CAPÍTULO 1
¿Vas a seguir mi camino?
La sala del aeropuerto de Bruselas donde se recogía el equipaje de los vuelos internacionales era grande y espaciosa, con múltiples cintas transportadoras que daban vueltas interminablemente. Yo corría de una a otra desesperada, buscando mi maleta negra. Iba repleta de dinero de la droga, de modo que estaba más preocupada de lo que uno estaría normalmente por una maleta perdida.
En 1993 tenía veintitrés años y parecía una joven profesional como otra cualquiera. Había dejado de lado las botas Doctor Martens y llevaba unos zapatos de tacón de ante hechos a mano, muy bonitos. También llevaba medias de seda negra y una chaqueta beige, y parecía una típica jeune fille nada contracultural si no te fijabas en el tatuaje que me adornaba el cuello. Había hecho exactamente lo que me dijeron: facturé la maleta en Chicago vía París, donde tenía que cambiar de avión y tomar un corto vuelo a Bruselas.
Cuando llegué a Bélgica, fui a buscar mi maleta negra con ruedas a la sala de recogida de equipajes. No aparecía por ninguna parte. Intentando controlar la creciente oleada de pánico que me invadía, pregunté con mi francés de instituto qué había sido de mi maleta.
—A veces las maletas no van a parar al vuelo correcto —me dijo el tío cachas pero muy dulce que trabajaba en manipulación de equipajes—. Espere al siguiente vuelo que venga de París… probablemente vendrá en ese avión.
¿Habrían detectado algo en mi maleta? Yo sabía que llevar más de 10 000 dólares sin declarar era ilegal, y más aún si procedían de un señor de la droga de África Occidental. ¿Me estarían siguiendo las autoridades? ¿Y si intentaba pasar por la aduana y salir huyendo? O a lo mejor la maleta se había retrasado sin más, y si me iba, abandonaría una enorme cantidad de dinero perteneciente a alguien que probablemente podía ordenar que me mataran con una simple llamada telefónica. Decidí que esta última posibilidad me producía un terror más agudo que las anteriores, de modo que esperé.
Al final llegó el siguiente vuelo desde París. Fui a ver a mi nuevo «amigo» de manipulación de equipajes, que estaba ordenándolo todo. Cuando tienes miedo, la verdad, no apetece coquetear. Vi mi maleta, exclamé extasiada: «Mon bag!», y la recogí. Le di las gracias efusivamente y le dije adiós con cariño y algo atolondrada, pasé corriendo por una de las puertas sin custodiar que daban a la terminal y allí estaba mi amigo Billy esperándome. Sin darme cuenta, me había saltado la aduana.
—Estaba preocupado. ¿Qué ha pasado? —me preguntó Billy.
—¡Rápido, un taxi! —susurré.
No respiré hasta que salimos del aeropuerto y estuvimos ya a mitad de camino hacia Bruselas.
Mi ceremonia de graduación en el Smith College tuvo lugar el año anterior, uno de esos maravillosos días de primavera de Nueva Inglaterra. En el patio bañado por el sol sonaron las gaitas y la gobernadora de Texas, Ann Richards, nos exhortó a mis compañeras de clase y a mí a que saliéramos al mundo y demostrásemos lo que éramos capaces de hacer. Me dieron el título y mi familia estaba allí presenciándolo, orgullosa y sonriente. Mis padres, recién separados, hacían de tripas corazón; mis nobles abuelos sureños estaban muy complacidos al ver a su nieta mayor vistiendo la toga y el birrete, rodeada de tanta gente pija, y mi hermano pequeño se aburría como una ostra. Las más sensatas de mi clase se iban a seguir sus cursos de posgrado, o a realizar trabajos de ínfima categoría en instituciones sin ánimo de lucro, o volvían a casa, algo bastante común en la peor época de la primera recesión de Bush.
Yo por mi parte me quedé en Northampton, Massachusetts. Me había especializado en teatro, ante el gran escepticismo de mi padre y de mi abuelo. Yo provengo de una familia que valora muchísimo la educación. Nuestro clan está lleno de médicos, abogados y profesores, con alguna que otra enfermera, poeta o juez. Después de cuatro años de estudio me sentía todavía muy verde, poco cualificada y poco motivada para la vida del teatro, pero tampoco tenía un plan alternativo de realizar otros estudios académicos, emprender alguna carrera significativa o adoptar la opción definitiva: la facultad de derecho.
No es que fuera una perezosa. Siempre había trabajado mucho en mis empleos universitarios en restaurantes, bares y clubes nocturnos, y me gané el afecto de mis jefes y compañeros de trabajo sudando la camiseta, echándole buen humor y estando siempre dispuesta a hacer turnos dobles. Esos empleos y esa gente eran mucho más de mi estilo que la mayoría de la gente a la que conocí en la universidad. Estaba contenta de haber elegido Smith —una facultad llena de mujeres listas y dinámicas—, pero ya había cumplido con lo que se requería de mí por nacimiento y por entorno. Me irritaban los confines seguros de Smith. Me gradué, aunque con un margen muy justo, pero echaba de menos experimentar e investigar. Ya era hora de que viviera mi propia vida.
Era una jovencita bien educada de Boston sedienta de contracultura bohemia y sin ningún plan concreto. Pero no sabía cómo saciar mi ansia reprimida de aventuras, ni cómo hacer productiva mi predisposición a correr riesgos. Mi pensamiento no se inclinaba hacia lo científico ni lo analítico: lo que más valoraba era lo artístico, el esfuerzo, la emoción. Cogí un apartamento con una compañera del grado de teatro y su novia, una artista chiflada, y un trabajo sirviendo mesas en una cervecería. Salía con colegas camareros, barmans y músicos, todos ellos en edad de merecer y vestidos siempre de negro. Trabajábamos, dábamos fiestas, nos bañábamos en pelotas o montábamos en trineo, follábamos, a veces incluso nos enamorábamos, nos hacíamos tatuajes…
Disfruté de todo lo que tenía que ofrecer Northampton y todo el valle de Pioneer a su alrededor. A lo largo del verano y el otoño recorrí kilómetros y kilómetros de carreteras rurales, aprendí a llevar docenas de pintas de cerveza por escaleras empinadas, tuve numerosos deslices románticos con chicos y chicas apetitosos y pasé los días libres entre semana en la playa, en Provincetown.
Cuando llegó el invierno, empecé a inquietarme. Mis amigas del colegio me hablaban de sus trabajos y sus vidas en Nueva York, Washington y San Francisco, y yo me preguntaba qué demonios estaba haciendo. Sabía que no quería volver a Boston. Adoraba a mi familia, pero no me apetecía lo más mínimo enfrentarme a las secuelas del divorcio de mis padres. Visto con la perspectiva de ahora, supongo que lo adecuado habría sido un billete de InterRail o un voluntariado en Bangladesh, pero yo seguía en el Valle.
Entre nuestro disperso círculo social se encontraba una camarilla de lesbianas de treinta y tantos años increíblemente estilosas y modernas. Ante esas mujeres mayores que nosotras, mundanas y sofisticadas, sentía una timidez poco propia de mí, pero luego unas cuantas se trasladaron a vivir al apartamento de al lado y nos hicimos amigas. Una de ellas era del Medio Oeste, se llamaba Nora Jansen y tenía la voz gutural y el pelo rizado y largo, de un color arena tostado. Nora era bajita y se parecía un poco a un bulldog francés, con su cara chata pero irresistible. Todo en ella era gracioso: su acento, su voz ronca y llena de sorna, cómo inclinaba la cabeza para mirarte, con aquellos ojos suyos de un intenso color castaño, cómo sujetaba su omnipresente cigarrillo, con la muñeca doblada y dispuesta a hacer un gesto… Tenía una forma juguetona y hábil de sonsacar información a la gente, y cuando se fijaba en ti, parecía que estuviera a punto de incluirte en una broma privada suya. Nora era la única de aquel grupo de mujeres algo mayores que me hacía caso. No fue precisamente amor a primera vista, pero en Northampton, para una veinteañera que buscaba aventuras, resultaba una figura intrigante.
Y luego, en otoño de 1992, desapareció.
Reapareció después de Navidad y alquiló un enorme apartamento para ella sola, con muebles de estilo Arts and Crafts completamente nuevos y un estéreo que era la bomba. Todas las demás personas que yo conocía compartían sofás baratos con sus compañeros de piso, mientras a ella el dinero le salía por las orejas, de una forma que llamaba la atención.
Nora me preguntó si quería salir con ella a tomar algo, las dos solas para variar. ¿Sería una cita? Quizá sí, porque me llevó al bar del Hotel Northampton, lo más cercano a un bar de hotel pijo que había en la localidad, pintado de un color verde pálido, con celosías blancas por todas partes. Yo pedí una margarita con su sal y todo, muy nerviosa, ante lo cual Nora arqueó una ceja.
—¿No hace mucho frío para eso? —comentó, y pidió un whisky.
Era verdad, los vientos de enero convertían Massachusetts occidental en un lugar poco acogedor. Tenía que haber pedido algo oscuro, en vaso pequeño… mi margarita escarchada ahora me parecía ridículamente juvenil.
—¿Qué es eso? —me preguntó, señalando la cajita de metal que yo había colocado encima de la mesa.
La cajita era amarilla y verde y originalmente contenía caramelos ácidos de limón. Napoleón miraba hacia el oeste desde su tapa, identificable por su tricornio y sus charreteras doradas. La caja servía de cartera a una chica que conocí en Smith, que era de clase alta, pero era la tía más enrollada que te puedas imaginar. Había estudiado arte, vivía fuera del campus, era irónica y curiosa, amable y supermoderna, y un día yo alabé su cajita y me la regaló. Era del tamaño perfecto para un paquete de cigarrillos, el carnet y un billete de veinte dólares. Cuando intenté sacar algo de dinero de mi maravillosa carterita de lata para pagar la ronda, Nora apartó mi dinero.
Le pregunté dónde había estado tantos meses, y Nora me echó una mirada intensa, como si me estuviera calibrando. Con toda tranquilidad, me explicó que se había metido en un asunto de tráfico de drogas con un amigo de su hermana que estaba «conectado», y que viajó a Europa y un traficante americano que también estaba «conectado» le enseñó los secretos de los bajos fondos. Introducía drogas en el país, y le pagaban muy bien por su trabajo.
Yo estaba completamente alucinada. ¿Por qué me contaba Nora todo aquello? ¿Y si iba a la policía? Pedí otra copa, casi segura de que Nora se lo estaba inventando todo y de que aquel era el intento de seducción más absurdo que había visto jamás.
Yo ya conocía a la hermana menor de Nora, porque una vez vino a visitarla. Se llamaba Hester y se dedicaba a las ciencias ocultas, y dejaba a su paso una estela de hechizos y amuletos con plumas y huesos de pollo. A mí me parecía solo una versión heterosexual y bruja de su hermana, pero al parecer era amante de un importantísimo capo del tráfico de drogas de África Occidental. Nora me dijo que había viajado con Hester a Benin para conocer a aquel hombre, que respondía al nombre de Alaji y se parecía enormemente a MC Hammer. Se alojó en el complejo donde él vivía, se sometió a los conjuros de un «doctor-brujo», y ahora la consideraban su cuñada. Todo aquello sonaba oscuro, espantoso, terrorífico, salvaje… e increíblemente emocionante. No podía creer que ella, la guardiana de unos secretos tan horribles y seductores, me estuviera haciendo todas aquellas confidencias.
Era como si al revelarme sus secretos Nora me hubiese ligado a ella, y así empezó un cortejo secreto. No se podía decir que Nora fuese una belleza clásica, pero tenía ingenio y encanto en cantidad, y era una maestra en el arte de hacer que todo pareciese fácil. Y además, siempre he sentido debilidad por la gente que me viene detrás con decisión. Su seducción fue persistente y paciente.
A lo largo de los meses que siguieron nos fuimos uniendo cada vez más, y me enteré de que muchos tipos de la localidad a los que conocía trabajaban en secreto para ella, algo que me resultó tranquilizador. Yo estaba subyugada por la aventura ilícita que encarnaba Nora. Cuando ella se iba a Europa o al sudeste asiático durante un largo periodo de tiempo, yo me trasladaba a su casa para cuidar a sus amados gatos negros, Edith y DumDum. Ella llamaba a horas extrañas de la noche desde el otro lado del mundo para ver cómo estaban los gatos, y la línea telefónica chasqueaba y siseaba por la distancia. Yo no le contaba a nadie todo esto y evitaba las preguntas de mis amigos, que sentían mucha curiosidad.
Como los negocios se llevaban a cabo fuera de la ciudad, las drogas para mí eran una abstracción absoluta y no una realidad. No conocía a nadie que se inyectase heroína, y no pensaba nunca en el sufrimiento que causa la adicción. Un día de primavera, Nora volvió a casa con un Miata blanco descapotable completamente nuevo y una maleta llena de dinero. Echó el dinero en la cama y se revolcó por encima, desnuda, riendo. Era el pago más grande que había recibido jamás. En seguida yo empecé a ir por ahí con el Miata escuchando a Lenny Kravitz, que preguntaba: «¿Vas a seguir mi camino?».
A pesar de la extraña situación sentimental con Nora (o quizá precisamente a causa de ella), yo sabía que tenía que salir de Northampton y hacer algo. Mi amiga Lisa y yo habíamos ahorrado el dinero de nuestras propinas, y decidimos que abandonaríamos el trabajo en la cervecería y nos dirigiríamos a San Francisco al final del verano. (Lisa no sabía nada de las actividades secretas de Nora). Cuando se lo conté a Nora, ella me dijo que le gustaría tener un apartamento en San Francisco y sugirió que volásemos las dos allí y buscásemos casa. Yo me quedé anonadada al ver que tenía unos sentimientos tan fuertes por mí.
Solo unas semanas antes de que yo abandonase Northampton, Nora se enteró de que tenía que volver a Indonesia.
—¿Por qué no vienes conmigo y me haces compañía? —me sugirió—. No tienes que hacer nada, solo pasar el rato.
Yo no había salido nunca de Estados Unidos. Aunque se suponía que iba a empezar una nueva vida en California, la perspectiva era irresistible. Quería aventuras y Nora me ofrecía una. A los tipos de Northampton que habían ido con ella a lugares exóticos como chicos de los recados no les había ocurrido nunca nada malo: de hecho, volvían contando historias fantásticas solo aptas para los oídos de un grupito selecto. Pensé que no había peligro alguno en hacer compañía a Nora. Ella me dio dinero para que comprase un billete desde San Francisco a París, y me dijo que habría un billete para Bali esperándome en el mostrador de Air Garuda, en el Charles de Gaulle. Todo era muy sencillo.
La tapadera de Nora para sus actividades ilegales era que ella y su socio, un tipo con perilla que se llamaba Jack, estaban a punto de lanzar una revista de arte y literatura… algo un poco inverosímil, pero que se prestaba a la vaguedad. Cuando les expliqué a mi familia y amigos que me trasladaba a San Francisco y que trabajaría y viajaría para la revista, se sorprendieron mucho y sospecharon de mi nuevo trabajo, pero yo ignoré sus preguntas y adopté un aire misterioso. Al salir en coche de Northampton, dirigiéndome hacia el oeste con mi amiga Lisa B., tenía la sensación de que por fin me embarcaba en mi propia vida. Me sentía preparada para cualquier cosa.
Lisa y yo viajamos sin parar desde Massachusetts a la frontera de Montana, haciendo turnos para dormir y conducir. Una noche aparcamos en un área de descanso para dormir un poco, y al despertarnos vimos el increíble amanecer dorado del este de Montana. No recordaba haber sido tan feliz en mi vida. Después de quedarnos un tiempo en el país de los Grandes Cielos, nos dirigimos a Wyoming y Nevada, hasta que finalmente llegamos al Puente de la Bahía, en San Francisco. Yo tenía que coger un avión.
¿Qué necesitaba para mi viaje a Indonesia? No tenía ni idea. Metí en una bolsa de viaje pequeña de L.L.Bean un par de pantalones negros de seda, un vestido sin mangas, pantalones vaqueros cortados, tres camisetas, una camisa de seda roja, una minifalda negra, mis zapatillas deportivas y un par de botas negras de vaquero. Estaba tan emocionada que se me olvidó meter un traje de baño.
Al llegar a París fui directamente al mostrador de Garuda a recoger mi billete a Bali. No habían oído hablar de mí. Asustada, me senté en el bar del aeropuerto, pedí un café e intenté pensar qué hacer. Los días de los teléfonos móviles y los correos electrónicos no habían llegado aún, y no tenía ni idea de cómo ponerme en contacto con Nora; supuse que se trataría de algún malentendido. Finalmente, me levanté y fui a un quiosco, compré una guía de París y elegí un hotel barato que estaba situado muy céntrico, en el distrito sexto. (La única tarjeta de crédito de la que disponía tenía un límite muy bajo). Desde mi pequeña habitación se veían los tejados de París. Llamé a Jack, antiguo amigo de Nora y ahora socio suyo en Estados Unidos. Malicioso y altanero, y obsesionado con las prostitutas, Jack no me caía demasiado bien.
—Estoy aquí tirada en París. Nada de lo que me dijo Nora era verdad. ¿Qué hago? —le pregunté.
Jack se enfadó mucho, pero decidió que no podía abandonarme a mi suerte.
—Ve a buscar una oficina de Western Union. Mañana te giraré dinero para un billete.
El giro no llegó hasta unos cuantos días después, pero no me importó. Paseé por París flotando en una nube de ilusión, observándolo todo. Al lado de la mayoría de las mujeres francesas, yo parecía una adolescente, de modo que para contrarrestar ese hecho me compré un par de medias muy bonitas de ganchillo negro, que me ponía con las botas Doctor Martens y la minifalda. Tampoco me importó abandonar París. Estaba muy a gusto yo sola.
Cuando salí del vuelo de trece horas de París a Bali, atufada por el humo, me sorprendió ver a mi antiguo compañero de trabajo de la cervecería, Billy, que sobresalía por encima de los indonesios y lucía una enorme sonrisa en su rostro pecoso. Billy podía haber pasado por hermano mío, rubio-pelirrojo con unos enormes ojos azules.
—Nora te espera en el centro turístico. ¡Esto te va a encantar! —dijo. Al reunirme con Nora en nuestra lujosa habitación, de pronto me sentí cohibida por aquel entorno tan poco habitual. Pero ella actuaba como si todo fuera perfectamente normal.
Bali era una bacanal constante: días y noches de baños de sol, beber y bailar a todas horas con los amigos gays de Nora, algún indígena guapo que quería ayudarnos a gastar nuestro dinero, y jóvenes europeos y australianos a los que conocíamos en los clubes, en la playa de Kuta. Fui al mercadillo callejero a comprarme un bikini y un sarong, regateé por unas máscaras talladas y joyería de plata, y fui recorriendo las callejuelas de Nusa Dua y hablando con los amistosos nativos. También se nos ofrecían otras diversiones, como expediciones a los templos, parasailing y submarinismo. A los instructores de submarinismo balineses les encantó el bonito pez azul de largas aletas, enjoyado y elegante, que me había tatuado en el cuello en Nueva Inglaterra, y me enseñaron también sus propios tatuajes. Pero la fiesta estaba puntuada por tensas llamadas telefónicas entre Nora y Alaji, o entre Nora y Jack.
Su negocio funcionaba de una manera muy sencilla. Desde África Occidental, Alaji comunicaba a algunas personas seleccionadas en Estados Unidos que tenía «contratos» por unidades de droga (normalmente maletas hechas a medida con heroína cosida en el forro) que podían enviarse a cualquier sitio del mundo. Gente como Nora y Jack (que eran en realidad subcontratistas) se encargaba de transportar las maletas a Estados Unidos, donde se entregaban a un receptor anónimo. Ellos tenían que ingeniarse cómo arreglar el transporte, reclutar correos, prepararlos para que pasaran por aduana sin ser detectados, pagar sus «vacaciones» y su sueldo…
Nora y Jack no eran las únicas personas con las que trabajaba Alaji; de hecho, Nora competía entonces con Jonathan Bibby, el «marchante de arte» que la había entrenado en un principio para el negocio de Alaji. La tensión que observaba yo en Nora derivaba de la cantidad de «contratos» que le iban saliendo, de si ella y Jack podrían cumplir con todos ellos, y de si las unidades de droga llegarían realmente tal y como estaba previsto, factores todos ellos que parecían cambiar a cada momento. Aquel trabajo requería mucha flexibilidad y mucho dinero en efectivo.
Cuando el efectivo escaseara, me enviarían a mí a retirar giros de dinero de Alaji a diversos bancos, una actividad que en sí misma era también un delito, aunque entonces yo no me daba cuenta de ello. Cuando me enviaron a un recado semejante en Yakarta, uno de los correos de la droga quiso venir conmigo. Era un chico gay muy joven de Chicago que vestía al estilo gótico, pero se arregló muy bien y representó el papel del pijo perfecto. Le aburría mucho el lujoso hotel. Durante el largo trayecto a través de la ciudad, que entonces crecía descontrolada, nos quedamos asombrados por los atascos de tráfico, las jaulas de cachorros a la venta en la carretera, ladrando sin cesar, y la cantidad de categorías humanas que ofrece aquella metrópolis del sudeste asiático. En un semáforo, un mendigo estaba tirado en la calle pidiendo limosna. Tenía la piel casi carbonizada por el sol y carecía de piernas. Empecé a bajar la ventanilla para darle unas cuantas rupias, de los cientos de miles que tenía.
Mi compañero dio un respingo y se encogió en su asiento.
—¡No! —gritó.
Le miré, disgustada y perpleja. El taxista me cogió el dinero de la mano y se lo tendió por su ventanilla al mendigo. Nos fuimos en silencio.
Teníamos muchísimo tiempo libre y nos entreteníamos en los clubes de playa de Bali, los billares militares de Yakarta y clubes nocturnos como el Tanamur, que estaban en el límite entre club y burdel. Nora y yo íbamos de compras, nos hacíamos limpiezas de cutis o viajábamos a otros lugares de Indonesia, solo las dos, viajes de chicas. No siempre nos llevábamos bien.
Hicimos un viaje a Krakatoa y contratamos a un guía para que nos llevase de excursión por las montañas, cubiertas por densas y húmedas junglas. Hacía muchísimo calor y sudábamos. Paramos a almorzar junto a una preciosa poza de un río, en lo alto de una impresionante catarata. Después de bañarnos desnudas, Nora se apostó conmigo (de hecho dobló la apuesta, para ser precisos) a que no era capaz de saltar desde la catarata, que tenía al menos diez metros de altura.
—¿Has visto saltar alguna vez a alguien? —le pregunté yo a nuestro guía.
—Ah, sí, señorita —dijo, sonriendo.
—¿Has saltado tú alguna vez?
—¡Ah, no, señorita! —exclamó, sonriendo todavía.
Pero una apuesta es una apuesta… Desnuda, empecé a subir por las rocas hasta el que me parecía el sitio más lógico para saltar. La catarata rugía. Vi el agua removida, opaca y verde allá abajo, muy lejos. Estaba aterrorizada y de repente todo aquello me pareció mala idea. Pero la roca estaba resbaladiza, y después de intentar en vano retroceder como un cangrejo, me di cuenta de que tendría que saltar; no había otro camino. Con todas mis fuerzas me arrojé por el aire chillando, lejos de la roca, y me sumergí hondamente en el cañón verde que tenía debajo. Salí a la superficie riendo, jubilosa. Minutos después llegó Nora aullando desde la catarata, detrás de mí.
Cuando salió a la superficie jadeó:
—¡Estás loca!
—¿Quieres decir que no habrías saltado primero, si a mí me hubiese dado miedo? —le pregunté, sorprendida.
—¡Ni por asomo! —respondió ella. En aquel preciso momento tendría que haber comprendido que Nora no era de fiar.
Indonesia ofrecía una gama de experiencias que parecía inacabable, pero todas con un aspecto turbio y amenazador. Nunca había visto una pobreza tan radical como la que vi en Yakarta, o un capitalismo tan salvaje representado por las enormes fábricas y el acento de Texas que se oía en el vestíbulo del hotel, donde tomaban copas los ejecutivos de las petroleras. Pasabas una hora encantadora charlando en el bar con un abuelito británico de lo hermoso que era San Francisco y de sus preciados galgos allá en el Reino Unido, y cuando te daba su tarjeta de visita al salir, te explicaba como quien no quiere la cosa que era traficante de armas. Cuando subía en el ascensor al piso superior del Yakarta Grand Hyatt, al anochecer, salía al lujoso jardín que había allí y me ponía a correr por la pista que daba la vuelta al tejado, oyendo la llamada a la oración de los musulmanes que hacía eco de mezquita en mezquita por toda la ciudad.
Después de unas cuantas semanas me sentí por un lado triste, pero por otro aliviada de decir adiós a Indonesia y volver a Occidente. Añoraba mi casa.
Durante cuatro meses de mi vida viajé constantemente con Nora, desembarcando de vez en cuando en Estados Unidos para pasar unos pocos días. Vivíamos una vida de tensión incesante, y sin embargo era también espantosamente aburrida. Yo tenía poca cosa que hacer, aparte de acompañar a Nora mientras ella trataba con sus «mulas». Vagaba sola por las calles de aquellas ciudades desconocidas. Me sentía desconectada del mundo al tiempo que lo observaba, una persona sin objetivo ni lugar. No era aquella la aventura que ansiaba. Mentía a mi familia sobre todos los aspectos de mi vida, y cada vez me sentía más agobiada y cansada de mi «familia» adoptiva de la droga.
Durante una breve estancia en Estados Unidos para visitar a mi familia real, muy suspicaz por aquel entonces, recibí una llamada de Nora, que decía que necesitaba que me reuniera con ella en Chicago. El aeropuerto O’Hare se consideraba un aeropuerto «seguro», aunque yo no sabía qué significaba eso, y allí era adonde se enviaba la droga. Me reuní con ella en el hotel Congress, en la avenida Michigan. «Qué tugurio», pensé. Estaba acostumbrada al Mandarin Oriental. Nora me explicó lacónicamente que debía volar al día siguiente llevando dinero en efectivo para dejarlo en Bruselas. Ella se lo había prometido a Alaji, y yo debía hacerlo por ella. Nunca me había pedido nada, pero entonces me lo pedía. En lo más hondo tuve la sensación de que yo había aceptado aquella situación y no podía decir que no. Tuve miedo. Y accedí a hacerlo.
En Europa, las cosas adoptaron un cariz siniestro. El negocio de Nora costaba de mantener, ella corría muchos riesgos con los correos, y la cosa se estaba poniendo fea. Su socio Jack se unió a nosotras en Bélgica, y la situación se deterioró en seguida. Yo lo encontraba codicioso, libidinoso y peligroso. Y vi que Nora confiaba en él mucho más de lo que le importaba yo.
Me sentía asustada y desgraciada, y me retiré a un silencio casi constante cuando nos trasladamos de Bélgica a Suiza. Iba deambulando por Zúrich sin amigos, sola, mientras Nora y Jack tramaban sus planes. Vi El piano tres veces seguidas, gratamente transportada a otro lugar y tiempo, llorando en silencio a lo largo de toda la película.
Cuando Nora me informó en términos claros de que quería que yo transportase drogas, supe que ya no era valiosa para ella a menos que pudiera hacerle ganar dinero. Obedientemente, «perdí» mi pasaporte y me dieron otro nuevo. Ella me disfrazó con gafas, perlas y un par de mocasines muy feos. Con un maquillaje espeso, intentó en vano cubrir el pez que llevaba tatuado en el cuello. Me dijeron que me hiciera un corte de pelo conservador. Bajo una lluvia tormentosa, una fría tarde de sábado, intentaba encontrar una peluquería donde transformaran mis trenzas rubias y crecidas en algo más presentable, y entré chorreando en un diminuto salón, el quinto que probaba. Me había encontrado con una gélida recepción suiza en los cuatro anteriores, pero en aquel, un acento familiar me preguntó:
—Hola, ¿qué quiere hacerse?
Casi me echo a llorar al ver al hombre que me atendía, un joven sureño llamado Fenwick que se parecía a Terence Trent D’Arby y que me quitó el abrigo empapado, me hizo sentar en un sillón, me dio un té caliente y me cortó el pelo. Se mostró curioso pero amable cuando yo intenté explicarle tartamudeando mi presencia en su salón. Me habló de Nueva Orleans, de música y de Zúrich.
—Es una ciudad estupenda, pero tenemos un problema terrible con la heroína. Ves a la gente tirada por las calles por culpa de la droga —dijo. Yo me sentí avergonzada y quise irme a casa. Di las gracias calurosamente a Fenwick al irme de su peluquería: era el único amigo que había hecho desde hacía meses.
En cualquier momento, con una simple llamada telefónica, mi familia podría haberme rescatado de aquel lío en el que yo misma me había metido, pero nunca hice esa llamada. Pensé que tenía que solucionarlo por mi cuenta, confiando solo en la amabilidad de desconocidos como Fenwick. Yo sola me había embarcado en aquella desgraciada aventura, y sola tendría que llevarla a alguna conclusión, aunque me asustaba que pudiera tener un final lúgubre.
Nora y Alaji tramaron un plan sofisticado y arriesgado de intercambio de maletas en el aeropuerto de Zúrich, pero por suerte las drogas que yo tenía que transportar no aparecieron nunca, y así evité por los pelos convertirme en correo de droga. Me parecía que solo era cuestión de tiempo que ocurriera algún desastre. Todo aquello me desbordaba y comprendí que tenía que escapar. Cuando volvimos a Estados Unidos, cogí el primer vuelo a California. Desde la seguridad de la Costa Oeste rompí todos mis lazos con Nora y dejé atrás mi vida criminal.