CAPÍTULO 11

Ralph Kramden y el hombre de Marlboro

Ya había cogido el ritmo y los días y semanas parecían ir más deprisa. Iba pasando hitos (una cuarta parte de mi sentencia, un tercio de mi sentencia) y la cárcel me parecía más soportable. El exterior me mostraba el curso natural del tiempo de una manera nueva para una chica que había pasado toda su vida en la ciudad. Pasé de pisar hielo a pisar barro y luego hierba (cortada por las damas de jardinería). Salieron yemas en los árboles, y luego flores silvestres e incluso peonías. Junto a la pista aparecieron pequeños conejitos que se fueron convirtiendo en descarados conejos adolescentes ante mis ojos, mientras yo recorría aquel bucle de medio kilómetro miles de veces. Pavos salvajes y ciervos corrían libremente por la reserva federal en la que estaba situada la prisión. Me desagradaban mucho los gansos canadienses, que llenaban de cagadas oscuras y verdosas toda mi pista.

Una tarde soleada, yo estaba pasando el rato en un banco al sol, frente al taller de electricidad, intentando con desgana leer Cándido, que me había enviado algún listillo. El señor DeSimon no había aparecido en el trabajo, una experiencia agradablemente habitual. Aquella mañana me costaba bastante leer por culpa del estampido constante de las armas de fuego. Muy cerca de los talleres del SCM, escondido a medio kilómetro en los bosques, se encontraba el campo de tiro de la prisión. Los funcionarios de prisiones pasaban buenos ratos allí con sus armas de fuego, y la descarga de múltiples proyectiles era un ruido de fondo habitual durante nuestros días de trabajo. Había algo profundamente intranquilizador en el hecho de trabajar para la cárcel mientras oías practicar a tus carceleros para pegarte un tiro.

Cuando volvimos del almuerzo, los disparos habían cesado y una vez más disfrutábamos de un plácido día rural en Connecticut. De pronto aparcó a mi lado una de las camionetas blancas de la institución.

—¿Qué demonios estás haciendo, convicta?

Era el señor Thomas, jefe del taller de carpintería. Los talleres de construcción y carpintería se alojaban en un solo edificio, a la izquierda del taller eléctrico y al otro lado del destartalado invernadero. En el taller eléctrico no había baño, de modo que teníamos que ir a usar el que había dentro del edificio. El baño era para uso individual, una espaciosa habitación privada en cuyas paredes alguien había pintado unos dibujos azules muy bonitos. Me encantaba aquel baño. A veces, cuando mis compañeras del taller se peleaban o veían cualquier mierda prohibida en la tele, cuando el señor DeSimon no estaba, yo huía al baño y obtenía unos benditos minutos de intimidad y de tranquilidad. Era la única puerta de la cárcel que se podía cerrar.

Los talleres de construcción y carpintería los dirigían respectivamente el señor King y el señor Thomas. El señor Thomas era redondo y explosivo, e inclinado al ruido, las bromas y ocasionales arrebatos de verborrea, como un Jackie Gleason moderno (el actor que interpretaba a Ralph Kramden en la serie Honeymooners). El señor King era flaco y desgarbado, taciturno y arrugado, siempre con un cigarrillo colgando de los labios. Parecía el hombre de Marlboro. Llevaban muchos años compartiendo taller y tenían una relación de trabajo íntima, aunque discreta. Cuando yo entraba en los talleres para usar el baño, el señor Thomas normalmente celebraba mi presencia con un grito: «¡Eh, criminal!».

Ahora quería saber qué demonios estaba haciendo. Mi compañera del dormitorio B, Alicia Robbins, estaba en el asiento de la camioneta a su lado. Alicia era jamaicana, y era muy amiga de la señorita Natalie. Se reía, así que no me pareció que fuera a tener problemas.

—Ejem… ¿nada?

—¡Nada! Bueno, ¿quieres trabajar?

—Claro…

—¡Pues venga, suuuuube!

Yo me levanté de un salto, dejé a Voltaire en el banco y me subí a la furgoneta. Alicia se apretó un poco para dejarme sitio. No pensé que podría meterme en líos ya que iba con un OC. El señor Thomas apretó el acelerador y la furgoneta partió. Pasamos junto al taller de fontanería y el de jardinería, nos dirigimos hacia la ICF, y luego de repente nos metimos por un empinado camino de grava. No tenía ni idea de adónde íbamos. Casi de inmediato desaparecieron los edificios, y lo único que se vio por las ventanas abiertas de la furgoneta fue bosque. Árboles, piedras y de vez en cuando un arroyo, todo ello muy empinado hacia abajo.

En la radio de la furgoneta sonaba con fuerza un rock clásico. Miré a Alicia, que seguía riendo.

—¿Adónde nos lleva? —le pregunté.

El señor Thomas bufó.

—Está loco —fue lo único que dijo Alicia.

La carretera seguía bajando, bajando y bajando. Llevábamos ya muchos minutos de trayecto. Ya no me sentía en prisión. Me sentía como una chica que se ha subido a una furgoneta que se dirige hacia una aventura. Apoyando el antebrazo desnudo en la puerta de la furgoneta, miraba hacia los bosques, de modo que cuando los árboles iban pasando, lo único que podía distinguir era un borrón verde y marrón.

Al cabo de varios minutos, la furgoneta llegó a una especie de claro y vi señales de gente. Ante nosotros se encontraba una zona de acampada, y algunas de las mujeres que trabajaban en construcción y carpintería estaban pintando tranquilamente unas mesas de picnic. Pero no atrajeron mi atención, porque lo que vi detrás de ellas me llenó de una emoción tal que pensé que la cabeza me iba a estallar. La zona de picnic se encontraba junto a un lago enorme, y los rayos del sol de junio brillaban sobre el agua, que lamía suavemente el borde de un embarcadero de botes.

Me quedé con la boca abierta. Abrí mucho los ojos, y no me preocupó en absoluto mantener la sangre fría.

El señor Thomas aparcó la furgoneta y yo bajé de un salto.

—¡Es un lago! ¡Qué bonito es, no puedo creerlo!

Alicia se rio de mí, cogió sus utensilios de pintar de la parte trasera de la furgoneta y nos dirigimos a una mesa de picnic.

Me volví al señor Thomas, que también miraba el lago.

—¿Puedo ir a mirarlo? ¡Por favor!

Él se rio también.

—Sí, claro, pero no te tires. Me despedirían…

Corrí hasta la orilla, donde había muelles flotantes y estaban amarradas unas cuantas lanchas motoras pequeñas. Intentaba mirarlo todo a la vez. En la orilla lejana se veían unas casas, casas preciosas, con césped que bajaba suavemente hasta el agua. El lago parecía muy largo y desaparecía de la vista tanto a la derecha como a la izquierda. Me agaché y metí las dos manos en el agua fría. Miré mis manos blancas a través de la sombra parduzca del agua del lago, con las palmas hacia abajo, y me imaginé sumergida, conteniendo el aliento y con los ojos abiertos bajo el agua, pataleando todo lo fuerte que podía para nadar con rapidez. Casi noté el agua que se arremolinaba formando corrientes en torno a mi cuerpo, y el pelo que formaba un halo en torno a mi cabeza.

Recorrí unos diez metros de la orilla del lago en una dirección y volví de nuevo, pensando que sería el primer verano de mi vida sin nadar. Siempre he sido muy amiga del agua y nunca me han asustado las olas. Ahora ansiaba arrancarme las ropas y arrojarme al agua. Pero eso no sería prudente ni justo con aquel hombre tan agradable que me había traído hasta allí. La luz del sol en el agua hizo que guiñara los ojos. Me quedé mirando largo rato, y nadie me dijo nada. Al final me volví y subí de nuevo por el terraplén de cemento.

Fui a ver a Gisela, que conducía el autobús y trabajaba para el señor King, y le pregunté si había alguna brocha más.

Ella me sonrió.

—Claro, déjame que te enseñe.

Y pasé el resto de la tarde pintando silenciosamente bajo los árboles, escuchando los barquitos en el lago y los sonidos de las aves acuáticas.

Cuando era hora de irse, el señor Thomas nos devolvió a los talleres. Yo salí y me quedé de pie junto al lado del pasajero, con las manos en el marco de la ventanilla, y miré hacia el interior de la furgoneta.

—Ha sido muy amable por llevarme allá abajo. Muchas gracias, señor Thomas. Ha significado mucho para mí.

Él apartó la vista. Parecía violento.

—Sí, bueno, ya sabía que ese jefe tuyo no te llevaría. Gracias por ayudar.

Se alejó. Desde aquel momento, me obsesioné con volver al lago.

Al llegar al trabajo un día nos quedamos sorprendidas al ver que DeSimon se había afeitado la barba y el bigote, y ahora parecía un pene perdido vagando en busca de un cuerpo. Mis relaciones con él eran cada vez más tirantes, ya que me molestaba el hecho de trabajar para el hombre más desagradable de los servicios de construcción, y él parecía obtener un perverso placer tratándome de la manera más degradante que se le ocurría. Otro día, a la hora de comer, yo me quejaba de él amargamente cuando Gisela me hizo callar.

—¿Por qué no vienes a trabajar en construcción? Yo me voy a casa en septiembre. El señor King necesita a alguien bueno. Es muy agradable, Piper.

No se me había ocurrido que pudiera cambiar de trabajo. Un par de días más tarde me dirigí al señor King delante del taller. Me vencía la timidez, pero estaba desesperada. No estaba acostumbrada a dirigirme a un OC para nada.

—¿Señor King? Sé que Gisela se va pronto y me preguntaba si no podría yo venir a trabajar para usted en la construcción… —esperé, ilusionada. Yo sabía que era una presa deseable para cualquier trabajo de la prisión: tenía mi carnet de conducir de la cárcel, estaba dispuesta a trabajar, no «haraganeaba» (fingiendo que estaba enferma), era educada y sabía leer los manuales, sabía algo de matemáticas y demás. Y no era una bocazas.

El señor King me miró, mordiendo su cigarrillo, con los ojos como el pedernal, insondables.

—Claro —mi corazón dio un salto, y luego se estrelló—: Pero DeSimon tiene que firmar tu petición.

Rellené el impreso de petición, una sola página cuyo título oficial era BP-S148.055 PETICIÓN DE PRESA A PERSONAL. A la mañana siguiente fui al despacho de DeSimon y se la entregué. Él no la cogió. Al cabo de un rato me cansé de tenerla en la mano y la dejé encima del escritorio.

Él la miró con disgusto.

—¿Qué es esto, Kermit?

—Es una petición para que me deje ir a trabajar a construcción, señor DeSimon.

Él ni siquiera la leyó.

—La respuesta es no, Kermit.

Le miré, con su cabeza rosa bulbosa y brillante, y sonreí tristemente. Desde luego, no me sorprendía. Salí de la oficina.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Amy. Se agolparon a mi alrededor mi joven colega Eminemlette Yvette y un par de mujeres más que trabajaban en el oscuro y asfixiante taller eléctrico.

—¿Vosotras qué creéis? —escupí.

Amy simplemente se rio, con una triste fatalidad impropia de sus años.

—Piper, ese hombre no te va a soltar nunca, así que será mejor que te acostumbres a él.

Yo estaba furiosa. Ahora que sabía que había una forma mejor de vivir dentro de los confines de la prisión, que había trabajos en los cuales las presas no eran objeto constante de insultos, estaba desesperada por cambiarme. Salir de electricidad y escapar de DeSimon llenaba todos mis pensamientos.

El verano se hacía más caluroso, y el taller eléctrico llevaba meses trabajando en un nuevo circuito para los aparatos de aire acondicionado de la sala de visitas. Las únicas salas del campo que tenían aire acondicionado eran las oficinas del personal y la sala de visitas, pero la energía eléctrica instalada era insuficiente, y siempre saltaban. De modo que habíamos preparado y cableado el nuevo panel de circuitos, habíamos pasado los conductos en torno a la sala de visitas y conectado las nuevas salidas. Ya casi habíamos terminado y lo único que quedaba era conectar el tablero de circuitos a la fuente de electricidad principal del edificio, una planta por debajo de la sala de calderas.

Había que llevar nuevos cables desde la fuente de alimentación de la sala de calderas al nuevo panel de la sala de visitas, tirando de ellos físicamente a través de las tripas del edificio. Cuando llegó el día memorable, todas reunimos las herramientas que nos había indicado DeSimon y estábamos en la sala de calderas, esperando las instrucciones. No teníamos ninguna chica fuerte en el taller eléctrico, de modo que habíamos solicitado refuerzos de fontanería, que tenía muchas.

DeSimon estaba muy atareado con los cables. Eran cables industriales muy gruesos, totalmente distintos de aquellos con los que yo trabajaba cada día. Reunió unos cuantos, luego los unió con cinta aislante negra, enrollándola una y otra vez hasta que los juntó más de un palmo. Al final sujetó una cuerda, el extremo de la cual se subió hasta la sala de visitas. Las mujeres de fontanería estaban allí esperando.

En la sala de calderas estábamos Amy, Yvette, Vasquez y yo. Miramos a DeSimon.

—Ahora ellas van a tirar, y vosotras a empujar. Lo vamos a meter hacia arriba. Pero nos falta una cosa. Necesitamos alguien que engrase.

Tal y como dijo aquellas palabras supe que debía de ser un trabajo desagradable. Y sabía a quién le tocaría hacerlo.

—Kermit. Tú serás la engrasadora. Coge esto —me tendió unos guantes de goma hasta el codo—. Y ahora coge ese cubo de lubricante —señaló una cubeta de lubricante industrial que tenía junto a los pies. Vi adónde quería ir a parar. Me empezaron a arder las mejillas—. Vas a necesitar mucho, Kermit.

Cogí el contenedor. DeSimon empujó los cables hacia mí. Estaban rígidos e inflexibles, y yo rígida por la humillación.

—Vamos a necesitar mucho para meterlo por ahí, Kermit. Úntalo bien.

Me agaché y cogí dos puñados de aquella sustancia. Era como gelatina azul brillante. La apliqué a aquel enorme falo, antes inocuo, pero ahora asqueroso, de más de un palmo de largo.

DeSimon echó atrás la cabeza y gritó:

—¡Tirad!

La cuerda se tensó, pero no lo suficiente para mover los cables.

—¡Vamos, Kermit, cumple con tu deber!

Yo estaba tan furiosa que apenas veía. Me concentré en convertir en hielo la sangre que tenía en las venas. Intenté flotar hasta el techo y distanciarme, pero la escena era tan desagradable que mi técnica habitual no funcionó. Cogí más gelatina azul y la extendí bien por todos los cables atados.

—Aaaah, ¡una polla de caballo…! Te gusta esa polla de caballo, ¿verdad, Kermit?

¿Polla de caballo? Dejé caer las manos a los costados, con sus enormes guantes pegajosos. Amy se miraba los zapatos e Yvette fingía que no entendía el inglés.

DeSimon chilló:

—¡Tirad!

Una vez más, en algún lugar por encima de nosotros, las presas tiraron de la cuerda. Los cables se deslizaron.

—¡Tirad!

Se volvieron a deslizar.

—¡Empujad!

Mis compañeras empujaron los cables hacia arriba. Viendo el gran esfuerzo que estaban haciendo, me puse de rodillas y las ayudé a empujar todo lo fuerte que pude. Los cables empezaron a deslizarse hacia arriba, y luego ya pasó muy bien, mientras las otras iban tirando. Salí de la sala de calderas, me quité los guantes y los tiré.

Yo estaba ciega de ira, como loca. Lo único que pude hacer fue arrojar las escaleras, las herramientas y el equipo a la parte de atrás de la furgoneta con fuerza. Mis compañeras estaban nerviosas. No hablé con nadie durante el resto de la tarde, y DeSimon no me dirigió la palabra. De vuelta en el campo, intenté quitarme en la ducha toda la porquería y la humillación. Luego escribí otra solicitud de traslado, esta vez al jefe de DeSimon. Decía más o menos algo así:

Como ya le he comentado en ocasiones anteriores, el señor DeSimon, mi supervisor de trabajo, a veces nos habla en el trabajo de formas que encuentro muy groseras, carentes de respeto y sexualmente explícitas.

El 23-6-04, mientras trabajábamos en la sala de la caldera en el nuevo circuito eléctrico para la sala de visitas, estábamos trabajando con cables eléctricos gruesos unidos con cinta aislante. El señor DeSimon se refirió a esos materiales que yo tenía que engrasar para pasar por las tuberías como genitales de caballo, cosa que encontré muy ofensiva. No usó la palabra «genitales», sino una expresión vulgar.

No había más espacio para explicar la petición en el formulario.

No iba a pasarme los siete meses siguientes bajo la férula de aquel cerdo, me lo había jurado a mí misma. Y esperaba que, en forma de polla de caballo, él mismo me hubiese entregado una carta con triunfo para poder huir.

A la primera oportunidad que tuve me dirigí a la oficina del jefe de DeSimon. Aquel hombre era muy distinto, había hecho carrera en el DFP y se había trasladado de prisión en prisión, subiendo por el escalafón corporativo. Era de Texas, donde se las saben todas sobre prisiones, y era un verdadero profesional. De elevada estatura, siempre llevaba corbata y a menudo botas de vaquero, y era de una cortesía a toda prueba. También era muy imparcial, cosa que le había conseguido la admiración de las presas. Pop lo llamaba «mi Texas Ranger», y le gustaba que él subiera al campo para comer sus platos.

Llamé a su puerta, entré y le tendí mi formulario de solicitud.

Lo leyó en silencio y luego levantó la vista hacia mí.

—Señorita Kerman, no estoy seguro de comprender lo que me está diciendo aquí. ¿Quiere sentarse, por favor?

Yo me senté y me quité la gorra de béisbol blanca. Notaba otra vez las mejillas ardiendo. Busqué un punto de su escritorio donde clavar la vista para no tener que mirarle a los ojos, para que él no viera mi vergüenza y no echarme a llorar delante de un policía. Le expliqué a qué se debía mi solicitud, con todo detalle. Cuando acabé, cogí aliento. Levanté la vista y miré a Tex.

Estaba tan rojo como yo.

—La sacaré de allí de inmediato —dijo.

Julio llegó con un sabor agridulce. Todas las instalaciones del campo parecían quejarse del calor, saturadas. De repente dejaron de funcionar los teléfonos. Las lavadoras se estropearon, horror de horrores. Desaparecieron todos los secadores de pelo. Doscientas mujeres sin teléfono, sin lavadoras, sin secadores… era como El señor de las moscas pero con estrógenos. Yo tenía muy claro que, desde luego, no me iba a convertir en Piggy.

Para huir de las tensiones latentes del campo me gustaba sentarme bajo una hilera de pinos que daban a la pista de carreras y al valle que quedaba debajo, especialmente al ponerse el sol. Ahora que ya sabía cómo era el lago, me imaginaba que me sumergía en él, bajo el agua, y que me alejaba nadando. Me esforzaba por captar el sonido de las lanchas motoras más abajo. Realmente, aquel era un sitio muy bonito. ¿Por qué estropearlo colocando allí una prisión? Aquellas tardes echaba de menos terriblemente a Larry y deseaba estar con él.

Comprobaba las convocatorias cada día para ver si me habían cambiado de trabajo. Al cabo de una semana supe que mi intento de huir del taller eléctrico se había visto retrasado porque el maldito DeSimon se había ido de vacaciones sin decir nada, y Tex no podía trasladarme a construcción hasta que volviera. No entendía nada.

Pero cuando le presioné, desesperada como estaba, el enorme texano levantó las manos, como pidiéndome una tregua.

—Tendrá que confiar en mí y tener paciencia, señorita Kerman. La sacaré de allí.

Milagrosamente, mi traslado de electricidad a construcción acabó por llegar, apareciendo en las convocatorias a finales de julio. Tex había cumplido su palabra. Bailé de alegría en el vestíbulo del campo.

Mis nuevas compañeras de trabajo incluían a mi colega Allie Baranski, la alegre excéntrica que medía casi dos metros del dormitorio B, y Pennsatucky, que competía por el título de blanca peor hablada del campo. El taller de carpintería estaba compuesto casi en su totalidad por mamis hispanas, incluyendo a María Carbón, la chica casi catatónica a la que había saludado en la habitación 6, allá por febrero. Había recuperado su equilibrio en los meses transcurridos, y la diferencia entre aquella chiquilla aterrorizada y esta convicta bravucona y algo marimacho era sorprendente. Todo el mundo me dio la bienvenida, y allí no vi señal alguna del opresivo sufrimiento al que estaba acostumbrada en electricidad. Me encantaba el olor del taller, a madera, pintura y serrín. Los talleres de construcción y carpintería estaban juntos, y ahora trabajaba para el señor King, el hombre Marlboro, fumador empedernido.

Tenía una nueva vecina en el dormitorio B a la que apodaba Pom-Pom por su peinado. Pom-Pom era una chica vergonzosa de veintidós años que pasaba mucho tiempo durmiendo y en seguida se ganó la reputación de perezosa. Probablemente dormía mucho porque estaba deprimida, una respuesta normal a la prisión. Acababan de asignarla al trabajo en el garaje, donde ponía gasolina a los vehículos de la prisión con mucho entusiasmo. A mí no me parecía perezosa. Si la mirabas y sonreías, ella bajaba los ojos, pero te devolvía la sonrisa, a su manera tímida.

Un día, en la cola del comedor, Pom-Pom se volvió de repente hacia mí y empezó a hablarme. Como apenas la conocía, supuse que debía de dirigirse a otra persona, a su compañera de trabajo Angel, quizá, que estaba a mi lado. Pero no, me hablaba a mí, y con intensidad.

—El jefe me ha llamado al despacho hoy y me ha preguntado si tuve a algún pariente aquí antes —el señor Senecal era su jefe en el garaje—. Me ha seguido preguntando y resulta que mi madre trabajó para él.

Miré a Pom-Pom. En aquel tiempo teníamos tres grupos de hermanas encerradas en el campo, y al parecer la madre de otra vecina acababa de salir justo cuando yo llegué. En ese momento de mi estancia en la cárcel, me resultaba menos sorprendente que ella perteneciera a una segunda generación de presas federales que el hecho de que no supiera que su madre había trabajado en el garaje.

—¿No sabías que tu madre trabajaba en el garaje? —le pregunté.

—No, yo sabía que estuvo aquí, mi tía me lo dijo, pero no me contó nada más.

De repente tuve la terrible sospecha de que la madre de Pom-Pom podía haber muerto.

Angel, la que trabajaba con ella, también escuchaba, claro está, y le hizo la pregunta con tacto:

—¿Dónde está tu mamá?

—No tengo ni idea —respondió Pom-Pom.

Me sentí peor aún, pero seguía teniendo curiosidad.

—¿Y cómo lo sabía Senecal?

—Lo adivinó. Pensaba que era mi hermana, pero probó a ver.

—¿Te pareces mucho a tu madre? ¿Lo adivinó al verte?

—Supongo… él me dijo: «Alta y delgada, ¿verdad?». —PomPom se echó a reír—. Dijo que era una intuición que tenía, así que me preguntó. Luego quiso saber qué hacía yo aquí.

Me pregunté si el personal de la prisión establecía alguna relación entre las desgracias de la profesión que habían elegido y las desgracias de los hijos de sus presas. ¿Le preocupaba a Mike Senecal encontrar a Pom-Pom en Danbury, y esperaba que también aparecieran sus hijos? Quizá si su madre hubiese sido sometida a tratamiento por sus adicciones (que eran de suponer) en lugar de colocarla en el garaje de Danbury, Pom-Pom no habría estado en aquella oficina.

—¿Qué dijo Senecal de tu madre?

—Que nunca le dio ningún problema.

No me gustaba el jefe de Pom-Pom, pero sí ir al garaje. Pasaba cada mañana para coger la furgoneta blanca de la construcción y cotorrear con las chicas que trabajaban allí, poniendo gasolina y arreglando las furgonetas. Discutíamos cuál sería la canción del verano.

Angel decía que era el gran éxito del reggaeton con Daddy Yankee; yo ignoraba que se llamaba Oye mi canto, pero todas nos sabíamos de memoria el estribillo:

Boricua, Morena, Dominicano, Colombiano,

Boricua, Morena, Cubano, Mexicano,

Oye mi canto

Bonnie bufó:

—Estáis todas locas —dijo—. ¡Es Fat Joe!

Todas replicamos:

¡Lean Back! —y echamos un hombro hacia atrás al unísono.

Kenyatta dijo:

—Bueno, no me gusta nada, pero esa canción de Christina Milian… Pop, pop, pop that thing… Esa canción está pegando.

Eso me hizo reír. En la clase de yoga, unos días antes, Yogui Janet había intentado que soltáramos las caderas.

—Vale, todo el mundo a menear las caderas. Sacudidlas. Ahora hacedlas girar, círculo a la izquierda… ahora la derecha… Bien, ahora quiero que saquéis las caderas hacia delante, la pelvis, con un movimiento suave. ¡Pop, pop, pop that thing!

La hermana se quedó asombrada.

—¿«Pop that thing»?

Camila y yo nos moríamos de risa.

Pom-Pom dijo entonces:

—No sé de dónde salís todas vosotras, creo que solo hay una canción este verano, y se llama Locked Up (encerrado). ¡Mirad a vuestro alrededor! Fin de la discusión.

Tuvimos que admitir que tenía razón. Todo el verano, adonde quiera que fueses, se oía sin cesar la voz estremecedora y quejosa de Akon, un rapero senegalés, que cantaba sobre la cárcel.

Can’t wait to get out and move forward with my life.

Got a family that loves me and wants me to do right,

But instead I’m here, locked up.[2]

Aunque la canción no fuese un gran éxito fuera, tenía que ser nuestro himno en un lugar como aquel campo. Se oía a mujeres que no eran demasiado aficionadas al hip-hop tararearla bajito cuando doblaban la ropa de la lavandería: «Aquí estoy encerrada, y no me dejan salir, noooooo, no me dejan salir. Aquí estoy encerrada».