33
La Estación Winnipeg era una turbulencia de colores y risas. Kenmuir juzgó que la multitud estaba formada por más de un centenar de personas: hombres y mujeres, púberes y adolescentes, llegados de las praderas y quizá de más lejos. Fragmentos de las exuberantes conversaciones le indicaron que se dirigían a un campamento en las Rocosas, para pasar un tiempo haciendo montañismo y navegar en kayak; fuegos, canciones y amor bajo las estrellas. Muchas túnicas llevaban el emblema de un pico nevado y un pino con el rótulo Highland Club. Se preguntó en cuántas ocasiones se encontrarían todos juntos. Probablemente la mayor parte de las reuniones se realizaban en la red, con las experiencias compartidas por el vivífero y la quivira. Además de las exigencias del colegio, y para algunos, el trabajo, debían esperar su turno de reserva. La población no se había reducido lo suficiente ni los parques naturales se habían recuperado tanto como para permitir que cualquiera fuese a su antojo. Al menos, no por el momento.
Había leído previsiones de que ese día llegaría en Norteamérica en unos cien años. En otros lugares podría ser más tiempo, excepto por aquellas regiones que ya estaban completamente recuperadas.
Bien, sería mejor desearle a los jóvenes unas felices vacaciones y controlarla envidia. Para ellos, el mundo era un lugar feliz. Permaneció de pie junto a Aleka, intentando pasar todo lo desapercibido que fuese posible, y les vio embarcar. A su alrededor, el edificio se elevaba en grandes arcos opalescentes. Más cerca, había un tubo como una pared, invisible excepto por los elementos de soporte de una bobina electromagnética. Un vehículo flotaba en el vacío, el aspecto de mazacote aliviado por los tonos vivos y las amplias ventanas.
Los pasajeros se acercaron alegres y felices al tubo de entrada y lo atravesaron. A bordo, se apiñaron buscando asientos y compañeros, guardando objetos personales y diciendo adiós a amigos y familiares que habían ido a despedirles.
En el lado opuesto de la estación, un vagón más pequeño se detuvo, conectó con el tubo de desembarco y descargó unas personas. Otros pocos entraron. En ese momento no había mucho tráfico en dirección al este.
Sam Packer regresó del punto de venta de billetes.
—Aquí está —dijo. Kenmuir y Aleka recogieron las tarjetas—. Vais en el mini 7, estimado para, mm, dentro de veinte minutos a partir de ahora.
Demasiado tiempo, se quejó Kenmuir para sí. En cualquier momento… No. Rechazó sus temores. Después de todo, él y Aleka habían elegido un transporte privado, en el que pudiesen hablar con libertad, aunque había asientos disponibles en coches mayores que salían antes. Si los cazadores no los habían detectado allí, era poco probable que sucediese más allá. Además, viajar a la vista de todos podría ser más peligroso.
—Thanks a lot —dijo Aleka—. Es una frase muy pobre. Kenmuir sintió alarma. Ella no debería hablar así. Hacía que pareciese un asunto importante.
Packer sonrió, un destello blanco sobre la piel oscura.
—El placer es mío, miss. —La mirada era francamente apreciativa. Ella se la devolvió con un interés que Kenmuir se dijo que no debía molestarle.
La mirada de Packer se dirigió a él. El hombre se puso serio. —Hermandad— añadió, en una voz casi demasiado baja para oírle entre el ruido.
Lleno, el vagón se soltó del tubo de pasajeros y se adelantó. Su gemelo vino a continuación, se detuvo y aceptó al resto del grupo.
Un impulso se apoderó de Kenmuir. —Te has portado más allá del deber, Sam—. No. Somos Fireball, ¿no?
Las palabras eran nostálgicas. El padre de Packer sólo era un agente de relaciones públicas del Servicio Espacial, y su hijo sólo había encontrado carrera como músico en vivo; media carrera por lo infrecuente de las actuaciones, pero añadiendo sus ganancias a su crédito podía vivir bastante bien. Pero los Packer habían pertenecido a Fireball desde los días de Enterprises.
Había sido una suerte poder disponer de él y de su lealtad. O realmente no. Había sido casualidad que el primer aerobús que salía de St. Louis fuese a Twincity, a poca distancia por tierra de Winnipeg. Sin embargo, la gente de Fireball estaba dispersa por todo el planeta, y Kenmuir conocía a varios de ellos lo suficientemente bien como para creer que le acogerían con su acompañante y le ayudarían sin hacer preguntas. Podría haber probado en otro sitio, con la esperanza de que no les capturasen por el camino.
Packer se encogió de hombros.
—Y qué demonios, disfruté de vuestra visita —añadió—. Los billetes no son nada. Pagadme cuando os sea conveniente, o invitadme a cenar la próxima vez que nos veamos.
Había rechazado la compensación inmediata en efectivo con un comentario perspicaz.
—Tengo la impresión de que vais un poco justos de pasta.
Lo que importaba era que el débito fuese a su cuenta, para no dejar rastros de Kenmuir y Aleka que el sistema pudiese detectar. En las dos fases anteriores del viaje, la máquina había aceptado billetes, pero Venator podría ordenar que le informasen de cualquier transacción fuera de lo común.
Si eso le conducía hasta allí, y decidía realizar una investigación intensiva, podría apuntar a Packer.
—Algún día, Sam, si las cosas salen como deberían, te lo explicaré todo —masculló Kenmuir.
—Cuando sea así, estaré interesado —contestó Packer. Era inteligente, sabía que algo iba muy mal, y eso era lo que contaba.
—Quizá sea mejor que diga goodbye —propuso—. He estado pensando en tomarme unas vacaciones. Yo sólo a donde me lleve el camino. Kenmuir le dio la mano.
—Órbita libre. —Packer apretó con fuerza. Le salían lágrimas de los ojos. Los hombres se soltaron. Aleka arrojó los brazos a su alrededor y le dio un beso.
Él respondió de todo corazón y partió con una sonrisa. —Maravilloso kanaka— dijo.
—Fireball es así —respondió Kenmuir.
Ella inclinó la cabeza y le miró durante un segundo.
—Entonces comprendes el Lahui Kuikawa. ¿No es así? Sólo podía asentir.
El segundo vagón se alejó. Otro transporte llegó y se detuvo. Como estaba vacío, debía de haber sido separado de un cilindro local para acomodar a todo el pasaje. Aleka y Kenmuir podrían haber estado entre ellos.
Llegó un mini y recibió a un hombre, una mujer y un niño, sin duda una familia que deseaba viajar a solas.
Tres minis más dejaron bajar a sus pasajeros. La mano de Aleka se metió en la de Kenmuir.
Llegó otro. «Número 7» apareció a un lado y sonó melodiosamente en un altavoz. Aleka empezó a correr, se detuvo y caminó paso a paso junto a Kenmuir. Frente a ellos, el tubo de pasajero se conectó a la compuerta del transporte. Se abrieron las válvulas a ambos extremos. Pasaron las tarjetas por el control de la puerta y entraron. Se cerraron las válvulas. El tubo de pasajero se retiró. El mini aceleró, con suavidad pero ganando velocidad a cada momento. En las ventanas, la estación desapareció. Unos hermosos edificios antiguos pasaron rápido, y luego todo fue praderas.
Aleka dejó escapar el aliento de un golpe.
—¡Libres!
—Por ahora —dijo Kenmuir. Ella rió.
—No seas tan aguafiestas. ¿A qué distancia estamos del noroeste del Pacífico? ¿Diez horas? Si no han descubierto a dónde hemos ido no van a estar esperándonos al final. Y desde allí, el trayecto por acuaplano a Victoria es muy corto, ¿no?
Kenmuir no sabía en qué medida la alegría era real, pero le hacía sentirse de mejor humor. Nunca había tenido ocasión de usar un vehículo de transferencia como aquél. Con su hábito metódico, lo analizó. La cabina tenía unos tres metros cuadrados. Había dos bancos opuestos, bien acolchados, que podían transformarse en camas, y una mesa plegable que podía colocarse en medio. Al extremo se hallaba un eidófono y una cabina de entretenimiento. Al fondo, un cubícalo sanitario y una unidad de aire que era una versión en miniatura de la de una nave espacial.
El silencio también era como en el espacio, porque el vagón volaba sobre campos de fuerzas a través del vacío. El tubo era apenas visible; un poco de polvo había, inevitablemente, empañando su claridad. Aparecían anillos de conducción cada pocos centenares de metros, y de vez en cuando una bomba de aire. Por delante y detrás se veían los cables de energía como delgados centelleos que saltaban entre los pilares que, a intervalos, sostenían el tubo a seis metros del suelo. A cierta distancia a la izquierda, el tubo al este corría en paralelo. Mientras miraba, pasó volando un transporte.
De vez en cuando veía alguna ciudad —para ser más exactos, villa— o una casa aislada. Por lo demás, la pradera se extendía como un mar, con la hierba agitándose en olas verdidoradas bajo un viento en el que cabalgaban halcones y gansos salvajes. Debía de hacer calor; la luz caía en catarata de un cielo desprovisto de nubes. Oscureció las ventanas y miró hacia las profundidades arbóreas del Nuevo Bosque de Dakota.
Aleka guardó el equipaje que Packer les había conseguido, lleno de ropas y elementos de aseos. Sacó el almuerzo y los termos de café y limonada que había preparado en la cocina de Sam. Después del desayuno que habían tomado no volverían a tener hambre en horas, pero ver aquellos objetos descansando tranquilamente sobre un estante hacía el vagón más acogedor.
—Debería haberte ayudado —se disculpó Kenmuir con incomodidad.
—Ya lo harás, friend, ya lo harás. —Aleka giró el grifo del sistema sanitario hacia arriba, bebió y volvió para arrojarse en el asiento—. Voy a hacerte hablar hasta que mueras.
Él se sentó frente a ella. Incluso bajo condiciones de luz reducidas, la piel y el pelo de Aleka resplandecían. Las sombras fluían entre sus curvas.
—¿A qué te refieres? Has visto todo lo que he hecho.
—¿Sí? Lo dudo, porque no sé cómo ver. Si vieses apresuradamente el plano y un manual de entrenamiento de nuestro yate de comunidad en Niihau, ¿cuánto retendrías? Sin tener en cuenta los nombres de ve las y líneas, ¿podrías dibujarme un croquis? Well, yo no soy una astronauta. Dime qué descubriste en Prajnaloka y qué significa. Kenmuir frunció el ceño.
—Me temo que mucho menos de lo que esperaba. Es culpa mía. Debería haber comprendido que los datos básicos estarían al final del texto y haber saltado directamente. Lo lamento.
—¡El diente de Pele! ¿Cuándo vas a dejar de echarte la culpa de todo? Teníamos, ¿cuántos, tres minutos como máximo?, antes de que viniesen a fisgar. No estoy segura de comprender a qué bestia le hemos agarrado el rabo. Ése es tu trabajo, Kenmuir. Empieza a hablar.
La impaciencia de Aleka le animó. Sin embargo, meditó antes de hablar, y convirtió el uso académico en una defensa.
—Sin duda viste que una expedición selenita clandestina viajó a un cuerpo singular mucho más allá de Neptuno que un programa astronómico igualmente secreto había localizado en la época de Dagny Beynac. —Ella asintió—. Un asteroide gigante, en su mayor parte formado de hierro, y por tanto con una gravedad superficial comparable a la de Selene. También hay otros metales en abundancia, y ha acumulado grandes reservas de materiales cometarios: hielos, hidratos, materiales orgánicos, preservados virtualmente intactos.
—Sí, entendí hasta ahí, y me pregunté cuál era el problema. ¿Un tesoro? Tenemos mucho material mucho más cerca de casa, ¿no? Es más, con el reciclaje y la reducción de la demanda, ¿no se supone que las industrias extractivas van a decaer durante el próximo siglo? —Los gruesos labios se curvaron en una sonrisa triste—. Estoy confusa, y el resto de lo que apareció en la pantalla tampoco tenía demasiado sentido. Algo sobre, eh, Rinndalir y Niolente enviando más expediciones.
—Correcto. A mí también me sorprendió que lo hiciesen, y salté en el texto a esa parte. Allí me detuve, cosa que no debía haber hecho, y estaba concentrado en ella cuando sonó la alarma.
—¿Y?
—Enviaban robots, con algunas personas de confianza, con la idea de preparar el terreno para una colonia.
Aleka se puso un dedo sobre la barbilla. Para Kenmuir, el gesto fue encantador.
—Es extraño. Por lo que recuerdo… estudié ese período de arriba abajo cuando era joven. —¡Como si fuese tan mayor!—. Me resultaba extremadamente romántico: Fireball provocando la caída del último poder totalitario a costa de su propio poder, Guthrie y Rinndalir guiando a su gente a Centauri… —Kenmuir notó cómo la visión se encendía en el interior de Aleka.
¿A cuántos en la Tierra les seguía importando? Esos pocos, los que todavía sentían la llamada de las estrellas, se conformarían con establecerse en el Hábitat, porque durante sus vidas no habría otra cosa. Incluso Aleka, pensó Kenmuir, calificaba de romántica la historia de Deméter: un mito, no, un cuento de hadas. El mito de Aleka, el ideal por y para el que vivía, estaba formado por mares profundos, una isla solitaria y amistad con nohumanos. No lo inhumano como serían para él; lo nohumano.
La pasión de la mujer se desvaneció.
—¿Se implicaría Rinndalir en un proyecto así? —le preguntó—. Recuerdo que dijo en más de una ocasión, como cuando reclutaba para la migración, que la Nube de Oort estaba demasiado cerca de la Tierra. Nada menos que un abismo interestelar podría dar espacio suficiente para permanecer libres, para evitar que al final fuesen tragados por la Federación. —Se encogió de hombros—. Ésa era su idea de la libertad, no la mía. —Un suspiro—. Pero maldición, me hubiese gustado conocerle.
Kenmuir se sintió molesto, comprendió que estaba celoso de un fantasma y volvió a sentarse burlándose de sí mismo.
—Sospecho que eso era camuflaje para Niolente —dijo—. Para él, la aventura era irresistible, pero, naturalmente, quería que tuviese éxito, en el Sistema Solar.
—Tener éxito… ¿cómo? Es decir, ¿por qué guardar el secreto? La Luna era un estado soberano… con soberanía total, fuera de la Federación. ¿Por qué no limitarse a anunciar abiertamente el descubrimiento del asteroide, reclamarlo y empezar los asentamientos? —Aleka hizo una pausa—. Eso, si alguien quisiese ir. —Se estremeció—. Una noche eterna, tan lejos del sol.
—Ya lo he pensado. —Kenmuir no le dijo cuántas horas había pasado despierto pensando—. Al principio, supongo que la idea general era mantener el asteroide, Proserpina, como posesión de la casa, su filo, por lo que pudiesen ganar. En aquella era, la demanda de minerales y hielos crecía. Con el tiempo podría ser que una fuente distante y rica diese beneficios. Eso no llegó a suceder.
»Después de que Fireball empezase a morir, la posición de la Selenarquía se volvió desesperada. Niolente dirigió una serie de brillantes acciones dilatorias. Pero incluso ella debía de saber que sólo estaba ganando tiempo.
»¿Tiempo para qué? Supongo que debía de tener varias posibilidades en mente. Pero una de ellas era Proserpina. Prepararla, armarla, luego revelar su existencia y plantar una colonia que se declarase una nueva selenarquía independiente. Incluso soñando que a la larga podría forzar una segunda… liberación… de la Luna.
—Un sueño, eso seguro. —Aleka hizo una mueca—. Y tampoco muy hermoso. En todo caso, para mí. Está bien que nos hayamos librado de los selenarcas. Sus descendientes ya son un incordio suficiente. —No eres selenita —contestó Kenmuir.
Aleka lo miró durante un rato. Él creyó apreciar compasión. —Dejando de lado los juicios de valor— dijo ella después de un momento—, ¿cómo esperaba que unos cuantos individuos en una roca sin vida, inmersos en la oscuridad, podrían aguantar frente a la Federación? ¿Con misiles? La Tierra podría enviar cabezas nucleares que convertirían todo el asteroide en gravilla, si la Tierra tuviese que hacerlo.
—Si la Tierra tuviese que hacerlo —repitió Kenmuir—. ¿Por qué iba a hacerlo? El propósito de instalar armas sería forzar medidas extremas, una atrocidad, si la Federación insistía en negar el derecho de algunos selenitas a vivir en paz en un lugar remoto y de acuerdo con sus costumbres. Lo que no haría, a ese precio. El totalitarismo, toda la idea del control social había sido recientemente desacreditado.
Aleka miró el amplio y pacífico paisaje.
—Una reacción extrema a los avantistas.
—Sin duda. Desde entonces, el cibercosmos ha evolucionado, y, sí, en general ha sido beneficioso para nosotros. Pero igualmente, tú te rebelas contra él.
—En realidad, no. —Kenmuir notó su angustia—. Mi gente está atrapada en un dilema. No es bueno contra malo, es un conflicto de derechos. La única forma que veo de escapar de la trampa es conseguir la cesión de Lilisaire. Quizá debería agradecer esta situación que me ha dado la oportunidad de ganarla. Pero ¿a qué viene este terrible embrollo en el que nos ha metido y del que nada sabemos? Me digo una y otra vez que es un malentendido, quizá un poco de burocracia excesivamente celosa, y que pronto se arreglará. Si realmente pensase que somos una amenaza para la sociedad, agarraría el teléfono y llamaría a la policía ahora mismo para que viniese a buscarnos en este instante. —Se tensó en el asiento—. ¿No harías tú lo mismo?
—Yo… supongo que sí —titubeó.
Continuó apresuradamente, antes de que ella le preguntara a él, o él a sí mismo, qué le impulsaba.
—Estaba describiendo el contexto de aquella época. Pienso que Niolente creía que si el gobierno de la Federación conocía prematuramente la existencia de Proserpina, ocuparía el cuerpo con algún pretexto y prohibiría la emigración. Tenía la intención de presentarlo como un hecho consumado, un mundo lo suficientemente desarrollado como para que su reclamación tuviese fuerza y no se pudiese disputar.
»Pero la ruta de una de sus naves podría ser detectada durante el viaje y seguida. Contra esa contingencia, al principio de todo, adoptó otra precaución. No sería tan efectiva como la fortificación, pero podría hacerse con rapidez y le ofrecería un punto de apoyo para hablar. Sus ingenieros crearon un complejo sistema de detectores conectado a un transmisor de radio bien protegido y de alta potencia. Ante cualquier señal de extraños en cualquier punto vecino, enviaría toda la historia al Sistema Solar y a Alfa Centauri.
—¿Qué ganaría con eso? —preguntó Aleka.
—En ese caso, las unidades de la Federación no podrían afirmar haberlo descubierto —dijo Kenmuir—. Probablemente Niolente estaba sobrevalorando la astucia de sus oponentes, proyectando en ellos la suya propia, pero en cualquier caso el dispositivo aún existe. Nadie puede acercarse sin hacer pública la noticia, excepto usando el código apropiado; y aparentemente esa información murió con ella.
—¿No podría anularse el sistema?
—Sin duda, aunque el esfuerzo sería considerable. Entre otras cosas, hay instaladas algunas armas robóticas. No se desmanteló nunca, porque no había razón para ello. La Autoridad de Paz, o mejor, algunos oficiales de alto nivel y el naciente cibercosmos, se convirtieron en los únicos herederos del secreto. Lo han conservado desde entonces. —¿Por qué?
—Supongo que, al principio, simplemente para evitar provocar aún más a los selenitas. Ya era bastante difícil establecer una república y reconciliarlos con ella. Más tarde, a medida que el cibercosmos incrementó sus capacidades e influencia, debió decidir por razones propias mantener esa política. Durante una generación o dos, el número de humanos al que se le reveló se redujo drásticamente. Quizá hasta cero. Al menos, ésa es la explicación que se me ocurre para que Proserpina haya seguido siendo secreto.
—Hasta ahora —dijo Aleka ferozmente. Él respondió con desolación.
—Lo más probable es que siga así. No llegamos a leer los datos útiles, los elementos orbitales y demás. Si quisiésemos hacerlo público nos llamarían impostores o dementes, y posiblemente nos ingresarían para recibir tratamiento. No tenemos nada que nos apoye más que nuestra palabra, y la mitad sólo son conjeturas. La probabilidad de que descubramos algo más es… ridículamente pequeña.
—Pero vamos a probar —declaró ella.
—Sí, vamos a hacerlo. —Él, a solas, se hubiese rendido. El vagón siguió volando.
—Pero no tiene sentido —susurró Aleka al fin—. ¿Por qué el secreto? ¿Qué daño podría causar el que Lilisaire llevase algunos selenitas a Proserpina? Dándoles tiempo, podrían hacerlo tan habitable como la Luna. Y además, desarmaría su oposición al Hábitat. ¿Qué objeción razonable… podrían tener las autoridades?
No había dicho «podría tener el cibercosmos». ¿Se atrevería? —No lo sé— contestó Kenmuir—. Sinceramente, no puedo imaginarlo.
Pasaron un ramal, que se curvaba antes de enderezarse y dirigirse al sur sobre el horizonte. Quedó atrás en menos de un segundo. Sin embargo, tuvo el efecto de dirigir la atención de Kenmuir hacia el exterior. Selene colgaba pálida y creciente al este. Allí había comenzado aquella desesperada empresa suya, hacía mucho, mucho tiempo.