10
La madre de la Luna
Vista desde las montañas Taurus, la Tierra colgaba en la parte baja del cielo suroeste. El creciente estaba reduciéndose con la lenta escalada del sol sobre las cordilleras occidentales. Las sombras se habían encogido sobre la terraza en la que los Beynac habían acampado, pero todavía dibujaban incontables marcas sobre la lisa roca. Por debajo y por encima, la pendiente era igualmente rugosa, como las cumbres que la rodeaban.
Al no estar iluminado todavía, el valle del fondo parecía un lago de oscuridad. Todos los contornos eran suaves, gastados por gigaaños de lluvias meteóricas, allí no había ni los riscos terrestres ni las brusquedades marcianas; una tierra antigua contenida en sí misma y en sus secretos.
Para Dagny, la vista, como todo en Selene, era espléndida. Quizá la desnudez del paisaje alegraba su corazón, como un desafío. En aquel momento no prestaba atención. Estaba concentrada en Tychopolis, a unos 2700 kilómetros de allí.
La cara de Joe Packer estaba frente a la suya, perfectamente clara, con el nuevo modelo de casco, en forma de pecera, coronando su traje espacial. El protector se había oscurecido por sí solo en la parte de atrás para evitar la luz del sol, que hubiese restallado contra sus ojos si hubiese mirado directamente y sin protección en esa dirección. La gran holopantalla mostraba un excavador trabajando a su espalda, difuminado por el polvo que levantaba continuamente. Las imágenes no eran perfectas. No había cables de fibra óptica en aquellas regiones desérticas; se empleaba un satélite. Las imágenes eran suficiente para usos prácticos.
—… en general, los progresos son satisfactorios —decía Packer—. Sin embargo, debemos tomar una decisión. La noche pasada, en la esquina noroccidental del Complejo Tres, encontraron un bloque muy grande. Evidentemente tiene más o menos la misma composición que la roca circundante, así que no apareció en los exámenes del suelo, pero Pedro Noguchi dice que tendremos que sacarlo, y que eso dejará un hueco en un lateral, además de muchas grietas. Le dije que esperase hasta que hablase contigo. —Sonrió, de un blanco reluciente contra la piel chocolate—. No te preocupes, he encontrado otro montón de cosas para mantener a él y a su banda ocupados para que no se metan en problemas.
—Así se hace —asintió Dagny. Packer era tan competente como ella, y estaba destinado a sucederla cuando ella se trasladase a administración general. Por esa razón, además de por darle experiencia adicional, podía acompañar de vez en cuando a Edmond en sus viajes de campo: aventura y vida familiar, aparte de ayudarle en sus investigaciones. Todavía con muy poco personal, ese trabajo era tan esencial para la ingeniería y la futura colonización como la ciencia pura. De todas formas, construir las estructuras para la Universidad de Selene no debería suponer ningún problema extraordinario.
Pero, claro, ningún proyecto en la Luna estaba carente de sorpresas, y la responsabilidad final era suya. Hacía apenas diez años, habría estado atada al lugar. En ese momento, las posibilidades de telepresencia le permitían comportarse como un avatar.
Sí, revoloteando a su alrededor, la historia en el espacio se movía hacia delante, cada vez más rápido, como un cometa que se precipita hacia el Sol. No sólo allí. Se estaba construyendo un L-5, un espacio puerto, centro industrial y hogar para terranos donde pudiesen tener hijos completamente terranos. Se explotaba la riqueza de los asteroides. Hielo de las profundidades del espacio, pronto agua en abundancia allí donde los humanos la deseasen. En pocos años habría antimateria, producida tan copiosamente que una nave podría quemarla para acelerar durante todo el viaje y llegar a la órbita de Plutón en tres semanas. Pero cuando se ganase esa libertad, decía Guthrie, Fireball lanzaría primero sondas a las estrellas más cercanas…
Su mente volvió a los negocios.
—Very well, vamos a echar un vistazo.
Packer dio una orden. El ordenador cambió el punto de vista. Dagny vio escombros, el ángulo desigual de un pozo, una masa que sugería un puño cerrado y sobresalía parcialmente con algunas piezas rotas esparcidas. Packer le cedió el escáner. Hizo que la cámara se moviese, acercándose, alejándose y dando vueltas, iluminando oscuros huecos, ampliando, induciendo fluorescencia.
—Mmm —murmuró al fin—. Es lo que pensé e imagino que lo suponías. —Pero ella había aprendido de Edmond Beynac—. Un antiguo meteorito, enterrado en un flujo posterior de lava. El carácter plutónico… es raro, por decir poco. Mi esposo estará muy interesado. —¿Perdona?
—¿No lo sabías? Estudia meteoritos, además de lo que tiene bajo los pies. Cree que no comprenderemos los fundamentos de la formación de planetas hasta que no entendamos bien los asteroides. —Dagny chasqueó la lengua—. Jura que uno de estos años irá al Cinturón y echará un vistazo personalmente. —Se le disparó el corazón. Ya habían muerto muchos en esas distancias—. Esa roca será una prueba de su idea, su opinión minoritaria, de que en una ocasión hubo un cuerpo en esa región lo suficientemente grande como para calentarse de verdad antes de volver a enfriarse. Cree que el objeto de níquel-hierro que nos dio las minas de Tycho era parte de su núcleo. —Dagny recobró la compostura—. Pero me voy por las ramas. Pedro tiene razón, tendremos que sacarlo. El agujero, y las fisuras allí donde la lava se solidificó a su alrededor serán un potencial punto débil en los cimientos. No podemos limitarnos a llenarlas y pensar que ahí acaba la cosa. —No después del accidente Rudolph, o del más reciente y similar, pero peor, desastre en Struve Criswell.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Packer.
—¿Tienes alguna idea? Se me ocurren un par, pero tú has tenido más tiempo para reflexionar. Entre los dos deberíamos pensar algo que valga la pena. —La interrumpió un grito—. Oh, maldición. Las alegrías de la maternidad. Perdóname un segundo. Volveré enseguida, creo.
Poniéndose en pie, Dagny salió del compartimento de la oficina y se dirigió al enorme camión que había bautizado como su niñomóvil. La familia lo usaba a menudo para viajar, normalmente por placer, o con amigos —aunque ésa no era su primera expedición seria juntos y estaba bien equipado, desde la casa piloto en la parte delantera hasta el cubículo dormitorio que usaban ella y Edmond en la parte trasera. Más allá de la despensa, la cocina y el comedor, encontró el salón principal y a sus hijos.
Era un espacio de diez metros de largo por seis de ancho. Mesas y sillas plegables, baúles, que hacían las veces de asientos, permitían el paso, a veces en zigzag, sin que importase si se estaba jugando, festejando, entreteniéndose, educando o simplemente descansando. El duramusgo formaba una verde alfombra viva. Los tanques de reserva de agua y aire en el techo impedían la vista directa hacia arriba, pero ventanales a cada lado mostraban paisaje suficiente. Se fijó en que el camión de campo habitual estaba aparcado cerca. También vio los montones de especímenes geológicos y otros elementos, el paisaje montañoso, la Tierra grande y encantada, y el Sol al otro lado convertido en un disco apagado. Salía música de los altavoces, por suerte no muy alta; supuso que se trataba del último feg-huang. Los gustos de sus niños no coincidían con los suyos. En ocasiones se preguntaba qué compondría su generación cuando creciese.
Anson estaba fuera, con su padre y dos estudiantes. Gabrielle, la siguiente en edad con siete años, se hallaba sentada delante de una de las terminales de ordenador. Era lo adecuado, porque se trataban de sus sesiones de escuela. Pero ¿por qué se encontraba Sigurd, con sólo cinco años, a su lado? Él debería estar ocupado con sus propias lecciones. Francis, de tres, estaba acurrucado con su lector. No era de extrañar; a su edad ya todos sabían leer. La única que faltaba era Helen, en la cuna, que sin duda también aprendería. Francis parecía haber nacido para ratón de biblioteca. ¿Qué había escogido hoy? No le llamaban la atención las cosas habituales…
Centró los ojos en Gaby y Sigurd. Totalmente concentrados, no se habían percatado de su llegada. Recordó incidentes anteriores; cambios rápidos cuando ella aparecía, con un cierto aire furtivo y me dio sospechoso. En dos saltos de canguro se colocó a su lado. Los ruidos del bebé no eran de los que indicaban urgencia.
La muchacha expresó de pronto consternación, enmascarada inmediatamente. El muchacho siguió con una expresión rebelde. Era el que más jaleo organizaba. Dagny miró la pantalla. No, no ofrecía un programa interactivo de matemáticas. ARVEN ARREA NIO LULLUI PEYAR…
—¿Qué demonios pasa aquí? Su hija apagó la pantalla.
—Nada —murmuró. Los colores iban y venían por su cara. De aspecto era la más terrestre, regordeta y coronada por rizos ligeramente castaños. Tranquila, estudiosa, ¿era interiormente la más paradójica?—. Sólo un juego.
Tranquila, Dagny, tómatelo con calma, no hagas que se vuelvan hostiles. Portaban genes extraños, pero el ADN había venido de unos padres muy voluntariosos. Miró fijamente a Sigurd y le aguantó la mirada.
—No parece tu tipo de juego —le dijo con suavidad a aquel enorme hoy pelirrojo.
Él a su vez se puso colorado.
—Estábamos tomándonos un descanso.
—Si estuviese haciendo novillos, yo haría algo más interesante. A menos que esto lo sea. ¿Puedo preguntar de qué se trata?
Gaby estaba recuperando algo de compostura. —Per-mu-ta-cio-nes— dijo. Triunfante añadió—: ¿Comprendes? Estaba estudiando.
¿Hacer que la máquina produjese permutaciones al azar de, no, no palabras, sílabas? Dagny movió la cabeza. No podía ser cierto. Lo que había visto sugería una estructura, como si fuesen palabras en una lengua desconocida. ¿Podría aquella pareja estar creando un mundo de fantasía? Gaby parecía tener talento para ello, en la medida en que mostraba algo de sí misma. Sigurd, inquieto, resentido por quedarse atrás cuando su hermano mayor había seguido adelante, podría encontrar un hueco en un sueño compartido.
Si así era, estaba bien que aquella pareja increíble hubiese dejado a un lado sus peleas e hiciese algo en común, aunque fuese por poco tiempo. Secretos de infancia olvidados desde hacía tres décadas volvieron a la mente de Dagny. Sería mejor no continuar con la invasión. —Me alegro por vosotros, por lo que vale— dijo—. Sin embargo, no se supone que hoy debas estudiar conjuntos, debes practicar la mecánica de la aritmética. Y tú, Sigurd, debes mejorar tu deplorable ortografía.
—Aburrido —gimió. Gaby asintió, una y otra vez.
—Lo sé —contestó su madre—. Y os preguntáis por qué debéis hacerlo, cuando un ordenador puede hacerlo por vosotros. Well, escuchad. Puede que no siempre haya un ordenador disponible cuando tengáis que calcular algo o escribir algo que se entienda. Aún más, aprender los sistemas es la única forma en que podréis entenderlos. Si ignoráis cómo funcionan las máquinas y por qué, no os servirán; ellas serán vuestros jefes. Y os quedaréis lejos de muchas cosas maravillosas. En general, recordad: la gente independiente debe ser independiente.
»Jugad a juegos en vuestro tiempo libre. Este tiempo es de Fireball. Demostrad que podemos confiar en vosotros.
Así les llevó de nuevo a sus tareas. Francis, pequeño y rubio, apenas había apartado la vista de la lectura. Experiencias anteriores le decían a Dagny que había observado más de lo que daba a entender.
Helen gemía. Dagny se aseguró de que no era preciso cambiarla pero que tenía hambre, así que se abrió la túnica y llevó al bebé hasta el pecho derecho (una ventaja excelente de vivir en la Luna; menos cuando estabas en la centrifugadora, podías ir sin sujetador y los pechos no flaqueaban).
—Estoy ocupada, cariño —dijo, y volvió a la parte delantera.
La cabecita oscura chupaba leche de su cuerpo. Calor y amor era lo que volvía a ella. Sí, no importaban todos los problemas extras durante el embarazo, seguía queriendo otra más, otra vida para alegrar la suya y la de ’Mond antes de volar hacia el infinito futuro.
Sin ataduras en el espacio. ¿Qué sería de la Tierra? Resplandecía tan azul y blanca sobre las montañas. ¿Cuánta miseria, cuánto terror y desesperación ocultarían esas nubes? Pobre Norteamérica, empobrecida y atrofiada, la Renovación agarrándose como el alquitrán a una imitación de poder mientras la realidad se descomponía en la ilegalidad. Pobre Oriente Medio, Befeh1 retirado, el caos a sus anchas, el fanatismo en aumento, mayor cada día que pasaba… Pero en tierras más afortunadas florecía la civilización, la prosperidad, la libertad y una verdadera regeneración, la curación del planeta, pagada por las riquezas que Fireball llevaba de vuelta a casa… La mujer acercó más al bebé.
Cuando volvió a sentarse en la oficina de comunicación, el temor se desvaneció y Helen se convirtió simplemente en una dulce presencia en los límites de la conciencia. Los ojos de Packer la miraron sor prendidos durante un segundo, y luego volvió inmediatamente al trabajo. Estuvieron ocupados durante las siguientes dos horas, excepto por el momento en que Dagny devolvió a su retoño a la cuna. Encontró a Gaby y Sigurd estudiando. No parecían especialmente escarmentados.
—Eh, sí, suena razonable dijo finalmente Packer. No te limites a cortar una roca poco fiable y a sustituirla por cemento. La estructura metálica del edificio conduciría hacia abajo el calor del mediodía y el frío espacial de la medianoche; a lo largo de los años, los diferentes coeficientes de expansión térmica producirían un efecto de fatiga. Por tanto, lo mejor era sellar el agujero con una red de intercambio de calor, para que automáticamente equilibrase las temperaturas. Sería preciso una labor de diseño, pero probablemente bastaría con un programa comercial, y la idea podría resultar útil en otras partes.
—Oh, claro, primero tenemos que ejecutar algunos modelos de ordenador para asegurarnos de que la idea no es una locura —siguió diciendo Packer—. No, primero tenemos que escuchar la opinión del doctor Beynac. —Siempre mostraba deferencia hacia el hombre que había salvado su miembro y su vida, no de forma servil sino con una gratitud duradera que Dagny y Edmond apreciaban.
—Debería volver pronto —dijo ella—. De hecho, va con retraso. Hablaré con él y te llamará mañana a esta hora, ¿vale? —Mañana en la Tierra; el Sol sobre Taurus se encontraría a una docena de grados más de altitud—. Feliz aterrizaje.
Desconectó, se puso en pie, estiró los músculos agarrotados y deseó un pase más en la centrifugadora. No, demasiado difícil de arreglar y había que preparar la cena. Más tarde, por la noche, antes de dormir… sonrió. Oficialmente, el ejercicio horizontal no contaba, pero vaya si no se despertaba más animada en el turno de amanecer que después de cualquier otro ejercicio.
Volvió a proa. Ya había pasado la hora de estudio. Gaby y Sigurd no habían retomado su curioso juego. Dagny se preguntó si lo harían antes de estar de nuevo en Tychopolis y contar con la intimidad de sus habitaciones. La chica estaba tirada en un sillón, mirando por las ventanas, con una tablilla electrónica sobre las rodillas. Movió los labios, escribió algo con el lápiz, luego volvió a sus ensoñaciones. Dagny decidió no entrometerse. Francy había creado un show de fractales en una terminal, o había conseguido que uno de sus hermanos lo hiciese por él, y lo miraba fascinado. Inclinado sobre una mesa, Sigurd movía sus soldados de juguete y sus máquinas por entre una batalla.
—Ee… ce… puro —dijo—. Sssssssssss. Paro.
Representaban a las fuerzas de paz de las Naciones Unidas y villanos imaginarios, pero Dagny dudaba que fuese eso lo que tenía en mente. Apenas se atrevía a preguntar.
Tampoco es que ella y ’Mond se dejasen aterrorizar por sus niños. No es que faltase afecto y alegría. Pero ellos, y los otros que nacían de otras parejas, heredarían la Luna, que no era la Tierra.
Helen dormía tranquilamente. Pero ya se apreciaba, en los enormes ojos oblicuos, en las extrañas circunvoluciones de los oídos, en los huesos bajo la grasa infantil, que aquél también se convertiría en un rostro completamente diferente al de sus antepasados.
Sigurd movió la cabeza. Su rostro iba a ser duro, llevando al menos el recuerdo de su padre.
—Ehhh —dijo, como si el pequeño encuentro de antes no se hubiese producido—. Mother, nos prometiste que nos contarías lo que le sucedió al Boss Guthrie en Marte. ¿Ahora?
Él podía llegarle al corazón siempre que quería. Todos podían hacerlo. Aunque no conocían su parentesco, y quizá nunca lo conociesen, el amo de Fireball era tan leyenda para ellos como para los demás. Dagny, que había oído las historias directamente de su abuelo, no podía evitar que de vez en cuando se le escapasen.
—¿Ahora mismo? —objetó—. Pronto tendré que preparar las raciones.
—Los detalles, después. —¡Cuenta, cuenta!— gritó Francy.
Dagny se rindió. Era una historia divertida, de cómo Anson Guthrie se había colocado en órbita alrededor de Deimos y así había confundido a sus oponentes. Lo que ese incidente había implicado para la política y el sistema no interesaba a la audiencia.
—… y por esa razón, la gente del espacio llama al cráter «Lástima de Whisky».
¿Qué estaría retrasando a los geólogos?
—¿Por qué el gobierno no quería que Fireball estuviese allí? —Gaby se había unido al grupo. La madre no podía dar largas a la pregunta de la chica, ¿no?
—Es muy complicado de explicar, cariño. No se trataba de un gobierno, eran tres enfrentados. Se supone que el espacio pertenece a toda la especie humana, pero todo el mundo es ciudadano de algún país; vosotros y yo somos ecuatorianos, tu padre francés, los Gupta son hindúes; y nuestros gobiernos nos exigen en ocasiones cosas diferentes. Por tanto, si estamos con Fireball… ¡Eh! Aquí llegan los exploradores.
Por una ventana, Dagny vio cómo el truck se acercaba por la falda oriental de la montaña. El alivio que sentía era completamente absurdo. Si el equipo de ’Mond se hubiese encontrado con algún problema, la habrían llamado para hacérselo saber. Sin embargo, llegaban mucho más tarde de lo habitual, y Anson iba con ellos…
—En otra ocasión —rogó—. Ahora mismo será mejor que me dé prisa.
Realmente no tenía necesidad de apresurarse, pero hacerlo eliminaba la tensión. Empezar a hacer la cena. Cuando tenía tiempo, cocinaba según los niveles de calidad que había aprendido de Edmond, a menos que él quisiese hacerlo. En una expedición, y con ella ocupándose de los equipos de Tychopolis, se conformaban con comida empaquetada. Pero también sacó aperitivos y copas. Se cambió el mono por un vestido. ’Mond haría lo mismo, después de ducharse, y los niños estarían callados, aunque podrían unirse a la conversación. La hora feliz, la llamaba Guthrie. Oh, pero casi todas las horas de Dagny eran felices.
De vez en cuando miraba hacia el vehículo: los pasajeros descargaban lo que habían reunido, y los estudiantes llevaban las cajas al camión de campo. Ross y Marietta dormían allí, y normalmente comían también allí. No era una exclusión por parte de los Beynac. Los jóvenes querían algo de intimidad; comer, dormir y análisis de laboratorio no era todo lo que hacían allí. Padre e hijo se acercaron a la casa rodante. En contraste con la roca parda y las largas sombras, los trajes relucían de blancura. ¡Los repelentes de polvo eran toda una liberación!
—No rechaces las soluciones tecnológicas —solía decir Guthrie—. El progreso está hecho de ellas. Es así desde que Ung Uggson golpeó por primera vez dos piedras.
Dagny los perdió de vista cuando subieron la rampa. Se oyó ruido, la válvula exterior abriéndose y cerrándose, el gas que volvía al tanque de reserva mientras las botas se acercaban a los armarios. Se oyó una queja en voz grave.
—Maldición, apesto como una maldita cabra. —Y Dagny sonrió. Los trajes interiores fueron a la lavadora, que empezó a hacer ruido. Edmond y Anson volvieron al nivel principal. Dagny se reunió con ellos en la entrada. Los dos vestían túnicas de baño. Aunque no era un puritano, el hombre se sentía incómodo con la desnudez ocasional que era común entre la gente de la Luna. Al menos, creía que los adultos debían evitarla en presencia de niños del sexo opuesto.
Dagny saltó hacia él.
—Creo que es un olor muy excitante —rió—. Ven aquí. —Le pasó los brazos por el cuello y le besó en la boca.
Después de uno o dos segundos, le soltó y se apartó.
—Eh —dijo—, ha sido como besar a un robot. Un robot sudoroso, pero que no estaba programado para la tarea. ¿Qué pasa? Edmond gruñó y Anson parecía hosco.
—Límpiate —le ordenó Edmond—. Luego vete a tu camastro. —Un momento— exclamó Dagny. —¿De qué va esto?
—No hay cena para él —le respondió Edmond—. Se comportó de forma insubordinada e imprudente. —Al muchacho—: Vete. —Espera un minuto— fue la contraorden de Dagny. —¿Qué hizo?
—Nos dejó —dijo Edmond—. Estábamos ordenando las muestras en las cajas y no nos dimos cuenta de que se había ido. Sus huellas se perdían en la roca desnuda donde no podíamos seguirle. Le buscamos durante más de una hora, hasta que lo encontramos en una hendidura. Durante todo ese tiempo no nos había contestado.
—No podía recibirte —dijo Anson con la precisión cortante que en él indicaba furia—. Las montañas contaban la señal. El saliente sobre el campamento debía bloquear el satélite.
—Ya me lo has dicho. Y yo ya te he dicho… maldición, ¿cuántas veces…?, que no se abandona el grupo sin permiso.
—Cuando empecé, no me dijiste que me detuviese.
—Sabías que no mirábamos. ¿Hein? Te lo dije, si quieres caminar debes permanecer a id vista. Si llegas a una zona sin recepción, vuelve sobre tus pasos. ¡De inmediato! Mon Dieu, podías haberte perdido, podía haberte pasado algo… —La voz del padre vaciló—. Después de unos ciclodías podríamos haber encontrado tu momia.
Dagny se preguntó si aquélla era realmente su primera conversación o lo estaban repasando todo para su beneficio. Sin duda, Anson habría recibido una tremenda reprimenda verbal, pero eso sólo le habría hecho sentirse más orgulloso.
—Eso es muy cierto —le dijo en voz baja—. ¿Por qué lo hiciste? El muchacho la miró a los ojos. Era el más hermoso de sus hijos, delgado, derecho, con gracia felina, elevándose como un pájaro en la gravedad para la que había sido concebido. Ya tenía la altura que sería típica de los selenitas, y la cabeza sobresalía sobre la de su padre. El cabello rubio ceniza caía sobre unas sienes pálidas donde destacaba una vena tan azul como los enormes ojos rasgados de un selenita. Los pómulos eran asiáticos, la nariz, boca y mentón helénicos, aunque no tenía sangre de esos grupos; era parte del genotipo alterado y había sorprendido a los mismos genetistas. Mencionaban el caos inherente en los sistemas biológicos, pero ella suponía que eso significaba «no lo sabemos».
A ella, Anson le sonrió; a ella le habló con gentileza.
—No pasó nada, mother. No corría peligro. El Sol me indicaba la dirección, y el pico alto y dentado al sur de nuestra posición sería un punto de referencia si escalaba a un lugar desde donde pudiese verlo. —Merde! —rugió Edmond.
Dagny le tranquilizó con un gesto.
—Pero ¿por qué te fuiste, cariño?
—Well, me salí del campo visual antes de darme cuenta, y luego pensé que quería echar un vistazo a aquellas formaciones que habíamos encontrado en la grieta, que father no cree que sean interesantes.
Anson se encogió de hombros.
—De verdad, hubiese vuelto antes de que estuviesen preparados para irse.
—Si te perdías en ese maldito… ese maldito laberinto. —A Edmond le temblaban un poco las manos. Dagny sabía que esa noche querría que le confortasen.
—No me hubiese perdido —argumentó Anson—. Nunca me pasa. Podría muy bien ser cierto, pensó ella. No es que hubiese estado solo antes, pero en las excursiones guiadas actuaba como si pudiese dibujar mapas en la cabeza. Virtualmente ningún visitante, y muy pocos residentes de larga duración, podían hacerlo en un mundo que no era la Tierra.
El mundo que sería de ellos.
No debía restar autoridad a ’Mond.
—Podrías haber descubierto de la peor forma posible que puedes perderte —dijo—. En cualquier caso, fuiste egoísta y desconsiderado, causaste problemas y, lo más importante, rompiste la disciplina. Si no aprendes a comportarte mejor, algún día podrías causar la muerte de alguien. Ve a lavarte y acuéstate.
Mudo, tremendamente erguido, el muchacho se fue. Cuando hubo desaparecido, el hombre abrazó a la mujer. Ella apoyó la cabeza sobre la dura solidez de Edmond, inhaló su calor y su olor masculino, y lo agarró con fuerza.
—Odio esto —le susurró Edmond al oído—. Pero es nuestra obligación.
—Oh, sí, oh, sí —dijo ella—. Por su bien.
Si al menos él y ella supiesen lo que era correcto. ¿Cuántas de las antiguas reglas se mantenían? Aquellos no eran niños como los de antes. En cierto sentido, no eran humanos. Nunca podrían reproducirse con los de la especie humana, ni vivir durante demasiado tiempo en la Tierra. Para ellos no habría viento ni olas, ni cielo azul, ni tormentas, arcoiris, la gran rueda de las estaciones; a ellos pertenecía la piedra desnuda, las desdeñosas estrellas y la vida a partir de un nuevo comienzo. Ella no había creído que la extrañeza de su esencia importase tanto. En caso contrario, no los habría tenido. Pero ¿eran muy extrañas sus almas?