46
—No tema —dijo Venator al despertar Ian Kenmuir—. Le llevaremos hasta Yorkport y le dejaremos ir. Asumo que tomará el transbordador lunar. Pero primero deberíamos hablar, usted y yo.
Dejó que el astronauta descansase un rato, luego lo llevó hasta una sala donde compartieron una comida simple y, en general, silenciosa, después tomaron ropas cálidas y salieron al exterior. Durante otro rato caminaron en silencio, hasta que ya no veían la estación meteorológica y se encontraron a solas con las montañas.
Kenmuir respiró profundamente. Una brisa escasa y fría agitaba las hojas y agujas de árboles enanos y dispersos. Sabía a cielo. La luz del sol caía en cataratas por una gran pendiente y los picos nevados que había detrás. Las montañas destacaban como cortadas a cuchillo frente al cielo completamente azul. Tomó la vista en su interior. La ansiedad, la indecisión, el pesar volvían a agitarse a medida que el desapasionamiento que había sentido en la cámara se disipaba; necesitaba aquella nueva fuente de calma.
—Vaya despacio —le aconsejó Venator—. Reserve fuerzas. Tenemos tiempo de sobra.
Kenmuir lo miró.
—¿Qué quiere de mí? —le preguntó.
No supo si la sonrisa que atravesó el rostro oscuro era de ironía o arrepentimiento.
—Nada, en el sentido de exigencias —contestó Venator—. Me gustaría hacerle algunas sugerencias y será mejor que preparemos algunos planes.
—Haré lo que pueda —dijo Kenmuir con incomodidad—, consistente con… —¿Con qué?
Venator asintió.
—Eso esperaba. Es lo racional. Pero también será bueno para usted.
¿Cómo debería responder Kenmuir? ¿Cómo debería sentirse? —Por favor. Ésta no es una situación de vencedor y vencido. Venator volvió a sonreír, más ampliamente y quizá algo jocoso—. No, no.
La gravilla crujía bajo las botas. El viento susurraba. Adelante, decidió Kenmuir.
—Vale. Aleka entregará el mensaje. —Vaciló—. ¿O ya lo ha hecho? —¿Cuántas horas o días habían pasado en la morada de la Teramente?—. Todavía no —le dijo Venator—. Pero lo hará pronto.
—¿Y usted… el cibercosmos… el gobierno… realmente no va a intentar suprimirla noticia o cualquier consecuencia?
Venator miró a Kenmuir a los ojos durante un momento.
—Usted y su amiga pueden ayudarnos en ese punto, ya lo sabe. Es más, debe hacerlo. La Federación, los humanos en posiciones importantes… no queremos que adopten una posición de la que les sería difícil retirarse. Como supuso en nuestra primera conversación, cuanto menos se diga públicamente, por ambos lados, más fácil será para todos los implicados.
Kenmuir comprendió que no se trataba de una capitulación. Era simplemente adaptarse a las circunstancias. Podría ser el primer movimiento en un plan que se desarrollase durante siglos… No, no debía pensar tal cosa. Todavía no.
—Ciertamente, estaré encantado de cooperar —dijo—. Así como Aleka y, eh, estoy seguro que Matthias.
Venator sonrió abiertamente. —¿Como Lilisaire y sus selenitas?—. Creo que estarán de acuerdo.
—En realidad, los acontecimientos no pueden ocultarse del todo —le recordó Venator—. Lo que podemos intentar es que su gente sea lo suficientemente discreta como para que la mía lo pueda ser.
No, la historia no podía borrarse del todo, pensó Kenmuir. Y él no podría olvidarla. Sentía dolor. ¡Oh, emulación Dagny! —¿Debemos hablar de bandos opuestos?— preguntó con rapidez—. Todavía no comprendo por qué deben ser… irreconciliables. ¿Unos pocos selenitas en el espacio profundo son un factor tan importante? ¿Cómo podrían serlo, en el lejano futuro o en cualquier otro momento?
Venator frunció el ceño.
—Antes parecía usted comprenderlo con mayor claridad —dijo. Se encogió de hombros—. En ese momento también me lo parecía a mí. —Hizo una pausa—. Déjeme proponer unas cuantas analogías toscas. Imagínese un romano educado e inteligente durante el reinado de Augusto, elucubrando sobre cómo serían las cosas mil años después. Se dice: «Quizá las legiones hayan marchado sobre todo el mundo como hicieron en la Galia, y todos en todas partes serán romanos. O quizá, lo que la política actual del César sugiere como más probable, las fronteras permanecerán más o menos donde están, y más allá los bosques y los bárbaros. O quizá, siendo pesimistas, Roma habrá caído y los salvajes aullarán en las ruinas de nuestras ciudades».
»No sé qué futuro eligió, y no importa, porque el verdadero futuro no se parecía a ninguno de ellos. Una rama herética de la religión de un pueblo conquistado en una esquina del Mediterráneo sometió a los romanos y a los bárbaros, transformándolos por completo y creando una civilización completamente nueva.
La civilización fáustica, pensó Kenmuir.
—Es igual —argumentó Kenmuir—, el tremendo poder de… su cibercosmos, que está destinado a crecer más allá de cualquier cosa que podamos concebir…
—El biocosmos también crecerá —dijo Venator—. Y en lo que respecta a influir en nosotros o en el biocosmos, ¿en qué podrían transformarse los humanos, ellos y sus máquinas, entre los cometas?
A Kenmuir se le ocurrió una idea. Por su misma naturaleza, el cibercosmos debía aspirar al conocimiento absoluto; pero eso requería control absoluto, no contingencias impredecibles, nada imprevisible excepto el florecimiento del intelecto. El cibercosmos era totalitario.
—Bien, tal y como han salido las cosas, se ha convertido en otro elemento a tener en cuenta —siguió diciendo Venator—. Después de todo, hay muchos más, y en cualquier caso el universo seguirá produciendo sorpresas durante millones de años. El tiempo dirá quién se ajusta mejor y cómo.
El totalitarismo no necesitaba ser brutal, pensó Kenmuir. Podía ser benigno en sus métodos, podía ser benéfico en sus acciones y… demasiado sutil para ser reconocido como lo que era.
En el cielo se agitaron unas alas. Miró a lo alto, pero el sol le cegaba y no podía ver el pájaro. ¿Un halcón cazando? Nunca hubiese podido imaginar esa belleza despiadada si mil millones de años de azar descontrolado y el ciego instinto de vivir no la hubiesen modelado para él. De pronto, podía soportar recordar lo que había sucedido en la tumba de la Luna. Quizá no llegase a haber un verdadera reyerta entre los Daos. Quizá en alguna época remota descubriesen que eran dos caras del mismo fenómeno. O quizá no. Él sólo sabía que sus simpatías estaban con la Madre.
—Y es un poco abstracto, ¿no? —Decía Venator—. No podemos hacer más que tratar los detalles durante nuestra vida, pieza a pieza. Kenmuir pensó en Venator.
—En su caso no es del todo cierto, ¿no?
—No del todo —admitió Venator. Después de dar varios pasos más en el viento, añadió—: A pesar de todo, no le envidio.
Ni yo a ti, pensó Kenmuir.
—Sin embargo, me gustaría conocerle mejor —dijo Venator—. Supongo que no puede ser. ¿Discutimos los detalles prácticos?
La noche había caído sobre la Cordillera. Desde la alta torre de Lilisaire podían verse tres picos al oeste, aún iluminados. Sólo se apreciaban los bordes, apagándose lentamente. Por lo demás, las montañas se habían convertido en espacios de altas sombras y oscuridades abisales. Al este caían para formar rocas y cráteres casi tan oscuros. En el cielo se veían estrellas por millares, la galaxia como un puente helado, las nebulosas y las otras galaxias relucientes, pero la Tierra no era más que un arco azul sobre un disco macilento, en lo bajo del horizonte.
Una torre coronada por una cúpula transparente veía todo aquello. Grandes plantas crecían de tanques y plantadores situados en lo más alto de la sala. Iluminadas por las estrellas, las hojas eran masas oscuras o delicadas filigranas. La flores mezclaban perfumes en el aire, que era como el aire de una tarde al final del verano. Las luciérnagas aleteaban y relucían en el silencio.
Lilisaire entró acompañada de Kenmuir. Ninguno de los dos había hablado mucho en el corto espacio de tiempo desde la llegada de lan. Ella pasó entre las flores para llegar al otro lado y se detuvo, mirando al exterior. Él esperó, observando su perfil marcado frente al cielo y su cabello lustroso.
Sobre una repisa bajo la bóveda había un cristal de canción. Lo alzó y rozó las caras con los dedos. Se oyó el sonido, vibraciones, repiques, silbidos, un ritmo estremecido.
Piedra caída, destello de luz, Cenotafio de un explorador. Pero la piedra ha perdido las estrellas Y las estrellas han perdido la piedra.
Kenmuir ya había escuchado las palabras selenitas, un fragmento de canción de Verdea. Ninguna lengua de la Tierra podía sonar tan fúnebre o transmitir todo el sentido de las imágenes.
Lilisaire dejó el cristal y volvió a quedarse inmóvil.
—Es una pieza melancólica, mi dama —dijo Kenmuir en anglo un minuto después.
—Es la justa para la ocasión —contestó con voz monótona. —Pensé que os sentiríais más feliz.
—No, no lo pensaste. —Se volvió para mirarle a los ojos. Los de ella parecían rebosar de luz. El rostro podría haber sido la máscara de una Palas asiática—. Eres inteligente. Conoces el precio por este premio que has conseguido.
Kenmuir sabía que debía hablar con claridad, pero no que tendría que ser tan pronto. Se le tensaron los músculos entre los omoplatos. Mantuvo el tono de voz.
—Bien, pues sí. En todo caso, me he hecho preguntas. Proserpina está abierta, con todo lo que eso pueda implicar. —¿Qué era? No sabía. Ni viviría para descubrirlo—. Sin embargo, el Hábitat… —Dejó la frase sin terminar, sin desear declarar lo que los dos comprendían.
Ella la terminó por él.
—El Hábitat es ahora una certidumbre. —Siempre lo fue, ¿no?
Lilisaire lo negó.
—No, no del todo, no mientras hubiese algo desconocido en el espacio profundo, posiblemente el instrumento de una victoria definitiva y completa. Pero ahora se ha descubierto.
Por un instante, él volvió a la mansión de la Teramente. La realidad como un descubrimiento, la mente como su hacedor… No, eso no podía ser, no era una escala tangible y humana, e incluso al nivel cuántico debía haber algo más que las paradojas de la medida; ¡debía haberlo!
—No un arma —susurró Lilisaire—. Simplemente un lugar. Como le había sucedido a menudo desde hacía poco, dio vueltas a la posibilidades mundanas. Lo selenitas rebeldes o aventureros —no eran pocos en ambos grupos— se trasladarían al mundo de hierro, unos cuantos al principio, luego en oleadas. La Federación no se opondría; en realidad ayudaría, porque las ideas contra el Hábitat y la oposición a él desaparecerían. Sin embargo, ese esfuerzo de colonización ocuparía toda la capacidad espacial de los selenitas; y eso a su vez haría regresar al hogar a gente de los asteroides cercanos y las lunas exteriores. La Ventura, la fuerte presencia selenita en los planetas, desaparecería de la historia.
—Y una tregua —acabó diciendo Lilisaire.
Por su parte, pensó Kenmuir, ella no podía denunciar la larga ocultación de su tesoro ancestral, y debía ceder en la cuestión del Hábitat. Su interés en un compromiso rápido era tan vital como el del gobierno, aunque para los dos tenía regusto amargo. Frente a él apareció una frase de siglos anteriores: «Iguales en la insatisfacción». Pero ¿qué sucedía cuando eso dejaba el problema fundamental sin resolver?
—No hay nada firme —dijo cuidadosamente prosaico—, ya lo sabéis, mi dama. Hasta ahora es un intercambio de palabras entre individuos y… sofotectos. La mayor parte de los miembros del gobierno, por no mencionar al público, no sabe nada.
—Aun así, preveo el final de Selene. —La voz era de acero, sin autocompasión; ella permanecía erguida bajo el cielo.
—No, en realidad no… —¿Percibió un gesto de desdén en los labios de Lilisaire?—. En todo caso, un nuevo comienzo.
—Similar a un nuevo ciclo —le cedió—, aunque más extraño que cualquier cosa que nos perteneciese.
No más metafísica milenarista, decidió Kenmuir.
—Mi dama —dijo en voz alta—, primero nos quedan muchos años de preparativos. Lo que es más importante para mí, le hicisteis una promesa a Aleka Kame.
Lilisaire realizó un encogimiento de dedos.
—Y tendrá su isla y sus aguas. ¿Por qué no? El pequeño poder que tenía en esas regiones se escapa de mis manos. —Se tocó el mentón, frunció el ceño y luego mostró una ligera sonrisa fría—. Es más, tener amigos en la Tierra podría ser útil algún día.
A Kenmuir le llevó unos segundos apreciar todas las implicaciones.
—Vos misma no queréis ir a Proserpina, ¿no es así?
—No. ¿Por qué iba a desear tal cosa? Aquí están las regiones de mis antepasados y sus cenizas, sus bendiciones y garantías, sus recuerdos en cada montaña y mis propios recuerdos que podrían haber permanecido. Todo esto cambiaré por la desolación, las dificultades y la posibilidad de una muerte temprana.
—No tenéis por qué —dijo Kenmuir, sintiendo la garganta agarrotada—. Podéis pasar el resto de vuestra vida aquí, rodeada de lujos. Lilisaire rió con fuerza. Sonaba real, como si él hubiese conseguido contar un chiste homérico.
—¡Una jaula muy cómoda! ¡Qué bien educados están los visitantes que vienen a verte! Y si alguno de ellos se acerca demasiado a los barrotes… —Negó con la cabeza. Todavía sentía alegría—. Más aún, ¡cómo podría contenerme ante esta última insolencia!
Kenmuir recordó a su antepasado Rinndalir, que escapó a Alfa Centauri. ¿Se había librado Lilisaire por fin de la sombra de Niolente? La seriedad cubrió el rostro de Lilisaire. Permaneció un tiempo sin hablar, mirando al exterior, antes de decir con gran dulzura.
—Y la muerte allá fuera, será la muerte de una Beynac.
—Pero podréis sobrevivir hasta una edad muy avanzada —dijo él. Lilisaire no prestó atención a su intento.
—Voy a ir, y en la vanguardia. Por tanto, mal puedo mantener la promesa que te hice, mi capitán, de que serías jefe de mis empresas en el espacio, y que vivirías conmigo como un señor entre los selenarcas. —No importa.
—Sí que importa. —Sonrió—. Tus mentiras son muy galantes. Asombrado, Kenmuir buscó palabras.
—Mi dama, me alegro si os he ayudado, y si os he dañado, no era mi deseo, y… para mí es suficiente haberos servido.
Kenmuir se preguntó si realmente estaba siendo sincero.
—No es suficiente para mí —le contestó. Alargó una mano para tomar la de Kenmuir—. Te lo ruego, déjame ver cómo puedo salvar algo de mi promesa, al menos un poco.
Lo que Kenmuir vio, asombrado, fue que ella estaba allí, de pie, tan solitaria y frágil como cualquier otro ser humano.
La brisa era ligera. Aleka usó el motor para alejarse dos o tres kilómetros de Niihau antes de desplegar el mástil y las velas. Luego el barco se deslizó sobre olas de un azul y verde reluciente orladas con una espuma cristalina. Murmuraban entre sí, y saltaban contra el casco. En ocasiones, una cresta rompía, blanca durante un breve instante. El Sol caía hacia el oeste. Sus rayos recorrían las aguas. Allí fuera, pensó, el aire era frío. Un pájaro volaba en lo alto.
Kenmuir estaba sentado en un banco de la cabina al lado de la puerta frente a Aleka, quien llevaba el timón. Sólo vestía una gorra y una túnica sin mangas. Su piel relucía broncínea. Sobre la frente le caía un mechón rebelde. Kenmuir mantuvo el rostro impasible mientras reunía coraje.
Ella apartó la vista del mar, le miró y dijo las primeras palabras casi desde la salida.
—Has cambiado, Ian. —La voz era baja, y Kenmuir no estaba seguro de si veía una sonrisa fantasma.
—Tú también, creo —le replicó—. No es sorprendente, después de lo que hemos pasado.
Lo vio todo en su mente, el vuelo por el espacio, el mensaje enviado, la larga curva de regreso, la nave y el sofotecto al que, a regañadientes, había dejado encontrarse con su nave. Ella le había contado que no la había tratado mal; la llevó a bordo y la devolvió a la Tierra, donde Venator se entrevistó con ella y la liberó. No había corrido peligro físico, pero no podía, en aquel momento, estar segura de ello, y Kenmuir no se atrevía a pensar en lo que Aleka debía de haber sufrido en su espíritu, entre el vacío y las máquinas.
—Esperaba que vinieses directamente en cuanto llegué a casa —le dijo Aleka.
Aunque no percibía ningún reproche, hizo una mueca.
—Lo siento. Estaba tan ocupado… —Ya se lo había explicado antes, durante la corta conversación telefónica, y luego a su llegada—. Oirás los detalles, en la medida que pueda darles sentido en mi cabeza. Además, bien, pensé que primero querrías descansar. —En su tierra y en su mar, entre su gente y la gente del mar. Se había preguntado si sería por eso que Aleka había propuesto navegar para hablar en privado. Hubiesen podido ir a algún lugar en la costa. Pero allí era donde pertenecía por completo.
¿O era quizá que aquel cambio de escenario podría soltar la lengua de Kenmuir?
Aleka volvía a sonreír, aunque no con mucha confianza.
—Ah, well, lava, eso quedó atrás. La noticia de que nosotros, los Lahui, tenemos nuestro nuevo país es lo que debemos celebrar juntos, tú y yo. Para empezar.
Kenmuir no pudo responder.
Aleka lo observó durante un rato antes de hablarle con la suavidad del viento.
—¿No? No. Please, no te confundas. No te acuso de nada, no te ruego.
La miró a los ojos. —Nunca lo harías—. Ha pasado algo. —Sólo en mi interior. La mujer merecía sinceridad—. Voy a ir a Proserpina —dijo—. Lo… temía.
—No temas. —Era él el que pedía. Se inclinó y agarró sus manos—. Escúchame. Es lo mejor. Eres joven, tienes una vida por delante y un mundo que construir. Yo soy viejo y…
—Podrías intentarlo dijo Aleka. —¿Y hacerte perder esos años? No. Aleka conservó la calma.
—No juegues a no ser egoísta. No es digno de ti. Vuelves con Lilisaire. —Soltó las manos.
—Intento ser realista y hacer lo correcto —dijo. Las olas se agitaban. El pájaro buscaba una presa.
—No estoy del todo sorprendida —le dijo ella—. He kanaka pono’oe. Eres un hombre bueno, un hombre honrado. Puedes guardar un secreto pero no se te da muy bien mentir. —Miró el horizonte—. No te preocupes. Estaré bien.
Sí, lo sabía. Tenía demasiada vida en su interior para encontrarse mal.
Sin embargo… Kenmuir sonrió para sí, la sonrisa seca de un viejo. Cuando había imaginado la escena con anterioridad, ella respondía con furia y no era imposible que le hubiese obligado a reconsiderar.
Bien, quizá ella también había tenido sus dudas. Quizá, no, probablemente ella veía las cosas con mayor claridad y certeza que él mismo, más de lo que él hubiese considerado posible.
Debería sentirse aliviado, no desencantado. Pero no era más que un hombre.
Aleka mostró toda su preocupación.
—Pero ¿lo has pensado bien? Podrías ser el único terrícola, el único terrano, el único de tu especie, alejado, sólo con las rocas y las estrellas.
Él recuperó la entereza al oírla hablar de esa forma.
—Es el espacio, Aleka —contestó.
Ella lo meditó, jugando con el.
—Comprendo —repuso—. Siempre te ha atraído, y es el único camino que te queda.
Kenmuir elevó los hombros y los dejó caer. Después extendió las palmas de las manos.
—Es irracional, lo sé. Pero nosotros, los selenitas y los que vayamos con ellos, haremos que Proserpina tenga vida.
Por lo que pudiese importar en los gigaaños que quedaban por delante. No se sentía especialmente preocupado por ellos; no podía, al ser mortal y razonable. Aun así, secretamente estaría sirviendo a Madre Deméter, a la que nunca había conocido, y de esa forma le daría a su vida un sentido más allá de su propia existencia.
Esa idea era algo más que vanidad de primate. La Teramente estaba de acuerdo. No sabía si buscaría una forma de ocultar a los centaurianos la emigración a Proserpina. Se le ocurrían varias formas de hacerlo.
Ciertamente, el cibercosmos ya se aseguraba que el juego del escondite en el Sistema Solar no destacase demasiado, que se perdiese entre el ruido de fondo. No debía haber ningún monumento… Kenmuir pensaba que no importaba. A la larga, no importaba. Cuando la vida estuviese lista para seguir avanzando, lo haría.
Aleka asintió.
—Estarás en el espacio, Ian. No, no podría soportar el atarte. —Un golpe de timón—: Y en cuanto a nuestra dama Lilisaire, me atrevería a apostar que podrás soportarla.
—No es tan simple. —No.
Navegaron en silencio. De pronto, una figura apareció a estribor, y otra más y otra. Había llegado una tropa de la Keiki Moana.
Aleka las miró con amor.
—Pertenecemos a especies diferentes, tú y yo, ¿no? —dijo al fin a Kenmuir—. Y somos de la misma sangre.
¿Cuántos más vería el futuro?
—Lo que vais a hacer, aquí en la Tierra… —empezó a decir. Se detuvo, llenó los pulmones con el limpio aire salino y continuó—: Me pregunto si al final no resultará ser tan extraño y potente como cualquier otra cosa en todo el universo.
Ella rió, desafiante.
—En todo caso, hacerlo será divertido. Kenmuir esperaba que fuese felicidad. Ella volvió a tomarle de las manos.
—Te deseo lo mismo, cariño —dijo—, allá donde está Kestrel.
La pequeña nave que había pertenecido a Kyra Davis volaba sola por el universo, para viajar, por siempre, entre las estrellas.