palabras de la propia Pop, «¡con Natalie no se juega!».
Viendo lo sorprendida y preocupada que me quedaba yo por aquella nueva faceta de Natalie, Pop intentó hacerme ver algunas realidades de la prisión.
—Mira, Piper, las cosas por aquí están muy tranquilas, pero no siempre es así. A veces salta algo de mierda. Y allá abajo… ¡no veas! Algunas de esas zorras son como animales. Además, allí tienen a gente con cadena perpetua. Tú tienes que cumplir un añito nada más, y te parece duro, pero cuando te toca una condena gorda, o cadena perpetua, las cosas se ven de una manera muy diferente. No puedes tragarte la mierda de cualquiera, porque se trata de tu vida, y si dejas que alguien te pisotee una vez, siempre tendrás problemas.
»Yo conocía a una de allá abajo… una chica menuda, muy tranquilita, se lo guardaba todo dentro, no molestaba a nadie. Esa chica tenía cadena perpetua. Hacía su trabajo, corría por la pista, se iba temprano a la cama, esas cosas. Entonces aparece una chica joven que era muy problemática. Empieza a meterse con la tía esta menuda. Le hace la vida imposible, la persigue a todas horas, es una cría idiota. Bueno, pues esa mujercita, que nunca había dicho ni pío a nadie, va y mete dos candados en un calcetín y le canta las cuarenta a la chica. No había visto en mi vida una cosa igual, la chica estaba destrozada, sangre por todas partes, la dejó hecha polvo. Pero ¿sabes qué, Piper? Aquí es donde estamos. Y no estamos todas en el mismo barco. Acuérdate de lo que te digo.
Cuando Pop me contaba alguna historia como esta, yo bebía sus palabras. No tenía forma alguna de verificar si aquello era verdad o no, como la mayor parte de las cosas que oía en la cárcel, pero comprendí que esas historias tenían su razón de ser. Describían nuestro mundo tal y como era, tal y como nosotras lo experimentábamos. Sus enseñanzas resultaban muy valiosas y precisas.
Afortunadamente, lo más cerca que estuve de una pelea no fue con candados ni calcetines, sino más bien con fibra. Cuando en la barra de ensaladas aparecía algo que no era coliflor o lechuga iceberg, yo me ponía las botas. Un día había un puñado de espinacas mezcladas con la lechuga iceberg, y empecé a elegir alegremente las hojas oscuras para mi comida. Iba tarareando una cancioncilla entre dientes, intentando no hacer caso del ruido del comedor. Pero mientras iba seleccionando cuidadosamente las espinacas y evitando la lechuga, empecé a oír unas palabras que sobresalían del ruido, junto a mi oído.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Tú! ¡No vayas eligiendo! ¡No las elijas!
Me volví y vi de quién procedían los gritos y a quién iban dirigidos. Para mi sorpresa, una chica muy fornida con gorro me fulminaba con la mirada. Yo miré a mi alrededor y luego hice un gesto con las tenacillas.
—¿Me estás hablando a mí?
—Sí, joder. No puedes ir eligiendo las hojitas de ensalada así. ¡Llénate el plato y tira para adelante!
Yo miré a mi contrincante de la barra de ensaladas, preguntándome quién coño se creía que era. Recordé vagamente que era nueva, una alborotadora ya conocida en los dormitorios. El día anterior, Annette, que todavía estaba allí atrapada, se quejaba de lo mal hablada que era esa chiquilla nueva de dieciocho años. Yo sabía por Pop que la barra de ensaladas estaba entre los trabajos de cocina menos deseables, porque en su preparación había que limpiar y cortar mucho. Así que normalmente lo hacían las mujeres de menor categoría en el escalafón culinario.
Estaba furiosa porque aquella mocosa había tenido el valor de echarme la bronca. Por aquel entonces ya me sentía firmemente establecida en el sistema ecológico social del campo. No me metía con las demás, era amable pero respetuosa, y por tanto, las demás personas me trataban con respeto. De modo que el hecho de que una cría se metiera conmigo en el comedor me ponía furiosa. Y no solo eso, sino que estaba rompiendo una norma fundamental entre las presas: «No me digas lo que tengo que hacer… tienes ocho números detrás de tu nombre, exactamente igual que yo». Pelearme públicamente con una mujer negra era una situación con una gran carga de profundidad, pero no se me ocurrió cómo salir airosa con aquella chica tan pendenciera.
Abrí la boca, tan rabiosa que le habría escupido, y casi grité:
—¡Yo no como lechuga iceberg!
¡Por favor!, me dije a mí misma. ¿Eso es lo único que se te ocurre decirle?
—¡No me importa lo que comas o no comas, pero no vayas eligiendo las hojas!
De pronto me di cuenta de que se había hecho el silencio en el comedor, y que aquel conflicto tan inusual se estaba observando con atención. Todos los encontronazos entre las presas eran acontecimientos deportivos, pero me resultó muy raro verme mezclada en uno de ellos. Me vi transportada instantáneamente al aparcamiento de mi instituto, cuando Tanya Cateris me llamó fuera y comprendí que lo único que podía hacer era pelear con ella o demostrar a todas las personas del colegio que era una gallina. En el Massachusetts residencial pude pasar por una cobarde; aquí no existía esa opción.
Pero antes de que pudiera decir nada para reivindicarme ante la mocosa Bocazas y aumentar la tensión, Jae, mi amiga del trabajo y del dormitorio B, apareció a mi lado. Su cara, normalmente sonriente, estaba muy seria. Miró a la chica. Miró a la Bocazas sin decir una sola palabra. Y justamente en ese momento, la Bocazas se volvió y se escabulló con el rabo entre las piernas.
—¿Estás bien, Piper? —dijo Jae.
—¡De puta madre, Jae! —respondí, entusiasmada, fulminando con la mirada a la Bocazas.
Decepcionadas, todas volvieron a su comida, y el volumen volvió a subir a su nivel habitual. Comprendí que Jae me acababa de salvar de un montón de problemas.
Ya tenía mi radio con auriculares, y no podía creer lo fácil que me resultaba disfrutar de cada día. Con unas zapatillas deportivas compradas en el economato empecé a correr por la pista todos los días. Podía evadirme a voluntad del escándalo del dormitorio B, escuchar las noticias de la NPR y correr por la pista mucho más de medio kilómetro ahora que tenía música en los oídos.
Rosemarie me recomendó que pusiera la WXCI, 91.7, la emisora de radio de la universidad estatal Western Connecticut. Me había olvidado de las delicias de la radio universitaria, el exquisito azar de sus programas, los veinte minutos de bromasentre-canciones de chicos de diecinueve años, el puñetazo de música que jamás había oído contra la cavidad de mi cráneo. Estaba en el paraíso, y corría y corría por aquella pista, riéndome para mí con las sátiras universitarias sobre Dick Cheney y escuchando a bandas nuevas como los Kings of Leon, de los que había leído en SPIN pero nunca había oído en realidad, entre la inacabable repetición de rock clásico, hip-hop y radio hispana que es la banda sonora de la vida diaria de la cárcel.
Y lo mejor de todo era un programa semanal, Cintas de los 90, que recogía las mejores canciones de cada año de la década de 1990, un año cada semana. La lista de mejores canciones de 1991 incluía a Pavement, N.W.A., Naughty by Nature, Teenage Fanclub, Blur, Metallica, Nirvana y LL Cool J. Todas esas canciones me hicieron pensar en Larry y en la chica tan problemática que era yo cuando salieron. Corriendo por la pista, revivía todas las canciones que había oído de fondo cuando corría por el mundo, cuando no era más que una joven despreocupada e ignorante, metiéndome en unos problemas tan gordos que me habían llevado a la grava de aquella prisión trece años más tarde. Por muy estúpida, sin sentido y dolorosa que fuera mi situación actual, mientras escuchaba el programa Cintas cada semana, no podía negar que todavía sentía amor por mí misma, por la idiota imprudente y audaz que todavía seguía siendo, aunque solo fuera mentalmente.
El 17 de mayo era el aniversario de Larry y mío. El horrible hecho de que estuviéramos separados era culpa mía, no se podía negar, pero cuando encontré una tarjeta de Hallmark adecuada en la colección que nos entregaban gratis a través de la capilla, me sentí un poquito mejor.
This is you, Baby,
such a fine black man
Who knows who he is
and knows where he stands.
Who doesn’t have time
to play any games,
Who’s earned my respect
and gives back the same.
Who gives of himself
to build up trust
And commits his heart
to big dreams for us.
Who can heat me up
and then love me down,
And within his arms
all my joy is found…
Y dentro:
Bromas aparte, el sentimiento era totalmente cierto.
Pasé toda la tarde en mi litera pensando lo que escribiría en la postal. Era el octavo aniversario del momento en que empezamos a salir. Le dije lo rápido que había pasado el tiempo, una cuarta parte de nuestras vidas juntos. Le dije que las difíciles decisiones que habíamos tomado juntos eran las adecuadas, y que no podía esperar a volver a casa con él, el único hombre de mi vida. Le prometí seguir contando los amaneceres hasta poder estar donde él estaba, fuera donde fuese.
Un día, cuando iba a trabajar, DeSimon salió de su despacho y cerró la puerta.
—Hoy vamos a practicar con el ascensor —anunció. ¿Qué demonios querría decir?
El ascensor resultó ser un mecanismo hidráulico. No se me ocurría para qué podía servir, ya que todos los edificios eran bajos, y la ICF misma solo tenía unos pocos pisos de altura. DeSimon iluminó un poco mis dudas. Había un puñado de lámparas en torno a los campos que tenían centenares de metros de altura. El ascensor se usaba cuando había que cambiar una bombilla o algún elemento de esas lámparas.
—¡No, no, joder! —dijo Jae, que estaba intentando que la enviaran al almacén—. ¡Ni por todo el oro del mundo me subo yo a esa mierda! —el resto de la chicas estuvieron de acuerdo con ella.
Pero aun así teníamos que seguir todo el complicado proceso de comprobar bien el ascensor, que era una plataforma de metal de escasa superficie, con una barandilla, que subía derecho hasta el cielo cuando apretabas un botón. Si se jodía alguna de las medidas de seguridad, ya te podías imaginar que acababas espachurrada en el cemento.
Cuando al final conseguimos hacerlo bien, DeSimon dijo:
—¿Quién quiere dar un paseo?
Unas pocas intrépidas (Amy, Little Janet, Levy) se subieron a la plataforma y apretaron el botón, y todas se detuvieron mucho antes de que el ascensor llegase a su altura total, y luego bajaron.
—¡Qué miedo!
—¡Quiero probarlo!
Me subí a la plataforma y DeSimon me dio el botón de control. Arriba, arriba, arriba… me latía el corazón muy deprisa mientras abandonaba el suelo de cemento, y las caras de seis mujeres y un barbudo se levantaban para mirarme. Arriba, más arriba. Lo veía todo, a muchos más kilómetros de lo que había imaginado, más allá de los confines de la cárcel. Quizá pudiera ver mi futuro desde allí. La plataforma entera oscilaba con la brisa, mientras yo mantenía el dedo en el botón. Quise subir hasta arriba del todo, aunque ya me estaba agarrando a la barandilla con los nudillos blancos, y la sangre me latía en los oídos.
En su extensión máxima, el ascensor se detuvo con una sacudida, asustándome más aún. Un grito de ánimo se elevó de mis compañeras de trabajo, que se hacían pantalla delante de los ojos para verme. Las reclusas salían de los otros talleres para echar un vistazo.
—¡Está loca! —oí que decía alguna, admirativa.
Miré por encima de la barandilla a la que me agarraba, sonriendo. El señor DeSimon parecía querer esconder una sonrisa en su barba.
—Venga, baja, Kerman. No queremos tener que limpiar tu mancha del cemento —casi me cayó bien en aquel día.
La penitenciaría se estaba vaciando. A principios de aquel mes hubo un aluvión de caras nuevas, incluyendo una camarilla que pasaba marihuana de contrabando a través del «chichi exprés» (parece que lo de agacharte y toser en realidad no funciona) y que trajeron mucha agitación a todo el campo.
Pero el flujo de nuevas presas pareció detenerse de golpe. El rumor más extendido era que el DFP había «cerrado» el campo, aceptando solo presas que ya estaban cumpliendo condena en otras instalaciones porque no querían que Martha Stewart fuese enviada a Danbury. No estaba claro si era porque la instalación era una ruina y estaba hecha polvo o por alguna otra razón siniestra. El caso es que parecía verdad que existía una moratoria sobre las nuevas presas, porque el flujo de nuevas caras que venían de abajo fue disminuyendo hasta ser solo un goteo. Pero la gente se seguía yendo a casa.
Yo deseaba ser la que se iba. La adrenalina del periodo inicial de «¿podré con esto?» ya se había disipado, y el resto de mi tiempo en Danbury se extendía largamente ante mí. Larry y yo habíamos gastado mucho tiempo y energía esperando que mi sentencia se redujese a un año, teniendo la sensación de que eso solo sería una victoria. Ahora que ya estaba por la mitad, parecía que los meses no se iban a terminar nunca.
Aun así, las novedades del entorno social de la prisión me distraían. Jae, como muchas de las presas que mejor me caían, era Tauro. Lo supe cuando Big Boo Clemmons se acercó a mí en el dormitorio B para invitarme a la fiesta de cumpleaños de Jae. Boo Clemmons era una bollera gigantesca. Cuando digo gigantesca quiero decir que pesaba al menos ciento treinta kilos. Tenía la piel como una pastilla de jabón Dove, y era la mujer de ciento treinta kilos más atractiva que he visto en mi vida. Usaba su corpachón enorme para intimidar, pero su volumen era menos aterrador que su ingenio. Soltaba las palabras como si te fulminase con un rayo. Era la rimadora oficial de la prisión, y su carisma y encanto eran innegables. Su novia Trina, que pesaba unos cien kilos, era guapa, pero una auténtica bruja que normalmente se refería a las otras presas como «Carapastel»… pero solo cuando la protegía su novia. Le gustaba discutir y era tan desagradable como agradable era Boo.
Boo me dijo qué día y a qué hora se celebraría la fiesta, y que podía llevar un pastel de queso.
—¿Pero dónde será la fiesta? —pregunté, y me quedé muy sorprendida cuando me respondió:
—En el dormitorio B.
Las fiestas de la cárcel normalmente se celebraban en las salas comunes; de otro modo, te arriesgabas a que te jorobasen los guardias.
Cuando llegó el cumpleaños de Jae, me pregunté cómo se sentiría. Debía de ser su segundo o tercer cumpleaños en prisión, y le esperaban otros siete más, como obstáculos en un camino muy largo. Acudí a la fiesta en seguida después de cenar, con el pastel de queso en la mano (era la única receta de cocina de la cárcel que sabía hacer). Las invitadas se habían reunido en mitad del pasillo del dormitorio B, junto al cubículo de Jae, que ella compartía con Sheena. Las residentes del dormitorio B eran casi todas las invitadas, y sacamos las sillas plegables y taburetes de sus cubículos.
Estaba allí mi vecina Colleen, la bipolar, y también la amiga de Jae, Bobbie, la motera madura del CCM de Brooklyn, Little Janet, Amy y Lili Cabrales, a quien yo había observado en acción mi primera mañana en el dormitorio B. Al poco tiempo de llegar al campo, Lili casi me vuelve loca porque no paraba de llamar una y otra vez desde la otra punta de la habitación: «Pookie, ¿qué haces? Pookie, ¡ven aquí! Pookie, ¿tienes sopa de fideos? ¡Tengo mucha hambre!». Pookie era su amiga especial, una chica muy tranquila que vivía a dos cubículos de distancia de donde estaba yo. Desde mi cubículo me preguntaba a mí misma (y a veces también a Natalie):
—¿Se callará alguna vez?
Lili era una buena pieza portorriqueña, descarada, chula y bollera transitoria, con la que era mejor no meterse. Pero ocurrió algo muy curioso, especialmente cuando Pookie se fue a casa y Lili se tranquilizó un poco: que empezó a cogerme cariño. Supongo que quizá yo también le cogí cariño, hasta que llegamos a un punto en que ella me apodaba «delfín», por mi tatuaje, y yo conseguía que ella sonriese con alguna bromita.
Delicious, la entusiasta admiradora de tetas, también asistió, porque jugaba a Spades con Jae. Delicious podía haber sido gemela de mi antigua amiga Candace. Esto puede resultar sorprendente, ya que Candace es blanca, de Carolina del Norte, graduada en Darmouth y relaciones públicas experta en alta tecnología de la Costa Oeste, con un hijo y payasa entusiasta, mientras que Delicious era negra y originaria de D.C., con barba crecida, un montón de tatus y unas uñas extraordinariamente largas que trabajaba como lavaplatos de la cárcel mientras afinaba su excelente voz y sus rápidas agudezas. Pero tenían el pelo similar, una estatura similar, una nariz chata idéntica y la misma forma de ver las cosas, apacible pero con un toque algo disparatado. Me ponía la piel de gallina. Delicious cantaba todo el tiempo. Sin parar. Todo el rato. En lugar de hablar, cantaba. En cuanto llegué al dormitorio B, me preguntó:
—¿Tienes algún libro de gangsta rap?
Le hablé de mi amiga Candace, que estaba fuera, y le dije que eran como gemelas, y Delicious me miró como si yo fuese la persona más rara que había conocido en su vida.
Boo había preparado un juego. Había inventado una rima que era una adivinanza sobre cada invitada, y el juego consistía en intentar identificar al sujeto de la rima. Era una novedad irresistible, y pronto nos reíamos todas unas de otras, aunque Boo se había contenido y había procurado no ser demasiado mala con nadie.
Entre A y C
la encontraré.
Si la ves llegar
piensas en el mar.
Cuando Boo leyó esa rima, tuve que morderme los labios para ocultar mi sonrisa mientras miraba rápidamente a mi alrededor. Las demás parecían confusas casi todas, pero unas pocas sonreían, complacidas consigo mismas por haberlo cogido en seguida.
—¿Quién es? —preguntó Boo. Un montón de encogimientos de hombros, que le fastidiaron.
—¡Es Piper! —gritaron Sheena y Amy al unísono, triunfantes.
—No lo cojo… —Trina hizo una mueca a su novia—. No lo entiendo.
Boo estaba exasperada.
—«Entre A y C» quiere decir que vive en el dormitorio B. «Y cuando la ves llegar piensas en el mar», es por su tatuaje. ¿Lo coges? ¿No lo ves, el mar? ¡El pez!
—¡Ah, sí! —sonrió Lili Cabrales—. ¡Mi delfín!