CAPÍTULO 12

Verdades desnudas

Tenía mucho cariño a mi compañera de trabajo, Allie B. Me hacía reír todo el tiempo. Parecía siempre de buen humor, al menos cuando no estaba cabreada por algo. El péndulo de su humor oscilaba un poco exageradamente. No tenía las pesadas marcas de la cárcel impresas en su cuerpo, aunque no era la primera vez que cumplía condena. De hecho era reincidente, cosa lógica, dado que era yonqui. Pero no estaba encerrada por ningún delito de drogas, así que no recibía tratamiento para su adicción.

Yo le pregunté:

—Si ahora estás limpia, y sigues limpia todo el tiempo que pases encerrada, ¿por qué vuelves a caer luego?

Ella inclinó la cabeza y sonrió.

—Está claro que no sabes de qué estás hablando, Piper —dijo—. No puedo esperar a que me suelten para meterme eso y una buena polla.

Eso estaba claro: a Allie le gustaba ponerse, pero también le gustaba el sexo. Hacía siempre comentarios muy verdes y divertidos entre dientes sobre cualquier hombre del que se encaprichaba, ya fuera guardia de la cárcel, personal de corbata o algún repartidor ocasional que entraba en nuestro campo de visión.

A veces, Allie se refería a mí como «su mujer», a lo cual yo respondía: «Ni lo sueñes, Allie». De vez en cuando experimentaba accesos de lujuria creo que fingida, durante los cuales me perseguía por el dormitorio B chillándome cosas obscenas e intentando bajarme los pantalones cortos de atletismo mientras yo chillaba. Nuestras vecinas en seguida se cabreaban por el jaleo que armábamos. Por su forma de hablar y de escribir, y aunque le apasionaba el programa Factor Miedo, yo estaba convencida de que Allie estaba mejor educada que la mayoría de las reclusas. Sin hacerle a mi amiga las preguntas personales de rigor, verboten incluso entre amigas, adiviné que sus múltiples estancias en prisión se debían a su adicción. Me preocupaba Allie; ciertamente, esperaba que nunca volviera a la cárcel, pero lo que más me preocupaba es que acabara muerta.

Tenía similares preocupaciones por la colega de Allie, Pennsatucky, que había sido adicta al crack (se notaba por lo ennegrecidos que tenía los dientes delanteros). A diferencia de Allie, Pennsatucky no quería ponerse en cuanto saliera a la calle. Lo que quería era recuperar a su hija. La niña, un bebé de aspecto angelical, vivía con el padre. Pennsatucky no tenía la custodia de su hija. «No estaba bien», según las mujeres del campo, tal y como se decía de la gente que tenía problemas de conducta o incluso a veces enfermedades mentales. Las condiciones de la cárcel no ayudaban precisamente en tales situaciones.

Después de haber tratado durante un tiempo a Pennsatucky y trabajado con ella, me parecía que le daba más a la cabeza de lo que pensaba la gente. Era muy receptiva y sensible, pero tenía grandes dificultades para expresarse de una forma que no fuera desagradable para los demás, y se ponía muy alterada y furiosa cuando sentía que no la respetaban, cosa que ocurría a menudo. No había nada en Pennsatucky que le impidiese vivir una vida perfectamente feliz, pero yo sabía que sus problemas la hacían vulnerable a las drogas y a los hombres que las ofrecían.

Si tus problemas con las drogas te colocan en el lado malo de la ley, lo que te espera es la desintoxicación en el suelo de una cárcel del condado. Una vez que te encierran para una larga estancia en prisión, lo primero que quieren es ver cuál es tu situación psiquiátrica… y prescribirte algunas drogas. La cola de las pastillas de Danbury, que se formaba dos veces al día, siempre era larga y serpenteaba fuera del despacho médico hasta la sala. A algunas reclusas les ayudaba muchísimo la medicación que tomaban, pero otras parecían zombies, drogadas hasta las trancas. Esas mujeres me asustaban. ¿Qué podía ocurrir cuando salieran a la calle y no hubiera ninguna cola de la pastilla a la que acudir?

Cuando traspasé las terroríficas puertas de la ICF, siete meses antes, ciertamente yo no parecía una delincuente, pero sí que tenía mentalidad de gánster. El gánster solo se preocupa por sí mismo y por los suyos. Me lamentaba terriblemente de mis actos, pero solo por el trauma que había causado a mis seres queridos y las consecuencias a las que me enfrentaba. Aun cuando me quitaron la ropa y la sustituyeron por el uniforme caqui de la cárcel, yo me habría burlado de la idea de que la «guerra contra las drogas» fuese algo más que una broma. Habría argumentado que estaba demostrado que las leyes antidroga del gobierno eran totalmente ineficaces, en el mejor de los casos, en el día a día, y en el peor de los casos estaban equivocadas y centradas en el suministro más que en la demanda, concebidas al azar y aplicadas de una manera irregular e injusta, basándose en la raza y la clase, y que por tanto eran intelectual y moralmente deleznables. Y todo eso, ciertamente, era verdad.

Pero ahora, cuando miraba con consternación a Allie, que estaba impaciente por volver a su inconsciencia; cuando pensaba en si Pennsatucky sería capaz de arreglárselas y demostrarse a sí misma que era la buena madre que aspiraba a ser, cuando me preocupaba por mis muchas amigas en Danbury cuya salud estaba destrozada por la hepatitis y el sida, y cuando veía en la sala de visitas cómo había destrozado la adicción los vínculos entre las madres y sus hijos, finalmente comprendí las verdaderas consecuencias de mis actos. Yo había ayudado a que ocurrieran todas esas cosas terribles.

Lo que me hizo reconocer por fin la indiferente crueldad de mi pasado no fueron las limitaciones que me puso el gobierno de Estados Unidos, ni la deuda que había llegado a adquirir para pagar los gastos legales, ni el hecho de que no pudiera estar con el hombre que amaba. Estaba allí sentada, hablando y trabajando y conociendo a gente que sufría por lo que habíamos hecho personas como yo. Ninguna de esas mujeres me rechazó, ya que la mayoría de ellas se habían visto íntimamente implicadas también en el negocio de la droga. Pero por primera vez empezaba a comprender de verdad que mis decisiones me habían hecho cómplice de su sufrimiento. Yo era cómplice de su adicción.

Una larga temporada de servicios a la comunidad trabajando con adictos en el mundo exterior probablemente me habría hecho comprender la misma verdad y habría sido infinitamente más productiva para la comunidad. Pero nuestro actual sistema de justicia no prevé la justicia restaurativa, en la cual un infractor se enfrenta al daño que ha hecho e intenta ayudar a las personas a las que ha perjudicado. (Yo tuve suerte de llegar a esa conclusión sola, con la ayuda de las mujeres a las que conocí). Por el contrario, nuestro sistema «correctivo» se basa en la venganza y la retribución, y nada más. Y luego sus supervisores se preguntan por qué la gente deja la prisión más rota que cuando entró.

Vanessa Robinson era una transexual de hombre a mujer que había empezado su condena colina abajo, en la ICF. Dentro de los confines de la plantación de Danbury, su presencia era notoria. Los OC insistían en llamarla «Richard», que era su nombre de nacimiento. Un día de mayo, el campo bullía de excitación.

—¡El tío-tía sube ya!

Había gran expectación por la llegada de la señorita Robinson. Algunas mujeres juraban que no le hablarían; otras declaraban su fascinación. Las mujeres antillanas y algunas de las mamis hispanas mostraron su indignación; las renacidas emitieron exclamaciones escandalizadas, y las mujeres blancas de clase media parecían desconcertadas o nerviosas. Las más antiguas se mostraban displicentes.

—Bah, ya estamos acostumbradas a tener siempre un puñado de chicas que quieren irse al otro lado. Son unas pesadas —dijo la señora Jones.

—¿Al otro lado? —pregunté.

—De chica a chico, siempre refunfuñando por su medicación y sus mierdas —dijo, haciendo un gesto de desdén con la mano.

Pronto vi por primera vez a Vanessa, una mujerona de un metro noventa, pelo rubio, piel color café, pechos como melones. Una multitud de jóvenes admirativas se había reunido a su alrededor, y ella se deleitaba llamando la atención. No se trataba de una apocada transexual encarcelada por alguna fatalidad, intentando soportar aquello como podía; Vanessa era una diva con todas las de la ley. Era como si alguien hubiera disparado a Mariah Carey a través de un transportador de materia y hubiese aterrizado en medio de nosotras.

Aunque era una diva, Vanessa tenía la inteligencia y la madurez suficientes para manejar la nueva situación con cierta discreción. Empezó en el campo de una manera recatada, sin histrionismos. Habían subido también otras presas de la ICF con ella, incluyendo a una chica joven increíblemente guapa llamada Wainwright que era su amiga más querida, porque ambas cantaban en el coro de la iglesia. Wainwright era diminuta, con ojos verdes de gata, una sonrisa enigmática y educación universitaria. La mayoría de las mujeres negras la adoraron nada más verla. Formaban una pareja visualmente divertida, tan parecidas en teoría y sin embargo tan distintas.

Las primeras semanas que pasaron en el campo estaban juntas la mayor parte del tiempo. Vanessa se mostraba amistosa si te acercabas a ella, pero más reservada de lo que su reputación y aspecto podrían sugerir. Fue a trabajar a la cocina.

—«Él» no sabe cocinar —se burlaba Pop, que entraba en la categoría de «indignadas» y no se mostraba favorable a ser amable, aunque había una cierta verdad en su afirmación culinaria. Hubo un episodio de ketchup en la salsa marinara que puso en armas a todo el campo. Pop me susurró al oído quién era la culpable, pero yo no dije nada.

Me gustaba Vanessa. Y eso era conveniente porque se trasladó a un alojamiento al lado del mío. Ella y Wainwright consiguieron con astucia el alojamiento que quisieron. Wainwright compartía litera con Lionnel, la consigliere del almacén, voz de la razón y la disciplina en lo relativo a las mujeres negras revoltosas («Chica, será mejor que empieces a portarte bien porque si no te voy a romper la cabeza»). Y Vanessa se trasladó a la puerta de al lado con Faith, una abuelita de pelo gris, traficante de oxicodona, que venía directamente de los bosques de New Hampshire y que había subido de la ICF con Vanessa y Wainwright. Se llevaban todas muy bien. La llegada de Vanessa al dormitorio B provocó solo unas muecas silenciosas de la señorita Natalie, que era mucho más tolerante que su amiga la señorita Solomon, que preguntaba:

—¿Eso es lo que quiere ver en el baño, señorita Piper? ¿Eso?

Yo señalé mansamente que Vanessa estaba operada, pero que no, que no me hacía ninguna falta un espectáculo de strip-tease.

Pero tuvimos strip-teases a placer. Cuando Vanessa se instaló, se volvió más lanzada, y le encantaba enseñar sus maravillas quirúrgicas a la menor sugerencia. Pronto medio campo había visto lo que tenía. Sus pechos, con un tamaño de copa D, eran su orgullo y su ilusión, y dada nuestra diferencia de altura, a menudo era lo primero que yo veía cada mañana. Ciertamente, era mucho más guapa que la mayoría de las presas que habíamos nacido en nuestro género, pero si te acercabas se ponían de manifiesto sus cualidades más masculinas. Sus axilas eran muy velludas (decía que si no se podía hacer la cera, no se hacía nada), y en la cercanía y calor del dormitorio B, en pleno verano, olía indiscutiblemente a hombre sudoroso. Vanessa se vio privada de sus hormonas en prisión, y por tanto mantenía varias características masculinas que habrían sido menos evidentes en otro caso, sobre todo su voz. Aunque hablaba casi todo el tiempo con un tono alto, de niña, podía sacar a voluntad un vozarrón masculino a lo Richard. Le encantaba asustar a la gente a muerte, y era muy efectiva a la hora de tranquilizar un comedor demasiado ruidoso, gritando:

—¡A callarse todas!

Lo mejor de todo eran los gritos de ánimo masculinos que lanzaba en el campo de softball, donde era una compañera de equipo muy buscada. Esa zorra le daba con fuerza.

Vanessa era una vecina muy divertida y considerada, alegre y alocada, a lo drag-queen, lista y observadora y sensible a lo que otras podían pensar o sentir. Sacaba rápidamente su álbum y compartía fotos e historias de los hombres cuyos corazones había roto, poniéndolos verdes para pasar el rato. («Este es el programa del concurso Miss América Gay Negra… ¡fui la tercera!»). Todas las aspirantes a divas nacidas mujeres (muchas de las cuales vivían en el dormitorio B) inmediatamente reconocieron que ella era una maestra a cuyos pies podían aprender mucho. Y Vanessa era una buena influencia para las jovencitas que se apiñaban a su alrededor. Las aconsejaba amablemente cuando se portaban mal, y las animaba a educarse, a reconciliarse con Dios y a amarse a sí mismas.

Solo tenía un ritual que era difícil de soportar. Cada noche, cuando había acabado el trabajo en la cocina, Vanessa volvía a su cubículo, se subía a la cama y sacaba un reproductor de cintas de contrabando, obtenido no se sabe cómo a través de la capilla. Su canción de góspel favorita, explicando que Jesús nos amaba, nos perdonaba y nos ayudaba a dar cada paso, retumbaba entre las paredes del cubículo, y la voz de Vanessa se alzaba también con ella. En ese momento era cuando se hacía más obvia su necesidad de hormonas, porque Vanessa, sencillamente, no llegaba a las notas más altas. Las dos primeras noches que hizo aquello, yo sonreí para mí, entretenida; después de diez noches, enterraba la cabeza debajo de la almohada. Sin embargo, pensando en alguna de las otras cantarinas que teníamos por allí cerca, decidí apretar los dientes y aguantar. Un himno cada noche no me haría ningún daño.

Uno de los muchos artículos de contrabando que tenía en mi posesión era laca de uñas. Hubo un tiempo en que se vendió en el economato, pero ahora era un artículo prohibido. Yoga Janet me había dado una botellita de una laca preciosa de un magenta intenso, que mi pedicura Rose Silva codiciaba abiertamente. Yo le prometí que se lo regalaría cuando volviera a casa, pero por el momento me lo guardaba para mí y para Yoga Janet, a quien también le encantaba llevar pintadas las uñas de los pies. Cualquier mujer de Nueva York que se precie lleva una buena pedicura, aunque esté en el maco.

Yo llevaba ya un cierto tiempo acudiendo a Rose como clienta. Que había una pedicura en la cárcel era una de las cosas que ya sabía cuando llegué a Danbury. Me enteré de ello buscando datos antes de ir a la cárcel, y también me encontré con la insistente recomendación de que si vas a precisar sus servicios, es mejor que te compres tus propios utensilios en el economato. La población de la cárcel tiene una enorme incidencia de enfermedades de la sangre como sida y hepatitis, así que es mejor no arriesgarse a coger una infección.

Cuando llegué al campo, era demasiado tímida para pedir que me hicieran la pedicura, aunque admiraba las uñas doradas de Annette.

—Yo solo voy a Rose —me dijo ella. Había otra opción además de Rose, y era Carlotta Alvarado. Pop estaba entre las clientas de Carlotta. Entre las dos se repartían todo el mercado. Las pedicuras de la prisión eran un asunto de boca a boca, y en este caso las presas eran orgullosamente leales.

Me hice la primera pedicura con el tiempo todavía fresco del inicio de la primavera. Annette me la había regalado.

—Te voy a regalar una pedicura con Rose Silva, no puedo verte los pies con esas chanclas.

Una semana más tarde acudí obedientemente a uno de los baños junto a la sala principal a mi cita con Rose, armada con mis propios utensilios de pedicura: cortacutículas, palitos de naranja, lima para las uñas… Rose llegó con sus utensilios también, que incluían toallas, una palangana cuadrada de plástico y una amplia gama de lacas de uñas, algunas de colores francamente raros. Me sentí un poco extraña, pero Rose tenía el don de la conversación y además era muy profesional.

Pronto Rose y yo descubrimos que las dos éramos de Nueva York, ella de Brooklyn y yo de Manhattan, y que ella era portorriqueña, cristiana renacida y cumplía treinta meses de condena al haberla cogido intentando meter dos kilos de coca por el aeropuerto de Miami. Era muy eficiente y le gustaba hacer el payaso. También era muy meticulosa en la pedicura, y hacía unos masajes estupendos. Nadie debe tocarte en la cárcel, de modo que la intimidad de un buen masaje en los pies, destinado a complacer, casi me hizo derramar lágrimas de éxtasis la primera vez.

—¡Vaya, cariño! Coge aire con fuerza… —me aconsejó. Por todo esto, Rose me cobró cinco dólares en artículos del economato. Me haría saber el día de las compras lo que debía comprarle. Me enganché en seguida. Ya era clienta.

La última actuación de Rose en mis pies era definitivamente su obra maestra. Me había hecho la pedicura francesa con rosa claro, y añadió unas florecillas blancas y color magenta en las uñas del dedo gordo. No podía dejar de mirarme los pies con mis chanclas, que ya eran fabulosos, como de algodón de azúcar.

Aunque me había instalado en el buen rollo, todavía tenía algunos momentos de irritación con mis compañeras presas, y me preocupaban. En el gimnasio casi pierdo los estribos con Yoga Janet durante una clase en la que insistía en que podía ponerme el pie detrás de la cabeza si lo intentaba con más fuerza.

—¡No, no puedo! —exclamé—. No me puedo poner el pie detrás de la cabeza y punto.

Estar entre tanta gente que no podía o no quería controlarse era agotador, y me hacía meditar mucho sobre el autocontrol. En la cárcel oí la triste historia de muchas mujeres que tenían hijos a los que adoraban, pero que no sabían criar, de familias en las que el padre y la madre habían hecho la vista gorda durante años, y pensé en los millones de niños que pasan por experiencias terribles a causa de las malas decisiones de sus padres. Por otra parte, la respuesta del gobierno al comercio de drogas era espantosa, y perpetuaba el mito dañino de que podían controlar el suministro de drogas, cuando en realidad la demanda era enorme. Todo junto me parecía que producía una gran cantidad de sufrimiento improductivo, que acabaría por hacernos daño a todos. Pensé en mis propios padres, en Larry, en lo que les estaba haciendo pasar. Esa es la penitencia que a veces trae consigo la penitenciaría. Resultaba abrumador emocionalmente. Cuando veía a algunas mujeres que seguían tomando malas decisiones cada día en el campo, o que sencillamente actuaban de una manera objetable, me preocupaba mucho.

Yo me mantenía firme en mi actitud hacia el personal de la prisión, considerándolos «ellos y nosotras». A algunos les caía bien, y me daba la sensación de que me trataban mejor que a otras presas, cosa que me parecía fatal. Pero cuando veía a otras presas comportarse de una manera que ponía en cuestión mi sentido de la solidaridad, por llamarla de alguna manera, mostrándose mezquinas, ignorantes o simplemente antisociales, me costaba muchísimo. Incluso diría que me volvía un poco loca.

Tomé todo aquello como señal de que estaba demasiado enfrascada en la vida de la cárcel y de que «el mundo real» se estaba desvaneciendo demasiado en la lejanía, y probablemente debía leer más el periódico y escribir más cartas. Era difícil concentrarse en lo positivo, pero sabía que en Danbury había encontrado a las mujeres adecuadas para ayudarme a hacerlo. Una vocecilla en mi interior me recordaba que nunca volvería a ver una situación como aquella en la vida, y que mi actitud debía ser aprender lo que pudiera, entonces y siempre.

—Piensas demasiado —dijo Pop, que había conseguido permanecer cuerda llevando más de una década allí dentro.

Bueno, la pedicura era muy bonita. Se podían cambiar bombillas, escribir trabajos académicos para otra persona, robar paquetes de azúcar y cosas de ferretería, jugar con cachorros y cotillear a placer. Cuando pensaba demasiado en mi vida en la cárcel en lugar de estar pensando en Larry, como tendría que ser, me sentía un poco culpable. Cierto que algunas cosas traían a un primer plano mi vida en el mundo exterior, como por ejemplo, aquellos acontecimientos únicos que ocurrirían sin mí. En julio, nuestro viejo amigo Mike se casaría en un prado de su finca de veinte hectáreas en Montana. Yo quería estar allí, en verano, en la maravillosa Montana, brindando con tequila con Mike y su novia. Pero el mundo seguía su curso aunque a mí me hubiesen llevado a un universo paralelo. Yo quería estar en casa, lo deseaba desesperadamente, y cuando digo «casa» quiero decir «dondequiera que estuviera Larry», más que en el bajo Manhattan, pero tenía ante mí siete largos meses. Ya sabía que podría con ellos, pero todavía era demasiado temprano para contar los días.

El 20 de julio, Martha Stewart fue sentenciada a cinco meses de cárcel y cinco meses de arresto domiciliario, la típica «condena dividida» para los delincuentes de cuello blanco, y muy por debajo del máximo de su condena. Algunas presas bufaron al oír la sentencia. Un 90 por ciento de los acusados en casos penales se declaran culpables. Normalmente, un defensor que se hace cargo de un caso que va ante los tribunales y pierde un juicio federal es severamente castigado por el juez con la sentencia máxima, no la mínima. Eso les había ocurrido a un cierto número de mujeres en el campo, que estaban cumpliendo condenas bastante largas. De todos modos, la mayoría de la gente del campo estaba convencida de que Stewart sería la nueva compañera de litera de alguien en Danbury, y que eso ciertamente animaría el cotarro. Si enviaban a Martha a Danbury, yo estaba bastante segura de que la meterían en el dormitorio A, el «barrio residencial», con los casos de TOC.

Desde mi llegada a Danbury oía hablar sin parar del Día de los Niños. Una vez al año, el DFP organizaba un acto en el que los niños podían acudir a la cárcel y pasar todo el día con sus madres. Se planeaban actividades, como por ejemplo carreras de relevos, pintura facial, piñatas y comida al aire libre, y los niños podían pasear por los terrenos del campo con sus madres, un simulacro de familia normal que disfrutase de un día en el parque. Las demás presas estaban confinadas en sus alojamientos durante todo el día. Por ese motivo, las chicas que sabían de qué iba habían sugerido con mucha insistencia que me ofreciera a ayudarlas, aunque solo fuera para que no me dejaran metida en el cubículo ocho horas de un día probablemente caluroso.

Necesitaban mucha ayuda para el día en cuestión, de modo que la primera semana de agosto me convocaron a una reunión de voluntarias. Yo me encargaría del puesto de pintura facial. Cuando llegó el sábado, verdaderamente hacía un calor infernal, pero el campo estaba lleno de energía nerviosa. Pop y las suyas estaban muy ocupadas preparando perritos calientes y hamburguesas. Las voluntarias o bien andaban por ahí o preparaban los distintos puestos. Desplegamos un pequeño toldo por encima de nuestra mesa llena de pinturas, botes y lápices de pintura de teatro de todos los colores del arco iris. Me sorprendí al ver que estaba muy nerviosa. ¿Y si los niños se portaban mal y yo no era capaz de manejarlos? Ciertamente, no podía reñir al hijo de otra presa… habría quedado fatal. Pregunté ansiosamente a la otra pintora de caras, que ya era veterana.

—Es fácil. Solo tienes que enseñarles los dibujos y preguntarles cuál les gusta —dijo, muy aburrida. Había una hoja con unos dibujos en forma de arco iris, mariposas y mariquitas.

Llegaron los primeros niños para el gran día. Había que apuntar a los niños por anticipado, dejarlos en la sala de visitas y luego tenía que pasar a recogerlos el mismo adulto, que no podía entrar en las instalaciones, así que los niños entraban solos. Muchas familias habían traído a los niños desde largas distancias: Maine, el oeste de Pennsylvania, Baltimore y más lejos aún, y para algunos de ellos sería la única vez que verían a su madre aquel año. Que los registraran en la sala de visitas debía de asustar mucho a los niños, que luego corrían a los brazos de su madre. Después de los abrazos y besos, cogían a su madre de la mano y bajaban las escaleras hasta el comedor y luego salían del campo hasta la pista de atletismo y las mesas de picnic y el exterior, con todo el día ante ellos.

Nuestra primera clienta se acercó tímidamente al puesto de pinturas con su madre, una compañera que trabajaba conmigo en el taller de carpintería.

—Piper, quiere que le pintéis la cara.

La niña debía de tener unos cinco años, con unas coletas rizadas castañas y las mejillas gordezuelas.

—Muy bien, cariño, ¿qué es lo que quieres? —le señalé la hoja con los dibujos. Ella me miró. Yo la miré. Ella miró a su madre—. ¿Qué quiere?

Mamá se encogió de hombros.

—No sé… ¿un arco iris?

El arco iris del dibujo salía de una nube. Parecía algo difícil de hacer.

—¿Y qué te parece un corazón con una nube… azul, para que haga juego con tu vestido?

—Estupendo, vale.

Cogí su diminuta barbilla con la mano e intenté que mi otra mano se mantuviera firme. El resultado final era muy grande… y muy azul. Mamá examinó mi trabajo y me echó una mirada como diciendo «¿qué narices…?».

Pero lanzó una exclamación encantada.

—¡Qué bonito, cariño, qué linda! —y se fueron.

Aquello era mucho más difícil de lo que parecía.

Pero pronto me resultó más fácil. Cuando desapareció la timidez de los niños hacia las desconocidas, todo el mundo quería que le pintaran la cara. Los niños se portaban increíblemente bien, y esperaban pacientemente haciendo cola y sonriendo con ilusión cuando al final les tocaba el turno y elegían su dibujo. Pasamos varias horas muy ocupadas, hasta que al final hicimos un descanso para comer. Fui a comerme una hamburguesa con Pop, y mirábamos a las familias repartidas por el césped y por las mesas de picnic. Los niños más pequeños jugaban juntos. Las hijas adolescentes de Gisela flirteaban con los hijos adolescentes de Trina Cox que, francamente, eran muy guapos. Algunas de las madres parecían desbordadas: ya no estaban acostumbradas a supervisar a sus hijos de la forma cotidiana y normal. Pero todo el mundo se lo pasaba muy bien. Tuve otra vez aquella misma sensación, la sensación que ya había tenido cuando llegó la puntuación del DEG de Natalie, ese torbellino interior. Tanta felicidad concentrada en un sitio tan triste…

Después de comer volví al puesto de pintura. Ahora se acercaban algunos de los niños mayores.

—¿Puedes hacerme un tatu? ¿Un tigre o un rayo?

—Solo si a tu mamá le parece bien… —en cuanto obtuve el permiso materno, me puse a «tatuar» rayos y anclas y panteras en antebrazos, hombros y pantorrillas, para gran deleite de los pospúberes. Les enseñé mi tatuaje, que despertó gratificantes «oooh» y «aaah».

Se me acercó el más pequeño de los dos hijos de Trina Cox. El chico llevaba un jersey de los New York Jets inmaculadamente blanco, que hacía juego con su sombrero y los pantalones cortos verdes.

—Es mi equipo —dije yo, mientras entraba en mi salón de tatuaje.

Él me miró muy serio.

—¿Sabes escribir en Olde English?

—¿Olde English? ¿Letras de fantasía?

—Sí, como las que llevan los raperos.

Miré a mi alrededor buscando a su madre, pero no la vi.

—Nunca lo he hecho, pero podría intentarlo. ¿Qué quieres que ponga?

—Hum… Mi apodo, John-John.

—Vale, John-John.

Nos sentamos rodilla con rodilla y me tendió su antebrazo. Supuse que tendría unos catorce años.

—¿Lo quieres a lo largo o en vertical?

Pensó un poco.

—A lo mejor vale con que ponga «John»…

—Me parece muy bien. Te lo voy a hacer a lo largo, bien grande.

—Vale.

Ninguno de los dos habló mientras yo trabajaba, inclinada sobre su brazo. Tuve mucho cuidado e intenté hacer las letras lo más bonitas que pude, como si realmente fuera permanente. Él se quedó muy quieto, mirándome y quizá imaginándose qué se sentiría al llevar un tatuaje de verdad. Al final me incorporé, satisfecha. ¿Lo estaría él?

Recibí una gran sonrisa. Admiró su brazo.

—¡Gracias! —John-John era un chico muy bueno. Salió corriendo a enseñarle el tatuaje a su hermano mayor, la estrella del fútbol.

Por la tarde, casi al final de las actividades previstas, fue el momento de las piñatas hechas en la propia cárcel, llenas de caramelos y chucherías. La ceremonia de romperlas fue supervisada por el idiota del economato, que se portó sorprendentemente bien con todos los niños. John-John, con los ojos vendados, golpeó la piñata de Pokemon que yo había decorado hasta que estalló, dejando caer su contenido sobre los niños arremolinados. Y se acercaba ya el momento que todas habíamos intentado apartar de nuestra mente: el final del día y los adioses. No se podía culpar a unos niños que habían viajado desde muy lejos para estar más cerca de sus madres de lo que habían estado en todo el año, y habiendo comido luego muchos caramelos, de derramar unas lágrimas cuando tenían que irse, aunque fueran «demasiado mayores para eso». Aquella noche, durante la cena, las madres parecían apagadas y exhaustas, eso las que aparecieron por el comedor. Yo me alegré de haber estado demasiado ocupada para pensar todo el día, porque después, acurrucada en mi litera, también lloré mucho.

Una mañana comprobé el tablero de anuncios y vi que junto a mi nombre habían puesto GINEC.

—¡Uf, chica, el ginecólogo anual! Puedes negarte a que te vea —comentó Angel, que también estaba mirando los avisos y siempre tenía algo que decir.

Le pregunté por qué iba a negarme.

—Porque es un hombre. Casi todas se niegan por eso —explicó Angel.

Yo me quedé horrorizada.

—Es ridículo. Probablemente se trate de la revisión más importante para todas esas mujeres en un año. Es cierto que una cárcel en la que hay mil cuatrocientas mujeres debería tener una ginecóloga, pero aun así…

Angel se encogió de hombros.

—Es igual. No dejaré que me haga eso ningún hombre.

—Bueno, pues a mí no me importa si es un hombre o no —anuncié—. Yo sí que me voy a hacer la revisión.

Aparecí en el consultorio médico a la hora que me tocaba, con aire de suficiencia porque estaba aprovechando el dinero de mis impuestos en una cosa que servía para algo. Mi suficiencia se evaporó cuando el médico me hizo entrar en la habitación que servía como sala de examen. Era un hombre blanco que parecía tener unos ochenta años y la voz temblorosa. Me ordenó, irritado: «Quítese toda la ropa, tápese con el papel, y súbase a la mesa de examen. Ponga los pies en los estribos y baje todo lo que pueda. ¡Ahora vuelvo!».

Al cabo de un minuto yo me lo había quitado todo salvo el sujetador de deporte, tenía frío y estaba alucinando. La hoja de papel no me tapaba bien el cuerpo. Tendría que haber llevado una bata o algo, o al menos mi propia camiseta. El médico llamó a la puerta y luego entró. Yo miré al techo, intentando fingir que aquello no estaba pasando.

—Bájese más —ladró, preparando su instrumental—. Y relájese, ¡tiene que relajarse!

Digamos solamente que fue horrible. Y que dolió. Cuando acabó, y aquel viejo apestoso se fue dando un portazo, me agarré a aquella hoja de papel que me tapaba sintiéndome justo como quería el sistema de prisiones: absolutamente impotente, vulnerable, sola.

El trabajo en la construcción era mucho más exigente físicamente que el de electricista. Yo me iba poniendo cada vez más fuerte, levantaba escaleras extensibles, latas de pintura, tablones, cargaba y descargaba la furgoneta. A finales de agosto casi habíamos acabado nuestro trabajo en la casa del encargado, pintamos la puerta del garaje de un color rojo intenso y limpiamos los escombros que quedaron tras las obras. Era una casa al estilo antiguo de Nueva Inglaterra que ya se había ampliado un par de veces, con techos bajos y diminutos dormitorios en el piso de arriba, pero era bastante cómoda. Era agradable pasar el tiempo en una casa, después de meses de vivir en barracones. En el extremo más alejado de los terrenos de la prisión, mis compañeras de trabajo y yo nos repartíamos en torno a la casa vacía para acabar diversos proyectos.

Una tarde, estando sola en el baño del piso de arriba, me miré en el espejo por sorpresa. Parecía como si los años se hubieran evaporado de mi rostro, caídos como una vieja muda de serpiente. Me quité la gorra de béisbol y la goma de la coleta que me recogía el pelo, y me volví a mirar. Cerré la puerta del baño. Entonces me quité la camisa caqui y la camiseta blanca y los pantalones también. Me quedé de pie con el sujetador de deporte, aquellas bragas de abuelita y las botas con puntera de acero. También me las quité. Miré mi propio cuerpo en el espejo, viéndome desnuda por primera vez en siete meses. En los dormitorios no había lugar ni momento en que una mujer pudiera quedarse de pie y contemplarse a sí misma y enfrentarse con lo que era físicamente.

Allí de pie, desnuda en el baño del encargado, vi que la cárcel me había cambiado. Gran parte del barniz acumulado a lo largo de los cinco desgraciados años pasados en espera de juicio había desaparecido. Excepto las arrugas que habían formado las líneas de la sonrisa durante una década en torno a los ojos, me parecía mucho a la chica que saltó de aquella catarata, mucho más que en los últimos años.