37

La mayor parte de la Isla Vancouver era un parque. Debías aguardar turno para acampar, pero los viajes de un día no estaban restringidos y Victoria ofrecía a los visitantes muchos servicios. Los negocios más pequeños estaban acostumbrados a aceptar efectivo. Por la mañana, Kenmuir y Aleka tomarían un taxi privado, con conductor, al Hotel Sprucetop en las montañas. Desde allí había un día de camino a la propiedad Fireball, donde la puerta debería reconocer a Kenmuir y dejarles pasar.

Pero primero descansarían allí una noche. El riesgo parecía menor que la necesidad de dormir.

Al abandonar el café donde habían cenado, la luz se reflejaba en las ventanas de los edificios parlamentarios. Era como si esas imponentes piezas de museo recordasen momentáneamente lo ajetreadas que habían estado en el pasado. La luz, que venía de un sol dorado en el horizonte, esparcía claridad sobre la bahía, empapaba los jardines y las flores, doraba las alas de dos gaviotas tardías que volaban en el azul plata.

Había un grupo de jóvenes en un muelle. Se oía una canción, el sonido de una guitarra, pero por lo demás la tarde era tranquila y había poca gente por las calles.

—Hermoso —murmuró Aleka.

—Sí. —Kenmuir se prohibió definirlo como triste. ¿Sería sólo que se sentía así?

—Como en casa —dijo Aleka. Kenmuir arqueó las cejas—. ¿En serio?

—Oh, el campo, el aire, todo es diferente. Vivimos en un planeta maravillosamente variado, ¿no? Pero la paz y la felicidad son las mismas.

Paz y felicidad que ella esperaba preservar en Nauru. ¿Podría hacerlo? Incluso si aquella increíble apuesta salía bien, ¿podría hacerlo?

Se dirigieron hacia la casa donde habían encontrado alojamiento. Quizá eso fue lo que hizo que Aleka guardase silencio. Habían acordado en el camino hasta allí que lo más seguro y lo menos evidente sería inscribirse como pareja.

—Puedo comportarme —le prometió Kenmuir, sintiéndose sonrojar en las mejillas. Ella asintió, sonrió y le tranquilizó no diciendo nada.

En general, habían hablado de lo sucedido y de lo que podría ser. Poco a poco, al principio con timidez, luego con mayor libertad, se conocieron mejor, y les gustó lo que descubrieron.

Paseaban juntos por un bulevar bajo las sombras de los árboles, ya en el crepúsculo.

—Quiero mostrarte mi casa —dijo ella.

—Me encantaría verla —contestó él. Verla, y saber que estaba condenada.

—Este lugar me la recuerda tanto —repitió—. No es que no haya estado en otros, a su modo, similares. Vivimos casi en una edad de oro. Aunque Kenmuir no deseaba discutir, fue incapaz de dejar pasar la afirmación.

—¿Puedo señalarte que el oro es sólido e inerte? Ella frunció el ceño.

—No es necesario. Ya he oído suficiente sobre cómo las cosas realmente ya no cambian, como hemos llegado al final de la ciencia, el arte y la aventura.

—¿No es así?

—Mira a tu alrededor. —Aleka se detuvo, lo que hizo que Kenmuir tuviese que frenar de golpe; se dio la vuelta y señaló hacia el agua. Qué grácil era cada movimiento, pensó Kenmuir—. Esos jóvenes de ahí, o los que vimos salir de Winnipeg, o casi cualquier chico en cualquier lugar. Para ellos, el mundo es nuevo. El amor, el deporte, la Tierra y la Luna, todas las grandes obras, toda la historia de nuestra especie les pertenece.

—Cierto —tuvo que concederle—. Yo nunca agotaré los datos en las bases de datos. O Shakespeare, o Beethoven, nunca descubriré todos sus secretos. Una vida no es suficiente.

—Exacto.

—Sin embargo, te opones al sistema. Aleka golpeó con el pie.

—¿Cuántas veces tenemos que discutir lo mismo? ¿No lo hemos dejado ya bien claro? —Volvió a ponerse en marcha, dando largos pasos—. No he dicho que las cosas sean perfectas, o que lleguen a serlo. Siempre tendremos que luchar contra la entropía.

Había vuelto a meter la pata.

En lugar de disculparse, algo que Aleka le había dicho que hacía con demasiada facilidad, intentó reírse.

—No esperaba semejante frase de tus labios. —Aleka lo miró. Sus ojos brillaban en el crepúsculo—. Oh, sabes de física, pero yo pienso en ti más en términos de mar, de viento y… Sí, el universo todavía contiene muchísimas sorpresas.

Ella dejó de sentirse molesta. Pero seguía estando seria.

—Y tampoco nos quedaremos parados. Como a mi Lahui, todavía le queda mucha evolución por delante. Apuesto a que se convertirá en algo que nadie podría prever.

Kenmuir sabía que debía decir algo para indicar que estaba de acuerdo y seguir charlando de cosas insustanciales. No podía hacerlo. ¿Era tozudez o respeto por la inteligencia de Aleka?

—¿Importará eso? —¿Qué quieres decir?—. El cibercosmos nos tolera…

—¡Nos ayuda! —exclamó—. Sin él, la Tierra sería… un desierto ponzoñoso… llena de salvajes luchando por los restos.

—Quizá. O quizá hubiésemos resuelto nuestros problemas por nosotros mismos. —Levantó la mano—. En todo caso, la situación es la que es. Muy bien, te lo concedo, el cibercosmos no es desconsiderado. Nos sirve, incluso podrías decir que nos consiente. Los monstruos, los artistas del genocidio a lo largo de la historia, ésos eran humanos.

—Y nos hemos librado de ellos.

—¿Con qué fin? ¿Para mantenernos satisfechos, para dejarnos sin nada bajo los pies, mientras el cibercosmos avanza hacia su destino? —¿Qué es?— exigió saber Aleka.

—Ya lo sabes. Hace siglos que se profetiza, incluso antes de que existiese la inteligencia artificial. La mente, la mente pura, dominaría el universo.

—¿Te importa? —La risa de Aleka sonaba dulce en el silencio—. En mi caso, no siento celos. Simplemente deseo que mi gente tenga su propio futuro.

—Pero en ese futuro, ¿no estarían limitados, guiados, reformados para ajustarse a los límites que les han fijado?

Ella inclinó la cabeza.

—Últimamente no he notado demasiados límites y guías.

No, pensó Kenmuir. Ella le acompañaba en una misión que no comprendían. La causa de Lilisaire, sinuosa y dudosa. Ironía: le negaría un hogar espacial a los humanos que compartían su anhelo; confrontaría y en cierta forma oscura pondría en peligro el orden de cosas que nutría a Aleka; pero aun así, continuaban en su desesperada empresa.

Juntos.

Las palabras surgieron como por voluntad propia.

—No creo que nada excepto la reprogramación pudiese despertarte. Nunca he conocido a nadie más independiente.

Aleka le agarró la mano. El apretón era agradable. —Thank you. Tú tampoco eres auhaukapu.

Se detuvieron de nuevo y se miraron. Durante un segundo, con asombro, Kenmuir se preguntó cómo había sucedido tal cosa. Se trataba de una intersección desierta. El cielo se había vuelto de color violeta y la luna, creciente, parecía iluminarles. No se soltaron.

—Cómo deseo que conozcas el Lahui —dijo en voz baja—. Te imagino uniéndote a nosotros. Podríamos aprovechar tus habilidades, y a ti.

Kenmuir negó con la cabeza, desconcertado.

—No, soy demasiado viejo, estoy demasiado encastrado en mis hábitos.

Los dientes de Aleka relucían.

—¡Tonterías! Superas a cualquier jovencito que se me ocurra. El episodio de Overburg…

—¿La pelea? Eso no fue nada. —Se forzó a ser sincero—: Y, en cierta forma, la causé.

—¿Cómo?

—Oh, yo… acepté la hospitalidad de Bruno… y naturalmente él esperaba… —Kenmuir se contuvo.

—Maopopo ia’u. —Captó el desprecio—. Lo sé. Se pensaba que yo era su propiedad, como sus mujeres.

Atrapado, Kenmuir vaciló.

—No… no me gustó… no vi la manera de negarme cuando se puso tan insistente…

—¿Por qué iba a culparte a ti? —le preguntó para calmarle—. Pero creo que deberías saberlo… quiero que lo sepas… —Forcejeó—. Cuando me quedé a solas con ella, no pude.

—Oh, Kenmuir.

—La situación, y… y estaba claro que a ella no le importaba… Dije que estaba muy cansado, ella bostezó y… los dos nos dormimos. Aleka echó la cabeza atrás. La risa fue atronadora.

En Kenmuir, el disgusto se transformó en aflicción. El corazón le latía a menor velocidad. Después de todo, ¿qué importancia tenía? Lilisaire. Mientras tanto, había… ¿tranquilizado?… a su amiga.

Aleka se contuvo. —Lo siento— dijo.

—No lo sientas. —Se las arregló para sonreír—. Es bastante divertido.

Aleka le tomó de la otra mano y le miró directamente a los ojos.

—Eres un hombre encantador. Y no tenemos ni idea de a dónde vamos. Lo más probable es que fracasemos. Quizá ganemos la libertad, quizá no. Pero Pele sonríe.

Kenmuir esperó.

—Nos queda esta noche —dijo Aleka.

Se despertó en una ocasión. Una ventana de viejo estilo, abierta al aire frío y a la brisa que agitaba las hojas, miraba al oeste. La Luna brillaba. Apenas sacaba de entre las sombras las curvas de los hombros, brazo y mejillas allí donde ella respiraba tranquilamente a su lado. La felicidad le conquistó lentamente. Por esta breve ocasión, la Luna era el hogar de la paz.