11
Tan pronto como abandonó el subterráneo que la había llevado desde el aeropuerto, Aleka Kame comprendió que debía haber traído algo de más abrigo. El cielo estaba cubierto y tenía un aspecto gris. Un viento frío traía fragmentos de niebla desde el mar. La atmósfera de la Tierra no siempre respondía como debiera a los empujoncitos que recibía de Control Climático, y en ocasiones, incluso las predicciones locales a corto plazo eran erróneas. En el fondo, el planeta era caótico.
Como había visto; un dispensador en la estación, retrocedió. El puesto era básico, pero no quería nada muy llamativo. De hecho, ni siquiera tuvo que desnudarse para el escáner, porque llevaba muy poca ropa. Cuando hubo seleccionado un guardapolvo marrón y pagado por él, el sistema precisó tres minutos para prepararlo y sacarlo por la abertura. Se lo puso sobre la blusa y los pantalones cortos, recogió las bolsas y volvió a salir.
El transporte la había dejado a unas manzanas de su destino final. Al subir por Fell Street, notó que había más casas vacías que en su última visita. Se alzaban como torres, pintadas, selladas y silenciosas en su antigüedad, piezas de museo. Los residentes que todavía permanecían eran, por lo general, viejos, cuidando de las propiedades para ganar algunos créditos extra. Sin embargo, aquí y allá había algunos pequeños negocios: servicios personales, entretenimientos, tiendas de decoración, comidas y bebidas preparadas a mano, un lugar para descansar y charlar tomando un café. El tráfico era escaso: peatones, motoskaters, minicoches, alguna máquina realizando algún servicio no muy evidente. Al pasar Steiner, vio algo nuevo, una quivira frente a Alamo Square. Había sido diseñada para confundirse con el ambiente arcaico; no habría descubierto su naturaleza si no hubiese sido por el cosmos esquemático que parpadeaba sobre la entrada.
¿Así que la gente podía ir allí a disfrutar de las vidas de ensueño que no encontraban en la realidad? Entonces el vecindario no estaba muriéndose del todo… a menos que algún cálculo sociotécnico hubiese mostrado que podría devolverle algo de vitalidad, y que eso era deseable para algún fin mayor…
El Albergo Vecchio ocupaba un edificio cuyos residentes habían obtenido permiso para remodelar. Un cartel gemía al viento, con una pintura llamativamente amateur de unos campesinos durante la cosecha pasándose un pequeño odre de cuero. Las paredes tras la puerta, decoradas de forma similar, delimitaban un pequeño bar y varias mesas con manteles de cuadros rojos. Olores de comida venían de una primitiva cocina reconstruida.
—Benvenuta, can ssima! —gritó Mama Lucía y la abrazó contra su amplio pecho. Inmediatamente la invitada recibió un vaso de vino, un trozo de pan y queso.
En su habitación, que también era pequeña y meticulosamente anticuada, Aleka suspiró, agitó la cabeza y sonrió con algo de tristeza. Siempre se hospedaba allí cuando iba al Integrado de la Bahía de San Francisco. No era falso, no del todo; era el valiente esfuerzo de la familia por mantenerse independiente, trabajando en algo que le importase. Y, sí, ofrecía un refugio de las máquinas. Su ventana miraba a un huerto de verduras. Por lo que sabía, todas las plantas eran tradicionales.
Si querías ese tipo de respiro, una quivira te lo daría en su totalidad; pero la realidad, aunque limitada, costaba mucho menos.
Pero claro, nunca te alejabas demasiado de un multiceptor o de un eidófono. Aleka llamó al número de Mary Carfax. El rostro de una anciana apareció en la pantalla.
—¿Good afternoon? —dijo con voz temblorosa. Aleka dijo su nombre.
—Soy amiga de su sobrina, Dolores Nightborn —dijo—. Me sugirió que me pasase por ahí, ya que estoy en la ciudad, para darle noticias que es posible que no conozca, nada importante, pero sí agradable, y ver si precisa algo. Me encantaría ayudar en lo que pudiese.
—Oh, sí, sí. Querida Dolores. Thanks, lots of thanks, miss. ¿Puede venir soon, para tomar el té?
Era difícil creer que se trataba de una inteligencia electrofotónica que hablaba mientras un programa modulaba la transmisión. Aleka mantenía sus rasgos rígidos, la voz tranquila.
—Mahalo —dijo en lugar de gracias; olvidándose del anglo por el esfuerzo, pero no importaba; ella no jugaba a ningún juego de identidades, todavía no—. Claro, me encantará. Como en media hora, ¿ok?
Con rapidez se puso un decoroso unitraje, se cubrió con el guardapolvo y bajó.
—Tengo muchos recados —le dijo a Mama—. No sé cuándo volveré. —Bajo esas simples palabras, se estremecía.
La pantalla en la estación la dirigió hacia una parada en Colombus Avenue. Nunca había visto antes ese distrito. Era un lugar bullicioso, pero no debido a la presencia humana. A su derecha había un muro que se elevaba un centenar de metros, sin ventanas, aparentemente sin puertas. Recovecos y acanaladuras formaban una estructura sutil sobre la que volaban los matices de miles de diferentes puestas de sol. La luz también jugaba, en centelleos relucientes, sobre los edificios del otro lado, cuya alta complejidad sugería una fuente. Complementándolo en altura y gracia, una estructura de metal se alzaba más atrás, donde los cables formaban una red en movimiento alrededor de plateados nodos de control. Aleka en ocasiones deseaba tener el cerebro para comprender la estética sofotéctica, no sólo para limitarse a admirarla o quedarse atónita.
Una sensación de enorme energía la llenó por completo, aunque el aire soplaba en silencio y el tráfico era todavía menor que en Fell. El cibercosmos enviaba comunicados a los lugares de trabajo mucho más a menudo de lo que enviaba cuerpos materiales. Podía ver un par de docenas de máquinas. Un enorme transporte en forma de torpedo pasó susurrando. Dos pequeños voladores zumbaron sobre su cabeza, con los visores sobresaliendo del azulado metal y los brazos bajo las alas. Un manipulador dendrítico fractal de tres metros pasó estremeciéndose y reluciendo bajo el viento. Un globo con ruedas y de múltiples tentáculos era algo que no había visto nunca. Y así durante un rato… ¿Cuáles eran robots, cuáles inteligentes y conscientes, cuáles marionetas de algo que podría residir al otro lado del planeta? ¿Qué significado tenía la pregunta? Las mentes electrofotónicas podían combinarse a voluntad para formar toda configuración posible, adquiriendo cualquier potencial…
No era exactamente la única humana. Un hombre pasó caminando, tan deliberadamente que debía de tener alguna ocupación en aquel lugar. ¿Un consultor, un técnico? A cierta distancia había una mujer de pie, aparentemente conversando con un antropomorfo que podría haberse confundido con un traje espacial. ¿Podría ser ella una sinnoionte? Otros dos hombres, sin afeitar y desaseados, pasaron hablando sombríamente. ¿Residentes locales? Probablemente. Habría pocos, porque los seres de carne y hueso tendían a sentirse incómodos en ambientes como aquél, pero por esa misma razón los alojamientos en las calles adyacentes eran baratos.
«Mary Carfax» vivía allí. El bullicioso tráfico de datos por todas partes debía ayudar a camuflar el suyo. No tendría muchos vecinos cercanos, quienes podrían preguntarse por qué nunca salía de casa. Lo único necesario había sido meter el aparato a escondidas e instalarlo. La precaución de introducir un falso registro en la base de datos hubiese sido más difícil, pero dadas las conexiones de Lilisaire, no era imposible. Aleka conocía algunos de esos trucos.
Viró en Greenwich y, a unas pocas manzanas, encontró el sitio. Era una casa en el estilo reluciente de plástico pastel de ochenta o noventa años atrás. Las de los lados y las de enfrente parecían desiertas. Evidentemente los robots de la ciudad las mantenían cuidadas, pero Aleka se preguntó brevemente cuánto tiempo habría de pasar antes de que otras máquinas las derribasen para dejar sitio a más máquinas. ¿Lo harían? ¿Por qué? Los sofotectos no proliferaban por proliferar como solían hacer los humanos. El crecimiento al que aspiraban era etéreo, capacidades del intelecto, hasta la Teramente y más allá. Aleka se estremeció bajo el frío viento.
Llegó ante la puerta y dijo su nombre. Carfax, evidentemente, había dado algunas instrucciones, junto con una imagen grabada, porque se abrió inmediatamente. Se pasó la lengua por los labios, apretó los dientes y entró.
Una habitación estrecha contenía muebles antiguos y cuadros panales. Sorprendida, Aleka supuso que sería por si acaso se presentaba cualquier persona no esperada, un condestable o alguien así, a quien no podría negársele la entrada. Pasó a un espacio grande y tranquilo. Las paredes se habían retirado para crear una única cámara. Las ventanas se habían cubierto. El techo imitaba la luz del sol y el aire era cálido, pero supuso que era para su comodidad, igual que un sofá en medio de un suelo por lo demás vacío. Al otro lado vio un gran panel gris, vacío excepto por los sensores, una pantalla, un altavoz, y cubiertas que, evidentemente, protegían conectores especializados. Un robot multiuso se encontraba en una esquina. Imaginó que el sofotecto tenía control directo sobre él. La mente en sí, el sistema físico, se encontraba… en algún otro lugar de la casa.
—Cheers —saludó con la garganta tensa.
La voz que le contestó se había convertido en un barítono resonante.
—Welcome, miss Kame. Please, quítese la ropa exterior, siéntese, y póngase cómoda. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Comida, bebida, narcóticos, estimulantes? Lamento que el abanico de posibilidades sea limitado, porque los visitantes como usted no son habituales, pero las cosas normales están a mano.
—No… no, thank you. —Aleka temía que si intentaba lidiar con una taza o un plato se pondría a temblar. Agradeció el vino de Mama. Se produjo una reacción. ¿Por qué demonios tenía que sentirse nerviosa? No se trataba de un dios, sino de una máquina… una única máquina, sellada del resto del cibercosmos. Sí, era consciente, tenía habilidades que en ciertos aspectos superaban a las suyas, pero en otros aspectos estaba limitada, era ingenua, estaba dedicada a ese único servicio. Cuando terminase y se aplicase un nuevo programa, no sería la misma mente, el mismo ser, para nada.
Cierto, estaba al borde de lo que podría ser una empresa peligrosa. Pero ya antes había aceptado riesgos. Por lo general, disfrutaba de ellos. Y los posibles beneficios…
Sonrió, sólo por aparentar valor. Se quitó el guardapolvo y lo dejó en el suelo, se sentó. Le hubiese gustado más permanecer de pie, pero supuso de alguna forma que aquello demostraba más confianza, la mostraba más en control. Colocó el respaldo del sofá en posición totalmente vertical y no hizo caso de los sensuales ajustes automáticos para el contorno y la temperatura de la piel.
—¿Está lista? —preguntó la máquina. Ella asintió. El corazón le latía con fuerza—. Hablo en nombre de la Guardiana Lilisaire. Me ha dado un archivo con información sobre usted.
Aleka frunció el ceño.
—¿Es eso seguro? Es decir, si la están vigilando… —¿Cómo sabe que la están vigilando?
—Tiene razones para tomar estas precauciones, ¿no? La voz rió.
—Excelente. Confirma su impresión de una inteligencia alerta. El archivo no se transmitió desde Selene, se trajo a la Tierra en forma de grabación por un mensajero. En privado se lo pasó a otra persona, quien lo trajo aquí.
Presumiblemente, Lilisaire no tenía razones para sospechar que estuviesen vigilando a Aleka. Eso fue un alivio.
—¿Tiene, eh, autoridad para tomar decisiones?
—En la medida de lo razonable, sí. ¿Por qué cree que se le convocó?
—Está relacionado con el Hábitat, ¿no?
Lilisaire había hablado sobre el asunto, con mucho odio, al conocerse, aunque en general se había limitado a ser encantadora y, protegida por el encanto, inquisitiva. Además, todo el mundo sabía la oposición que el proyecto despertaba en la mayoría de los selenitas.
—Sí —dijo la máquina—. ¿Qué opinión le merece?
—Yo… no he pensado mucho en ello —confesó Aleka—. La idea parecía… emocionante; hasta que la oí a ella. Desde entonces… soy una simpatizante. Si los terrícolas quieren colonizar, que vayan a Marte. —Un viaje largo y caro.
—¿Qué significan los gastos cuando casi puedes hacer crecer las naves en un nanotanque y no precisan de tripulación humana? Y en Marte no sería preciso un Hábitat.
—Muy inteligentemente expresado. Estaba citando los argumentos propuestos por los defensores del proyecto. También son humanos, ya sabe, en el gobierno y fuera de él.
La amargura desapareció.
—¿Con qué los ha sobornado el cibercosmos? El tono era directo.
—Esencialmente, con nada. La mayoría son sinceros. Aceptan el análisis coste-beneficio que se les ha entregado porque confían en el cibercosmos. Ya sabe por qué. Éste es un mundo más estable, con mayor justicia social y económica que nunca antes de que se desarrollasen las inteligencias sofotécticas. No sea tan hostil a él.
La emoción de Aleka se calmó un poco.
—Oh, no lo soy, en realidad no. Soy… escéptica. Al menos, a menudo me pregunto a dónde nos dirigimos los humanos y qué grado de control nos queda.
—¿Su pasado lyudovita?
—¡Nunca fui lyudovita! —exclamó—. ¿Cómo podría serlo? La Rebelión se produjo hace muchas vidas.
—Pero cuando estudió en el Instituto Irkutsk, conoció a personas cuyos antepasados habían luchado en ella, y que todavía la consideraban una causa honorable injustamente aplastada.
Le volvieron los recuerdos: el campus, las praderas rusas, el glorioso Lago Baikal, Yuri, Yuri, y la villa a la que la había llevado, más de una vez.
—Tuve un amigo cercano, un compañero de estudios. Provenía de ese tipo de familia, sí. Intentaban mantener vivos los viejos modos, trabajo manual, agricultura, era lamentable verlo. Me los presentó.
Éramos muy, muy jóvenes. —Aleka suspiró—. Más tarde… cambió de mentalidad. —Y se separaron, y al final ella regresó a Hawai. A esas alturas, rara vez se lo encontraba en sueños.
—¿Y usted?
Se encogió de hombros.
—Tengo trabajo que hacer.
—Me limito a familiarizarme con su persona —dijo la máquina con amabilidad—. Conozco la información que Lilisaire me ha dado, pero es incompleta y abstracta.
Sin embargo, reflexionó Aleka, probablemente incluía más de lo que ella había revelado. Los agentes en la Tierra debían de haber examinado su vida antes de que la Guardiana decidiese que podía confiar en ella. O incluso antes, sí. Lilisaire tendría más que una razón casual, un par de amigos comunes, para invitarla a Zamok Vysoki, cuando estaba de vacaciones en la Luna, y encandilarla.
Aleka sintió que debía sentirse resentida por ese espionaje, pero no podía. Ni siquiera lamentaba que la antepasada Niolente hubiese tenido su parte en fomentar y prolongar la Rebelión. Un movimiento a sangre fría, cierto, con la esperanza de debilitar a la Federación hasta que desistiese en su propósito de incorporar Luna. Pero los lyudovitas y los selenitas tenían mucho en común.
Aleka reforzó su decisión.
—Vale —dijo—. Admito que conservo las simpatías que adquirí entonces. Hasta cierto punto, en todo caso. Personalmente, no creo que podamos dar marcha atrás a la historia. Ni que debiéramos hacerlo. —Ciertamente había sido una causa desesperada: mantener el control en manos de la humanidad. No permitir la fabricación de inteligencias artificiales completamente conscientes. Detenerse antes de que fuese demasiado tarde, y luego considerar cuánta mecanización y automatización era realmente deseable—. Demasiado tarde —repitió lo que se le pasaba por la mente—. Pero vivo con lo que el sistema le está haciendo a mi gente.
—Eso le dijo a la dama Lilisaire.
Me embrujó para que se lo dijese, estuvo a punto de contestar Aleka. Nunca se lo había confesado a nadie más, siendo sentimientos demasiado profundos para tener forma antes de expresarlos. Ni su padre, ni su madre, ni sus hermanas, ni Yuri habían conseguido sonsacarla. Todavía no sabía cómo lo había hecho la selenarca.
Refrenó sus palabras. Pasó medio minuto de silencio. —¿Podemos proceder?— preguntó la máquina. —Olu’olu!— soltó. Aleka contuvo el aliento. —Please. El tono tranquilo ayudó a centrarla.
—Tiene un conocimiento poco común de estos lugares, así como en la red de datos global.
—No soy una… espía, ni nada parecido.
—¿Podría describirme sus experiencias? Una vez más, sé lo que la Guardiana me ha dicho, pero oírlo en persona añade profundidad a la información dijo la máquina.
Y debía juzgar si realmente era lo que Lilisaire requería. Responder de una forma semiorganizada estabilizó aún más a Aleka. —Detalles, anécdotas. Me llevarían lo que queda de semana. Pero… oh, en mis días de estudiante conocí muchos lugares de la Tierra, además de conseguir una educación técnica. Comprenda, el Lahui necesita gente así, y los ancianos pensaron que yo tenía el talento, así que me animaron y apoyaron a que viese mundo. Desde entonces, he servido de contacto, con el Keiki Moana por una parte y el mundo exterior por la otra. Por asuntos de esos, he venido en múltiples ocasiones al continente, porque… well, a los metamorfos no les gusta usar la telepresencia, especialmente para asuntos importantes. Entre otras cosas, temen a los fisgones—. No sin razón, pensó. Las autoridades querían vigilarlos. Eran un elemento caótico, que por pura casualidad podría alterar planes sociales cuidadosamente establecidos.
—¿Su Keiki Moana busca cooperación con otros metamorfos terrestres? —Era más una afirmación que una pregunta.
—El núcleo, los… odio decir los Keiki «civilizados», sí. —Y por tanto, también Aleka, en su querido nombre—. Nada criminal, nada revolucionario. Pero… nos gustaría establecer comunicaciones discretas, encontrar intereses comunes, trabajar en pro de una organización que pueda apoyarles y defenderles.
Los selenitas también eran metamorfos.
—Nada criminal, nada revolucionario —repitió la máquina—. Pero a Lilisaire le dio a entender una actividad clandestina. —Secretismo protector—. No era del todo cierto. —Se me ha permitido acceder un poco… —En parte porque era necesario, en parte porque había presionado a los líderes, al estar interesada y bien dispuesta. Aventuras en lo desconocido.
—Sus conexiones podrían resultar valiosas. Y en cuanto a su acceso a bases de datos y líneas de comunicación…
—Eso es normal —interrumpió, porque empezaba a sentirse impaciente—. Soy agente de una comunidad reconocida, que tiene que tratar con agentes del gobierno. En ocasiones, eso se hace mejor bajo la confidencialidad administrativa. Ya sabe, para que la discusión pueda ser sincera y sin distracciones. De la misma forma, he aprendido a moverme por la red de datos. Pero carezco de acceso ilimitado.
Y aun suponiendo que lo tuviese, ¿cómo distinguiría lo que se le ocultaba de lo que se había creado para engañarla?
—Very well —dijo la máquina—. Vayamos al grano. —¡Al fin, al fin!—. La dama Lilisaire ha encontrado pistas que indican la existencia de un secretó… —y siguió hablando.
Aleka se quedó muda durante un rato.
—No tenía ni idea. No sé qué decir. O qué hacer —susurró finalmente de puro asombro.
—La esperanza es que pueda descubrir la verdad, y que eso le devuelva a Selene algo de poder sobre su futuro.
Negó con la cabeza.
—Es imposible, si ellos… —Ellos— quieren evitar que lo descubramos.
—¿Seguro? Tendrá toda la ayuda que podamos darle, empezando por un confederado con grandes conocimientos del espacio.
Lilisaire y su máquina de pensar no la lanzarían a una empresa totalmente absurda. Sintió excitación. Se inclinó, agarrándose las rodillas con las manos.
—Hábleme de ella. —De él.
Con los sentidos completamente alerta, absorbió cada palabra del sucinto informe de la máquina, cada línea del rostro de Ian Kenmuir. Pero…
—Temo… —dijo incómoda—. No suena propio de usted.
—Temo que pueda estar, eh, comprometido. Si hace poco que ha ido a ver a Lilisaire, y sospechan de ella…
—Somos conscientes de ese detalle. ¿No podría hacerle desaparecer con usted?
—Mmm… —Lo pensó—. Sí, quizá. Que saquemos algo de esto, ya no lo puedo decir, excepto que las probabilidades parecen muy escasas.
—¿Lo intentará?
Ve despacio, se advirtió. Aférrate a la independencia y al sentido común.
—¿Por qué debería hacerlo?
Era una pregunta cortante, pero la máquina no pareció ofenderse. ¿Podría llegar a ofenderse?
—Cierto, el riesgo será importante. No deberá asumirlo sin compensación.
—¿Qué se me ofrece? —Una actitud selenita, pensó.
—Si lo intenta en serio y fracasa, una suma importante. Antes de rechazarlo, piense en lo que podría comprar para su gente. —Depende de la suma—. Podían discutirlo más tarde. Siguió adelante. —¿Y si de alguna forma tengo éxito?
—¿Le gustaría un país propio? —¿Qué?
La máquina se lo explicó. Al final, estaba en pie sollozando.
—Sí, sí, oh, Pele, sí.
La máquina empezó a discutir los detalles.
Al salir, agotada emocionalmente, la noche se acercaba por el este. Para cuando llego a Fell Street, ya era de noche. Las nubes hacían que la oscuridad fuese aún mayor; el brillo del pavimento no podía dispersarla del todo. La niebla caía espesa sobre un viento aún más frío.
Se sentía incapaz de soportar el buen humor de Mama. En un autocafé tomó una cena rápida, sin prestar atención al sabor. En la fonda se fue directamente a su habitación.
Intenta relajarte, intenta conciliar el sueño. Una píldora la haría dormir, pero se despertaría con la misma agitación. Ya había decidido no frecuentar la quivira. Las cosas ya eran suficientemente complicadas sin añadir recuerdos de cosas que nunca habían sucedido físicamente. Un vivífero hubiese sido ideal, pero allí no lo había. Well, el multiceptor ocuparía sus ojos y oídos, mientras su imaginación le ofrecía algo más. Pero ¿qué ver? Buscó una lista de emisiones importantes. Ninguna le apetecía, y no se molestó en consultar los cientos de canales menores. Entonces, el informador de la muñeca. En él había miles de entradas, tanto texto como audiovisual, tanto hechos como entretenimientos. Muchos todavía no los había visto, sólo los había puesto allí porque había pensado que algún día podrían apetecerle.
Introdujo los datos de lo que le apetecía y colocó el borde del informador frente al escáner. Por la pantalla pasaron el título y una breve descripción. Al haber elegido Salida de sol sobre Tycho, dio instrucciones al multi para que lo sacase de una base de datos pública y se recostó. Se trataba de una comedia que recordaba con agrado, ambientada en los primeros días de la colonización lunar, cuando la vida era más simple, y completamente humana.