CAPÍTULO 3

11187-424

El 4 de febrero de 2004, más de una década después de haber cometido mi delito, Larry me llevó en coche a la cárcel de mujeres de Danbury, Connecticut. Habíamos pasado la noche anterior en casa; Larry me preparó una cena muy sofisticada, y luego nos acurrucamos en la cama, llorando. Ahora nos dirigíamos a velocidad excesiva hacia lo desconocido en una fea mañana de febrero. Entramos en el terreno federal, subimos por una colina hasta el aparcamiento y apareció a la vista un edificio muy grande con una verja de triple capa de alambre de espinos de aspecto horrible. Si esto era la seguridad mínima, ¿cómo sería la máxima?

Larry detuvo el coche en una de las zonas de aparcamiento. Nos miramos el uno al otro, con los ojos como platos. Casi de inmediato, una camioneta blanca con luces policiales sobre el techo aparcó junto a nosotros. Yo bajé la ventanilla.

—Hoy no es día de visitas —me dijo el oficial.

Yo saqué la barbilla con actitud desafiante para ocultar mi miedo.

—Estoy aquí para entregarme.

—Ah. Entonces, vale —se alejó y aparcó en otro lugar. ¿Parecía sorprendido? No estaba segura.

En el coche me quité todas las joyas que llevaba: los siete anillos de oro, los pendientes de diamantes que Larry me había regalado por Navidad, el anillo de zafiros de mi abuela, el reloj de hombre de 1950 que siempre llevaba en torno a la muñeca, todos los pendientes de los agujeros extra de las orejas que tanto incomodaban a mi abuelo… Llevaba unos vaqueros, zapatillas deportivas y una camiseta de manga larga. Con falsos ánimos, dije:

—Venga, vamos.

Entramos en el vestíbulo. Una mujer tranquila de pelo rizado y uniforme estaba sentada detrás de un escritorio elevado. Había unas sillas, algunas taquillas, un teléfono público y una máquina expendedora de refrescos. Todo estaba impecable.

—Vengo a entregarme —dije.

—Espere —ella cogió el teléfono y habló con alguien brevemente—. Espere ahí —nos quedamos sentados. Durante varias horas. Debía de ser la hora de comer. Larry me tendió un sándwich de foie-gras que me había hecho con los restos de la noche anterior. Yo no tenía nada de hambre, pero le quité el papel de aluminio y me comí hasta el último bocado de aquella delicia de gourmet sintiéndome muy desgraciada. Estaba segura de que era la primera graduada de las Siete Hermanas que se comía un bocadillo de hígado de pato con una Coca-Cola Diet en el vestíbulo de una penitenciaría federal. Pero bueno, nunca se sabe.

Al final, una mujer de aspecto bastante agradable entró en el vestíbulo. Llevaba una espantosa cicatriz en un lado de la cara y cuello y ceceaba.

—¿Kerman? —ladró.

Los dos saltamos al momento y nos pusimos de pie.

—Sí, soy yo.

—¿Y ézte quién ez? —me preguntó.

—Es mi prometido.

—Bueno, puez tiene que irze antes de que me la lleve para adentro —Larry parecía furioso—. Ez la norma, para evitar problemaz. ¿Tiene algún efecto perzonal?

Yo llevaba un sobre de papel marrón en la mano que le tendí. Contenía las instrucciones para mi ingreso en prisión de la policía federal de Estados Unidos, algunos de mis documentos legales, veinticinco fotografías (un número vergonzosamente elevado de mis gatos), una lista de las direcciones de mis amigos y familiares y un cheque de caja de 290 dólares que me habían dicho que llevase. Yo sabía que necesitaría tener dinero en la cuenta para hacer llamadas telefónicas y para comprar… ¿el qué? No podía imaginármelo.

—No puede entrar con ezto —dijo, tendiéndole el cheque a Larry.

—Pero llamé la semana pasada y me dijeron que lo trajese…

—Tiene que enviarlo a Georgia y allí lo procezarán —dijo, con absoluta convicción.

—¿Enviarlo adónde? —pregunté. De repente estaba furiosa.

—Eh, ¿tienez la dirección de Georgia? —preguntó la guardiana por encima del hombro a la mujer que estaba en el escritorio, mientras examinaba mi sobre—. ¿Qué zon todaz eztaz fotoz? ¿Tienes algún deznudo aquí? —levantó una ceja en su rostro ya de por sí torcido. ¿Desnudos? ¿Hablaba en serio? Me miraba como preguntándome: «¿Tengo que mirar todas estas fotos para saber si eres una chica cochina?».

—No. Nada de desnudos —dije. Habían pasado menos de tres minutos desde que me había entregado y ya me sentía humillada y derrotada.

—Vale, ¿eztáz preparada? —asentí—. Bueno, puez dezpídete. Como no eztáiz cazadoz, pazará algo de tiempo hazta que él te pueda vizitar —y se alejó un paso simbólico de nosotros, supongo que para darnos algo de intimidad.

Miré a Larry y me arrojé en sus brazos, apretándolo tan fuerte como pude. No tenía ni idea de cuándo volvería a verle, ni de lo que me podía ocurrir en los quince meses siguientes.

Él me miró como si estuviera a punto de echarse a llorar, pero al mismo tiempo también estaba furioso.

—¡Te quiero! ¡Te quiero! —dije, apretada contra su cuello y su bonito jersey color crudo, que yo le había elegido. Él me apretó y me dijo que me quería también.

—Te llamaré en cuanto pueda —gemí.

—Vale.

—Por favor, llama a mis padres.

—Vale.

—Y envía ese cheque inmediatamente.

—Ya lo sé.

—¡Te quiero!

Y entonces él salió del vestíbulo, frotándose los ojos. Cerró la puerta con mucha fuerza y se alejó rápidamente por el aparcamiento.

La guardia de la cárcel le vio subirse al coche. En cuanto estuvo fuera de la vista, noté un brote de pánico.

Ella se volvió hacia mí.

—¿Eztáz preparada? —yo estaba sola con ella y con quien quiera que me esperase.

—Sí.

—Vale, puez vamoz.

Me hizo salir por la puerta que acababa de traspasar Larry, luego girar a la derecha y caminar a lo largo de aquella verja enorme y horrible. La verja tenía muchas capas; entre capa y capa había una puerta a través de la cual teníamos que pasar cuando se abría con un zumbido. Ella abrió la puerta y yo entré. Miré hacia atrás por encima del hombro, a la libertad. Se oyó un zumbido en la puerta siguiente. Entré y quedé rodeada por todas partes de tela metálica y alambre de espinos. Sentí que me invadía una nueva oleada de pánico. Aquello no era lo que yo había esperado. No me habían descrito así las prisiones de mínima seguridad. Aquello no se parecía en nada a un club de vacaciones. Aquello daba un miedo horroroso.

Llegamos al fin a la puerta del edificio y de nuevo zumbó y se abrió. Entramos por un pequeño vestíbulo a una sala institucional con baldosas y una dura luz fluorescente. Parecía vieja, lúgubre, clínica, y estaba completamente vacía. Ella me señaló una celda con unos bancos atornillados a las paredes y pantallas de metal encima de todos los bordes visibles.

—Ezpera aquí.

Luego salió por una puerta a otra habitación.

Me senté en un banco alejado de la puerta. Miré la pequeña ventana alta a través de la cual no se veía otra cosa que nubes. Me pregunté cuándo volvería a ver algo bonito. Medité sobre las consecuencias de mis actos de hacía tanto tiempo, y me cuestioné seriamente por qué no habría huido a México. Pataleé. Pensé en mi sentencia de quince meses, cosa que no hizo nada por sofocar mi pánico. Intenté no pensar en Larry. Luego me rendí e intenté imaginar qué estaría haciendo, sin éxito.

Solo tenía la idea más vaga de lo que me esperaba a continuación, pero supe que debía ser valiente. No imprudente, no enamorada del riesgo y el peligro, no haciendo ridículas exhibiciones para demostrar que no estaba aterrorizada, sino valiente de verdad. Valiente para mostrarme tranquila cuando se requiriera estar tranquila, valiente para observar antes de arrojarme de cabeza a algo, valiente para no abandonar mi auténtico yo cuando todos los demás quisieran seducirme u obligarme en una dirección en la que yo no quería ir, valiente para mantener mi terreno con calma. Me esperaba una enorme cantidad de tiempo intentando ser valiente.

—¡Kerman! —como no estaba acostumbrada a que me llamaran como a un perro, sonaron varios gritos antes de que me diera cuenta de que significaba: «adelante». Salté y miré precavidamente al exterior de la celda.

—Vamoz —la voz ronca de la guardiana hacía que me resultara casi imposible entender lo que estaba diciendo.

Me llevó a la sala siguiente, donde sus compañeros de trabajo estaban pasando el rato. Eran dos hombres calvos y blancos. Uno de ellos era increíblemente alto, al menos de dos metros de altura, y el otro muy bajo. Ambos me miraron como si yo tuviera tres cabezas.

—Ze ha entregado —les dijo mi escolta femenina como explicación, mientras empezaba a preparar mi papeleo. Me hablaba como si yo fuera idiota, pero sin explicar nada durante todo el proceso. Cada vez que yo tardaba en contestar o le pedía que repitiera una pregunta, el bajito bufaba burlonamente o, peor aún, imitaba mis respuestas. Yo le miré incrédula. Era exasperante, y estaba claro que eso era precisamente lo que se proponía, y me cabreé, una emoción que supuso una agradable mejora con respecto al terror que me invadía y contra el que luchaba.

La guardiana continuó ladrando preguntas y rellenando formularios. Mientras yo estaba de pie y respondía, no podía evitar que mis ojos se volvieran hacia la ventana, hacia la luz natural del exterior.

—Vamoz.

Seguí a la guardiana hacia la sala que se encontraba en el exterior de la celda. Ella buscó en un estante lleno de ropas y me tendió unas bragas de abuelita, un sostén con las copas puntiagudas de nailon barato, un par de pantalones caqui con la cintura elástica, una camisa caqui, como la ropa de hospital, y unos calcetines sin talón.

—¿Qué número de zapato llevaz?

—Nueve y medio.

Me tendió un par de zapatillas de lona ligeras como las que se compran en la calle en cualquier Chinatown.

Me señaló una zona con váter y lavabo detrás de una cortina de ducha de plástico.

—Deznúdate.

Yo me quité las zapatillas deportivas, los calcetines, los vaqueros, la camiseta, el sujetador y las braguitas, y ella lo cogió todo. Hacía frío.

—Levanta loz brazoz —lo hice, enseñando las axilas—. Abre la boca y zaca la lengua. Date la vuelta, agáchate, zepara las nalgaz y toze. —No conocía la parte de este ritual en la que tenía que toser, cosa que se suponía que revelaba el contrabando oculto en las partes íntimas. Qué cosa más antinatural. Me volví, desnuda—. Víztete.

Ella puso mis ropas en una caja que enviarían por correo a Larry, como si fueran los efectos personales de un soldado muerto. El sujetador, aunque era espantoso y picaba, era de mi talla. También las demás ropas caqui de la cárcel, para mi asombro. Realmente, aquella mujer tenía buen ojo. Al cabo de unos minutos ya me había convertido en una interna.

Entonces ella pareció ablandarse un poco. Mientras me tomaba las huellas dactilares (un proceso sucio y extrañamente íntimo), me preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevaz con eze tío?

—Siete años —respondí, hoscamente.

—¿Zabe en lo que andabaz metida?

¿Metida? ¡Qué sabía ella! Mi mal genio se incendió de nuevo y dije desafiante:

—Es un delito de hace diez años. Él no tiene nada que ver con todo eso —ella pareció sorprendida, cosa que yo me tomé como una victoria moral.

—Bueno, no eztáiz cazadoz, azí que probablemente no volveráz a verlo hazta dentro de un tiempo, hazta que ezté apuntado en tu lizta de vizitantez.

La horrible realidad de que no sabía cuándo volvería a ver a Larry me asaltó de nuevo. La matrona de la cárcel parecía bastante indiferente al espantoso golpe que acababa de propinarme.

Lo que le preocupaba era que nadie parecía saber cómo usar la máquina de fotos para la identificación. Estuvieron todos toqueteándola hasta que al final consiguieron hacerme una foto en la que me parecía bastante a la asesina en serie Aileen Wuornos. Yo tenía la barbilla levantada desafiantemente y un aspecto horroroso. Más tarde me imaginé que todas las personas parecen matones y asesinos, o aterrorizados y desgraciados, en su foto de identificación de la prisión. Me enorgullece decir que, en contra de todo pronóstico, yo me encontraba en la primera categoría, aunque me sentía como en la última.

La tarjeta de identidad era roja, con un código de barras y la leyenda «Oficina Federal de Prisiones del Departamento de Justicia de Estados Unidos - INTERNA». Además de aquella foto poco favorecedora, también ostentaba mi nuevo número de registro con unas cifras grandes: 11187-424. Los tres últimos dígitos indicaban el distrito de mi sentencia: Illinois Norte. Los primeros cinco números eran exclusivos míos, mi nueva identidad. Igual que me habían enseñado a memorizar el número de teléfono de mi tía y mi tío cuando tenía seis años, entonces intenté silenciosamente aprenderme de memoria mi número de registro. 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424, 11187-424.

Después del desastre de la foto de identificación, la Señora Personalidad dijo:

—El zeñor Butorzky va a hablar contigo, pero primero tienez que ir a la enfermería —y señaló hacia otra habitación pequeña.

¿El señor qué? Entré y me quedé mirando la ventana, obsesionada con el alambre de espinos y el mundo que se encontraba detrás de este, del que me habían arrancado, hasta que vino a verme el médico, un hombre filipino regordete. Me hizo una entrevista médica muy básica, que acabó rápidamente, ya que por suerte tengo una salud casi perfecta. Me dijo que necesitaba hacerme una prueba de tuberculina, para lo cual extendí el brazo.

—¡Qué bonitas venas! —dijo, con admiración sincera—. ¡Sin huellas de pinchazos!

Dada su falta total de ironía, le di las gracias.

El señor Butorsky era un hombre de cincuenta y tantos años, macizo y con bigote, que tenía unos ojos azules y acuosos y, a diferencia del personal de la prisión que había conocido hasta el momento, demostraba cierta inteligencia. Estaba inclinado hacia atrás en una silla, con muchos documentos extendidos ante él. Ahí estaba mi IPS, la investigación previa a la sentencia que hacen los federales a las personas como yo. Se suponía que documentaba los hechos básicos del delito de una, las antiguas infracciones, la situación familiar e hijos, y la historia de abuso de sustancias, historial laboral, todo lo importante.

—¿Kerman? Siéntese —hizo un gesto, mirándome de una manera que sospecho que estaba muy ensayada para que resultase penetrante e inquisitiva. Me miró unos segundos en silencio. Yo mantuve la barbilla firme y no le miré.

—¿Qué tal está? —me preguntó.

Me sobresaltó que alguien mostrase el mínimo interés por saber cómo estaba exactamente. Sentí una oleada de gratitud a pesar de mí misma.

—Bien.

—¿Ah, sí?

Yo asentí, decidiendo que era una buena situación para mostrarme dura.

Él miró por la ventana.

—Dentro de un rato voy a hacer que la lleven al campo —empezó.

Mi cerebro se relajó un poco y mi estómago se aflojó. Seguí su mirada por la ventana, notando con profundo alivio que no tendría que quedarme allí, con el malvado Bajito.

—Seré su consejero en el campo. He estado leyendo su expediente, ¿sabe? —hizo un gesto hacia mi IPS, que estaba encima de la mesa—. Es un poco inusual. Un caso importante.

¿Ah, sí? Me di cuenta de que no tenía ni idea de si el mío era un caso importante o no. Si yo era una delincuente importante, ¿quiénes serían exactamente mis compañeras de celda?

—Y ha pasado mucho tiempo desde que se vio implicada en todo aquello —continuó—. Eso también es poco habitual. Creo que ha madurado usted desde entonces —me miró.

—Sí, supongo que sí —murmuré.

—Bueno, mire, yo llevo diez años trabajando en el campo. Yo llevo este campo. Es mi campo y aquí no ocurre nada que yo no sepa.

Me quedé silenciosamente avergonzada por el alivio que sentía: no quería ver a aquel hombre ni a ninguno de los carceleros como protector mío, pero en aquel momento era lo más cercano a un ser humano que me había encontrado.

—Tenemos todo tipo de gente aquí. Debe tener cuidado con las demás internas. Algunas de ellas están bien. Nadie se meterá con usted a menos que les deje. Y las mujeres no pelean mucho. Hablan, critican, hacen correr rumores… De modo que quizá hablen de usted. Algunas de esas chicas pensarán que usted es mejor que ellas. Se dirán: «Ah, esa tiene dinero».

Me sentí incómoda. ¿Así iban a ser las cosas? ¿Me iban a etiquetar de zorra rica y creída?

—Y hay lesbianas. Están ahí, pero ninguna la va a molestar. Algunas intentarán hacerse amigas suyas y tal… ¡apártese de ellas! Quiero que comprenda que no debe tener sexo lésbico. Yo soy anticuado. No apruebo toda esa historia.

Intenté no sonreír descaradamente. Supongo que no había leído mi expediente atentamente.

—¿Señor Butorsky?

—¿Sí?

—Me pregunto cuándo podrán venir a verme mi prometido y mi madre… —no pude controlar el tono tembloroso de mi voz.

—Están los dos en su IPS, ¿verdad? —en mi IPS estaban todos los miembros de mi familia inmediata, incluyendo a Larry, que había sido entrevistado por el departamento de libertad condicional.

—Sí, están todos ahí, y mi padre también.

—Cualquiera que esté en su IPS puede visitarla. Pueden venir este fin de semana. Me aseguraré de que la lista esté en la sala de visitas —se levantó—. Usted cuídese y todo irá bien —recogió toda mi documentación y se fue.

Salí a recoger mis nuevos artículos personales de la guardiana de la cárcel: dos almohadas, dos fundas, dos mantas de algodón, un par de toallas blancas baratas y una toalla para la cara. Estos artículos estaban todos metidos en una bolsa de lavandería de red. Hay que añadir también un chaquetón muy feo color marrón con la cremallera rota y una bolsa para bocadillos que contenía un minicepillo de dientes, pequeños sobres de pasta de dientes y champú y una pastilla diminuta de jabón de hotel.

Saliendo a través de las múltiples puertas de la verja monstruosa, me sentí contenta por no tener que estar detrás de ellas, pero el misterio del campo corría hacia mí, imparable. Me esperaba un minivan blanco. Su conductora, una mujer de mediana edad con ropa de calle que parecía proceder de excedentes militares y gafas de sol, me saludó con calidez. Llevaba maquillaje y unos aros pequeños y dorados en las orejas, y parecía la típica y encantadora dama italoamericana de Nueva Jersey. «Las guardias de la prisión son cada vez más amistosas», pensé mientras me subía al asiento del pasajero. Ella cerró la puerta y me sonrió animosamente. Se la veía contenta. Le devolví la mirada.

Se levantó las gafas de sol.

—Me llamo Minetta. Soy una interna también.

—¡Ah! —me quedé estupefacta al ver que era también una presa, y que conducía… ¡y llevaba maquillaje!

—¿Cómo te llamas? Tu apellido… Aquí nos llamamos por el apellido.

—Kerman —respondí.

—¿Es la primera vez?

—¿La primera vez que vengo aquí? —pregunté, confusa.

—La primera vez que estás en la cárcel.

Asentí.

—No te preocupes, Kerman —me dijo mientras subíamos con el minivan por una colina—. No está tan mal, ya verás, estarás bien. Te cuidaremos. Todo el mundo es bastante majo aquí, aunque tienes que vigilar para que no te roben. ¿Cuánto tiempo tienes?

—¿Cómo que cuánto tiempo? —dije.

—Cuánto tiempo de condena.

—¡Ah! Quince meses.

—No está mal. Pasará en seguida, ya lo verás.

Dimos la vuelta hacia la entrada trasera de un edificio largo y bajo que parecía una escuela primaria de los años setenta. La conductora aparcó junto a una rampa para minusválidos y paró el coche. Cogí mi bolsa de lavandería y la seguí hacia el edificio, procurando no pisar los trozos de hielo. El frío se filtraba a través de mis suelas de goma fina. Pequeños grupitos de mujeres que llevaban unos feos abrigos marrones idénticos fumaban en el aire frío de febrero. Parecían duras, deprimidas, y todas llevaban unos zapatos negros grandotes y pesados. Observé que una de ellas estaba muy embarazada. «¿Qué hace una mujer embarazada en la cárcel?».

—¿Fumas? —me preguntó Minetta.

—No.

—¡Qué suerte tienes! Ahora te vamos a asignar una cama y te instalarás. Ahí está el comedor —señaló con un gesto a su izquierda, hacia unas escaleras. Hablaba sin parar, explicando todo tipo de cosas sobre la Institución Correccional Federal Campo Danbury que yo no conseguía captar. La seguí por unas escaleras y entramos en el edificio.

—… la sala de televisión. Ahí está la oficina de educación, y esa es la oficina del OC. ¡Hola, señor Scott! El OC es el oficial correctivo. Es majo. ¡Hola, Sally! —saludó a una mujer blanca alta—. Esta es Kerman, es nueva, se ha entregado —Sally me saludó con simpatía preguntándome también: «¿Va todo bien?». Yo me limité a decir que sí con la cabeza, muda.

Minetta seguía hablando.

—Aquí hay más despachos, estas son las salas, allí los dormitorios —se volvió hacia mí, seria—. No se te permite ir ahí, para ti está fuera de los límites. ¿Entendido?

Asentí sin entender nada. Había muchísimas mujeres a mi alrededor, negras, blancas, latinas, de todas las edades, allí, en mi nuevo hogar, armando un estrépito colectivo tremendo, en aquel interior con suelos de linóleo y hecho de bloques de cemento. Todas iban vestidas con uniformes caqui diferentes del que yo llevaba, y todas llevaban enormes zapatones de trabajo negros de aspecto muy pesado. Me di cuenta de que mi indumentaria dejaba clarísimo que era nueva. Miré mis zapatillas de lona y me eché a temblar con mi abrigo marrón.

Mientras íbamos avanzando por el largo salón principal, varias mujeres más, todas ellas blancas, venían y me saludaban con el habitual: «Eres nueva… ¿Va bien?». Parecían preocupadas de verdad. Yo no sabía cómo responder y me limité a sonreír débilmente y a devolverles el saludo.

—Bueno, este es el despacho del consejero. ¿Quién es tu consejero?

—El señor Butorsky.

—Ah. Bueno, al menos rellena los documentos. Espera, déjame ver dónde te han puesto… —llamó a la puerta con cierta autoridad. La abrió y metió la cabeza, muy profesional—. ¿Dónde han puesto a Kerman? —Butorsky le dio una respuesta que yo no oí, y me condujo a la sala 6.

Entramos en una habitación con tres conjuntos de literas y seis taquillas de metal hasta la altura de la cintura. Dos mujeres mayores estaban echadas en las literas más bajas.

—Eh, Annette, esta es Kerman. Es nueva, se ha entregado ella misma. Annette te cuidará —me dijo—. Aquí está tu cama —me indicó una de las literas vacías superiores con un colchón desnudo.

Annette se incorporó. Era una mujer pequeña, de unos cincuenta años, oscura, con el pelo corto y negro formando pinchos. Parecía cansada.

—Hola —dijo, con un rasposo acento de Jersey—. ¿Qué tal estás? Perdona, ¿cómo te llamabas?

—Piper. Piper Kerman.

Al parecer, el trabajo de Minetta ya había concluido. Le di las gracias efusivamente, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar mi gratitud, y ella se fue. Me quedé con Annette y la otra mujer silenciosa, que era muy pequeña, calva y parecía mayor, quizá de unos setenta años. Precavidamente, coloqué mi bolsa de la lavandería en mi litera y miré la habitación. Además de las literas de acero y las taquillas, por todas partes donde miraba había colgadores con ropa, toallas y bolsas con cuerdas que colgaban de ellas. Parecía un cuartel.

Annette salió de la cama y vi que no medía más de metro cincuenta de alto.

—Esta es la señorita Luz. Había guardado algunas cosas en tu taquilla. Las voy a sacar. Aquí tienes un poco de papel de váter… tienes que llevarlo tú.

—Gracias —todavía llevaba en la mano el sobre con mi documentación y mis fotos, y ahora también un rollo de papel higiénico.

—¿Te han explicado lo del recuento? —me preguntó.

—¿El recuento? —me estaba acostumbrando ya a parecer totalmente idiota. Era como si me hubiesen escolarizado en casa toda la vida, y de repente hubiera caído en un instituto enorme y atestado. «¿Dinero para el almuerzo? ¿Eso qué es?».

—El recuento. Nos cuentan cinco veces al día, y tienes que estar aquí, o donde se supone que debas estar en cada momento. El recuento de las cuatro se hace de pie, los otros son a medianoche, a las dos de la mañana, a las cinco, a las nueve de la noche. ¿Te han dado un número de cuenta personal, NCP?

—¿Un número de NCP?

—Sí, lo necesitarás para hacer llamadas telefónicas. ¿Te han dado un formulario de teléfono? ¿No? Tienes que rellenarlo para poder hacer llamadas telefónicas. Pero a lo mejor Toricella te deja hacer alguna llamada, si se lo pides. Le toca la guardia nocturna. Ayuda si lloras. Pídeselo después de cenar. La cena es después del recuento de las cuatro, bastante temprano, la verdad, y el almuerzo es después del recuento de las diez y media. El desayuno es de seis y cuarto a siete y cuarto. ¿Cuánto tiempo tienes?

—Quince meses… ¿y cuánto tiempo tienes tú?

—Cincuenta y siete meses.

Si había una respuesta apropiada para aquella información, yo no la sabía. ¿Qué podía haber hecho aquella dama italoamericana de mediana edad y de clase media de Jersey para que la encerraran cincuenta y siete meses en una prisión federal? ¿Sería una especie de Carmela Soprano? ¡Cincuenta y siete meses! Por los deberes que había hecho antes de entregarme, sabía perfectamente que era un tabú absoluto preguntarle a alguien cuál había sido su delito.

Ella vio que no sabía qué decir y me ayudó.

—Sí, es mucho tiempo —dijo, algo seca.

—Sí —accedí. Me volví y empecé a sacar las cosas de mi bolsa de lavandería.

Entonces chilló:

—¡No hagas la cama!

—¿Cómo? —me di la vuelta en redondo, alarmada.

—Te la haremos nosotras —dijo.

—Ah… no, no es necesario, ya la haré yo —me volví hacia las sábanas finas de algodón y poliéster que ya había sacado.

Ella vino a mi litera.

—Cariño, la cama la haremos nosotras —se mostró firme—. Sabemos cómo hacerla.

Yo estaba completamente desconcertada. Miré a mi alrededor. Las cinco camas estaban hechas pulcramente, y tanto Annette como la señorita Luz estaban echadas encima de sus mantas.

—Sé hacer una cama.

—Escucha, deja que hagamos nosotras la cama. Sabemos cómo hacerla para que pase la inspección.

¿Inspección? Nadie me había hablado de inspecciones.

—Hay inspecciones cuando a Butorsky le da la gana… y el tío está loco —dijo Annette—. Se pone de pie encima de las taquillas para ver si hay polvo en las lámparas. Anda por encima de tu cama. Es un loco. ¡Y esa —señaló la litera que estaba debajo de la mía— no quiere ayudar a limpiar!

Uf. A mí tampoco me gustaba limpiar, pero ciertamente, no quería arriesgarme a incurrir en la ira de mis nuevas compañeras de cuarto.

—¿Así que tenemos que hacer las camas cada mañana? —dije, otra pregunta perspicaz.

Annette se me quedó mirando.

—No, dormimos encima de la cama.

—¿No dormís dentro de la cama?

—No, hay que dormir encima, tapándote con una manta —pausa.

—¿Pero qué ocurriría si durmiera en la cama?

Annette me miró con la exasperación de una madre ante su recalcitrante hija de seis años.

—Mira, si quieres hacerlo, adelante… ¡pero serías la única en toda la cárcel!

Ese tipo de presión social es irresistible; no llegaría a meterme entre las sábanas en los quince meses siguientes. Dejé pasar el tema de las camas. La idea de cientos de mujeres durmiendo encima de unas camas perfectamente hechas al estilo militar era demasiado extraña para que me enfrentase a ella en aquel momento. Además, allí cerca un hombre aullaba:

—¡Recuento, recuento, recuento! ¡Hora del recuento, señoras! —miré a Annette, que parecía nerviosa.

—¿Ves esa luz roja? —fuera, en el pasillo, por encima del puesto de los oficiales, se encontraba una gigantesca bombilla roja que ahora estaba iluminada—. Esa luz se enciende durante el recuento. Cuando esa luz está encendida, será mejor que estés donde debes estar, y no debes moverte hasta que se apague.

Las internas corrían arriba y abajo por el pasillo, y dos jóvenes latinas entraron a toda prisa en la habitación.

Annette hizo unas presentaciones rápidas.

—Esta es Piper.

Ellas apenas me miraron.

—¿Dónde está la que duerme aquí? —pregunté, señalando a mi ausente compañera de litera.

—¡Esa! Trabaja en la cocina, así que la cuentan allí. Ya la conocerás —hizo una mueca—. Vale, ssshhh… es un recuento de pie, no se puede hablar.

Las cinco nos quedamos calladas junto a nuestras literas, esperando. Todo el edificio se quedó en silencio de repente; lo único que se oía era el tintineo de las llaves y el resonar de las pesadas botas. Al final, un hombre metió la cabeza dentro de la habitación y… nos contó. Luego, unos segundos después, vino otro hombre y nos volvió a contar. Cuando se fue, todo el mundo se sentó en las camas y en un par de taburetes, pero me imaginé que no sería adecuado sentarme en la cama de mi compañera ausente, de modo que me apoyé en mi taquilla vacía. Pasaron los minutos. Angela y Emma empezaron a hablar entre susurros con la señorita Luz en español.

De repente oímos:

—¡Recuento, señoras! —todas se pusieron en pie de un salto, y yo me puse firme.

—Siempre se equivocan —murmuró Annette, en voz baja—. ¿Tan difícil es contar?

Nos volvieron a contar, esta vez al parecer con éxito, y concluyó así el tema de los recuentos.

—Es hora de cenar —dijo Annette. Eran las cuatro y veinte de la tarde. Según los esquemas de Nueva York, una hora para cenar increíblemente poco civilizada.

—Somos las últimas.

—¿Qué quieres decir?

Por los altavoces, el OC iba diciendo números: «A2, A10, A23, ¡a comer! B9, B18, B22, ¡a comer! C2, C15, C23, ¡a comer!».

Annette explicó:

—Está llamando a los cubículos de honor. Ellas comen primero. Luego llama a las de los dormitorios por orden, según lo bien que lo hayan hecho en la inspección. Las habitaciones son siempre las últimas. Siempre somos las peores en la inspección.

Asomé la cabeza por la puerta y miré a las mujeres que se dirigían al comedor, y me pregunté qué sería un cubículo de honor, pero pregunté:

—¿Qué hay para comer, de todos modos?

—Hígado.

Después de comer hígado con habas limeñas, servido en un comedor que me trajo a la memoria todos los recuerdos espantosos de las cantinas del colegio, mujeres de todas las edades, tamaños y colores inundaron la sala principal del edificio, gritando en inglés y en español. Todas parecían esperar allí en la sala, sentadas en grupos en las escaleras o bien en el rellano. Supuse que yo también debía estar allí e intenté hacerme invisible y escuchar todo lo que se decía a mi alrededor, pero no entendí qué era lo que pasaba allí. Al final, tímidamente, se lo pregunté a una mujer que estaba a mi lado.

—¡Es el correo, cariño! —me respondió.

Una negra muy alta situada en el rellano al parecer repartía artículos de tocador. Alguien a mi derecha hizo una seña hacia ella.

—Gloria se va a casa, ¡está esperando que la llamen!

Miré a Gloria con renovado interés, y vi que ella intentaba encontrar a alguien que quisiera un peine pequeño y morado. ¡Irse a casa! La idea de irse me resultaba fascinante. Parecía tan amable, tan feliz mientras repartía todas sus cosas… Me sentí un poquito mejor sabiendo que una se podía ir a casa algún día y abandonar aquel lugar siniestro.

De repente quise tener su peine morado, lo deseé con intensidad. Parecía de esos peines que llevábamos en los bolsillos traseros de los vaqueros, en el instituto, y que usábamos para arreglarnos el flequillo. Miré el peine, demasiado tímida para acercarme y pedírselo, y desapareció al momento, reclamado por otra mujer.

Un guardia, distinto del que me había señalado antes Minetta, salió de la oficina del OC. Parecía una estrella de porno gay, con el pelo muy corto, negro y brillante, y un mostacho tipo cepillo. Empezó a gritar:

—¡Correo! ¡Correo! —y luego se puso a repartir las cartas—. ¡Ortiz! ¡Williams! ¡Kennedy! ¡Lombardi! ¡Ruiz! ¡Skelton! ¡Platte! ¡Platte! ¡Platte! Espera un minuto, Platte, que hay más. ¡Mendoza! ¡Rojas! —todas se acercaban a reclamar su correo con una sonrisa en el rostro, y luego se iban a otro sitio a leerlo… ¿quizá a algún lugar con más intimidad que los que yo había visto ya? La población de la sala fue disminuyendo a medida que él iba repartiendo el cubo de correo, hasta que solo quedaron las que no perdían la esperanza.

—¡Quizá mañana, señoras! —gritó él, volviendo el cubo vacío boca abajo. No había dicho mi nombre.

Después del reparto del correo fui recorriendo aquel edificio, sintiéndome espantosamente vulnerable con mis odiosas zapatillas de lona, que me señalaban de forma evidente como «recién llegada». Me daba vueltas la cabeza por tanta información nueva, y al principio me pasé horas yo sola con mis propios pensamientos, que volvían al instante a Larry y a mis padres. Debían de estar muy preocupados. Tenía que pensar cómo decirles que me encontraba bien.

Tímidamente me acerqué a la puerta cerrada de la oficina del consejero con un formulario azul de teléfono que Annette me había enseñado a rellenar, poniendo los números de las personas a las que quería que me permitieran llamar por los teléfonos de pago en alguna fecha futura. El teléfono móvil de Larry, de mi familia, de mi mejor amiga Kristen, de mi abogado. La luz del despacho estaba encendida. Llamé con timidez y se oyó un resoplido ahogado dentro. Abrí la puerta con cautela.

El consejero, que se llamaba Toricella y que siempre parecía sorprendido, me miraba parpadeando con sus diminutos ojillos, molesto por mi interrupción.

—¿Señor Toricella? Me llamo Kerman, soy nueva. Me han dicho que tenía que venir a hablar con usted… —acabé indecisa, tragando saliva.

—¿Pasa algo?

—Me han dicho que debía entregarle mi lista de teléfonos… y no tengo número de NCP…

—Yo no soy tu consejero.

Notaba la garganta muy tensa, y no había necesidad alguna de fingir las lágrimas: estaban a punto de salir de mis ojos.

—Señor Toricella, me han dicho que quizá usted me podría dejar hablar con mi prometido, y hacerle saber que estoy bien… —ya estaba suplicando.

Me miró, silencioso. Al final gruñó:

—Entra y cierra la puerta —el corazón me empezó a latir muy rápido. Él cogió el teléfono y me tendió el receptor—. Dime el número y yo lo marcaré. ¡Solo dos minutos!

Sonó el teléfono de Larry y yo cerré los ojos y supliqué que lo respondiera. Si perdía la oportunidad de oír su voz, sentía que me moriría.

—¿Sí?

—¡Larry! ¡Larry, soy yo!

—Cariño, ¿estás bien? —notaba en su voz lo aliviado que estaba.

Las lágrimas caían por fin, y yo intenté no desperdiciar mis dos minutos ni asustar a Larry perdiendo el control por completo. Resoplé.

—Sí, sí, estoy bien. Estoy bien, de verdad. Muy bien. Te quiero. Gracias por traerme hoy.

—Cariño, no seas tonta. ¿Seguro que estás bien, no lo dices por decir?

—No, estoy bien. El señor Toricella me ha dejado llamarte, pero no podré llamarte de momento. Pero escucha, puedes venir a visitarme este fin de semana… Deberías estar en la lista.

—¡Cariño! Iré el viernes.

—Y también mamá, por favor, llámala y llama a papá, llámalos en cuanto colguemos, y diles que has hablado conmigo y que estoy bien. No podré llamarles durante un tiempo. Aún no puedo hacer llamadas. Y envía lo del dinero hoy mismo.

—Ya lo he enviado. Cariño, ¿estás segura de que te encuentras bien? ¿Va todo bien? ¿Me lo dirás si no es así?

—Estoy bien. Hay una señora del sur de Jersey en mi habitación, es agradable. Es italiana.

El señor Toricella se aclaró la garganta.

—Cariño, tengo que dejarlo ya. Solo tengo dos minutos. Te quiero muchísimo, te echo de menos.

—¡Cielo! Te quiero. Estoy muy preocupado por ti.

—No te preocupes. Estoy bien, de verdad, lo juro. Te quiero, cariño. Por favor, ven a verme. ¡Y llama a mamá y a papá!

—Los llamaré en cuanto colguemos. ¿Puedo hacer algo más, cariño?

—¡Te quiero! ¡Tengo que dejarte, cielo!

—¡Yo también te quiero!

—Ven a verme el viernes y gracias por llamar a mis amigos… ¡Te quiero!

Colgué el teléfono. El señor Toricella me miró con algo que parecía simpatía en sus diminutos ojos, yo intentando no llorar.

—¿Es la primera vez? —me preguntó.

Después de darle las gracias, me dirigí hacia el vestíbulo limpiándome la nariz en la manga, sin fuerzas, pero mucho más feliz. Miré las puertas de los dormitorios prohibidos y examiné con aplicación los tableros cubiertos de información incomprensible sobre acontecimientos y normas que yo no entendía: horarios de lavandería, citas de internas con diversos miembros del personal, permisos de ganchillo y horarios de la película del fin de semana. Aquella semana era Bad Boys II.

Evitaba el contacto ocular con todo el mundo. Sin embargo, algunas presas se acercaban a mí periódicamente.

—¿Eres nueva? ¿Qué tal, guapa? ¿Estás bien? —la mayoría de ellas eran blancas. Era un ritual tribal que en el futuro vería representar cientos de veces. Cuando llegaba una persona nueva, su tribu (blancas, negras, latinas o las contadísimas que se podían calificar de «otras») se hacían cargo inmediatamente de su situación, la ayudaban a establecerse y la acompañaban en sus inicios. Si entrabas en la categoría de «otras» (como nativas americanas, asiáticas o de Oriente Medio), entonces tenías un comité de bienvenida mixto formado por las mujeres más amables y compasivas de las tribus dominantes.

Las otras mujeres blancas me entregaron una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y pasta de dientes de verdad, champú, algunos sellos y material para escribir, café instantáneo, Cremora (crema no láctea en polvo), una taza de plástico y, quizá lo más importante, zapatillas para la ducha, para evitar los terribles hongos de los pies. Resulta que aquellos eran los artículos que se tenían que comprar en el economato de la prisión. ¿No tenías dinero para pasta de dientes o jabón? Mala cosa. No tenías más remedio que esperar a ver si otra presa te lo daba. Casi grité de alivio cada vez que otra mujer me daba un artículo de higiene personal y me decía: «Todo irá bien, Kerman».

Ideas en conflicto daban vueltas en mi cabeza y en mis tripas. ¿Había estado alguna vez tan fuera de mi elemento como allí, en Danbury? ¿En una situación en la que, sencillamente, no sabía qué decir, ni cuáles podían ser las consecuencias auténticas de dar un paso en falso? El año que tenía ante mí se me aparecía tan terrible como el Monte del Destino de Mordor, aunque estaba aprendiendo rápidamente que, comparados con la condena que tenían la mayoría de aquellas mujeres, quince meses no eran más que un suspiro, y yo no podía quejarme.

Pero aunque sabía que no debía quejarme, me sentía desprovista de todo. Sin Larry, sin amigos, sin familia con la que hablar, que me hiciera compañía, que me hiciera reír, en la que apoyarme. Cada vez que una interna a la que faltaban algunos dientes me daba una barra de desodorante, yo pasaba velozmente del júbilo a la desesperación por la pérdida de mi vida tal y como la conocía. ¿Había estado alguna vez tan a la merced de la amabilidad de gente desconocida? Y sin embargo, eran amables…

La chica que me proporcionó unas zapatillas para la ducha se había presentado como Rosemarie. Era de un blanco lechoso, con el pelo castaño corto y rizado, y unas gruesas gafas cubriéndole los traviesos ojos castaños. Su acento me resultó familiar al instante: educado, pero con un fuerte toque de clase trabajadora de Massachusetts. Conocía a Annette —que me dijo que era italiana— y me había saludado ostensiblemente varias veces ya, y ahora venía a la habitación número 6 a traerme material de lectura.

—Yo también me entregué, y estaba aterrorizada. Ya lo verás, todo irá bien —me tranquilizó.

—¿Eres de Massachusetts? —le pregunté tímidamente.

—Este acento mío de Boston debe de ser condenadamente malo… Soy de Norwood —dijo con tono afectado, y se echó a reír.

Aquel acento me hacía sentir mucho mejor. Empezamos a hablar de los Red Sox y de cuando fue voluntaria en la última campaña de Kerry al Senado.

—¿Cuánto tiempo tienes? —le pregunté, inocentemente.

Rosemarie puso mala cara.

—Cincuenta y cuatro meses. Por fraude en una subasta de internet. Pero voy a ir al Campamento, así que si tienes eso en cuenta… —y se puso a hacer cálculos de buena conducta y reducción de condena y del tiempo que pasaría en el centro de reinserción. Me sentí de nuevo conmocionada, tanto por la revelación casual de su delito como por su sentencia. ¿Cincuenta y cuatro meses en una prisión federal por una estafa en eBay?

La presencia de Rosemarie era consoladoramente familiar: su acento, su amor por Manny Ramírez, su suscripción al Wall Street Journal, todo ello me recordaba otros lugares.

—Si necesitas algo, avísame —me dijo—. Y no te sientas mal si necesitas un hombro sobre el que llorar. Yo lloré sin parar la primera semana que estuve aquí.

Conseguí pasar la primera noche en mi cama de la cárcel sin llorar. La verdad es que en realidad ya no me apetecía, porque estaba demasiado conmocionada y cansada. Antes me había metido sigilosamente en una de las salas de televisión, con la espalda pegada a la pared, pero tenían puestas las noticias del juicio de Martha Stewart y nadie me hizo ni caso. Mirando en el estante de los libros, lleno de novelas de James Patterson, V. C. Andrews y románticas, finalmente encontré un ejemplar de bolsillo de Orgullo y prejuicio, y me retiré a tumbarme en mi litera… encima de las sábanas, por supuesto. Me sumergí agradecida en el mundo mucho más familiar para mí de la Inglaterra decimonónica.

Mis nuevas compañeras de habitación me dejaron tranquila. A las diez de la noche las luces se apagaron de repente, y yo metí a Jane Austen en mi taquilla y miré al techo, escuchando la máquina de respirar de Annette… porque resulta que había sufrido un ataque al corazón poco antes de llegar a Danbury y tenía que usarla para respirar por la noche. La señorita Luz, casi invisible en la otra litera de abajo, se recuperaba de un tratamiento para el cáncer de mama y no tenía pelo en la diminuta cabeza. Empezaba a sospechar que lo más peligroso que te puede pasar en la cárcel es ponerte enferma.