CAPÍTULO 17

Terapia diésel

Como la mayor parte de los viajes en avión de hoy en día, volar con Con Air suponía cocerse en su propio jugo. Exactamente once meses después de haber puesto los pies por primera vez en Recepción, me volvieron a llevar allí y esperé. Una por una, los guardias fueron trayendo a otras mujeres para que esperasen conmigo. Una chica blanca muy delgadita con ojos soñadores. Un par de hermanas jamaicanas. Una pueblerina muy desagradable con la que había trabajado en el SCM y que volvía a Pennsylvania occidental para presentarse ante los tribunales. Una enorme mujer negra que parecía bollera y con una horrible cicatriz que le empezaba detrás de la oreja, pasaba en torno al cuello y desaparecía muy por debajo del cuello de su camiseta. La verdad es que hablamos poco.

Finalmente, apareció una guardia de la prisión a quien conocía del campo. La señora Welch era funcionaria del servicio de alimentación y conocía muy bien a Pop. Sentí algo de alivio al ver que ella estaría de alguna manera implicada en nuestra partida, mucho mejor que la guardia que me había recibido en Danbury. Nos trajo nuevos uniformes, la misma ropa caqui de hospital y ligeras zapatillas de lona que llevé nada más llegar. Me sentí muy triste al tener que devolver mis botas con puntera de acero, aunque ya tenían bastantes grietas en las suelas. Una a una, empezó a ponernos los grilletes: una cadena en torno a la cintura, esposas que iban encadenadas a la cintura y otros grilletes en los tobillos con poco más de un palmo de cadena entre ellos. Nunca me habían puesto grilletes en mi vida, fuera de mi dormitorio. Pensé en el hecho de que no tenía elección en aquel momento; me pondrían aquellos grilletes tanto si colaboraba como si me quejaba o tenían que ponerme una rodilla en la espalda o una bota en el pecho.

Vi acercarse a mí a la señora Welch.

—¿Qué tal te va, Kerman? —me preguntó. Parecía preocupada de verdad, y de repente se me ocurrió que nosotras éramos «suyas», y que nos enviaban a lo desconocido. Sabía lo que me pasaría durante las horas siguientes, pero el resto probablemente era un misterio para ella, igual que para mí.

—Bien —respondí con una vocecilla impropia de mí. Estaba asustada, pero no de ella.

Empezó a encadenarme, parloteando distraída, casi como un higienista dental que sabe que lo que te está haciendo resulta bastante incómodo.

—¿Qué tal… demasiado tirante?

—Un poco por la cintura, sí —no me gustaba nada transmitir gratitud en la voz, pero la verdad es que la sentía.

Ya estábamos todas bien empaquetadas. Nuestras pertenencias personales habían pasado por una guardia de la cárcel (en mi caso, la misma enana despectiva que había conocido el primer día) y se habían almacenado. Lo único que se te permitía llevar en el vuelo era una hoja de papel con una lista de tus propiedades. Detrás yo había escrito toda mi información importante: el número de mi abogado, la dirección de mi familia y amigos. También garabateada en el papel, con muchas letras distintas, estaba la información de contacto de mis amigas del campo: si iban a volver pronto a casa, su dirección; si iban a permanecer allí largo tiempo, su número de registro de interna. Me dolía mucho mirar aquella lista. Me pregunté si alguna vez volvería a ver a aquellas mujeres. Guardé el papel en el bolsillo del pecho de mi camisa junto con mi carnet.

Estábamos en fila y empezamos a avanzar arrastrando los pies, salimos del edificio repiqueteando y nos dirigimos hacia un enorme autobús sin marca alguna que se usaba para el transporte. Cuando te encadenan las piernas entre sí, te ves obligado a andar con una cadencia corta, de puntillas. Mientras esperábamos en una de las cámaras con verja de tela metálica entre la cárcel y el autobús, la conductora del coche de la ciudad pasó a toda velocidad. Jae salió del coche de un salto, con unas bolsas de deportes.

La enorme bollera negra volvió a la vida.

—¿Cómo?

Jae parpadeó, incrédula.

—¿Slice? ¿Qué demonios pasa?

—No tengo ni puta idea.

Nos devolvieron a todas a la ICF para poder atar a Jae. Se unía a nuestro grupito variopinto, y yo me alegré muchísimo de tener a una amiga junto a mí en el viaje.

Al final, encañonadas por un arma, nos hicieron subir al autobús y nos dirigimos al mundo exterior. Desorientaba mucho ver pasar a toda velocidad los barrios residenciales de Connecticut para, finalmente, dirigirnos hacia la autopista. Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, aunque existían posibilidades de que fuera a Oklahoma City, centro del sistema de transportes federal penitenciario. Jae se puso al día con Slice, que era prima suya, en el autobús. Ninguna de las dos sabía por qué las transportaban, pero probablemente sería por el mismo caso, ya que la guardiana se preocupó mucho de ponerles grilletes dobles.

—¡No, no, qué va, somos primas, nos queremos mucho! —protestaron ellas.

La guardiana también indicó que se dirigían a Orlando, cosa que les resultaba muy preocupante.

—Piper, yo no sé nada de Orlando. Yo soy del Bronx, he estado en Milwaukee y nada más —declaró Jae—. No hay ningún motivo para que tenga que ir a Orlando, a menos que nos lleven a Disneylandia.

Al final llegamos a lo que parecía un solar industrial vacío y abandonado. El autobús se detuvo y nos quedamos allí sentadas, horas y horas. Si creen que es imposible dormir con grilletes, yo soy la prueba viviente de que eso no es verdad. Nos dieron unos sándwiches de pollo, y tuve que ayudar a comer a la bollera de Pennsylvania, porque la guardiana no había sido tan amable con ella como conmigo y sus cadenas estaban muy tirantes, y además le había puesto una restricción más, la «caja negra», que le inmovilizaba los pulgares, todo ello para proteger a su codemandada, una mujer con la que en aquellos momentos cotilleaba animadamente. Por fin el autobús volvió a cobrar vida y entró en una pista de aterrizaje enorme. Teníamos compañía, al menos media docena de otros vehículos de transporte, otro autobús, furgonetas sin marca alguna, turismos, todos ellos esperando en la fría oscuridad invernal. Y de repente aterrizó un 747 enorme, rodó brevemente por la pista y se detuvo entre los vehículos. Al cabo de un momento me pareció que me encontraba en medio de la película de acción más tópica del mundo, ya que unos policías con botas altas y armados con metralletas y rifles de gran potencia llenaban la pista de aterrizaje, y yo era una de las malas.

Primero hicieron bajar a una docena de presos del avión, hombres de todas las formas, tamaños, colores y atuendos. Algunos parecían llevar monos de papel, que no era precisamente lo más adecuado con el viento helado de enero. Despeinados y congelados, parecían muy interesados en nuestro grupito, acurrucado junto al autobús de Danbury. Entonces las figuras armadas empezaron a gritarnos para hacerse oír en el viento que nos pusiéramos en fila, con mucho sitio entre cada una de nosotras. Hicimos el número del baile de la pista de aterrizaje, que es lo que pasa cuando uno intenta moverse todo lo rápido que puede con los grilletes puestos. Después de un rudo cacheo, una mujer policía me miró el pelo y la boca en busca de armas, y a saltar por las escaleras hacia el avión.

A bordo nos saludaron más policías, hombres enormes y fornidos y un puñado de mujeres de aspecto estropeado con uniformes azul marino. Mientras íbamos hacia la zona de pasajeros, nos saludó una oleada de testosterona. El avión estaba lleno de presos, todos ellos hombres al parecer. La mayoría estaban muy, muy contentos de vernos. Algunos armaban mucho escándalo y decían lo que les gustaría hacernos, o nos hacían críticas mientras nosotras pasábamos arrastrando los pies por el pasillo, conducidas por los policías.

—¡No los miréis! —nos gritaban los policías. Estaba claro que habían calculado que era mucho más fácil controlar la conducta de una docena de mujeres que la de doscientos hombres.

—¿De qué tienes miedo, rubia? ¡No te pueden hacer nada! —gritaban los presos—. ¡Ven aquí, rubia! —Más tarde pensé que estaban equivocados cuando un hombretón enorme se levantó de su asiento y protestó ruidosamente diciendo que tenía que ir al baño, y los policías rápidamente lo inmovilizaron. Daba coletazos como un pez.

Con Air es como un pastel con diversas capas del sistema penitenciario federal. En el transporte estaba representada toda la gama de presos: hombres blancos de clase media y de mediana edad, de aspecto triste, con sus gafas de montura metálica torcidas o a veces rotas, orgullosos cholos que parecían vagamente mayas y cubiertos de tatuajes de bandas, mujeres blancas con el pelo decolorado y unas dentaduras horribles, hombres con la cabeza afeitada y tatuajes de esvásticas en la cara, jóvenes negros con el pelo muy alborotado porque se habían visto obligados a quitarse las trencitas, una pareja de blancos muy flacos, padre e hijo obviamente, porque eran idénticos; un enorme hombre negro con grilletes extrafuertes que quizá fuera el hombre más imponente que he visto en toda mi vida, y por supuesto, yo. Cuando me acompañaron al baño (muy difícil de manejar cuando una lleva las muñecas encadenadas a la cintura), además de invitaciones lascivas y abucheos amenazadores, me dijeron más de una vez:

—¿Qué haces tú aquí, rubia?

Me sentía muy contenta de que todos fueran con grilletes. Me alegraba también que Jae estuviera a mi lado, sacando la cabeza para verlo todo igual que yo. Aun así, me ponía muy nerviosa que ella y su prima no supieran hacia qué procedimiento legal en concreto se dirigían. Todas estuvimos de acuerdo en que, Dios no lo permitiera, si les habían «metido otro cargo» (es decir, las habían acusado de otro delito), se lo habrían dicho. Pero a lo mejor no. No tenían un representante legal de primera, como yo.

Con Air no hace vueltos directos. Estos aviones Jumbo actúan más bien como avionetas de línea que van parando aquí y allá para ir recogiendo a convictos que son transportados por todo el país por todo tipo de motivos: declaraciones ante los tribunales, traslado de instalación, designación postsentencia. Algunos presos parecían llegar de la calle directamente, y todavía llevaban ropas de civil. Trajeron a un chaval hispano con el pelo negro y muy largo que habría parecido Jesucristo de no haber tenido unos rasgos tan duros; era tan guapo que verle allí era como una patada en el estómago. En una parada subieron más mujeres. Una de ellas hizo una pausa en el pasillo, esperando a que un policía le dijera dónde sentarse. Era una mujer blanca muy menuda y flaca, le faltaban dientes y tenía una nube de pelo de un color indeterminado entre el gris y el decolorado con agua oxigenada. Parecía una gallina acongojada que hubiera llevado una vida muy dura. Mientras estaba allí de pie, algún listillo le gritó:

—¡El crack mata!

Y la mitad del avión, que debía de contener a bastantes traficantes de crack, estalló en risotadas. La fea cara de la mujer acusó el golpe de aquella maldad innecesaria.

Hacia las ocho de la noche aterrizamos en Oklahoma City. Creo que el Centro Federal de Traslados está situado en las afueras del aeropuerto de la ciudad, pero no puedo estar completamente segura, ya que en ningún momento vi el mundo exterior. Los aviones llegan justo hasta la cárcel para dejar su pesada y tatuada carga. Por defecto y necesidad es una instalación de máxima seguridad la que alberga a muchos presos durante el curso de sus viajes en avión. Hasta llegar a Chicago, aquel sería mi nuevo hogar.

Llegamos a nuestra nueva unidad horas más tarde, aproximadamente veinte mujeres exhaustas a las que entregaron sábanas, pijamas y sobrecitos de productos higiénicos, y nos condujeron a una sala triangular donde se alineaban dos pisos de celdas. Estaba oscura y desierta porque sus habitantes ya estaban en confinamiento. La OC era una mujer nativa americana de dos metros de alto y aspecto feroz, que nos ladró nuestra asignación de celdas. Nunca había estado en una celda antes, y mucho menos encerrada con una compañera. Entré en el sitio que me habían asignado, una celda de unos dos por tres metros y medio con una litera, un váter, un lavabo y una mesa atornillada a la pared. Veía a la débil luz fluorescente que alguien dormía en la litera de arriba. Ella se dio la vuelta y me miró, y luego se volvió a dar la vuelta y siguió durmiendo. Yo me eché en la litera y me dormí, agradecida de tener agua corriente y libertad de movimientos.

Unos golpes, unos gritos, y mi compañera de celda saltó de su litera y me despertó.

—¡Desayuno! —dijo por encima de su hombro, y desapareció. Yo me levanté y salí precavida de la celda, llevando el pijama verde hospital desteñido que me habían dado la noche anterior. Las mujeres salían de las celdas numeradas y se ponían en fila en el otro lado de la unidad. Ninguna de ellas iba en pijama. Corrí a ponerme de nuevo la ropa sucia del día anterior y volví a la cola. Después de recibir una caja de plástico, localicé a Jae y Slice, que habían buscado una mesa junto a mi celda. Nuestras cajas contenían cereales secos, un sobre de café instantáneo, un sobre de azúcar y una bolsa de plástico transparente con leche que me pareció una de las cosas más raras que había visto en mi vida. Pero cuando se mezclaba el café en polvo con la leche y el azúcar en una taza de plástico verde, y se ponía en el microondas de la unidad (un cacharro antiguo que parecía pertenecer a un episodio de Perdidos en el espacio), el sabor era bueno. Me lo tomé imaginando que era un capuchino.

—Nos vamos a morir de hambre —dijo Slice. Jae y yo temíamos que fuera verdad. Discutimos nuestra situación, y Slice, que estaba claro que era una mujer de acción, y hambrienta además, partió en misión de reconocimiento. Jae y yo nos retiramos a nuestras respectivas celdas.

Al fin conseguí presentarme formalmente a mi nueva compañera de litera.

—¿Cómo te llamas? —preguntó arrastrando las palabras.

Me presenté. Ella se llamaba LaKeesha, era de Atlanta, e iba de camino a… ¡Danbury! En cuanto supo que yo venía de Danbury, me hizo un millón de preguntas. Luego se volvió a echar en su litera y se puso a dormir. Pronto descubrí que LaKeesha dormía unas veintidós horas al día, se levantaba tres veces a comer y, afortunadamente, a ducharse. Pero siempre parecía algo despeinada, y salía de nuestra celda con los rizos sobresaliendo en todas direcciones.

—Piper, ¿qué le pasa a tu compañera? Parece Celie en El color púrpura… —saltó Slice.

Yo estaba totalmente alerta en mi primer día en Oklahoma City: un escenario nuevo al que había que acostumbrarse, con todos sus nuevos rituales y rutinas. Por desgracia, pronto comprendí que allí no había absolutamente nada que hacer. Teníamos tres salas de televisión sin sillas, y una pequeña estantería rodante con unos libros extrañísimos: libros cristianos, ejemplares antiguos de John D. MacDonald, Antonio y Cleopatra de Shakespeare, un puñado de novelas románticas y dos novelas de Dorothy L. Sayers. El centro de la unidad lo ocupaba una estructura muy rara que parecía un pupitre de recepción y no contenía más que lápices muy gastados y trozos de papel de distintos tamaños. Junto a tres teléfonos de pago se encontraba una sala exterior adonde salían las fumadoras tiritando, y se podía ver una rendija de cielo por encima de un muro con alambre de espinos. La unidad entera parecía una estación de tren o de autobús, pero sin quiosco ni cafetería. Intenté usar el teléfono de pago para llamar a Larry o a mis padres y decirles que estaba viva, pero el teléfono solo hacía llamadas a cobro revertido, y ningún servicio telefónico las aceptaba, lo cual intensificaba la sensación de que me habían dejado caer en un plano del ser que no existía para el resto del mundo.

Las mujeres iban y venían pacíficamente. Todo estaba silencioso e inmaculadamente limpio. La unidad parecía estar como mucho medio llena, quizá hubiera unas sesenta mujeres en la cola del desayuno. A las once, la OC traía unos grandes carros con ruedas, señalando que se iba a servir el almuerzo. Vi a una mujer salir de una celda del piso superior y bajar las escaleras por el lado opuesto de la unidad. Aquel pelo rizado, aquella figura como de boca de incendios… gafas… Algo se removió en mis tripas; me enderecé, muy tensa. ¿Qué coño estaba haciendo Nora Jansen allí conmigo?

Había pensado que pondrían una «separación legal» entre mis codemandados y yo, pero al parecer estaba equivocada. La miré mientras se acercaba a la cola de la comida.

—¡Vamos, Piper! —Slice me empujó para que cogiera mi comida. A pesar del recelo que le producía hacerse amiga de chicas blancas delgadas, estaba dispuesta a aceptarme como colega de Jae, teniendo en cuenta además que yo no comía mucho. Me arrastré detrás de mis compañeras, mirando a la mujer que pensaba que era Nora.

En los once meses pasados había pensado de vez en cuando en Nora. Malos pensamientos. Quería estar segura antes de hacer un movimiento. Había fantaseado con enfrentarme a la mujer a la que había seguido por el camino equivocado, la mujer que era probable que me hubiese delatado. Interiormente, situaba ese momento en un bar de lesbianas de San Francisco, e imaginaba muchas botellas y tacos de billar rotos, y chafarle la nariz chata que tenía, y en general mucho derramamiento de sangre. Ahora había llegado por fin el momento real. ¿Qué hacer?

Aquella mujer bajita de pelo rizado y de mediana edad recibió la caja de su almuerzo y se volvió hacia una mesa. Era la misma mujer a la que yo había seguido a Indonesia, Zúrich, el hotel Congress. Si no la hubiera conocido nunca, en aquel momento no estaría sentada allí, con una bolsa de leche tibia en la mano y vestida con ropa del gobierno. Era la misma cara chata de bulldog francés de diez años antes… diez años al parecer muy largos y duros. Estaba hecha polvo. Me miró al pasar, y en sus rasgos chatos vi la conmoción que sentía al reconocerme. Yo contuve el aliento, con el pulso latiéndome a toda velocidad.

En la mesa, con mis compañeras, susurré:

—¡Jae! ¡Creo que he visto a una de mis codemandadas!

Jae me miró muy curiosa. Casi todas las presas por motivos de drogas tenían codemandados, y eso podía significar muchas cosas, pero Jae supo inmediatamente por mi tono que en este caso no era nada bueno.

—¿Qué pasa? —preguntó Slice, captando en seguida que había algún problema.

—Piper cree que ha visto a una de sus codemandadas aquí, y está muy sorprendida.

—¿Dónde?

Se lo indiqué sin señalar.

Se relajaron un poco.

—Ah, ¿esa señora mayor?

—Mierda, Piper, ¿qué tipo de gánster eres?

Yo las miré con intensidad.

—Jae, creo que esa zorra fue la que me delató.

Toda la jocosidad desapareció al momento. Slice examinó a Nora. Jae pensó unos momentos, luego habló con calma.

—Piper, haz lo que tengas que hacer… no sé si me explico. Pero tienes que saber esto: te pasarás en la UHE el resto del tiempo que estés aquí. Si ya así es horrible, imagínate lo que será en la UHE. Y cualquiera sabe lo que te podría pasar allí. Estás a punto de irte a tu casa con tu chico, que te quiere, y que ha aparecido en la sala de visitas cada puta semana. ¿Vale la pena esa zorra para que te metan otro parte? Yo te respaldo, pero hasta cierto punto. Te digo de verdad que no pienso ir a la UHE, pero respeto que tú hagas lo que creas que tienes que hacer.

Slice intervino:

—Yo tampoco pienso ir a la UHE, y menos por una chica blanca a la que no conozco. No te ofendas, Piper, pero tú a lo tuyo.

No hice nada. Jae me vigilaba, preocupada. Slice consiguió como por arte de magia una baraja de otra presa y empezó a barajar. Pero yo no pude jugar. Me cogí un descanso y me eché en mi litera, mirando la pared de ladrillos. La mujer que me había encerrado allí se encontraba al fin a mi alcance y yo estaba paralizada. ¿Sería posible no hacer nada?

Salí de mi celda y me dediqué a recorrer la unidad, cosa que me costó unos tres minutos. Nora no estaba a la vista. Jae me hizo un gesto.

—Vamos, Piper, ven a jugar con nosotras.

Jae y su prima parloteaban sin parar mientras jugábamos a las cartas. Slice contaba unas historias muy divertidas sobre la vida y ligues de una bollera en la ICF, allá en Danbury. Por ejemplo, que un guardia al que todas conocíamos la cogió en pleno acto, en medio de la noche.

—Me quedé helada, tía, nos apuntó con la linterna y no era una situación de esas que puedes negar, ¿sabes lo que quiero decir? Y el tío dijo sencillamente: «Déjame mirar». Así que… —e indicó que volvió al asunto. Era el mismo tío que me había vigilado por dar a Pop un inocente masaje en los pies. Un cerdo asqueroso.

Cuando apareció el carrito de la cena, después del recuento de las cuatro, nos estábamos tronchando de risa. Quité la tapa de las bandejas de plástico y el hedor nos abofeteó de inmediato. Jae dijo al cabo de un momento:

—Vamos a tener que matar a una de esas zorras y comérnosla, o nos moriremos de hambre.

Cruzaba la unidad para devolver mi bandeja cuando vi que Nora se dirigía hacia mí. Me cuadré y adopté mi mirada más heladora. Cuando pasó, me miró, dubitativa.

—Hola —dijo, en voz muy baja.

Yo me fui muy ofendida sin decir ni una palabra.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jae, preocupada.

—Ha intentado hablar conmigo —meneé la cabeza y empezamos a jugar a las cartas otra vez—. ¿Sabes?, lo que no entiendo es por qué ella está aquí y en cambio su hermana no.

—¿Su hermana?

—Sí, su hermana también está acusada. Está cumpliendo condena en Kentucky.

A la mañana siguiente, a la hora de desayunar, allí estaba Hester. Así eran las cosas en Oklahoma: la gente aparecía en mitad de la noche mientras tú estabas encerrada en la celda. Aparecían a la hora del desayuno, una novedad diaria. Presencié el encuentro entre las hermanas desde mi territorio. Se abrazaron muy emocionadas y se dirigieron a un rincón a hablar.

Mis compañeras tomaron nota.

—¿Tienes que matar también a la hermana? —preguntó Slice.

—No, nunca tuve nada con Hester… ella no es mala.

El tiempo había sido más amable con Hester. Tenía más o menos el mismo aspecto, quizá debido a sus antiguos sortilegios con huesos de pollo: el pelo rojizo, largo y rizado, una expresión ausente pero socarrona, y un aire de bruja, místico.

Durante las semanas que pasamos en Oklahoma City me negué a reconocer la presencia de las hermanas. La seguridad máxima resultaba de una monotonía torturante, y la falta de estímulos era total. Las horas y los días pasaban muy despacio. Llegaban y salían vuelos casi cada día, pero nunca se sabía si te meterían en uno de ellos. Era la encarnación perfecta del limbo: la partida de un reino del ser, esperando llegar a otro. Oklahoma City me hizo añorar muchísimo el campo de Danbury, una sensación surrealista e inquietante. Estaba acostumbrada a horas y horas de extenuante actividad cada día, entre el trabajo de la construcción, correr y el gimnasio. Allí, las únicas opciones eran hacer abdominales y yoga en mi celda, y «recorrer las galerías», en realidad dar vueltas a la galería cientos de veces con las zapatillas de lona hasta que me sangraban las ampollas. En Danbury, la hermana Platte usaba el vestíbulo como improvisada cinta de andar cuando hacía mal tiempo. A veces yo iba con ella. Se movía muy rápido para sus sesenta y nueve años, y su buen humor constante me sorprendía mucho. «¿Qué tal lo llevas, querida?», me preguntaba la diminuta monja.

Tenía mucha suerte de tener a Jae a mi lado, para compartir al menos el estrés y la incertidumbre y descargar algo de vapor, y su prima era una presencia muy divertida y tranquilizadora (aunque también amenazadora). Un día le pregunté a Jae por la cicatriz de su prima.

—Un tipo se le tiró encima e intentó violarla, y la cortó con un cúter. Cien puntos —pausa—. Ahora él está en la cárcel.

—¿Y el apodo?

—¡Es su bebida favorita!

Era fácil perder de vista el día que era, ya que no teníamos periódicos ni revistas ni correo, y como yo evitaba las salas de televisión, tampoco tenía forma significativa de distinguir un día de otro. Solo se podía jugar al gin. Intenté contar cuándo era el 12 de enero, el día en que Pop sería liberada de Danbury. No podía hablar con Larry por el teléfono de pago y no había ventanas tampoco, así que ni siquiera podía comprobar la progresión del sol. No estaba ni remotamente interesada en tontear con los conejitos penitenciarios, una de las pocas distracciones disponibles. Aprendí a jugar al dominó. Y aprendí también a comprender el verdadero castigo de la repetición sin recompensa. ¿Cómo podía alguien pasar una cantidad significativa de tiempo en un lugar como aquel sin volverse loco?

Nadie se sentía inclinada a socializar con desconocidas, pero tenían lugar ciertas intrigas limitadas en torno a los cigarrillos. En Danbury había muchas oportunidades de vender cosas, pero en Oklahoma City, lo único que se podía utilizar en el mercado era el sexo, las medicinas psiquiátricas de otras personas y, lo más importante de todo, la nicotina. Las presas que se ofrecían voluntarias para limpiar iban a la «tienda», pero lo único a la venta eran cigarrillos. Una vez a la semana, cuando se repartían los cigarrillos, cundía un gran frenesí soterrado que amenazaba con estallar. Las limpiadoras o bien eran amistosas y dividían sus cigarrillos en cigarrillos liados más pequeños, para compartir, por pura amabilidad humana, o bien se cobraban con medicinas psiquiátricas, que te ayudaban a dormir durante días, como LaKeesha. Yo encontraba todo aquel asunto muy estresante y me alegré mucho de no fumar. El pelo se me estaba poniendo como un nido de ratones, ya que no había acondicionador, y lo único que teníamos eran sobrecitos pequeños de champú. Finalmente me dediqué a reunir sobrecitos de mayonesa, que me ponían el pelo grasiento pero al menos podía pasarme el pequeño peine negro de la cárcel y peinármelo.

De repente se llevaron a Jae y Slice. A las cuatro de la mañana, Jae y yo nos dijimos adiós a través del grueso rectángulo de cristal de mi celda.

—¡Pégate bien a Slice! —dije yo—. ¡Ya te buscaré cuando vuelva a casa!

Jae me miró con sus enormes ojos castaños y líquidos, dulce, triste y asustada.

—¡Ten mucho cuidado, Piper! —dijo—. ¡Y recuerda el truco de la vaselina que te conté!

—¡Sí, me acordaré! —le dije adiós a través de los siete centímetros de cristal. Cuando nos dejaron salir a desayunar, dos horas más tarde, me sentí realmente abandonada, teniendo que navegar sola por el ancho mar. Echaba de menos a mis chicas, y miré al otro lado, hacia donde estaba Nora. Sabía que mi inmediato futuro la incluía necesariamente a ella.

Pocos días después, mi compañera de litera LaKeesha se fue a Danbury. Me sentí muy celosa. Mientras se ponía la ropa, le di instrucciones:

—Cuando llegues al campo dile a Angela, que es la conductora de la ciudad, que has visto a Piper en Oklahoma City, y que estoy bien y que le mando saludos.

—Vale, vale… espera un momento, ¿quién es Piper?

No me sorprendió nada. Suspiré.

—Solo dile que conociste a una chica blanca que hace yoga de Danbury, y que está bien.

—¡De eso sí que me acordaré!

Tuve un par de días de intimidad total en la celda. Iba repitiendo mis posturas de yoga y contemplando la ventana opaca que dejaba pasar algo de luz del día. Era de la altura de la habitación y tenía unos quince centímetros de ancho. Me guardaba la bolsa de la leche del desayuno y la ponía en la parte inferior de la ventana, donde permanecía fría durante horas. La leche era lo único verdaderamente comestible que había cada día. También aprendí a dormir contra la pared, tapándome los ojos con el brazo para protegerlos de la luz fluorescente que estaba encendida en la celda veinticuatro horas al día. Por primera vez tenía una litera en la parte de abajo, extraña novedad.

Entonces apareció una nueva compañera de litera, una joven hispana. Era de Texas e iba de camino a una prisión en Florida. Nunca había estado encarcelada, tenía los ojos muy grandes y llenos de preguntas. Hice el papel de presa experimentada y le conté lo que podía esperar. Me recordaba a María Carbón, de la habitación 6 y el taller de construcción, y eso me puso triste.

Finalmente, una semana más tarde, dieron un golpe en mi puerta a las cuatro de la mañana.

—¡Kerman, recoge! —yo no tenía nada que recoger, aparte del papel que traía de Danbury, ya muy arrugado, donde estaban escritos los recuerdos de la gente que conocí allí. Salí bailoteando con mi uniforme caqui, dispuesta ya a cualquier cosa con tal de alejarme de allí, con Nora o sin Nora. Siguiendo las instrucciones de Jae, saqué el precioso contrabando de vaselina de su escondite, en un calcetín, y me puse unos pegotes en los pliegues de las orejas. Durante las largas horas de vuelo sin agua, al menos podía aplicarme un poco en los labios para evitar que se me agrietaran.

Mientras subía arrastrando los pies al avión, de nuevo con grilletes, uno de los federales que iban también en mi vuelo anterior se me quedó mirando:

—¿Qué tal, rubia?

Yo seguí con la cara impasible.

—Será mejor que cambies de actitud, rubia —me aconsejó bruscamente.

Los policías me hicieron sentar al lado de Nora en el avión. En aquel momento ya ni me sorprendió mi mala suerte, aunque estaba rígida por la furia. Con grilletes y vaselina en las orejas, y sentada junto a la zorra que me había metido en todo aquel lío, me negué a mirarla. Mantuvimos un muro de incómodo silencio mientras el vuelo se detenía en Terre Haute, Detroit y otros eriales del Medio Oeste cubiertos de nieve. Al menos yo tenía el asiento de la ventanilla.

Bajamos en un soleado y ventoso Chicago y me sentí, a pesar de mi extrema agitación y mi aguda incomodidad física, algo emocionada. Y me quedaba todavía un diminuto punto de humor con el cual apreciar la ironía de toda la situación. Aquella era la ciudad que se encontraba en el centro de todo aquel lío, y de alguna manera parecía adecuado que yo estuviera allí, con ella a mi lado.

La pista de aterrizaje de Chicago estaba especialmente animada y hacía un frío intenso. Yo estaba congelada con mis finas prendas caqui. Había convictos andando a saltitos con sus grilletes por todas partes, dirigidos por los policías, y Nora y Hester se emocionaron mucho al ver a un chico blanco con el pelo alborotado.

—¡Es George! —exclamaron.

Yo lo miré de cerca, al pasar por nuestro lado y saludar animadamente con la barbilla, antes de que lo metieran en un autobús. Si aquel era el antiguo amigo de Hester, George Freud, había perdido algo de peso en diez años. Parece que llamaban a toda la banda a Chicago para el gran acontecimiento del juicio de Jonathan Bibby. Nos cargaron en una furgoneta de pasajeros, con un puñado de tíos, y nos llevaron hasta el centro, justo en la hora punta, formando un convoy de vehículos blancos con fuerte seguridad y sin marca alguna.

Hester iba sentada a mi lado, y me miró a los ojos fijamente un momento.

—¿Estás bien? —me preguntó, con preocupación, en su tono del Medio Oeste. Yo murmuré que sí, que estaba bien, y miré por la ventanilla, nerviosa por su amabilidad.

Mientras nos dirigíamos al Loop, intenté pensar cómo podía manejarme mejor en el Centro Correccional Metropolitano de Chicago, más conocido como prisión federal, donde meten a la gente antes de que se resuelvan sus casos… a menos que, como Lil’ Kim, pasen todo el tiempo de su condena allí. A Jae la habían mantenido en el CCM de Brooklyn dos años antes de ir a Danbury, y describía esa situación como algo mucho mejor de lo que habíamos experimentado en Oklahoma City.

—Dos unidades en Brooklyn, unas doscientas mujeres, y podías tener trabajo y todo, había cosas que hacer. En el CCM podrás estar tranquila, juntarte con alguien normal y esperar, incluso podrías estar en una unidad o dormitorio distinto de tus codemandadas, igual.

Cuando llegamos allí nos dejaron a la entrada de una fortaleza alta y triangular, en un edificio que por otra parte estaba desierto, en el concurrido barrio del Chicago Loop. Nos hicieron bajar de la furgoneta, entramos en un ascensor y nos depositaron en una recepción sucia, decrépita y desorganizada. El edificio te desorientaba; el espacio parecía diminuto y más estrecho aún porque estaba atestado. Estaba lleno de celdas con hombres vestidos de naranja, la mayor parte de ellos de piel oscura. Rápidamente nos encerraron en una celda vacía, también sucísima.

Durante las cinco horas siguientes recorrí aquella celda e intenté ignorar a las dos hermanas. Eran educadas y no decían gran cosa, por deferencia, al parecer, a mi rabia concentrada y frustrada. Al cabo de varias horas acabé echada boca arriba en una litera estrecha y dura, sin hacer nada, y Nora se aclaró la garganta.

—¿Piper?

—¿Qué?

—¿Llegaste a conocer a Jonathan Bibby?

—¡No!

Pasaron varios momentos en silencio.

—Debes de estar muy cabreada.

—¡Sí!

Una guardiana nos proporcionó unos monos de hombre naranja que nos quedaban fatal. El mío se abría por la parte delantera, era de manga corta y con las perneras cortadas de una manera muy extraña, como si tuviéramos que ir a coger almejas. Había pasado casi un año entero sin caer en el tópico total, pero parece que lo acababa de conseguir. Al final nos iban a llevar a nuestro lugar de descanso para que pasáramos la noche. Yo estaba horriblemente cansada, y supuse que cualquier cosa sería mejor que aquella asquerosa e incómoda celda, especialmente si estaba lejos de Nora.

Las tres subimos silenciosamente en el ascensor hasta el piso duodécimo. Pasamos por varias puertas de seguridad que fueron resonando hasta que se abrió la última de las cancelas y apareció la unidad de mujeres.

La sala de psiquiatría. Esa fue mi abrumadora primera impresión. Televisores en conflicto chillaban desde lados opuestos de la pequeña habitación. Un guirigay de voces vibraba en el espacio cerrado y atestado. Las mujeres, desaliñadas y encorvadas, nos guiñaron los ojos como si fueran topos. Aunque no había nada juguetón en aquel lugar, tenía un aire infantilizado, como de guardería. Cuando entramos, todo pareció quedarse congelado y todos los ojos se volvieron hacia nosotras. Una guardiana con un uniforme que le venía grande, y que gritaba en silencio: «soy una inútil», se acercó a nosotras. Parecía muy sorprendida por nuestra llegada. Yo me volví y miré a Nora y a Hester, y me eché a reír con una risa incrédula y desesperada. En un instante, el hielo que nos separaba a ellas y a mí se fundió.

—¡Ah, no, mierda!

Y ellas se rieron también, con alivio, y vi la misma expresión de incredulidad en sus ojos, mezclada con asco y extenuación. Estaban en el mismo barco que yo. Y allí mismo, de repente, supe que ellas eran lo único que tenía.

La mayoría de los cambios en la percepción son graduales: llegamos a odiar o amar una idea, una persona o un lugar a lo largo de un periodo de tiempo. Yo, ciertamente, había albergado odio hacia Nora Jansen durante muchos años, echándole la culpa de mi situación. Pero aquella no era una de esas circunstancias. A veces, en raras ocasiones, la forma que tenemos de ver algo está sometida a una cierta alquimia. Mis emociones cambiaron con tanta rapidez y la sensación de las cosas que tenía en común con aquellas dos mujeres me asaltó con tanta fuerza que tuve que darme cuenta de inmediato de lo que estaba ocurriendo. Nuestra atribulada historia de repente se veía anulada por nuestra experiencia inmediata compartida, como reclusas que realizan un viaje agotador.

Nos unimos durante un momento entre el caos que reinaba a nuestro alrededor, y de repente se me ocurrió que probablemente ellas no sabían nada de los últimos diez años de mi vida, incluido el hecho de que estuviera en la cárcel. Las dos habían ingresado en prisión antes que yo.

Y así fue como rompimos el hielo.

—¿Es así Kentucky? —le pregunté a Hester.

—No.

—¿Dublin?

—¡Joder, no! ¿Dónde estás tú?

—En Danbury. Y no se parece en nada a esta parada de monstruos.

Reapareció la oficial, con asignación de alojamiento. Nos enseñó nuestras respectivas celdas y nos encerraron. Mi compañera, Virginia, pesaba ciento cincuenta kilos y roncaba de una manera que jamás había oído en toda mi vida. Era como si hubiese un animal salvaje y furibundo en la litera, debajo de mí. Mientras yo iba dando vueltas y más vueltas en el colchón de espuma, intentando taparme la cabeza con la almohada, me di cuenta de que aquello era lo que quería decir Pop cuando se refería a la «cárcel de verdad», como cuando decía: «Vosotras, chicas, no tenéis ni idea de lo que es la cárcel de verdad». Recordé a un profesor universitario que me había dicho que la falta de sueño, o dormir solo en cortos intervalos, acaba por producir alucinaciones.

Virginia era astróloga aficionada y apenas se duchaba. Me informó de que estaba planeando defenderse a sí misma ante el tribunal. Como yo me negué a decirle mi fecha de nacimiento para que pudiera «hacerme la carta», se sintió profundamente insultada. Pensé en la señorita Pat y la señorita Philly, dos de las mujeres más inestables en Danbury, y recordé que había que tener mucho cuidado con la gente que no está bien de la cabeza. Al día siguiente, mi impresión inicial de la unidad se vio confirmada rápidamente cuando me di cuenta de que un porcentaje significativo de sus ocupantes estaban bajo observación psiquiátrica ordenada por los tribunales. Era puro humor negro, porque las presas de Chicago tenían poco o ningún contacto con funcionarios de prisiones o consejeros de ningún tipo. Realmente, parecía que eran las propias internas las que gobernaban aquel manicomio.

También deduje que todas las mujeres de Chicago estaban en espera de juicio. Sus casos todavía no se habían resuelto, pero no tenían fianza o no la podían pagar. De modo que estábamos cautivas allí mientras se ponían en marcha los engranajes de la justicia. Un par de ellas llevaban meses allí, sin haberlas acusado aún de ningún delito. Esto hacía que sus vidas estuvieran totalmente en suspenso a todos los niveles, y las que no se habían vuelto ya completamente locas, actuaban de una forma muy excéntrica, enloquecidas por la rabia y la inestabilidad. Me habían metido en un nido de víboras. Virginia me advirtió:

—¿Ves a esa de ahí, Connie? —me señaló a una mujer que parecía catatónica—. Te va a pedir tu cuchilla de afeitar. ¡Prométeme que no se la darás! Solo es peligrosa para ella misma, no te preocupes —se lo prometí.

Ninguna de las normas habituales de la conducta carcelaria que yo había aprendido parecían aplicarse allí. No había comité de bienvenida con zapatillas para la ducha o cepillos de dientes; no se consideraba que hubiera preguntas inadecuadas o «prohibidas»; no había sensación alguna de solidaridad o reconocimiento del valor salvador de la rutina personal, el orden o el respeto por sí misma. Maldita sea, ni siquiera se podía confiar en el sistema tribal: las mujeres blancas no valían nada. La mayoría de ellas babeaban, atiborradas de medicamentos que les impedían matarse (o peor aún, matar a sus vecinas).

Mi tribu, de hecho, eran Nora y Hester (que por aquel entonces respondía a su nombre real, Anne). Al menos ellas comprendían las normas oficiales y no oficiales de la prisión. Yo me juntaba con ellas y poco a poco íbamos haciéndonos cargo de la situación, como por ejemplo, lo que sabía cada una de nosotras del juicio que se avecinaba, y por qué aquel lugar era tan espantosamente deprimente. Ellas también estaban estupefactas al ver lo horrible que era el CCM de Chicago. Estuvimos de acuerdo en que era difícil de creer que se tratara de una instalación federal. Las tres teníamos que contarnos muchas cosas de los asuntos de la cárcel, pero eso no era en realidad lo que a mí me interesaba. Yo quería que Nora reconociera que me había delatado y que me dijera por qué lo había hecho.

Al final dimos con lo que podía considerarse Comité de Recepción: Crystal. Crystal era una mujer negra alta y delgada, de unos cincuenta años e intendente de facto de la unidad de mujeres. Parecía estar perfectamente cuerda y estaba a cargo de suministrar uniformes y elementos básicos a las recién llegadas. Nos llevó a un armario muy desordenado donde empezó a hurgar en unas cajas en busca de uniformes naranja y algunas toallas. Andaban escasas de bragas, y me tendió dos. Las miré.

—Crystal… no están limpias.

—Lo siento, cariño, es lo único que tenemos. Llévalas a la lavandería, que sale mañana. Igual te las devuelven.

No teníamos pijamas ni champú, ni siquiera cubiertos para comer. Me sentí increíblemente aliviada al saber que podíamos comprar en un economato una vez por semana, pero claro, para poder hacer tal cosa dependía de que alguien en aquel edificio hiciera su trabajo y completara mi papeleo, cosa que parecía una utopía.

Me encantó enterarme de que había dos duchas individuales, aunque me sentí asqueada al verlas. Antes de entregarme me habían advertido de que nunca, nunca, nunca jamás entrara en las duchas sin zapatillas. Mis pies no habían tocado una baldosa en casi un año, pero allí no tenía zapatillas. Me moría por darme una ducha. Abrí el agua y aprensivamente me quité las zapatillas de lona y entré en la asquerosa ducha con una pastillita diminuta de jabón de motel. Tenía carne de gallina, y el agua helada me picoteaba la espalda mientras intentaba limpiarme.

Nora se movía con precaución a mi alrededor, casi patéticamente agradecida de que yo no me mostrara tan hostil con ella. Desde luego, me sentía con derecho a ser desagradable. Cuando lo hacía, ella lo aceptaba sin resistencia. Anne/Hester estaba desconcertada, pero no se metía. Supongo que se imaginaba que su hermana mayor podía defenderse sola, o que se lo merecía. Supe que Nora había enseñado en un programa vocacional que tenían en Dublin; Hester/Anne estuvo en el programa de cachorros en Lexington. Antes de que la encerrasen, Hester/Anne había sentado la cabeza y se había casado, y había abrazado a Jesús como salvador personal de una manera discreta. Nora era tal y como yo la recordaba: divertida, intrigante, curiosa y a veces insufriblemente egoísta y manipuladora, necesitando que le bajaran los humos.

Al final fui al grano.

—¿Y por qué no me cuentas todo lo que ocurrió después de que rompiéramos, en 1993?

Según Nora, muchos meses después de que yo me apartara de su vida, ella hizo examen de conciencia e intentó salir del negocio con Alaji, que le dijo, en términos bastante inequívocos, que ni hablar del asunto, y le advirtió de las consecuencias que podía haber si se apartaba.

—Siempre sabré dónde está tu hermana —la amenazó. Poco después, cuando un par de correos de la droga acabaron arrestados (separadamente en San Francisco y Chicago), las cosas empezaron a ponerse difíciles, y luego toda la operación se vino abajo.

Con el dinero de la droga, Nora se había construido su casa soñada en Vermont, o al menos fue su sueño hasta que llegó pisando fuerte un equipo de agentes federales de la SWAT y se la llevaron en custodia. Ella aseguraba que cuando los federales la interrogaron ya tenían información detallada de toda la empresa. Alguien (supongo que probablemente el tipo baboso con el que hacía negocios, Jack) había cantado.

—¿Y tenían mi nombre? —pregunté.

—Sí, sabían exactamente quién eras. Pero al principio yo les dije que solo eras mi novia y que no sabías nada.

En aquel momento me resultaba difícil saber qué creer. Yo había invertido muchísimo tiempo y energía odiando a Nora y elaborando fantasías de venganza. Su historia era plausible, pero fácilmente podía ser una mentira. Me parecía que se sentía terriblemente mal por los errores que había cometido, y cuando miraba a su hermana pequeña o cuando hablaba de sus padres ancianos (que no tenían una hija en prisión, sino dos), me sentía mal por ella, a pesar de mí misma. Mi cerebro y mis tripas estaban confusas, un nudo que tendría que ir deshaciendo yo misma.

Empezaba a comprender lo que el hombre Marlboro había querido decir al referirse a la «terapia diésel».