CAPÍTULO 13

Treinta y cinco y todavía viva

El arce rojo y los oxidendros ya empezaban a cambiar de color, cosa que me encantaba porque prometía un otoño temprano y la rápida llegada del invierno. En Danbury había aprendido a acelerar los días disfrutando del entretenimiento que me aportaban, fuera cual fuese. Algunas personas del exterior buscan lo que falta en cada acto, cada relación y cada comida; siempre están intentando agarrarse a la inmortalidad con desesperación mediante la mejora. Era muy liberador, por el contrario, jugar la baza de hacer que cada día volase con mayor rapidez.

«Tiempo, sé mi amigo». Yo me lo repetía cada día. Pronto bajaría a la pista de carreras e intentaría gastar aquel día corriendo en círculos. Incluso en las peores circunstancias, la vida sigue ofreciéndote placeres como el de correr, las galletas de chocolate de Natalie o las historias de Pop. Yo necesitaba correr un poco después de un largo día pintando el vestíbulo allá, colina abajo. Era el primer día de trabajo del nuevo director y, para celebrarlo, oí decir que iban a registrar toda la ICF de arriba abajo, una empresa tremenda y rara que implicaba a doce unidades de mil doscientas mujeres y todas y cada una de sus taquillas. Estaba segura de que pronto llegaría el turno al campo. Los federales buscaban cigarrillos.

El DFP había decretado que todas sus instituciones quedasen «libres de humo» en 2008. Había incentivos financieros para las cárceles que lo hicieran incluso antes de ese plazo. El regalo de despedida de la directora Deboo a las mujeres de Danbury fue imponer la prohibición, que entraría en vigor oficialmente el 1 de septiembre. En los meses precedentes habían abundado las comunicaciones sobre aquella prohibición. En primer lugar, el economato aceleró la venta de cigarrillos en julio, intentando librarse de su stock. Luego, en agosto, todo el mundo tuvo un mes para fumar como carreteros antes de pasar el «mono» de una de las drogas más adictivas que ha conocido el ser humano.

En realidad a mí no me importaba demasiado la prohibición de fumar. Nunca se lo habría dicho a Larry o a mi madre en la sala de visitas, pero fumaba algún cigarrillo «social» de vez en cuando con Allie B. o con Little Janet o Jae. Una compañera del taller eléctrico me había enseñado a hacer un encendedor con un trocito de hojalata, dos pilas AA, trocitos de alambre de cobre y un poco de cinta aislante negra. Pero podía pasar sin aquello fácilmente. Sin embargo, los cigarrillos estaban matando a las fumadoras «de verdad», y la larga cola de las pastillas que se formaba dos veces al día incluía no solo a las muchas personas que recibían medicación psiquiátrica, sino también a mujeres que necesitaban desesperadamente su medicación para la diabetes o para el corazón para seguir vivas. Según el Centro de Control de Enfermedades, los cigarrillos matan a más de 435 000 personas cada año en Estados Unidos. La mayoría de las presas de Danbury estaban allí encerradas por traficar con drogas ilegales. ¿Y cuál era la cifra anual de muertes por drogas ilegales, según el mismo estudio del gobierno? Diecisiete mil. Heroína o clavos para el ataúd, juzguen ustedes mismos.

Cuando llegó septiembre, muchas presas se deprimieron mucho. Cada vez que daba una vuelta a la pista de carreras, sorprendía a un grupito escondido entre los arbustos. Luego iniciaron los registros en serio y empezaron a meter a gente en la UHE. La astuta Pop había negociado con su supervisor de trabajo que le permitiera un solo cigarrillo al final de su turno, y un lugar seguro donde esconder el tabaco en la cocina.

La población del campo continuaba menguando y había muchas camas vacías. El lugar estaba tranquilo, cosa que estaba bien, pero yo echaba de menos a amigas y vecinas divertidas que se habían ido ya: Allie B., Colleen y Lili Cabrales. En cuanto se levantara la «moratoria Martha», el campo recibiría a docenas de presas estrafalarias, arruinando nuestras vidas en la cárcel, temporalmente plácidas. Siguiendo las instrucciones de Larry, yo veía más televisión, pero no las noticias. La campaña presidencial pasó casi inadvertida allí dentro. Pero a cambio me uní a la multitud para ver el muy esperado premio Video Music en agosto.

What up B? —cantaba Jay-Z, y la sala de visitas se llenó de chillidos. En la cárcel todo el mundo canta.

El 16 de septiembre fue el día de la Feria del Trabajo en la prisión, un acto anual de la ICF en Danbury que reconocía de mala gana que las presas al final tendrían que volver a reincorporarse al mundo. Por lo que yo había presenciado, no se hacía ningún esfuerzo significativo para preparar a las internas para un buen reingreso en la sociedad, aparte del puñado de mujeres que habían seguido el programa intensivo de tratamiento de las drogas. Quizá la Feria del Trabajo proporcionase alguna información útil al conjunto de las presas.

Yo tenía suerte de tener un trabajo esperándome cuando volviera a casa: un amigo generoso había creado un puesto para mí en la empresa que dirigía. Cada vez que venía a visitarme me decía:

—¿Quieres darte prisa y salir ya de aquí? ¡El departamento de marketing te necesita!

Creo que ninguna de las mujeres a las que conocí en Danbury era tan afortunada. Las tres preocupaciones principales de las mujeres que salían de la cárcel eran normalmente: recuperar a sus hijos (si eran madres solteras, a menudo habían perdido su patria potestad); alojamiento (enorme problema para la gente con antecedentes), y empleo. Había escrito ya por aquel entonces bastantes currículums para un montón de señoras que solo habían trabajado en la (enorme) economía sumergida. Estaban fuera del mundo legal y no tenían ni la menor idea de cómo acceder a él. Por el momento, lo que había en la cárcel no conseguiría cambiar aquella realidad.

Un tipo calvo de la oficina central del DFP en Washington, que parecía nervioso, inauguró la feria y nos dio la bienvenida. Nos tendieron unos programas, fotocopias dobladas en cuya cubierta se leía: «Sé una de ellas». (Mujeres con Empleo). En la parte de atrás del programa venían unas citas de Andy Rooney.

Varias empresas se habían comprometido a participar en aquel acto, muchas de ellas sin ánimo de lucro. El día incluía un panel de discusión sobre «trabajos emergentes y cómo conseguir uno», falsas entrevistas de trabajo, y Mary Wilson, la legendaria cantante de Motown, de las Supremes, iba a dar una charla motivadora. Eso tenía que verlo yo. Pero antes, ¡atuendo profesional!

Lo del atuendo profesional lo llevaban Vestidas para Triunfar, una fundación benéfica que ayuda a mujeres desfavorecidas a conseguir ropas adecuadas para su trabajo. Una mujer de mediana edad muy jovial nos instruyó sobre la ropa que había que llevar a una entrevista de trabajo, y luego pidió voluntarias. Vanessa casi le rompe la nariz a su compañera de asiento agitando el brazo como loca, de modo que la mujer no tuvo más remedio que elegirla a ella. Y al cabo de un momento me encontré de pie ante toda la sala con mi vecina amazona, Delicious, y Pom-Pom.

—Estas señoras encantadoras nos van a ayudar a demostrar lo que hay que hacer y lo que no —dijo la voluntaria, animosa.

Nos metió en el baño y nos pasó los perifollos. A Delicious le dio un traje negro muy severo, casi japonés; a Pom-Pom, un traje rosa que parecía adecuado para asistir a la iglesia en el sur. A mí me dio un traje de chaqueta color granate espantosamente aburrido y picajoso. ¿Y Vanessa? Un traje de cóctel de seda color fucsia, con cuentas en el pecho.

—¡Vamos, rápido, señoras!

Éramos como colegialas que se disfrazan para la fiesta de fin de curso, riéndonos y forcejeando con aquellas ropas de calle tan poco familiares para nosotras.

—¿Está bien esto? —dijo Delicious, y le arreglamos la larga falda asimétrica.

Pom-Pom estaba muy guapa de rosa… ¡quién lo hubiera dicho!

Pero Vanessa estaba desesperada.

—¡Piper, no me puedo abrochar la cremallera, ayúdame por favor! —el orgullo y la alegría de mi vecina sobresalía mucho de aquel vestido de cóctel demasiado ajustado. Parecía que se iba a echar a llorar si no conseguía ponerse aquel vestido.

—Pues no sé, Vanessa, la verdad… Bueno, espera… ¡aguanta la respiración! —subí un poquito más la cremallera—. ¡Vamos, mete la tripa, ya casi está! —ella se arqueó hacia atrás, cogió aire y yo conseguí cerrar la espalda del vestido hasta la amplia V de sus hombros—. No respires y todo irá bien.

Las cuatro nos miramos.

—Piper, recógete el pelo. Así estarás más profesional y toda esa mierda —dijo Delicious. Yo me recogí el pelo en un rápido moño. Ya era el momento de salir a escena.

Cada una salió por turno a la pasarela, para gran regocijo de nuestras compañeras las presas, que nos animaban y silbaban. Se volvieron locas cuando vieron a Vanessa, que se regodeaba en su gloria, toqueteándose los rizos. Quedamos alineadas y la voluntaria explicó quién era la más adecuada para una entrevista de trabajo y quién no. El traje de Delicious se consideró demasiado «severo». El de Pom-Pom era «demasiado mono». Vanessa se quedó muy abatida cuando oyó que estaba llevando «lo último que se te ocurriría ponerte para una entrevista».

—¿Pero de qué trabajo estamos hablando? —preguntó, quejosa.

Mi feo traje de tweed de bibliotecaria se consideró el más adecuado para pedir trabajo.

Después de la diversión de los disfraces, unas mujeres empresarias hablaron muy seriamente de los sectores en auge de la economía que tenían posibles trabajos a nivel básico, como la asistencia sanitaria. Pero entre el público hubo una agitación nerviosa. Cuando llegó el momento de las preguntas, se alzaron bastantes manos.

—¿Cómo se prepara una para ese tipo de trabajos?

—¿Cómo nos enteramos de los puestos que se ofrecen?

—¿Cómo encontramos a alguien que quiera contratar a mujeres con antecedentes?

Una de las panelistas intentó responder varias cosas a la vez.

—Recomiendo que paséis algo de tiempo en el ordenador buscando empresas e industrias, buscando listas de trabajo online, e intentando buscar oportunidades de formación. Tendréis acceso a internet, ¿verdad?

Esto causó un cierto rumor.

—¡Ni siquiera tenemos ordenadores!

Las panelistas se miraron entre sí y fruncieron el ceño.

—Me sorprende mucho oír esto. ¿No tenéis una sala de ordenadores o algún curso de informática aquí?

El representante calvo del DFP habló nerviosamente.

—Pues claro que lo tienen, todas las unidades deben…

Esto provocó los gritos de las señoras. Rochelle, del dormitorio B, se levantó.

—¡No tenemos ni un solo ordenador en este campo! ¡No, señor!

Notando que podía tener un problema, el hombre del traje del DFP intentó mostrarse conciliador.

—No sé a qué puede deberse tal cosa, señorita, pero le aseguro que lo comprobaré.

Mary Wilson era una mujer muy menuda con un traje pantalón de un marrón claro inmaculado. Nada más salir, ya se metió al público en el bolsillo. En realidad no habló de trabajo. Habló de la vida, y un par de veces esbozó alguna canción. Sobre todo contó historias de juicios y tribulaciones, de luchar contra la adversidad y de Diana Ross. Pero lo más sorprendente de la señora Wilson, y que también se podía decir de toda la gente de fuera que se ofreció voluntaria aquel día, es que nos habló a todas las presas con gran respeto, como si las vidas que nos esperaban tuvieran esperanza, sentido y posibilidades. Después de todos aquellos meses en Danbury, era una novedad espectacular.

Todo el mundo tenía presente a Martha Stewart. Tanto en el exterior como en el interior había ido en aumento la histeria, y la gente se preguntaba dónde cumpliría su corta condena y qué le ocurriría. Había pedido al juez que la enviaran a Danbury para que su madre, que tenía noventa años y vivía en Connecticut, pudiera ir a visitarla con facilidad. El juez, sin embargo, no había dicho nada al respecto. Los poderes fácticos del DFP en Danbury (o en Washington) no la querían aquí, quizá porque no querían que los medios de comunicación examinaran las instalaciones de cerca. El campo había estado «cerrado» a nuevas internas desde que la condenaron, supuestamente por estar «lleno», aunque teníamos cada vez más camas vacías a medida que pasaban las semanas.

Se habían escrito muchas cosas horribles en la prensa sobre nosotras. No me sorprendía lo más mínimo, pero las mujeres que yo tenía a mi alrededor estaban muy preocupadas, especialmente las de clase media. Apareció un artículo en People llamándonos «la escoria de la tierra», y especulando sobre las palizas y abusos que podía sufrir Martha.

Annette vino a verme después de que repartieran el correo, angustiada por su ejemplar.

—Llevo treinta y cinco años suscrita a la revista People. ¿Y ahora resulta que somos la escoria de la tierra? ¿Eres tú la escoria de la tierra, Piper?

Dije que no lo creía así. Pero la angustia por lo de People no era nada comparado con la conmoción que sacudió el campo el 20 de septiembre. Yo volvía de la pista de carreras al principio de la tarde y me encontré a un grupo de residentes del dormitorio A en torno a Pop, lanzando maldiciones y sacudiendo la cabeza en torno a un periódico.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—No te lo vas a creer, Piper —dijo Pop—. ¿Te acuerdas de aquella zorra francesa loca?

El 19 de septiembre, el dominical Hartford Courant había publicado un artículo en portada. Nosotras siempre recibíamos los periódicos un día más tarde, de modo que la institución pudiese controlar «el flujo de información». La periodista Lynne Tuohy había obtenido una exclusiva con una mujer del campo que había salido hacía poco, «Bárbara», con quien Martha se había puesto en contacto para que le diera una idea de la vida en el interior del campo Danbury. Y «Bárbara» tenía unas cuantas cosas interesantes que decir.

«En cuanto se me pasó la conmoción de estar en la cárcel, se convirtió en unas vacaciones —dijo Bárbara en una entrevista, después de hablar con Stewart—. No tenía que cocinar. No tenía que limpiar. No tenía que comprar tampoco. Ni que conducir, ni que comprar gasolina. Tenían una máquina de hielo, tablas de plancha… Era como un enorme hotel».

Sí, era Levy, desde luego. Se la llevaron para que testificara en contra de su exnovio el timador, reapareció en el campo una semana solamente en junio, y luego la soltaron porque su condena de seis meses había concluido. Al parecer, su estancia había sido mucho más agradable de lo que parecía cuando disfrutábamos del placer de su compañía. Cantaba las alabanzas de la prisión en aquel periódico, hablando de lo mucho que había disfrutado de «la enorme variedad de clases» que se ofrecían, además de:

«Dos bibliotecas con muchos libros distintos y revistas, incluyendo Town and Country y People». La comida, decía Bárbara, era nada menos que «increíble».

«Es un lugar magnífico», decía.

Recordé a Levy hinchada por las picaduras de abeja, parecida al Hombre Elefante, llorando todos los días durante los seis meses que duró su condena, y quejándose de todas las que pensaba que no tenían «clase».

«Me hacía arreglar el pelo cada semana», decía Bárbara. «En casa nadie me cuida. Yo tengo que cuidar a mis hijos y de mi casa. Allí tuve tiempo para cuidarme. Cuando volví a casa, mi nivel de vida se había elevado un poco».

Se apresuraba a añadir que los masajes «eran de lo mejor» y lo mucho que se había reído cuando los amigos le preguntaban si la habían «atacado» (asaltado sexualmente) durante su estancia. «Yo les diría: “¿Estáis de broma? La mayoría de la gente de allí dentro tenía mucha clase”».

La reportera se había equivocado en muchas cosas, como por ejemplo, cuando aseguraba que había cuatro monjas residentes y que podíamos comprar reproductores de CD en el economato. Las reclusas se sintieron muy indignadas al leer que podíamos comprar helados Häagen-Dazs, una mentira como una casa. El campo entero alucinaba y emitió toda clase de amenazas contra Levy, ya liberada. Clemmons estaba fuera de sí.

—¡Häagen-Dazs, nada menos! ¡Un hotel! ¡Será mejor que esa pequeña zorra no vuelva a cometer ningún delito, porque si la cojo, va a pensar que ha entrado en el Hotel del Infierno!

«Creo que a Martha la destinarán a la cocina, y que podrá cocinar y será feliz», afirmaba Bárbara.

Me imaginaba a Martha Stewart intentando hacerse cargo de la cocina de Pop. Mejor que ver a Godzilla contra Mothra.

Pop estaba muy preocupada, pero no por la perspectiva de encontrar a Martha en el comedor.

—Piper, es que no lo entiendo. ¿Por qué miente? Tienes la oportunidad de decir la verdad sobre este sitio, ¿y dices todas esas mentiras? Aquí no tenemos nada, y ella hace que parezca un picnic, con su mierda de condena de seis meses. ¡Prueba a vivir aquí diez años!

Yo creía saber por qué había mentido Levy. Ella no quería admitir para sí, ni mucho menos para el mundo exterior, que la habían metido en un gueto, tan gueto como los que en tiempos tuvieron en Polonia. La cárcel es literalmente un gueto, en el sentido más clásico del término, un lugar donde el gobierno de Estados Unidos pone no solo a las personas peligrosas, sino también a las inconvenientes, personas que son enfermas mentales, adictas, gente pobre y poco educada y sin habilidades. Pero el gueto del mundo exterior es una prisión también, y es mucho más difícil escapar de ella que de aquel complejo correccional. De hecho, hay una puerta giratoria entre nuestro gueto urbano y rural y el gueto formal de nuestro sistema de prisiones.

Era demasiado doloroso para Levy, igual que para otras (especialmente las presas de clase media), admitir que las habían señalado como indeseables, y que las habían forzado contra su voluntad a un confinamiento y una escasez que carecía de la dignidad de una austeridad voluntaria. Por lo tanto, dijo que aquello era como el Club Fed.

Mi vecina Vanessa me explicó con todo detalle que no la admitían en el baile de graduación de su instituto porque pensaba llevar vestido (al momento consiguió unos pantalones palazzo con lentejuelas, encontró a una madre de la asociación de padres que los aprobó, y asistió triunfante). Pero no supe nunca por qué había acabado en una prisión federal, o por qué la habían asignado primero a una instalación de alta seguridad. Yo estaba bastante segura de que no se encontraba en la cárcel por ningún delito de drogas, y tenía la sospecha o la intuición de que había hecho sudar un poco a los federales hasta que consiguieron cogerla y tenerla en custodia, y probablemente por eso había acabado colina abajo. Me recordaba a esos hombres gay y mujeres recientes que había conocido en San Francisco y Nueva York: listos, ágiles, ingeniosos, curiosos hacia el mundo.

Tenía más curiosidad por la historia de Vanessa que por la de la mayoría de mis compañeras presas, sobre todo después de que hiciera una inusual aparición en la sala de visitas un fin de semana. Allí estaba, con el pelo y el maquillaje perfectos, el uniforme bien planchado, descollando por encima de su visitante, una mujer blanca diminuta y muy bien vestida con el pelo blanco como la nieve. Fueron juntas a las máquinas expendedoras, de espaldas a mí, la anciana con un vestido de un color azul muy suave, Vanessa con sus anchos hombros y sus estrechas caderas que cualquier hombre habría envidiado.

—¿Has tenido una buena visita? —le pregunté después, sin esconder mi curiosidad.

—¡Ah, sí! Era mi abuela —replicó, sonriendo. Y me quedé mucho más intrigada y sin saber qué pensar.

Acabaría por perderme su explicación definitivamente, porque ella se iba a casa al cabo de unas pocas semanas. A medida que se acercaba la fecha de su liberación, Vanessa se fue poniendo cada vez más ansiosa, con un decidido aumento de la observancia religiosa. Muchas mujeres se ponían muy nerviosas antes de volver al mundo exterior porque se enfrentaban a un futuro incierto. Creo que Vanessa se sentía así. Pero sus nervios no consiguieron detener nuestro entusiasta plan para su fiesta sorpresa de vuelta a casa, encabezado por Wainwright y Lionnel.

Fue una cosa de categoría. Muchas cocineras contribuyeron con dulces hechos en microondas, y aquello parecía un picnic de la iglesia, con todas las asistentes rivalizando por ver quién había preparado los mejores platos. Había chilaquiles, fideos fritos y pastel de queso de la cárcel, mi especialidad. Y lo mejor de todo: un plato de huevos duros rellenos, un artículo de contrabando realmente difícil de obtener.

Todas nos apelotonamos en una de las aulas vacías, esperando a la Diva.

—¡Shhh… ya la oigo! —dijo alguien, apagando las luces. Cuando todas gritamos «¡sorpresa!», ella fingió asombro con gracia, aunque se acababa de aplicar maquillaje con un cuidado especial. En aquel momento, el coro de la cárcel al completo se lanzó a cantar, dirigidas por Wainwright, que hizo un solo maravilloso en Take me to the rock. La que mejor cantaba con diferencia era Delicious, que se había afeitado para la ocasión. Delicious tenía una voz que te ponía la carne de gallina de verdad, en el buen sentido. Tuvo que volverse y ponerse de cara a la pared mientras cantaba para Vanessa, para no derrumbarse y echarse a llorar. Después de cantar y comer, la invitada de honor se levantó y fue llamando por su nombre a cada persona allí presente, recordándonos alegremente que Jesús vigila a todo el mundo y que la había traído junto a nosotras. Nos dio las gracias con hermosa sinceridad por haberla ayudado durante el tiempo que había pasado en Danbury.

—Tenía que venir aquí —dijo, alzándose en toda su estatura— para convertirme en una mujer de verdad.

La película de la noche del sábado era especial a la manera antigua, cuando se decía aquello de «vamos al cine». Pero aquel sábado en particular era muy, muy especial. Aquella noche, las afortunadas damas de Danbury íbamos a recibir una golosina tremenda. La película institucional de aquella semana era el remake de Pisando fuerte, la clásica fantasía de venganza de un vigilante, protagonizada por Dwayne Johnson, más conocido como «La Roca».

Confío en que algún día en el futuro, La Roca, que fue luchador profesional, se presente a las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Creo que ganaría. He visto con mis propios ojos el poder de La Roca. La Roca consigue unir, y no dividir. Cuando el DFP pasó Pisando fuerte, la asistencia a todos los pases a lo largo de todo el fin de semana no tuvo precedentes. La Roca tiene un efecto en las mujeres que trasciende las divisiones de raza, edad, procedencia cultural… e incluso clase social, la barrera más impenetrable en América. Negras, blancas, hispanas, viejas, jóvenes, todas las mujeres suspiran por La Roca. Hasta las lesbianas admiten que es agradable a los ojos.

Preparándonos para La Roca, observamos nuestros rituales habituales del sábado. Cuando acabaron las horas de visita y de comer, Pop y las suyas acabaron de limpiar el comedor y me entregaron nuestro picoteo especial para la película, aquella noche nachos, mi favorito. Entonces me tocaba a mí, la corredora, sacar de contrabando la comida de la cocina y llevármela a buen recaudo sin que me cogiera ningún OC. Normalmente pasaba por el dormitorio C, metía mi tupperware y el de Pop en mi cubículo y les entregaba los suyos a Toni y Rosemarie, nuestras compañeras de cine.

Entre los trabajos de Rosemarie como limpiadora se encontraba preparar las sillas en la sala de visitas para la noche de cine. Eso significaba que controlaba la situación de las sillas especiales, «reservadas» para determinadas personas, incluidas nosotras cuatro en la parte trasera de la sala. Junto a nuestros asientos reservados se encontraba uno de esos muebles extraños que estaban repartidos por la prisión, una mesa alta y estrecha que nos servía como aparador. Yo estaba a cargo de colocar otro cuenco tupperware lleno de hielo para las gaseosas de Pop, y de sacar la comida y las servilletas cuando llegaba la hora de la película. Pop, que acababa su trabajo en la cocina a las cinco y trabajaba todo el día hasta la cena, rara vez se presentaba ante las demás con otra cosa que no fuera un gorro para el pelo y la ropa de la cocina. Pero las noches de cine, justo antes de que empezara la película, Pop aparecía en la sala recién duchada y vestida con un pijama de hombre de color azul pálido.

El pijama era uno de aquellos artículos elusivos que en tiempos se vendieron en el economato, pero que se habían terminado. Eran unos pijamas de hombre de lo más corriente, de mezcla de algodón y poliéster blanco, semitransparentes. (De algún modo, Pop había conseguido que se lo tiñeran). Yo deseé uno con desesperación, meses después de entrar en la cárcel. De modo que cuando Pop me regaló uno que había conseguido de alguna manera misteriosa, bailé de alegría alrededor de su cubículo, saltando como loca hasta que me di un golpe en el marco de metal de la litera. Toni y Rosemarie me decían:

—¡Baila el baile del pijama, Piper!

Y yo bailaba por ahí con mi pijama, tan feliz como Snoopy interpretando el Baile de la Cena. El pijama no era para dormir. Solo lo llevaba los fines de semana, para la noche de cine o para ocasiones especiales, cuando quería estar guapa. Me sentía tan maravillosamente bien con aquel pijama…

A Pop le encantó Pisando fuerte. Prefería una película con un guión sencillo, quizá con un poco de romanticismo añadido. Si la película era sentimentaloide, lloraba, yo me reía de ella y ella me decía que me callara la boca. Lloró con Radio, mientras yo miraba escéptica a las gemelas italianas.

Después de Casa de arena y niebla, se volvió hacia mí.

—¿Te ha gustado?

Me encogí de hombros.

—Hum… estaba bien.

—Pensaba que era el tipo de películas que te gustaban.

No pensaba volver a pasar la vergüenza de haber recomendado con entusiasmo Lost in translation cuando la pasaron unos meses antes. Las damas de Danbury declararon unánime y estruendosamente que era «la peor película que habían visto nunca». Boo Clemmons se echó a reír, meneando la cabeza.

—Tanto hablar, tanto hablar, y Bill Murray ni siquiera se la llega a follar.

La película de la noche en realidad era una excusa para comer. Pop preparaba una comida especial para el sábado de cine que suponía un cambio con respecto a la inacabable canción de las féculas en el comedor. Los raros días que en la barra de ensaladas había brócoli o espinacas o (¡milagro de los milagros!) cebolla en aros, una variación muy deseada con respecto a la interminable monotonía de los pepinos y la coliflor cruda, la tensión era enorme. Yo me negaba a vivir de patatas y arroz blanco. Empuñaba con una sonrisa las pinzas de plástico y miraba a Carlotta Alvarado, al otro lado de la barra de ensaladas, como desafiándola a ver quién llenaba más rápido nuestros pequeños cuencos de verduras frescas… yo para devorarlas al momento con aceite y vinagre, ella para metérselos en los pantalones y cocinarlas más tarde.

El día de pollo era un caos. Primero, todo el mundo quería la mayor cantidad de pollo que te pudieran dar las trabajadoras de la cocina. Ahí era muy provechoso estar a buenas con Pop. Las normas de la escasez gobernaban la vida de la cárcel: acumula cuando se presenta la ocasión, y luego ya verás lo que haces con tu botín. Si me ponía más pollo en el plato del que me iba a comer, luego podía permitirme el lujo de la caridad, de regalarlo y conseguir puntos. A veces había un grupo competitivo de mujeres que miraban mi plato esperando una señal de que había terminado.

—¿No te vas a comer eso?

A veces, sin embargo, sí que tenía planes para aquel pollo. El día del pollo, Rosemarie solía prepararnos una comida especial. Nos pedía a Toni y a mí que no nos comiéramos el pollo en el comedor de la prisión y que nos lo metiéramos en los pantalones y lo sacáramos de contrabando, y así podría usarlo en una creación culinaria al estilo tex-mex aquella misma noche. Necesitábamos para ello una bolsita de plástico o un gorro para el pelo limpio, que nos debía proporcionar alguien que trabajase en la cocina o una limpiadora. Había que meter la comida en el envoltorio adecuado en la mesa, deslizarlo por la parte delantera de tus pantalones y salir tan tranquilamente como pudieras con el pollo de contrabando apretado contra el pubis.

La lista de cosas importantes que puede perder una reclusa es muy breve: buenos ratos, privilegios de visita, acceso al teléfono, asignación de alojamiento, asignación de trabajo, participación en programas. Básicamente es eso. Si te cogen robando cebollas, una guardiana puede quitarte una de esas cosas o darte un trabajo extra. Aparte de eso, la única opción que queda es la UHE. ¿Estaría dispuesto un guardia a encerrar a una ladrona de cebollas o contrabandista de pollo en la UHE?

Digámoslo de otro modo: llevarte a la UHE es un recurso finito, y el guardia y su personal tienen que usarlo juiciosamente. Si llenas la UHE de contrabandistas de pollo, ¿qué harás si alguien hace algo verdaderamente grave?

Los cumpleaños son una rareza en la cárcel. Mucha gente se niega a revelar cuál es el suyo, ya sea por paranoia o sencillamente porque no quieren que lo celebren otras. Yo no era una de esas que se negaban, e intentaba mostrarme optimista ante la celebración de mi cumpleaños en Danbury, diciéndome cosas como: «al menos solo será uno» o «al menos no son los cuarenta».

Hay un ritual peculiar en el campo: las amigas de la presa se introducen a escondidas en mitad de la noche en su cubículo para decorarlo con carteles de «Feliz cumpleaños» pintados a mano, collages hechos con revistas y caramelos, todo lo cual colocan con cinta adhesiva en el exterior de su cubículo mientras la interesada duerme. Esas decoraciones ilegales eran toleradas por los guardias aquel día, pero luego la chica que celebraba su cumpleaños debía quitarlas. Esperaba que me regalaran una barrita de chocolate Dove.

El día antes de mi cumpleaños salí a correr después de cenar cuando apareció Amy junto a la pista de carreras.

—Pop te llama, Piper.

—¿No puede esperar? —aquello era muy raro.

—Dice que es importante.

Subí los escalones y me dirigí hacia la cocina.

—No, está arriba, en la sala de visitas —seguí a Amy por las puertas dobles.

—¡Sorpresa!

Me quedé asombrada. Habían colocado juntas unas cuantas mesas de cartas para formar una larga mesa de banquete, y en torno a la mesa se había reunido un extraño grupo de presas, mis amigas Jae, Toni, Rosemarie, Amy, Pennsatucky, Doris, Camila, Yoga Janet, Little Janet, la señora Jones, Annette. Negras, blancas, hispanas, viejas y jóvenes.

Y por supuesto, allí estaba Pop, sonriente y alegre.

—Te hemos sorprendido, ¿verdad?

—Estoy conmocionada, Pop, no solo sorprendida. ¡Gracias!

—No me des las gracias a mí. Rosemarie y Toni lo han planeado todo.

De modo que di las gracias a las gemelas italianas, aseguré que su estrategia de sorpresa había dado resultado y les di las gracias con efusión. Había muchísimos cuencos de tupperware llenos de cosas ricas. Rosemarie había trabajado «como una negra» y habían preparado un auténtico banquete de la cárcel. Chilaquiles, enchiladas de pollo, pastel de queso, budín de plátano… Todo el mundo comía y charlaba, y me entregaron una enorme tarjeta de cumpleaños dibujada a mano en un sobre marrón, que representaba al oso Winnie the Pooh guiñando un ojo lascivamente. Jae me entregó también su propia tarjeta hecha a mano, con unos delfines que saltaban, primos de mi tatuaje. Lo que decía en aquella tarjeta era similar a las notas que otras habían escrito en la tarjeta de grupo: «Nunca pensé que encontraría aquí a una amiga como tú».

Cuando acabó la fiesta, Pop me llamó a su cubículo.

—Tengo algo para ti.

Me senté en su taburete y la miré ansiosamente. ¿Qué podía ser? Pop no me habría regalado jamás algo del economato, ya que sabía que yo podía comprarme cualquier cosa que deseara. ¿Sacaría algún dulce de las profundidades de su gigantesca taquilla? ¿Spam, quizá?

Con gran ceremonia me entregó su regalo: un precioso par de pantuflas que había encargado a una de las mamis hispanas que mejor hacían ganchillo. Estaban confeccionadas de una manera muy ingeniosa, con dobles suelas a partir de unas chanclas de la ducha unidas entre sí y luego completamente cubiertas de hilo de algodón blanco y rosa, formando unos diseños muy complicados. Las sujeté en mis manos, tan conmovida que no podía ni hablar.

—¿Te gustan? —me preguntó Pop. Sonreía un poco nerviosa, como si temiera que yo no apreciara aquel regalo.

—¡Dios mío, Pop, son preciosas, no puedo creerlo! Ni siquiera me atrevo a ponérmelas para andar, son tan bonitas que no quiero estropearlas. ¡Me encantan! —la abracé con fuerza, y luego me probé mis nuevas pantuflas.

—Quería regalarte algo especial. Entiendes que no podía dártelas delante de las demás, ¿no? Ah, te quedan de maravilla. Te quedarán estupendas con el pijama. ¡No dejes que te pille ningún OC con ellas!

Aquella noche, no mucho después de que se hubieran apagado las luces, oí susurros y risitas disimuladas junto a mi cubículo. Amy era la líder del equipo de decoración, y su pareja de ayudantes se parecían sospechosamente a Doris y Pennsatucky.

Típico de ella, maldecía a sus cómplices todo el rato en voz baja.

—No pegues eso ahí. ¿Eres idiota o qué? ¡Ponlo allá!

Yo mantuve los ojos cerrados y respirando profundamente, fingiendo que dormía. Debían de ser mis sueños los que me hacían sonreír.

A la mañana siguiente salí de mi cubículo y examiné su trabajo. Brillantes fotos de modelos y botellas de licor decoraban mi cubículo, junto con «¡Feliz cumpleaños, Piper!». Me habían pegado a la pared mi barrita de Dove, y más caramelos de los que me podría comer jamás. Me puse muy contenta. Todo el día recibí felicitaciones de cumpleaños.

—¡Treinta y cinco y aún viva! —me dijo mi jefe en construcción, riendo cuando yo hice una mueca.

Por la tarde encontré una delicada cajita blanca de papel colocada en mi taquilla, con diseños de encaje recortados a mano y una tarjeta de Little Janet.

Piper, en tu cumpleaños te deseo lo mejor de lo mejor: salud, fuerza, seguridad, paz mental. Eres una persona muy bella por dentro y por fuera, y en este día nadie te ha olvidado. Has sido muy buena amiga, una amiga que nunca esperé encontrar aquí dentro. Gracias, chica loca, por ser como eres. Sé fuerte, no te sientas nunca débil, porque pronto estarás en casa con la gente que te ama y te adora. Espero que te guste la cajita que te he hecho :) La he hecho especialmente para ti, ya sé que no es gran cosa, pero quería que fuera algo que te hiciera sonreír y que fuese distinto. Te tendré en mi corazón ahora y siempre.

Feliz día de tu cumple, Piper, y que cumplas muchos más.

Te quiere,

Janet.