CAPÍTULO 16
Buena conducta
El mundo libre se acercaba cada vez más. A pesar de mi incidencia en noviembre, estaba de camino de cumplir trece meses de mi condena de quince, y ser liberada en marzo con «buena conducta», la reducción habitual de sentencia federal por portarse bien. En enero podría ir a un centro de reinserción en lo más profundo de Brooklyn, en la avenida Myrtle (conocida como «Avenida del Crimen» en el campo). En la cárcel corría el rumor de que en cuanto pasabas unas cuantas pruebas de drogas y encontrabas trabajo, el centro de reinserción te enviaba a casa… mientras pudiesen seguir cobrando tu cheque.
Natalie me esperaba en la Avenida del Crimen. Dije adiós a mi compañera de litera en la primera semana de diciembre. La noche antes de irse, yo estaba muy alterada, haciéndole preguntas, inclinándome desde la litera superior para verla echada debajo de mí aquella última noche. Natalie parecía haber conseguido un estado de calma. A la mañana siguiente, mientras decía adiós a la multitud que había ido a despedirla, yo esperaba nerviosamente junto a la puerta principal, como si fuera una niña pequeña. Quería ser la última en saludarla. Intentaba mantener la serenidad, más aún que cuando se fue Yoga Janet.
—Natalie, no sé lo que habría hecho sin ti. Te quiero —esta fue probablemente la cosa más directa que le dije a aquella mujer orgullosa con la que había vivido en una convivencia tan íntima durante nueve meses. Iba a perder de nuevo la batalla contra las lágrimas. El último mes me había convertido en la reina del lagrimeo.
Natalie me abrazó con suavidad.
—Compañera, vale, te veré pronto. Te espero en Brooklyn.
—Sí, Natalie. Aguanta hasta que vaya yo también allí.
Se suponía que Pop también se iba a un centro de reinserción en enero. Un motivo por el que ella y yo nos habíamos unido tanto era que nos íbamos a casa al mismo tiempo. Para Pop, así como para Natalie, irse a casa significaba algo muy distinto de lo que significaba para mí. Pop llevaba en prisión más de doce años, desde principios de los noventa. Recordaba un mundo sin teléfonos móviles, sin internet y sin asistente social al que informar en tu libertad condicional. Estaba nerviosísima. Pasaba muchas horas hablando de cómo serían las cosas cuando saliera, primero a un centro de reinserción durante seis meses, y luego a la casa que compartiría con su familia. Su marido estaba en la cárcel en el sur y lo soltarían al cabo de tres años. Ella pensaba ponerse a trabajar en un restaurante y confiaba en poder comprar y llevar algún día un carrito de perros calientes. Estaba muy nerviosa por los ordenadores, por el centro de reinserción, por sus hijos, y por dejar el lugar que, para bien o para mal, había sido su hogar durante más de una década.
Yo también estaba nerviosa, pero no por el hecho de volver a casa. En la segunda semana de diciembre recibí una carta de mi abogado, Pat Cotter, de Chicago, en la que me informaba que una de las personas acusadas en mi caso, un hombre llamado Jonathan Bibby, iba a juicio, y que me podían llamar para que declarase como testigo. Me recordó que bajo los términos de mi acuerdo al declararme culpable, se me requería que proporcionase testimonio completo y cierto si el gobierno me lo pedía. Pat me dijo que los federales podían trasladarme a Chicago para aparecer ante el tribunal, y que de hecho estaban planeando hacerlo. Me decía:
Me encantaría disfrutar de la oportunidad de volver a verte, claro está, pero basándome en los comentarios de anteriores clientes, creo que el viaje cortesía del Departamento Federal de Prisiones puede resultar una experiencia muy incómoda y fatigosa para la reclusa implicada. Me gustaría ahorrarte esa experiencia, si es posible.
Me quedé horrorizada. Jonathan Bibby era un absoluto desconocido para mí. No quería ir a Chicago, y desde luego, no quería ser testigo del gobierno… es decir, una soplona. Quería quedarme allí donde estaba, en el campo, y hacer el pino y asistir a la noche de cine con Pop. Llamé a mi abogado y le expliqué que no había conocido en mi vida a Jonathan Bibby, que no sería capaz ni siquiera de reconocerlo en una rueda de reconocimiento. Si me trasladaban a Chicago para aquel juicio, no podría acudir a la cita que tenía en el centro de reinserción en enero. Le pedí que por favor hiciera algunas llamadas en mi nombre y que hiciese saber al señor Fiscal de Estados Unidos que no tenía ninguna experiencia personal en absoluto con el acusado, y que no sería un testigo útil.
—Claro —me dijo.
Tuve la sensación de que no podía contar con permanecer en Danbury.
Todo aquello me lo guardé para mí sola, y únicamente le conté a Pop lo de aquella carta.
—Ay, cariño —dijo ella—. El transporte… —hablaba del sistema federal de transporte aéreo, Con Air—. Ese transporte no es nada bueno.
Cuando Natalie se fue, viví sola en mi cubículo varios días. La tela de rayas desnuda de su colchón me hacía sentir especialmente solitaria. Ya llevaba el tiempo suficiente en la cárcel para saber que esperar pasivamente que los dioses de la cárcel me concedieran una maravillosa compañera nueva de litera era una estrategia perdedora. Faith, mi vecina de al lado, era buena persona, de modo que se tramó un cambio de cubículos y obtuve permiso para trasladarme al de al lado. Ahora dormía en la litera que antes había ocupado Vanessa, y Colleen antes que ella. Faith era muy distinta de Natalie, pero felizmente, tampoco era muy habladora. Estaba muy contenta de tenerme como compañera, y me hablaba de su bonita hija adolescente, que estaba en New Hampshire, mientras hacía punto, porque tenía un permiso especial para hacer media.
Faith cumplía una sentencia larga por drogas, y capté vagamente que había asumido la responsabilidad de otra persona. Se preocupaba constantemente por su hija, a la que no había visto desde hacía más de un año. Le estaba haciendo un jersey verde para Navidad. Parece ser que en el economato no había más que tres o cuatro colores de hilo acrílico: gris, blanco, granate y verde, y siempre se estaban quedando sin granate y sin verde, frustrando a las tejedoras. Jae estaba haciendo muñecos de ganchillo de Navidad para sus hijos. Había empezado meses antes. No se me ocurría nada peor para estar en la cárcel que ser madre, especialmente en vacaciones.
Recibí una carta de Pom-Pom, que antes estaba en el garaje y que se había ido a casa, a Trenton.
Querida Piper:
Me preguntaba qué tal estás. Me ha encantado recibir una carta y fotos tuyas. Mi hermana dice que estaba más gorda cuando estaba allí. Yo le he dicho que no, que es la ropa. Vaya, ¡no puedo creer que te hayan hecho un parte! Amy me dijo que su compañera de litera fue a la UHE, pero no me dijo que te habían hecho un parte a ti… Ese sitio realmente es para volverse loca.
A Pom-Pom, cuya madre había estado antes que ella en Danbury, le preocupaba qué le ocurriría cuando la soltaran. Tenía unos parientes que accedieron de mala gana a dejarla vivir con ellos, aunque también pensaba en irse directamente a un hogar para personas sin techo.
Ya estaba de vuelta en el mundo exterior y había recibido una recepción muy fría. El apartamento donde vivía estaba en un barrio donde se oían disparos de arma de fuego cada día, una situación mucho más terrorífica que el campo de tiro de Danbury. La despensa estaba completamente vacía, y ella tuvo que poner el poco dinero del que disponía para que hubiera comida, champú y papel higiénico en la casa. Dormía en el suelo.
Dios mío, ¡cómo te echo de menos! Es triste decir que echo de menos ese lugar, porque es genial estar aquí fuera… Soy libre, pero todavía me siento como si estuviera encerrada. De verdad que siento que vosotras sois mi familia. Cumplí años y ¿qué me han regalado aquí? Nada. He tenido que suplicar para que hicieran una comida de Acción de Gracias. Ahora ya sabes por qué tenía tanto miedo de volver a casa.
En el campo habríamos organizado una buena para su cumpleaños. Pero Pom-Pom todavía tenía una reserva muy importante de buen humor, que le había sido muy útil para vivir hasta el momento. Me envió una lista de personas a las que quería que transmitiera sus buenos deseos: su compañera de litera Jae, las chicas del garaje que quedaban… y comentarios animosos de cómo pasar el tiempo hasta mi propia liberación. Y acababa diciendo: «con cariño siempre, Pom-Pom».
Era el sentimiento más extraño que había experimentado jamás, pero deseé desesperadamente que Pom-Pom estuviese de nuevo con nosotras en la cárcel. Me daba miedo saberla por ahí fuera. Al menos en el gueto del DFP, los guardias de la valla exterior eran los únicos que llevaban armas, y nunca salían de sus furgonetas.
—¿Piper? —Amy se asomó a la puerta de mi cubículo. Normalmente no permitía que nadie entrase allí, prefiriendo hacer mis visitas fuera, en las zonas comunes.
—¿Qué pasa, Monstruo? —había empezado a llamar a Amy «el pequeño monstruo» cuando trabajábamos las dos en electricidad. Era un apodo muy merecido, ya que era muy mal hablada y tenía muy mal carácter, faltaba el respeto a todo el mundo y se burlaba de todo. Pero a pesar de todo me gustaba Amy y me hacía reír. Quería ser muy dura, y lo era a su manera, al estilo de un pilluelo de la calle, pero era más bien un gatito que bufaba y escupía, y al cual podías mantener a raya cogiéndolo por el pellejo del cuello. Pero los gatitos también tienen unas uñas afiladas y dientes, claro…
Amy corrió al lado de mi litera y se sentó en mi taburete. Vi que estaba preocupada. Se suponía que se iba a casa antes que yo, al norte de Nueva York. Yo sabía que en casa también le esperaba la incertidumbre, aunque su situación no era tan dura como la de Pom-Pom. Durante varias semanas había intentado poner en orden las cosas para encontrar alojamiento y trabajo por teléfono, y estaba muy agobiada. Intentaba localizar a su padre desesperadamente, pero tenía problemas con el teléfono. Cuando me explicaba su frustración, las palabras salían de su boca cada vez más rápidas, hasta que se atragantó con ellas, hipando.
—¡Vamos, Amy! —le hice sitio en mi cama y ella se subió—. Siento que las cosas estén tan difíciles ahora mismo. Pero todo se arreglará, te vas a ir a casa pronto —le pasé el brazo en torno a los hombros, mientras ella lloraba.
Enterró la cabeza en mi regazo.
—¡Quiero ir con mi papá!
La calmé y le di unas palmaditas en los rubios rizos de los que tan orgullosa estaba, e interiormente me enfurecí mucho por la locura que suponía encerrar a unas niñas y devolverlas luego a unos barrios que eran mucho más peligrosos y terribles que la propia cárcel.
Vi en el tablón de anuncios que tenía que pasar la tarde en una clase de preliberación sobre alojamiento, y se me aceleró el pulso. A las presas federales se les requería pasar por una serie de clases previas a la liberación antes de reinsertarse en la sociedad. Era lógico. Muchas de las mujeres de Danbury llevaban años encerradas en la cárcel, y a pesar de que la institucionalización era muy dura, también era una situación que te infantilizaba. La idea de que pudieran salir al mundo y ser capaces sin más de lidiar con las exigencias de la vida diaria «en el exterior» era ridícula.
Tenía mucha curiosidad por ver qué nos transmitirían en aquellas clases de vuelta a la sociedad. La primera a la que tuve que asistir fue sobre salud. Aparecí en la sala de visitas a la hora señalada. Habían colocado sillas para unas veinte internas, y un OC que trabajaba en servicios de alimentación en la ICF era quien iba a darla. Me incliné hacia Sheena, que estaba sentada a mi lado, y le pregunté por qué era él quien daba la clase.
—Porque antes jugaba al béisbol profesional —respondió, como explicación.
Pensé en aquello un momento, como si pudiera tener algún sentido.
—Pero ¿por qué da esta clase alguien de Danbury… por qué no la da alguien de servicios sanitarios? —Sheena me miró con sorna—. ¿Todas las clases las da el personal de la cárcel? Ellos no trabajan en el exterior, con antiguos reclusos. Pasan todo su tiempo aquí. ¿Qué saben ellos de reinserción?
—Pipes, estás buscando la lógica en algo que no la tiene.
El tipo del servicio de alimentación era muy amable y divertido. Nos gustó mucho. Nos dijo que era importante comer bien, hacer ejercicio y tratar tu cuerpo como un templo. Pero no nos dijo cómo podía conseguir cuidados sanitarios una gente que no tenía dinero. No nos dijo tampoco cómo tener acceso al control de natalidad y otras atenciones sanitarias reproductivas. No nos recomendó solución alguna para los trastornos de conducta o psiquiátricos. Y no nos dijo qué opciones podía haber para personas que han luchado contra el abuso de sustancias, a veces durante décadas, al enfrentarse a sus viejos demonios en el exterior.
Otra clase se titulaba «Actitud positiva», y la daba la antigua secretaria de la directora. No nos gustó mucho porque era muy condescendiente con nosotras. Su charla detallaba las luchas épicas para hacer dieta y poderse poner un vestido moderno para ir a una fiesta. Trágicamente, no fue capaz de perder el peso necesario, pero aun así se divirtió en la fiesta porque consiguió mantener una actitud positiva. Miré a mi alrededor, incrédula. Allí había mujeres que habían perdido la custodia de sus hijos y que tendrían que litigar para reunirse con ellos; mujeres que no tenían adónde ir y que, por tanto, irían a parar sin remedio a albergues de personas sin techo; mujeres que nunca habían trabajado en la economía normal, y que debían encontrar trabajos de verdad o volverían a la cárcel. Yo no tenía ninguna de aquellas preocupaciones porque era mucho más afortunada que la mayoría de las presas con las que había convivido en Danbury, pero tuve la sensación de que me faltaban al respeto por lo triviales que estaban resultando aquellas clases. La siguiente la daba la amargada monja alemana que llevaba la capilla, y fue tan vaga que resultaba difícil recordar que trataba de «crecimiento personal».
A continuación nos hablaron de alojamiento. Alojamiento, empleo, salud, familia… son factores que determinan esencialmente si una persona que vuelve a casa desde la cárcel tendrá éxito o fracasará como ciudadana cumplidora de las leyes. Yo conocía al tipo que daba aquella sesión del SCM. Era un buen hombre. Y habló de lo que él conocía: aislamiento, revestimiento de aluminio y el mejor tipo de tejado que puedes poner en tu casa. Habló también de interiores. Yo estaba tan asqueada por la farsa que suponía el programa preliberación del DFP que simplemente cerré los ojos y esperé a que terminase.
Una mujer levantó la mano.
—Ejem, señor Green, todo eso está muy bien, pero yo lo que necesito es alquilar un piso. ¿Puede hablarnos un poco de cómo alquilar un piso, si podemos apuntarnos a algún programa social o algo, ya sabe, casas baratas y eso…? Alguien me ha dicho que tendría que ir a un refugio para personas sin techo…
Él no parecía irritado, sino vacilante.
—Sí, bueno, es que en realidad yo no sé mucho de eso. Lo mejor a la hora de encontrar un piso es en el periódico, o también hay webs ahora donde se puede mirar…
Me preguntaba qué presupuesto tendría el DFP para esas clases.
Miré con intensidad a Larry que estaba frente a mí, al otro lado de la mesita de cartas. Parecía cansado y tenía unas ojeras profundas. Recordé una cosa que me había dicho Yogui Janet sobre nuestros novios: «Cumplen la misma condena que nosotras».
Cada visita ahora se centraba en un único tema: cuándo volvería yo a casa. No importaba si hablaba con Larry, con mi madre, mi hermano o algún amigo. Entre mi gente había una sensación de alivio colectivo, el sentimiento de que casi estábamos ya al final del camino. No quería ser una aguafiestas, de modo que intenté acallar mi temor de tener que ir a Chicago.
Parecía que la mitad de la gente que estaba en la sala de visitas se iría bien pronto: Pop, Delicious, Doris, Sheena… Boo Clemmons se había ido el día después de Acción de Gracias, y su novia Trina se metió en cama una semana.
Camila también se iba, pero todavía no a casa. El campo estaba a punto de enviar a otro grupo colina abajo al programa de drogas, y ella estaba entre las elegidas. Se suponía que Nina volvía en enero, habiendo completado el programa, antes de que la soltaran. Yo esperaba estar allí para verla.
Me senté en el cubículo de Camila, viendo cómo sacaba todas sus cosas. Me acababa de regalar un par de botas de trabajo grandes y negras. El programa de drogas era muy estricto, de modo que tenía que eliminar todo el contrabando antes de irse y regalar el exceso de ropa. Camila estaba de buen humor. El programa de drogas acortaría un año entero su sentencia, de siete a seis. Me preocupaba lo mal hablada que era: a diferencia de la mayoría de las mujeres del campo, Camila respondía a los guardias si se cabreaba con ellos, y tenía muy mal genio. El programa era estricto y echaban de allí a mucha gente todo el tiempo.
—Voy a echarte de menos. ¿Con quién haré yoga?
Ella sonrió.
—¡Pero si estás a punto de irte a tu casa!
—Camila, tienes que prometerme que te morderás la lengua cuando estés allí. No es broma.
Ella puso una cara perpleja.
—¿Morderme la lengua? ¿Por qué iba a hacer eso?
—Es una forma de hablar. Significa que no puedes insultar a los guardias, allá abajo. Aunque sean como Welch o como ese gilipollas de Richards.
Fiel a su palabra, el oficial Richards estaba haciendo todo lo posible por hacer la vida imposible a todo el mundo en el campo. Si DeSimon me recordaba a un pene suelto y perdido, Richards más bien era uno enfadado. Se ponía ridículamente furioso. Siempre parecía que su cabeza de un rosa brillante iba a estallar en cualquier momento. Era mezquino, se negaba a entregar sus cartas a una presa si no se había presentado a la hora del reparto, y hacía cumplir rígidamente las horas de televisión, para gran disgusto de las insomnes. A mí no me importaban la mayoría de sus actividades de «sheriff recién llegado», aunque Pop estaba muy enfadada porque solo le podía hacer masajes en los pies cuando él no estaba de servicio.
Pero tenía una costumbre tan horrible que yo le deseaba siempre que cogiera una enfermedad asquerosa. Chillaba por el micrófono. Todo el rato. El sistema de altavoces estaba conectado en todo el edificio, con múltiples altavoces en todos los dormitorios. Estos se encontraban colgados solo a unos palmos de las camas de algunas mujeres. Y el tipo se ponía a chillarnos insultos por los altavoces, toda la tarde, a un volumen espantoso. La litera de la pobre Jae estaba justo debajo de un altavoz.
—Pipes, ¿crees que puedes usar tus habilidades eléctricas aquí? —yo no confiaba mucho en ser capaz de poder hacerlo sin electrocutarme o acabar en la UHE. Así que teníamos que oír sus insultos, gracias a los cuales la palabra «tortura» adquirió un nuevo significado.
El día de Navidad se acercaba y Larry me trajo malas noticias de mi abogado: me llamarían como testigo a Chicago. Me puse mala. ¿Y si no llegaba a tiempo al centro de reinserción? En realidad no cabía duda de que me iba a perder esa fecha. En el último momento, mi pasado se interponía en el camino de mi libertad. ¿Y si veía a Nora? Si me llamaban a mí, era inevitable que la llamaran a ella.
—¡Mira mi elfo marica! —me dijo orgullosamente una de las voluntarias, enseñándome un hombrecillo extraño.
El día antes de Navidad vimos por fin la obra del equipo de decoración del campo. Francamente, era increíble: habían transformado una sala de televisión beige y sombría, con suelos de linóleo gris, en un resplandeciente pueblecito navideño, una noche de invierno. El techo de tableros de aglomerado quedaba oculto bajo un cielo estrellado de color azul tinta, el pueblo estaba extendido por un valle montañoso, y los talleres, el bar, incluso el expositor giratorio estaban poblados por pequeños elfos de preferencias sexuales discutibles, que jugueteaban en una nieve brillante y arremolinada en el linóleo. Todo resplandecía. Asombradas, examinamos aquel trabajo con ilusión. No tenía ni idea de cómo lo habían conseguido.
Esperamos toda la tarde muy nerviosas que llegase el veredicto. Cuando este se hizo público ¡resultó que por primera vez en la historia había ganado el campo! Los guardias nos aseguraron que la competencia había sido dura. Allá abajo, en el complejo, el programa de cachorros se alojaba en la unidad nueve, que también incluía a la unidad psiquiátrica, y habían hecho cornamentas para todos los labradores retriever, creando así un rebaño de renos. ¡Un rebaño de renos!
El premio para todo el campo fue una proyección de Elf: el duende, con palomitas gratis además. Faith, mi compañera de litera, me sorprendió diciéndome en mi cubículo:
—Piper, ¿quieres que veamos juntas Elf?
Yo me quedé muy desconcertada. Si las cosas iban igual que siempre, se suponía que yo iba a ver la película con Pop, o quizá con las gemelas italianas. Pero estaba claro que aquello era importante para Faith.
—Claro, compañera. Estaría genial.
Iban a proyectar la película en una sala distinta de la habitual, en varios pases. Faith y yo cogimos nuestras palomitas, nos procuramos dos buenos asientos y nos sentamos a verla juntas. No haríamos galletas de Navidad, ni elegiríamos el árbol perfecto para decorarlo, ni besaríamos a las personas que queríamos bajo el muérdago. Pero Faith podía reclamar un lugar especial en mi corazón, y yo también tenía uno en el suyo, especialmente en Navidad. Y eso estaba muy bien.
El 27 de diciembre la gente recibió el New York Times del domingo en el correo del lunes. Yo me acerqué sigilosamente a Lombardi y le pregunté:
—Oye, ¿puedes darme la sección de Estilo?
Corrí a mi litera con el periódico, porque Larry escribía en él, y no un artículo cualquiera. Era la columna «Amor moderno», un artículo semanal personal sobre amor y relaciones. Llevaba mucho tiempo trabajando en él, y sabía que trataría de la decisión de casarnos, que tanto habíamos aplazado. Aparte de aquello, no tenía ni idea de lo que nos ofrecía a los lectores del Times y a mí.
Describía con gran sentido del humor nuestro noviazgo tan poco tradicional, y por qué ninguno de los dos realmente pensaba que era importante casarse aunque hubiéramos ido juntos a veintisiete bodas. Pero algo había cambiado.
Nunca hubo un momento clave, un momento de eureka en el que me diera cuenta de que hacer la cosa más tradicional imaginable era buena idea. Hay tipos que dicen que saben inmediatamente que «ella» es la elegida. Yo no. Ya sea un jersey o un software, me cuesta cierto tiempo saber si quiero algo o no, razón por la cual siempre guardo el recibo. No puedo decir que haya habido ningún caso en el que haya mirado los ojos azules de la chica a la que acabo de conocer tomando unos huevos con picadillo de carne en un café de San Francisco y haya pensado: «es ella». Pero ahora, después de ocho años, lo sé.
¿Cuándo me di cuenta? ¿Fue cuando me ayudó a sobrellevar la muerte de mi abuelo? ¿Cuando finalmente respondió al móvil el 11 de septiembre y me sentí enormemente aliviado? ¿Cuando hicimos aquella larga caminata en Point Reyes? ¿Cuando finalmente ganaron los Sox y ella lloró de alegría? ¿Cuando veo que mis sobrinos la saludan como si fuera una estrella del rock al entrar?
Quizá tendría que haberlo sabido desde el principio, aquella mañana, cuando íbamos de viaje por el campo y me pidió que parásemos en Arthur Bryant de Kansas City a tomar un buen plato de costillas para desayunar (y cuando llevaba diez minutos comiendo y me preguntó: «Cariño, ¿por qué no abres una cerveza?»).
¿O no lo he sabido con certeza hasta siete años más tarde, cuando nos hemos visto obligados a separarnos durante más de un año? ¿Quién puede saberlo? Son los momentos importantes los que cuentan, quizá, pero los pequeños cuentan igual, o incluso más.
Yo recordaba todos y cada uno de aquellos momentos con perfecto detalle, desde el fuerte sabor de aquellas costillas hasta lo buena que estaba la cerveza.
Lentamente, como siempre, aunque desde luego con seguridad, he ido comprendiendo esto: ella quiere casarse. Y si eso es verdad, entonces yo quiero casarme también. Con ella. Quizá sea la idea menos original que he tenido desde hace mucho tiempo, pero tenía que llegar a ella por mí mismo, a mi manera. Y después de todos estos años, si una cosa he aprendido a respetar es el elemento sorpresa.
Así que, demonios, casémonos. Sigo sin creer que el matrimonio sea el único camino hacia la felicidad o la realización como persona, pero es lo que debemos hacer, ahora mismo. De modo que se lo pedí. O, debo decir con más precisión, lo que dije, sentados en aquella islita, en una escena sacada directamente de la revista Novias, fue algo sobre el amor y el compromiso, y que no me voy a ninguna parte, y aquí tienes estos anillos que he hecho para ti, y si quieres hacerlo oficial, me parece bien, y si no quieres, pues me parecerá bien también. Y si quieres que hagamos una boda, pues vale, y si no, qué más da. Ella no tenía claro aún qué era lo que le estaba proponiendo exactamente, pero cuando acabó de reír dijo que sí. Y luego se quitó la ropa y se tiró al agua.
Mis amigos bromean y dicen que ya que he estado en 27 bodas, es hora finalmente de un funeral: el de mi soltería. Es triste, como cualquier funeral, claro, pero no es una muerte por trágico accidente. Parece más bien una eutanasia que me estoy practicando a mí mismo, una muerte misericordiosa.
Ya estoy listo, cariño. Desenchúfame.
Incluso allí, sin él, no podía imaginar un regalo de Navidad más bonito.
Siempre he encontrado muy aburrida la noche de Fin de Año en el mundo exterior, pero dentro tenía mucho interés, y yo era muy consciente y estaba muy agradecida de que fuese la única que iba a pasar en Danbury. Tiene sentido que el avance en el calendario haga que una reclusa se sienta más optimista. Ver pasar todos esos números sugiere progreso.
Mucho más que cualquier año nuevo, incluso que el cambio de milenio, para mí significaba que algo estaba llegando a un fin definitivo. Pop lloró al contar las campanadas de medianoche. Era el decimotercer fin de año que pasaba en la cárcel, y el último. Mientras la miraba, intentaba imaginar las emociones desbordadas y encontradas que la asaltarían al pensar en la supervivencia, el arrepentimiento, la resistencia y el tiempo perdido.
Parecía que el campo entero estaba concentrado en devolver a Pop a casa de una sola pieza. Se suponía que su trabajo en el comedor ya había concluido (porque extrañamente, las presas consiguen y acumulan días de vacaciones en el DFP), pero ella no había disfrutado de un solo día de vacaciones. La sorprendí de nuevo en la cocina y casi me da un ataque, pero me dijo que me fuera a la mierda. No sabía qué hacer si no estaba trabajando. La mujer divertida, mordaz, maternal y terrestre, y de fuerte acento, que me había ayudado a pasar tantas cosas, era ahora un manojo de nervios. Le faltaban menos de dos semanas para irse al centro de reinserción.
De modo que me sentí fatal cuando el 3 de enero recibí la llamada:
—¡Kerman! ¡Recoge!
«Recoger» significaba hacer el equipaje porque te llevaban a algún sitio. A la presa se le proporciona una bolsa del ejército para que guarde en ella temporalmente sus posesiones. Yo decidí regalar la mayoría de mis tesoros acumulados: mi laca de uñas de contrabando de un rosa intenso, el preciado pijama blanco de hombre que me había regalado Pop, la chaqueta verde del ejército, e incluso mi preciosa radio con auriculares. Todos mis libros fueron a la biblioteca de la cárcel. Dado el secreto que había mantenido hasta aquel momento, mis compañeras presas se sorprendieron mucho por mi futura partida. Algunas supusieron que me soltaban antes, pero las que sabían que iba a ser transportada por Con Air estaban llenas de curiosidad, preocupación y consejos.
—Lleva una compresa. No siempre te dejan usar el baño. ¡Procura no beber nada!
—Ya sé que eres muy mirada con la comida, Piper, pero come todo lo que puedas, porque puede ser la última comida decente que hagas durante un tiempo.
—Cuando te pongan las esposas, intenta flexionar las muñecas para que quede un poco más de espacio, y si miras a los ojos al policía cuando te las esté poniendo, a lo mejor no te sujetan tan fuerte que te corte la circulación. Ah, y ponte dobles calcetines para que los grilletes no te hagan sangrar los tobillos.
—Reza para que no te manden por Georgia. Te meten en una cárcel del condado, y es el peor sitio que he visto en mi vida.
—Hay montones de chicos guapos en el transporte. ¡Se enamorarán de ti!
Fui a hablar con el hombre Marlboro.
—Señor King, me envían con una orden judicial a Chicago —aquella vez conseguí que se sorprendiera.
Luego se echó a reír.
—Terapia diésel.
—¿Cómo?
—Por aquí al transporte aéreo lo llamamos «terapia diésel».
No tenía ni idea de lo que estaba hablando.
—Bueno, cuídate mucho.
—Señor King, si vuelvo antes de la fecha de mi salida, ¿puedo volver a mi trabajo?
—Claro.
Resultó que no me enviaron al transporte aéreo hasta dos días después. Llamé a Larry por última vez (otras presas me habían advertido de que no diera detalles del viaje por teléfono).
—Están escuchando, y si das detalles concretos, a veces creen que estás planeando escapar.
Larry estaba extrañamente alegre, y yo tenía la sensación de que en realidad no comprendía lo que estaba pasando, aunque le dije que quizá no pudiera hablar con él hasta dentro de mucho tiempo.
Me despedí de Pop.
—¡Mi Piper! ¡Mi Piper! ¡Tú no tenías que irte antes que yo!
La abracé y le dije que estaría muy bien en el centro de reinserción, y que la quería.
Y luego bajé colina abajo y empezó mi siguiente desventura.