CAPÍTULO 5

Por la madriguera del conejo

Al cabo de dos semanas yo ya había aprendido a limpiar mucho mejor, ya que las inspecciones tenían lugar dos veces a la semana y había una considerable presión social para no joderla. Las ganadoras de la inspección comían primero, y ciertamente, las de los «cubículos de honor», extralimpios, estaban entre las primeras de las primeras. Era sorprendente la cantidad de usos que tenían las compresas sanitarias, que eran nuestros principales utensilios de limpieza.

Había cierta tensión en la habitación 6 por ver quién limpiaba y quién no. La señorita Luz, que tenía más de setenta años y estaba enferma de cáncer, no tenía que limpiar. La mujer portorriqueña de una de las literas superiores no hablaba inglés, pero nos ayudaba en silencio a Annette y a mí a limpiar el polvo y frotar. La intolerante mujer polaca que ocupaba la litera debajo de la mía se negaba a limpiar, para gran enfado de Annette. Mi compañera de AO tatuada hacía algo a regañadientes, aunque descubrió que estaba embarazada y fue trasladada rápidamente a una litera inferior en otra habitación. Al DFP (Departamento Federal de Prisiones) no le gustan las demandas judiciales.

La chica nueva que ocupó su lugar en la habitación 6 era una hispana enorme. Al principio usé el término políticamente correcto de «latina», como había aprendido a hacer en Smith, pero todo el mundo, sin tener en cuenta su color, me miraba como si yo estuviera loca. Al final me corrigió firmemente una mujer portorriqueña:

—Nosotras nos llamamos hispanas, cariño, mamis hispanas.

Esa nueva mami hispana se sentó en el colchón desnudo de la litera inferior, con aire confuso. Me tocaba a mí enseñarle cómo iban las cosas.

—¿Cómo te llamas?

—María Carbón.

—¿Y de dónde eres?

—De Lowell.

—¿En Massachusetts? Yo soy de allí y me crie en Boston. ¿Cuánto tiempo tienes? —ella me miró confusa—. Quiero decir que cuánto tiempo de condena tienes.

—No lo sé.

Eso me dejó helada. ¿Cómo podía no saber qué condena le había caído? No creo que fuera problema de lengua… su inglés carecía de todo acento. Me preocupé. Parecía algo conmocionada.

—Escucha, María, todo va a ir bien. Nosotras te ayudaremos. Te rellenaremos los formularios, y la gente te dará todo lo que necesites. ¿Quién es tu consejero?

María se limitó a mirarme, indefensa, y finalmente me fui a buscar a otra de las mamis hispanas para que me ayudara con la recién llegada.

Una tarde, el sistema de altavoces rugió «¡Kerman!», y yo corrí al despacho del señor Butorsky.

—¡Se traslada al dormitorio B! —aulló—. ¡Cubículo dieciocho! ¡Su compañera de litera será la señorita Malcolm!

Yo no había pisado los dormitorios (que estaban «fuera de los límites» para las AO). Imaginaba que se trataba de tenebrosas naves pobladas de convictas muy curtidas.

—Le gustas —dijo Nina, mi experta consejera sobre las cosas de la cárcel, que esperaba todavía poder volver a su cubículo del dormitorio A con Pop—. Por eso te ha puesto con la señorita Malcolm. Ella tiene mucho tiempo. Además, tú siempre serás de un «cubículo de honor».

Yo no tenía ni idea de quién podía ser la señorita Malcolm, pero había aprendido que, en la cárcel, «señorita» es un título honorífico concedido solo a las más ancianas o a aquellas que son muy respetadas.

Recogí mis pocas pertenencias y nerviosamente avancé por las escaleras hasta el dormitorio B, más conocido como «el gueto», agarrando mi almohada y mi bolsa de la lavandería llena de uniformes. Tendría que llevar mi pila de libros, lo único de valor que poseía, en un segundo viaje. Los dormitorios resultaron ser unas salas grandes en el sótano, semisubterráneas, que eran un laberinto de cubículos beige, cada uno de los cuales albergaba a dos presas, una litera, dos taquillas de metal y una escala de mano. El cubículo 18 estaba cerca del baño, en la única pared con ventanas. La señorita Malcolm me esperaba en su cubículo, una mujer diminuta de piel oscura y de mediana edad con fuerte acento caribeño. Era muy seria y eficiente.

—Esta es tu taquilla —me indicó la que estaba vacía—, y esos son tus colgadores. Estos colgadores son míos, y así es como van a seguir las cosas —su ropa estaba pulcramente colgada, con sus pantalones de cuadritos de cocinera y su blusa color granate, porque trabajaba en la cocina—. No me importa si eres gay o lo que sea, pero no quiero tonterías en la litera. Limpio los domingos por la noche. Tendrás que ayudarme a limpiar.

—Por supuesto, señorita Malcolm —accedí.

—Llámame Natalie. Te haré la cama.

De repente apareció una cabeza rubia por encima de la pared del cubículo.

—Hola, nueva vecina —era la chica blanca alta y con cara de bebé que lavaba los platos en el comedor—. Me llamo Colleen —Colleen miró cautelosamente hacia mi nueva litera—. ¿Cómo está, señorita Natalie?

—Hola, Colleen —el tono de Natalie expresaba tolerancia con las chicas tontas, pero tolerancia con límites. No es que fuera poco amistosa ni desagradable, solo un poco seca.

—¿Cómo te llamas, vecina?

Me presenté y ella saltó de la litera superior y pasó en torno a la abertura del cubículo que ahora compartía con la señorita Malcolm. Me asaeteó a preguntas sobre mi extraño nombre, cuánto tiempo tenía y de dónde era, y yo traté de responderlas una a una. Colleen era la artista del campo, especializada en flores, princesas de cuento de hadas y letras de fantasía, y me dijo:

—¡Mierda, vecina, tengo que hacerte un letrero con tu nombre! Escríbemelo para ver cómo se deletrea…

Colleen ilustraba los nombres de los cubículos para todas las recién llegadas al dormitorio B con una letra femenina con detalles brillantes… excepto para la gente que había pasado un tiempo colina abajo, en la ICF, y por tanto ya tenían unas de plástico negro con letras blancas de aspecto oficial, como Natalie.

Me había tocado la lotería con aquella litera. Natalie, que estaba casi a punto de cumplir su condena de ocho años, era un dechado de dignidad, tranquilidad y buenos consejos. A causa de su espeso acento, tenía que escucharla con mucho cuidado para entender todo lo que me decía, pero nunca me dijo nada innecesario. Era la panadera jefa de la cocina. Se levantaba a las cuatro de la mañana para empezar su turno, y se lo guardaba todo para sí, confiando solo en unas pocas y selectas amigas entre las mujeres de las Indias Occidentales y sus compañeras de trabajo de la cocina. Pasaba el resto del tiempo leyendo tranquilamente, caminando por la pista de atletismo y escribiendo cartas, y se iba a la cama temprano, a las ocho. Hablábamos muy poco de nuestras vidas fuera de la cárcel, pero ella me respondía a todas las preguntas que le hacía sobre la vida en Danbury. Nunca dijo qué la había llevado allí, y nunca se lo pregunté.

Cómo conseguía dormirse Natalie a las ocho de la tarde era un completo misterio para mí, porque había mucho, mucho ruido allá, en el dormitorio B. La primera noche que pasé allí estaba calladita como un ratón en mi litera de arriba, intentando seguir todo el escándalo y griterío que tenía lugar en la enorme habitación llena de mujeres. Me preocupaba ser incapaz de dormir nunca, y volverme loca en medio de todo aquel follón. Cuando se apagaron las luces principales, sin embargo, todo se quedó silencioso con bastante rapidez, y pude dormir, acunada por el aliento de otras cuarenta y siete personas.

A la mañana siguiente, algo me despertó antes de amanecer. Amodorrada y confusa, me incorporé en la cama, con la sala todavía a oscuras, el sueño colectivo de sus residentes envolviéndolo todo. Pasaba algo… Oía a alguien no gritar exactamente, pero sí hablar enfadada. Miré debajo de mí… Natalie ya se había ido a trabajar. Me incliné hacia delante muy despacio, con mucha precaución, y atisbé fuera de mi cubículo.

Dos cubículos más allá vi a una mujer hispana que había gritado mucho la noche anterior. No estaba contenta. No pude entender qué le molestaba. De repente se agachó unos momentos y luego se incorporó y se fue sin decir palabra, dejando un charco delante del cubículo de mi vecina.

Me froté los ojos. ¿Era verdad lo que acababa de ver? Un minuto después, una mujer negra salió del cubículo.

—¡Lili! ¡Cabrales! ¡Lili Cabrales! ¡Vuelve aquí inmediatamente y limpia esto! ¡LILIIIIIII…! —las demás no se sentían muy contentas de que las despertaran de aquella manera, y se oyó un «¡CÁLLATE LA PUTA BOCA!» que resonó en la enorme sala. Escondí la cabeza: no quería que nadie supiera que yo lo había visto todo. Oía a alguien lanzar maldiciones en voz baja. Precavidamente eché un vistazo: la mujer negra limpió el charco rápidamente con un enorme rollo de papel higiénico. Me vio mirarla y pareció avergonzada. Yo me eché atrás en mi litera y miré al techo. Había caído por el agujero del conejo.

Al día siguiente era San Valentín, mi primera fiesta en prisión. Al llegar a Danbury me sorprendió mucho el hecho de que no pareciera haber ninguna actividad lésbica. Las habitaciones, tan cerca de la garita de los guardias, eran bastiones de la decencia más absoluta. Nadie se abrazaba ni se besaba, ni había ningún tipo de actividad sexual evidente en las salas comunes, y aunque algunas me habían hablado de una antigua presa que había convertido el gimnasio en su nidito de amor personal, siempre estaba vacío cuando yo me acercaba por allí.

Con estos antecedentes, me sorprendió mucho la explosión de sentimentalismo que vi a mi alrededor la mañana del día de San Valentín en el dormitorio B. Se intercambiaron postales hechas a mano y dulces, y todo me recordó las intrigas vertiginosas de una clase de quinto. Algunos de los cartelitos amorosos colocados en el exterior de los cubículos estaba claro que eran platónicos. Pero la cantidad de esfuerzo que se había puesto en algunas «valentinas», confeccionadas cuidadosamente con recortes de revistas y materiales sustraídos aquí y allá, sugerían para mí una pasión auténtica.

Yo había decidido desde el principio no revelar mi pasado sáfico a ninguna otra presa. Si se lo hubiera contado a una sola persona, al final todo el campo lo habría sabido, y estaba claro que de eso no podía proceder nada bueno. De modo que hablaba mucho de mi querido prometido Larry, y era sabido en el campo que yo no era «de esas», pero tampoco me ponía histérica con las que eran «de esas». Francamente, la mayoría de esas mujeres para mí no eran «auténticas lesbianas» ni de lejos. Eran, como decía el oficial Scott, «gay porque es lo que hay», la versión carcelaria de «lesbiana hasta la graduación».

Era difícil que alguien pudiera llevar una relación íntima en un entorno tan intensamente poblado, y no digamos ya una relación ilícita. A nivel práctico, ¿dónde demonios se podía estar a solas en el campo sin que te pillaran? Muchas de las relaciones románticas que vi allí eran más bien enamoramientos de colegialas, y era raro que una pareja durase más de un mes o dos. Era fácil distinguir entre las mujeres que se sentían solas y querían consuelo, atención y romance y una auténtica lesbiana, de las que había pocas. Había también otras barreras para las amantes a largo plazo, como por ejemplo tener condenas de duración exageradamente distinta, vivir en dormitorios separados o enamorarse de alguien que en realidad no era lesbiana.

Colleen y su pareja de litera de la puerta de al lado recibieron montones de valentinas de otras presas. Yo no tuve ninguna, pero en el correo de aquella noche me llegaron montones de pruebas de que era querida. Lo mejor de todo fue un librito de poemas de Neruda que me envió Larry, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Decidí leer un poema cada día.

Hemos perdido aún este crepúsculo.

Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas

mientras la noche azul caía sobre el mundo.

He visto desde mi ventana

la fiesta del poniente en los cerros lejanos.

A veces como una moneda

se encendía un pedazo de sol entre mis manos.

Yo te recordaba con el alma apretada

de esa tristeza que tú me conoces.

Entonces, ¿dónde estabas?

¿Entre qué gentes?

¿Diciendo qué palabras?

¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe

cuando me siento triste, y te siento lejana?

Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo,

y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.

Siempre, siempre te alejas en las tardes

hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

Por fin pude comprar en el economato el 17 de febrero, y compré:

Un pantalón de chándal talla XL, 24,70 $. Me lo dieron por error, pero no me dejaron devolverlo

Una barra de manteca de cacao, 4,30 $

Latas de atún, sardinas y caballa, cada una 1 $

Fideos ramen, 0,25 $

Queso de untar en bote, 2,80 $

Jalapeños en conserva, 1,90 $

Salsa picante, 1,40 $

Libretas, bolígrafos, sobres y sellos, sin precio

Quería con desesperación una radio portátil pequeña y barata con sus auriculares que vendían por 42,90 $. La radio habría costado 7 dólares en la calle. Con lo baja que era la paga de los presos federales, de solo 0,14 $ por hora, esa radio podía representar más de trescientas horas de trabajo. Yo necesitaba la radio para oír la película del fin de semana o ver algo en la televisión, y para usarla en el gimnasio, pero el oficial que llevaba el economato me dijo con brusquedad que no les quedaban radios. No hay, Kerman.

Afortunadamente, como contaba con dinero del mundo exterior, pude comprar artículos para devolvérselos a todas las personas que me habían ayudado a mi llegada: jabón, pasta de dientes, champú, zapatillas para la ducha, café instantáneo… Algunas mujeres intentaron dejarlo correr.

—No te preocupes, Kerman —decían.

Pero yo insistía.

—¡Por favor, olvídalo! —dijo Annette, que me había prestado muchísimas cosas en mis primeras semanas—. ¡Eres como mi hija! Eh, ¿has recibido algún libro nuevo hoy?

Los libros seguían llegando sin cesar con cada correo. Llegó un momento en que me sentí algo violenta, y eso me ponía nerviosa. Era una clara demostración de que a mí «me iba bien» en el mundo exterior, tenía una red de personas que se preocupaban por mí con tiempo y dinero para comprarme libros. Hasta el momento nadie me había amenazado con nada más intimidatorio que un ceño fruncido o una palabra dura, y ninguna otra presa me había pedido nada. Aun así, yo me mostraba precavida para que no jugaran conmigo, me utilizaran o me usaran como blanco. Vi que algunas de las mujeres no tenían recursos en el exterior o tenían muy pocos que les ayudaran a hacer más llevadera la vida de la prisión, y muchas de mis compañeras presas eran estafadoras muy curtidas.

Un día, justo después de mudarme al dormitorio B, una mujer a la que no conocía metió la cabeza en mi cubículo. La señorita Natalie estaba ausente, y yo estaba colocando algunos libros más en mi pequeña taquilla, que amenazaba con desbordarse. Miré a aquella mujer, negra, de mediana edad, corriente, pero que no me sonaba. Me puse en guardia.

—Eh, hola, nueva compañera. ¿Dónde está la señorita Natalie?

—Pues creo que está en la cocina.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Rochelle.

—Piper. Kerman.

—¿Cuál de los dos es el nombre?

—Puedes llamarme Piper.

¿Qué querría de mí? Me sentí atrapada en mi cubículo. Estaba segura de que había venido a husmear.

—Ah, tú eres la de los libros… ¡chica, los tienes todos! —De hecho, yo tenía un libro en la mano y una pila encima de la taquilla. Sentía miedo y no sabía lo que quería de mí aquella mujer, ni lo que me iba a hacer.

—¿Qui… quieres un libro? —siempre me parecía bien prestar libros, pero solo unas pocas personas, como Annette, me seguían y estaban al tanto de lo que recibía en el correo.

—Vale… ¿cuál me llevo? —yo examiné los que tenía a mano. Las obras completas de Jane Austen. Una biografía de John Adams. Middlesex. El arco iris de la gravedad. No quería asumir que a ella quizá no le gustaran aquellos libros, pero ¿cómo saber qué era lo que le gustaba?

—¿Qué tipo de cosas te gustan? Puedes elegir el que quieras, como te parezca —ella miró los títulos indecisa. Hubo un momento algo violento para las dos que se hizo muy largo.

—¿Qué te parece este? Es muy bueno, realmente fantástico —cogí un ejemplar de Sus ojos miraban a Dios de Zora Neale Hurston. Me sentí racista en todos los niveles de mi ser por haber elegido un «libro negro» de toda aquella pila para Rochelle, pero existían muchas probabilidades de que le gustara, de que lo cogiera y me dejara en paz, al menos de momento.

—Sí, pinta bien, pinta bien. ¡Gracias, Piper! —y desapareció de mi cubículo.

Una semana más tarde, Rochelle volvió. Me devolvía el libro.

—Parece bueno, pero no acabo de entrar del todo —me dijo—. ¿Tienes The Coldest Winter Ever, de Sister Souljah? —no lo tenía, así que se fue. Cuando pensé en lo mucho que me aterrorizó Rochelle, y por qué, me sentí como una idiota total. Yo había ido al colegio, había vivido y salido y trabajado con gente blanca de clase media toda mi vida, pero cuando tenía delante a una mujer negra que «no estuvo conmigo», me sentía amenazada, segura de que me iba a quitar algo. En realidad, Rochelle era una de las personas de modales más agradables y encantadores que había por allí, con un profundo amor por la iglesia y por las novelas baratas. Avergonzada, decidí no volver a comportarme nunca más como una idiota.

Al tiempo que iba encontrando todos esos nuevos contactos en mi vida, hice un esfuerzo para seguir viéndome con Annette. Cuando me trasladaron al dormitorio B, ella suspiró, resignada:

—Ahora ya no te volveré a ver nunca más.

—Annette, eso es ridículo. Si estoy solo a unos metros de distancia de ti…

—Ya lo he visto otras veces… en cuanto las chicas se trasladan a los dormitorios, ya no tienen tiempo para verme nunca más —Annette estaba atrapada en las habitaciones a causa de sus problemas médicos, de modo que me esforcé por volver a la habitación 6 a saludarla y jugar a las cartas en la sala de recreo. Pero me aburría muchísimo el Rummy 500, y cada vez me sentía menos inclinada a perder el tiempo con un pequeño grupito de malhumoradas mujeres blancas de mediana edad. Quizá aprendiera a jugar a Spades. Esas jugadoras parecía que se lo estaban pasando mucho mejor.

Natalie tenía el respeto de todo el mundo en el dormitorio B, y como estaba claro que yo no iba a causarle ningún problema, parece que me aceptó. A pesar de su reserva y su discreción, tenía un sentido del humor seco pero vivaz, y me deleitaba con sus agudas observaciones sobre nuestra vida cotidiana en el dormitorio B:

—¡Ahora estás en el gueto, colega!

Ginger Solomon, su mejor amiga, que también era jamaicana, era como el yang para el yin de Natalie: traviesa, inflamable y enérgica. La señorita Solomon también era una cocinera fantástica, y en cuanto ella y Natalie decidieron que yo les gustaba, me preparaba algún plato de su cena especial del sábado, normalmente un curry sensacional hecho con contrabando de la cocina. En ocasiones especiales, Natalie hacía que apareciera mágicamente un asado.

La cocina extraoficial de la prisión tenía lugar sobre todo en dos microondas comunales que estaban situados en unas zonas de office entre los dormitorios. Su uso era un privilegio que el personal amenazaba (y con gran regocijo) con revocar constantemente. De esos microondas surgían platos notables, sobre todo de las mujeres hispanas y de las Indias Occidentales, que añoraban mucho su tierra natal. Esto me impresionó enormemente, dados los limitados recursos con los que trabajaban aquellas cocineras: comida basura, pollo envasado, latas de caballa y de atún, y cualquier verdura fresca que se pudiera escamotear en la cocina. Los copos de maíz se podían reconvertir en puré añadiéndoles agua y transformarse en deliciosos «chilaquiles», mi nuevo plato favorito en la cárcel. Las cebollas de contrabando eran un artículo lujoso, y las chefs tenían que mantener un ojo atento ante los guardias con nariz hipersensible. No importaba lo que estuvieran preparando, olía a comida preparada con cariño y cuidado.

Desgraciadamente, la señorita Solomon solo cocinaba los sábados. Yo había perdido cinco kilos solo en un mes por culpa de la dieta de la cárcel: hígado, habas limeñas, lechuga iceberg… El día que entré en la cárcel representaba mis treinta y cuatro años, incluso más. Los meses antes de mi entrega había ahogado mis penas en vino y sabrosa comida neoyorquina; ahora mi mayor consuelo era el tiempo que pasaba sola en la pista de deportes y levantando pesas en el gimnasio. Era el único lugar de todo el campo donde la libertad y el control parecían a mi alcance.

Una de las cosas buenas de vivir en el dormitorio B era que podías elegir entre dos baños. Ambos estaban equipados con seis duchas, cinco lavabos y seis cubículos con váter. Ahí terminaban sus semejanzas. Natalie y yo vivíamos junto al baño al que llamábamos la «Boca del Infierno». Las baldosas y la formica eran de diversos tonos de gris, las barras de las cortinas de la ducha estaban oxidadas, las cortinas de plástico eran prácticamente jirones, y no todas las cerraduras de las puertas de los váteres funcionaban. Sin embargo, no era nada de eso lo que convertía el baño del dormitorio C en la «Boca del Infierno». Las plagas hacían inaceptable aquel lugar para cualquier cosa que no fuera lavarse los dientes o una meadita rápida. Durante los meses más cálidos, cuando la tierra no estaba helada, aparecían periódicamente pequeños gusanos negros en la zona de las duchas, retorciéndose en las baldosas. Nada podía hacerlos desaparecer, aunque las limpiadoras del baño tampoco tenían un arsenal demasiado grande a su disposición, ya que los suministros de limpieza se proporcionaban con tacañería. Al final, los gusanos se convertían en pequeñas moscas malignas. Eran la señal de que aquel baño había sido construido como ruta directa al infierno.

Yo solía ducharme en el baño del otro lado del dormitorio B, que conectaba con el dormitorio A, que era como un spa en comparación, y que había sido renovado recientemente con un color beige. Las instalaciones eran nuevas. La luz era mejor. El humor era más alegre, aunque las cortinas de la ducha estaban igual de destrozadas.

Ducharse era un ritual complejo. Tenías que llevarte todos los productos de higiene al baño: champú, jabón, maquinilla de afeitar, esponja, todo lo que pudieras necesitar. Esto requería o bien un minimalismo absoluto o una especie de carrito de baño. Algunas mujeres tenían bolsas de ganchillo ilegales para llevar todas sus cosas; otras habían comprado bolsas de malla de nailon en el economato, y una incluso tenía un carrito de ducha grande de plástico rosa, un carrito de ducha auténtico. No pregunté siquiera, porque me imaginé que o bien provenía de algún economato muy antiguo y distante o bien era de contrabando. La mañana y la tarde eran horas punta para las duchas, con un suministro de agua caliente que iba disminuyendo gradualmente. Si te duchabas después de comer o a primera hora de la tarde había menos competencia. No debíamos estar en las duchas después de que se apagaran las luces a las diez, para que las presas no follaran entre ellas.

Muchas mujeres esperaban haciendo cola a que quedase libre «su» ducha. En el cuarto de baño bueno había una ducha en concreto que, indudablemente, tenía la mejor presión de agua. Algunos «peces gordos», como Pop, enviaban a una emisaria para ver si esa ducha estaba libre o bien para que hiciera cola por ella. Si interferías en la ducha ritual de las que se levantaban más temprano metiéndote en «su» ducha, te podías encontrar con una mirada helada al salir.

Cuando habías conseguido por fin ducharte, te enfrentabas al momento de la verdad. Algunas mujeres desaparecían tras la cortina de plástico totalmente vestidas con sus mumus, por modestia; otras se quitaban la ropa delante de todas las demás y entraban y salían sin vergüenza alguna. Unas cuantas se bañaban con la cortina abierta, dando un espectáculo a todo el mundo.

Al principio yo estaba entre las primeras, pero el agua siempre estaba helada al principio, y chillaba mucho cuando me caía en la piel desnuda.

—¿Qué pasa ahí, Kerman? —se burlaba alguien, inevitablemente—. ¡Piper está ocupada!

Al cabo de un tiempo me convencí de que la escena de la violación de Linda Blair en Nacida inocente nunca se iba a recrear en aquel campo, de modo que empecé a abrir la ducha antes de entrar, probando si estaba lo suficientemente caliente antes de quitarme el mumu y entrar. Esto me consiguió un par de fans, sobre todo mi nueva vecina, Delicious, que gritaba con sorpresa:

—¡Piiiper! ¡Tienes unas tetas muy chulas! ¡Tienes tetas de televisión! ¡Están muy tiesas y todo eso! ¡Maldita sea!

—Mmm… gracias, Delicious.

No había nada amenazador en la atención de Delicious. De hecho, resultaba hasta vagamente halagador que se fijase en mí.

Toda la limpieza del campo estaba altamente ritualizada, incluyendo la limpieza de cubículos del domingo por la noche en plan zafarrancho. Un día a la semana nos hacían la lavandería del dormitorio B (la lavandería era un trabajo de la cárcel, capitaneado por una mujer mayor llamada Abuela), y por eso la noche antes yo llenaba mi bolsa con calcetines sudados y un poco de jabón de lavar. Natalie me despertaba a las cinco quince, antes de que abriera la lavandería, para poder meter mis cosas antes que nadie. De otro modo, tenía que formar parte de la habitual estampida de mujeres medio dormidas que hacían cola en la semioscuridad para llevar sus bolsas a lavar. ¿Por qué esa urgencia? No estaba claro. ¿Necesitaba yo que me devolvieran la ropa lavada a primera hora de la tarde, en lugar de a última hora? No. Participaba en el absurdo ritual de evitar el embotellamiento de la lavandería porque en la cárcel todo consiste en esperar haciendo cola. Me di cuenta de que para muchas mujeres esa situación no era nueva. Si tienes la desgracia de que el gobierno esté implicado íntimamente en tu vida, ya sea a través de viviendas públicas, sanidad pública o cupones para alimentos, entonces probablemente has pasado una absurda cantidad de tu vida haciendo cola.

Yo había hecho ya dos veces el peregrinaje mensual a la puerta del almacén para recoger mis ocho paquetes de jabón en polvo para la ropa entregados por la ceñuda presa a cargo de repartirlos. El día del jabón de la lavadora tenía lugar una vez al mes: un día determinado de la semana, todas las números «pares» se apelotonaban en el almacén durante la hora de comer para recoger sus ocho paquetitos; al día siguiente iban las «impares». Las presas que trabajaban en el almacén, un grupito muy reservado, se tomaban muy en serio su cometido. Los días del jabón eran una intromisión en su terreno, y permanecían en silencio, ya fuera sentadas o de pie, mientras las demás presas hacían cola para recoger el único producto que la cárcel entregaba a las presas.

Nunca comprendí por qué el jabón de la lavadora era el único artículo gratuito que nos proporcionaban (aparte del papel higiénico, que nos pasaban una vez a la semana, y las compresas y tampones almacenados en el baño). El jabón de lavar lo vendían en el economato; algunas mujeres compraban jabón bueno y regalaban sus paquetes gratuitos de jabón a otras que no tenían nada. ¿Por qué no jabón para el cuerpo? ¿Por qué no pasta de dientes? En algún lugar de la monstruosa burocracia del Sistema Penitenciario, todo aquello debía de tener sentido para alguien.

Yo observaba detenidamente a las presas que tenían largas condenas, como Natalie. ¿Qué habría hecho? ¿Cómo habría conseguido pasar ocho años en aquel lugar horrible con la dignidad y la cordura intactas? ¿Qué había hecho para soportar todo aquello y que solo le quedasen nueve meses para su liberación al mundo exterior? El consejo que me dieron en diversos sitios fue: «Gasta tu tiempo, no dejes que el tiempo te gaste a ti». Como todas en la prisión, yo acabaría aprendiendo de las maestras.

Me dediqué a una serie de rituales que mejoraban incomparablemente la calidad de mi existencia. El ritual de preparar y tomar café era uno de los primeros. El día que llegué, una antigua corredora de Bolsa muy ordinaria me dio café instantáneo en una bolsa de papel de aluminio y una lata de Cremora. Larry, un insoportable esnob del café, era absurdamente quisquilloso en cuanto a los métodos de preparación y prefería las cafeteras de émbolo. Me pregunté qué haría si alguna vez le encerraban… ¿dejaría de tomar café o se adaptaría al Nescafé? Yo me preparaba mi taza por la mañana con el dispensador de agua caliente, que era muy temperamental, y me lo llevaba al comedor para desayunar.

Después de la cena, a última hora de la tarde, Nina aparecía a menudo preguntando si quería ir «a tomar café» con ella. Yo siempre decía que sí. Cogíamos nuestras tazas y encontrábamos un sitio donde sentarnos, según lo permitiera el tiempo, a veces fuera, detrás del dormitorio A, mirando hacia el sur, hacia Nueva York. Hablábamos de Brooklyn, de sus hijos, de Larry y de libros; cotilleábamos de las demás presas, yo le hacía interminables preguntas sobre cómo pasar el tiempo. A veces Nina no estaba de humor para tomar café. Estoy segura de que mi tendencia a irle siempre detrás a veces se le hacía pesada, pero cuando necesitaba sus sabios consejos, siempre estaba ahí.

Mientras tanto, yo leía todos los libros que iba recibiendo, me mantenía alejada de las salas de televisión y miraba con envidia a la gente que iba a sus trabajos de la cárcel. Solo había un número finito de maneras de ordenar una taquilla. Sospechaba que el trabajo ayudaba a matar el tiempo. Intenté adivinar quién lo hacía, y por qué algunas presas llevaban unos monos caqui del ejército tan chulos. Algunas convictas trabajaban en la cocina del campo; otras, como auxiliares, limpiaban el suelo y el baño y las zonas comunes. Lo bueno de los trabajos auxiliares era que solo trabajabas unas pocas horas al día, normalmente sola. Un puñado de presas trabajaban como entrenadoras de perros lazarillo, con los cuales vivían veinticuatro horas al día, un programa conocido por el nombre bastante patético de Cachorros Entre Rejas. Otras mujeres trabajaban en los Servicios de Mantenimiento y Construcción (SMC), y cada mañana cogían un autobús para ir a hacer trabajos de fontanería o mantenimiento de terrenos. Una tropa de élite se dirigía hacia el almacén, punto de referencia para todo el que entraba o salía de la cárcel, y donde había infinitas oportunidades de contrabando.

Algunas prisioneras trabajaban en Unicor, la empresa de la prisión, que opera dentro del sistema penitenciario federal. Unicor fabrica una amplia gama de productos que se venden dentro del gobierno por cientos de millones de dólares. En Danbury, la ICF fabricaba componentes de radio para el ejército. En Unicor pagaban significativamente más que otros trabajos de la cárcel, más de un dólar por hora en lugar de la tasa normal de catorce centavos por hora, y las trabajadoras de Unicor iban siempre vestidas con uniformes planchados y limpios. La gente de Unicor desaparecía en un enorme almacén que siempre tenía tráilers aparcados fuera. Algunas chicas flirteaban silenciosamente con los conductores, que parecían nerviosos pero intrigados.

Rosemarie había conseguido trabajo en el programa de los cachorros, que se llevaba a cabo en el dormitorio A. Eso significaba que vivía con un labrador retriever al que estaban entrenando para hacer de lazarillo o detectar bombas. Los perros eran preciosos, y los cachorritos adorables. Un cachorrito de color dorado, como un puñadito de piel cálida que se agitaba, te lamía y te mordía, feliz y contento, hacía que la desesperación se disipara por muy mal que lo estuvieras pasando.

Pero yo no podía ser candidata al programa Cachorros Entre Rejas porque mi condena de quince meses era demasiado corta. Decepcionada al principio, al reflexionar un poco más decidí que eso no era necesariamente una mala cosa. Aquel programa atraía a algunas de las mujeres más obsesivo-compulsivas del campo, y su trastorno podía acabar de florecer del todo al entrenar a los perritos, formando unos vínculos tan intensos con sus compañeros caninos que acababan por perjudicar a sus vecinas humanas. Rosemarie se obsesionó en seguida con su perrita, Amber. A mí no me importaba porque normalmente me dejaba jugar con el cachorrillo, cosa ante la que algunas de las otras entrenadoras de perros fruncían el ceño.

La decana del programa de los cachorros era la señora Jones, la única persona de todo el campo a la que se llamaba «señora». La señora Jones llevaba mucho tiempo en la cárcel, y se notaba. Era una mujer irlandesa con el pelo gris y como de acero, con unos pechos enormes, y a la que habían caído casi quince años por drogas. Se decía que su marido le pegaba con crueldad cuando estaba fuera, y que había muerto en prisión. Un bicho menos. La señora Jones estaba un poco loca, pero la mayoría de las presas y guardias le consentían más cosas que a otras, porque después de quince años en el mismo caso, cualquiera se vuelve un poco loco.

—Además, ese desgraciado de marido suyo le soltó algunos tornillos —decía Pop.

A la gente le gustaba cantar unas estrofas de la canción Me and Mrs. Jones de vez en cuando. Algunas de las mujeres más jóvenes que venían de la calle la llamaban «La Jefa», y a ella le encantaba.

—¡Esa soy yo… la Jefa! Estoy loca… ¡como una cabra! —decía, tocándose la sien con el dedo. Parecía que yo le gustaba, y decía exactamente lo que pensaba, sin filtrar, en todo momento. Aunque relacionarse con la señora Jones requería paciencia, la verdad es que me gustaba su sinceridad.

No se me permitía ser entrenadora de perros, pero debía de haber algún trabajo adecuado para mí, en algún sitio… Danbury tenía una jerarquía laboral muy estricta, y yo estaba en la parte inferior. A las AO se les encomendaba limpiar los baños o quitar nieve antes de obtener algún trabajo fijo. Yo decidí que quería enseñar en el programa DEG, supervisado por un profesor y complementado por presas que eran «tutoras».

El grupito de presas de clase media y más educadas con las que comía a menudo me aconsejó en contra. Aunque la profesora titular del programa era muy querida, decían que la combinación de un mal programa con alumnas cautivas y a menudo hoscas lo convertía en un entorno de trabajo horrible.

—No es una experiencia agradable.

—Una jodienda.

—Yo aguanté solo un mes.

Me sonaba como el trabajo de mi amigo Ed, que enseñaba en un instituto público de la ciudad de Nueva York. Sin embargo pedí el trabajo, y el señor Butorsky, que controlaba las asignaciones, dijo que sí, que todo saldría bien. Pero resultó que no hizo honor a su palabra…