12
La madre de la Luna

Espacioso y agradable, el salón de los Beynac ofrecía la ilusión casi perfecta de encontrarse por encima de la superficie y en una Tierra tiempo atrás perdida. Flores dispuestas en los estantes esparcían rojo, amarillo, violeta y verde sobre las paredes marfil y sobre la alfombra de un azul profundo. El perfume de las flores impregnaba el aire que se movía como una brisa de verano. El mobiliario era enorme. Una gigantesca pantalla podría haber mostrado una escena del exterior o de algún otro lugar en la Luna, pero en su lugar mostraba una imagen de la Dordoña: árboles agitados por el viento que soplaba colina arriba hacia un castillo medieval; su susurro ofrecía un tono de paz. En la pared opuesta colgaba una foto familiar, que en aquel momento no estaba activada, y una reproducción por escáner de una marina de Winslow Homer. Un gato dormía sobre un sillón.

Pero te movías con gracia ultraterrena, y si dejabas caer algo, lo hacía con una lentitud de ensueño.

Entraron tres personas.

—Bienvenido —dijo Dagny—. Más tarde te lo mostraremos todo. Ahora mismo es momento de beber algo antes de la cena.

—Ya veo, esto no está nada mal —contestó Anson Guthrie—. Well, os lo habéis ganado.

—La mayoría lo hemos construido nosotros mismos —le dijo Edmond. Se podía permitir algo de orgullo. El trabajo nunca había sido fácil, a menudo muy duro, con las limitaciones de materiales, equipos y, sobre todo, tiempo libre. Había llevado años.

Una vez más Dagny se alegró de lo poco que el tiempo parecía haber afectado a su abuelo. Hacía cinco años que no le veía, y los mensajes con imagen o las raras conversaciones telefónicas no ofrecían la suficiente realidad. Además, su reciente pérdida era de esas que pueden romper un alma. Pero cuando se encontró con él en el espaciopuerto, todavía tenía la misma voz fuerte y la abrazó como un oso. Aunque tenía el pelo blanco y más escaso, y el rostro marcado por múltiples arrugas, parecía dispuesto a mantener durante muchas décadas el control de Fireball.

Lo que agradaba a ella y a los suyos, y a cualquiera en cualquier lugar que amase la libertad. ¿A quién le preocupaban las marcas en la piel? Cuando reía, a Dagny ya le radiaban líneas desde la comisura de la boca y de los ojos; a ’Mond se le habían plateado las sienes, pero sin embargo, ninguno de ellos había reducido el ritmo de sus actividades. —Sí, Dagny me pasaba los chismorreos junto con los asuntos de negocios— dijo Guthrie—. Muy buen trabajo éste. Parece sólida, del tipo que ya no se ve. Dispuesta a durar más allá de vuestras vidas, ¿no? La mujer asintió.

—Eso esperamos. Claro está, no es ni de lejos como tu hogar en la Tierra.

—¿Cuál de ellos?

—Mmm, bien, resulta que recuerdo la mansión en la Isla Vancouver. El mar, los árboles… —Su estancia allí había sido con toda probabilidad la más feliz de sus infrecuentes visitas al planeta, exceptuando cuando ella y ’Mond fueron juntos a Francia. Señaló la pantalla—. Nosotros tenemos que fingir. —Tenía que darse prisa, antes de que él pensase que sentía pena de sí misma—. Pero tenemos muchas cosas que no hay allí. —Más y más cosas, a medida que Tychopolis crecía. Vuelos de pájaros en Avis Park. La hermosa Hydra Square. Maravillas, creadas para Selene, en el zoo y los jardines botánicos. En el exterior, una grandeza austera, deportes— dashball, esquí de roca, escalada, saltos suborbitales, exploración —y la emoción, el asombro y el desengaño ocasional de una civilización en nacimiento.

—Cierto —admitió Guthrie—. Me hubiese gustado visitarte antes. Pero estaba demasiado ocupado. Siempre estoy demasiado ocupado. —Dio una vuelta a la habitación, mirando las cosas—. Echo de menos los libros —comentó—. Los antiguos volúmenes encuadernados. En mi juventud, cuando visitabas a alguien, ver lo que tenían en sus estantes, si era lector, te decía más sobre la persona que una charla de un mes.

—Los recuerdo en tu casa —dijo Dagny—. No hay necesidad de recordarte los problemas de transporte que hemos tenido hasta hace poco.

—Pero podemos darte algo a cambio —dijo Edmond. Tomó de la mesa un pequeño ciberlibro de mano, que se encontraba junto a un pequeño meteorito lleno de centelleos metálicos, y lo encendió. En la pantalla aparecieron el título y el nombre del autor—. Toma, juega con esto. —Se lo pasó a Guthrie.

El boss repasó parte del catálogo, moviéndose por entre los elementos del menú. La mayoría se encontraban en la base de datos de la biblioteca central y aparecían allí porque interesaban a los Beynac. Algunos eran propiedad personal. Accedió a algunas páginas, incluyendo representaciones de textos e imágenes con siglos de antigüedad. —Buena colección— dijo mientras tanto—. Este dispositivo no es igual que sostener un libro de verdad, pero me atrevería a decir que el sacerdote egipcio le repitió a Solón, hasta el aburrimiento, que los jeroglíficos tenían mucha más personalidad que cualquier alfabeto larguirucho.

No era un ignorante, reflexionó Dagny, a pesar de su desprecio por los autodenominados intelectuales.

Se abrió una puerta. El robot de limpieza escaneó el interior, detectó personas y, en ausencia de instrucciones, se retiró, volviendo a cerrar la puerta.

—Ah, tus publicaciones profesionales, ’Mond —comentó Guthrie—. Un conjunto impresionante. Mmm, veo que sigues como siempre defendiendo insistentemente tu teoría de un gran asteroide antiguo.

—Las pruebas se acumulan —contestó el geólogo. Fue al bar en miniatura—. Pero no estamos siendo muy hospitalarios. ¿Qué quieres beber?

—Me han dicho que han empezado a fabricar una cerveza decente desde la última vez que estuve en la Luna. Eso, please, para seguir directamente a un akvavit frío, si tienes.

—Dagny me dejaría si no fuese así, especialmente viniendo tú. —Edmond preparó lo mismo para ella, y un jerez frío para él.

—Pero ¿dónde están tus verdaderos escritos? —le preguntó Guthrie.

Hein?

—Esas novelas que mencionó Dagny, con el nombre de… maldición, me estoy volviendo senil…

—No es así, Tanso —declaró ella—. Simplemente tienes demasiadas cosas en la cabeza. Jacques Croquant, ése es su seudónimo.

—¡Mi secreto desvelado! —gruñó Edmond—. No sabía que se lo habías dicho.

—Me gustaría leerlas —dijo Guthrie—. Me temo que mi francés ha caído por un agujero negro, el poco que sabía, pero si un programa de traducción no destroza demasiado el estilo, seguro que serán divertidas. Edmond se encogió de hombros.

—Estilo, ¿qué es eso? Son historias de aventuras del espacio profundo que escribo para divertirme en los momentos libres. El seudónimo se debe a que los académicos son unos esnobs. Sí, respetan mi trabajo lunar. —Y ya está bien que así sea, pensó Dagny acalorada, porque había revolucionado la selenología—. Pero también quiero que se tome en serio mi idea sobre el Sistema Solar primigenio, que se investigue.

—Eso podría arreglarse, ahora que vamos a establecer una patrulla de meteoros. —Guthrie seguía con sus comentarios al azar—. ¿Qué, tres biografías de Charles de Gaulle? Y sus obras completas. ¿Héroe personal?

—En el siglo veinte, sólo dos líderes de naciones importantes merecen el calificativo de hombres de Estado, él y Konrad Adenauer. El resto… —Edmond volvió a encogerse de hombros—. Well, supongo que muchos de ellos tenían buenas intenciones.

—Mond tiene más respeto por la autoridad que yo —intervino Dagny.

Guthrie sonrió.

—Sí, naciste una rebelde dominante, Diddyboom. ¿Qué se siente al estar ganando poder aquí en la Luna?

—No es así —negó ella—. En realidad, no. Es sólo que ya sabes cómo el gobierno nos cargaba de políticos y burócratas que no podrían distinguir una basura de un cráter. El estar en la administración me obliga a tratar directamente con ellos, y si mis amigos y yo podemos conseguir que los residentes apoyen las posiciones de Fireball, y los candidatos adecuados en los pocos puestos elegidos que se nos permiten… bueno, ya sabes. Las bebidas están listas. Siéntate, por favor.

Los tres se sentaron, aunque en Selene era muy cómodo permanecer de pie y las reuniones habitualmente procedían de esa forma en las noches sociales. Los Beynac preferían mantener algunos gestos, costumbres, símbolos. Dagny se preguntó si podrían hacerlo durante el resto de sus vidas.

Cuando a Edmond le importaba algo, le importaba con pasión. —Debemos aceptar la autoridad legítima— argumentó—. En caso contrario, la sociedad se descompone hasta el punto de recibir con alivio a los señores guerreros que establecen un orden brutal pero al menos les hace sentir seguros. El problema no es lo que hace que un gobierno sea legítimo. Ha habido muchas formas en la historia, nacimiento noble o real, sacerdocio, voto popular, teoría sociológica, etcétera, etcétera. El problema es ¿cómo consigue un gobierno seguir siendo legítimo? ¿Cómo pierde la legitimidad? Yo digo que el punto de inflexión se produce cuando empieza a hacer más cosas a la gente que por la gente. Eso ha sucedido, está sucediendo, en muchos países de la Tierra. En el espacio, el desorden que tarde o temprano sigue a ese punto de inflexión implicaría la destrucción en masa. Fireball tiene más derecho al poder que la mayoría de los gobiernos que hoy reclaman ese poder, porque los amos de Fireball reconocen sus obligaciones para con la gente de Fireball.

No es lo que uno llamaría atractivo, pensó Dagny, pero cuando ardía, en ella también se encendía una nova. Sintió un escalofrío en la punta de la lengua, seguido del sabor de la cerveza, y no se sintió calmada.

—Thank you —dijo Guthrie—. Lo intentamos. Pero no me lo agradezcas a mí. Agradéceselo a la gente que lo está haciendo de verdad, como tu esposa. O tú personalmente, ’Mond, incluso si evitas la política. Yo me mantengo al día, más o menos. Vosotros no evitáis vuestras responsabilidades, sino que salís a buscar más.

—Si hacemos bien, es por usted, señor. Hace que lo deseemos. Hace que sea posible.

Guthrie lo negó con la cabeza.

—No soy yo. Nunca pienses tal cosa. Los que creen en un hombre indispensable no sobreviven mucho tiempo, ni deberían sobrevivir. —Sonrió, tomó un largo trago de cerveza y añadió—: Eso sí, no soy modesto. Trabajo mucho allí donde estoy. Pero se trata de una empresa sólida porque sus miembros lo son.

—Y lo son porque la empresa lo es.

Dagny asintió para sí. Había visto el compañerismo crecer y fortalecerse con el paso de los años. Esa práctica nueva pero de rápida extensión, aunque totalmente espontánea, de jurar lealtad a la compañía, que en la persona de un oficial era jurar fe en su propia…

—Tú empezaste Fireball, Tanso —dijo con suavidad—. La dirigiste durante todas sus terribles crisis.

—Juliana más que yo —contestó Guthrie, con la garganta ligeramente contraída.

Dagny sentía punzadas en los ojos.

—Todos la echamos de menos. Tú… —Se inclinó para depositar su mano sobre la de Anson.

—No te preocupes de mí —gruñó él—. Yo sigo en mi puesto. —Como ella hubiese querido— dijo Edmond.

—Es parte de tu naturaleza —murmuró Dagny. Guthrie agitó sus grandes hombros.

—Eh, corremos el peligro de ponernos serios —protestó.

Dagny vio que quería alejarse de los asuntos íntimos. Pero ¿cuándo volverían a tener otra oportunidad de hablar con intimidad? —Por favor, hazlo por nosotros —le pidió—. Hemos estado esperando para oír tus ideas, tus conocimientos. La Tierra está tan mal, y Fireball parece ser la única fuerza importante de bien que queda. —¡Cuidado, muchacha!— exclamó. —Ni Jesucristo podía afirmar tal cosa. Sabes que no es así. Podrías nombrar junto a mí a un montón de personas que no han dejado que el poder les cortocircuite la inteligencia.

—Sí, mantienen el progreso, al menos en ciencia o tecnología —dijo Edmond—. Especialmente, los superricos ilustrados, como tú. Los Genios Barones.

—Y algunos en el gobierno, por mucho que odie admitirlo. —Pero ¿qué hay de la población? ¿Qué hay de la vasta mayoría, en todas las naciones, que no puede encontrar un lugar real en el universo de alta tecnología que habéis creado?

—Sí. El Mundo Alto frente al Mundo Bajó. Es más que una invención periodística. Todos en el espacio pertenecen al Alto Mundo. No es un chiste. No necesariamente.

Dagny sintió cómo se le acercaban las cejas.

—Es posible que por eso tengamos problemas para comprender lo que sucede en la Tierra —se aventuró a decir.

—Hay poco sentido común allá abajo, cariño. Cada día hay menos, a pesar de los esfuerzos de esos que tú quieres canonizar.

—Las noticias, los análisis, los libros, las comunicaciones personales; aquí en la Luna todo parece… ¿abstracto? ¿Irreal? —Dagny se obligó a decir—: ¿Realmente va a haber una guerra?

—Las guerras ya se están produciendo, por todo el planeta —contestó sombrío Guthrie—. Las llamamos desórdenes, revoluciones o lo que sea, pero en el fondo son guerras. Y sí, me temo que la grande está ya en camino.

—¿La Jihad? —El tono de Edmond era áspero—. Esos predicadores… Pero no se trata del Islam contra los infieles, realmente no, ¿verdad? Nada es tan simple.

—No, claro que no. Yo la llamaría la última revuelta a gran escala del Bajo Mundo contra un orden de cosas que no entiende y del que se siente por siempre marginado. El Alto Mundo tendrá su parte de aliados musulmanes, los mahdis tendrán los suyos en todos los credos y religiones.

—¿Cuál será el resultado?

—No habrá una destrucción general —le aseguró Guthrie—. Espero que la furia dispare armas nucleares, pero no muchas y no muy potentes. Todo el asunto es demasiado complejo, cambiante y está demasiado entremezclado económica, geográfica y étnicamente, y cualquier otra cosa que se te pueda ocurrir… demasiado para un ataque directo. Mi suposición es que presenciaremos años de luchas menores en algunas áreas, un tsunami de sangre en otras. Los países del Alto Mundo acabarán ganando, pero estarán tan desestabilizados que las cosas tampoco volverán a ser las mismas para ellos. —Hizo una pausa, y luego terminó diciendo—: Dudo que alguna vez haya habido, o que pueda haber, una guerra que compensase su coste, cuando tienes en cuenta el coste para todos los implicados, incluyendo a las generaciones por nacer. Pero lo que salga de ésta podría ser mejor en algunos aspectos que lo que tenemos ahora. Por ejemplo, no veo que esa tontería de la Renovación pueda sobrevivir al conflicto.

Pero en general, alegraos de estar en la Luna, vosotros y los vuestros, sólo preocupándoos del vacío, la radiación, los meteoroides, los fallos del sistema de soporte vital y los burócratas.

—Sobre todo por los niños —dijo Dagny—. Efectivamente.

Todos querían cambiar de tema.

—Y hablando de los niños, ¿dónde están? —preguntó Guthrie. Dagny agradeció el alivio, la ligereza.

—Esa pregunta tiene más respuestas que número de niños. Edmond asintió.

—Corretean por ahí, cuando no, vont á la derobée, se mueven en silencio como gatos. Y tienen asuntos privados de los que sabemos poco. —Suspiró—. Cada vez menos, a medida que crecen.

—Sí, eso lo sé por Dagny —dijo Guthrie. En una ocasión, después de confiarse a él, su mensaje de respuesta le hablaba de una gallina que había visto de niño, a la que le habían dado huevos de pato para que empollara y criara a los patitos, contemplando sin poder hacer nada cómo su prole se alejaba nadando por un estanque—. Sí, pero ¿dónde están ahora mismo?

—Bien, Brandir está en Port Bowen —le dijo—. Pretende convertirse en ingeniero estructural, debes recordarlo, y le conseguí un trabajo de unas semanas en la nueva catapulta de lanzamiento de carga que estamos construyendo; experiencia práctica. Está deseoso de conocerte, pero a menos que puedas quedarte algo más de tiempo, o ir a buscarle, tendrá que ser por teléfono. Verdea está en casa de una amiga, probablemente practicando alguna de sus composiciones. Kaino en el equipo de vuelo…

—Para, please. ¿Brandir, Verdea, Kaino? Me has descrito esa moda de los jóvenes selenitas de adoptar nombres inventados e insistir en su uso, y también lo han hecho los periodistas, pero no consigo recordar quién es quién.

—Es algo más que una moda —dijo Edmond—. Van totalmente en serio. Es más, están desarrollando todo un lenguaje para ellos. No es una jerga, o un argot, sino un lenguaje.

—No nos rechazan —dijo Dagny—. En realidad no. —Tenía que creerlo. Y seguían siendo amables para con sus padres, cada uno a su modo, y si se sentían distantes, ¿el dolor que le producían era mayor que el que ella le había producido a sus propios padres?—. Es sólo que son… diferentes, más diferentes de lo que cualquiera hubiese podido prever. Intentan descubrir su propia naturaleza, y… y nosotros no podemos ser de mucha ayuda.

Guthrie se acarició la barbilla.

—Entonces no se trata de una simple rebelión adolescente, ¿eh? Aunque el Señor sabe que viendo a la Tierra y a los agentes de la Tierra en Selene, estarían más que justificadas. —Volvió a beber de la cerveza. Edmond tomó las jarras para volver a llenarlas—. Thank you, my friend. ¿Puedes decirme algo más de ellos?

Dagny puso en la pantalla unas secuencias recientes, en sucesión, y pudo encontrar algo que decir de cada uno.

Brandir. Anson. Dieciséis. Dos metros de alto, de anchos hombros, ágil; pelo rubio ceniza, ojos azul plata, piel marmórea sobre la que nunca crecería una barba. El rostro no era del todo selenita, tenía rasgos de su madre. A menudo tenía roces con su padre, pero no muy importantes, y ella pensaba que se sentía más emocionalmente unido a ella que sus hermanos. Eso no le impedía lanzar cables a las chicas de genes terrestres. Y en cuanto a las mujeres de su raza, lo que sucedía era tanto asunto de ellas como de él. Parecían tener intereses paralelos, una independencia tan de hecho que no se molestaban en manifestarla. ¿Qué había pasado con los amores de instituto?

Verdea. Gabrielle. Catorce años. De aspecto casi terrestre, de altura media, metida en carnes, rostro de nariz redondeada, ojos y rizos castaños. Tranquila, estudiosa, y, cuando quería algo, con una decisión de acero. Talento literario, manifestado en poemas y bosquejos en prosa que sorprendían a Dagny (Libertad en las estrellas: Aquiles/Odiseo…). Mientras que otros jóvenes genios habían escrito el programa que construyó el lenguaje selenita básico, ella parecía encontrarse entre los principales colaboradores en su vocabulario en expansión y cada vez más sutil. Dagny tenía razones para preguntarse si mantenía relaciones sexuales, pero ¿qué sabe una madre? Los niños selenitas protegían su intimidad, y Verdea rechazaba a los chicos de genes terrestres.

Kaino. Sigurd. Doce. Grande para su edad, fuerte, pelirrojo, ojos azules, con rasgos muy similares a los de su padre. El atleta del grupo, el más gritón e impulsivo, en ocasiones excesivamente temerario. Mantenía una enemistad filial con Brandir, pero rara vez se manifestaba en peleas. Se evitaban durante ciclodías, sin hablarse, y de pronto, durante un tiempo, eran los camaradas más íntimos. El gran sueño de Kaino era pilotar naves espaciales. No aceptaba, ni podía aceptar, que la herencia que hacía que el peso lunar fuese normal para él convertía la aceleración en una barrera letal.

Temerir. Francis. A punto de cumplir los diez. Delgado, rubio platino, ojos grises, oblicuos y enormes sobre un rostro ascético, exceptuando los carnosos labios rojos. Leía todavía más que Verdea, todo un estudiante, de pocas palabras y asocial. Mostraba un gran talento científico.

Fia. Helen. Siete y medio. Todavía una niña, aunque ya se apreciaba que sería hermosa, con pelo negro, ojos pardos, con un rostro que era una versión femenina del de Brandir. Casi tan reservada como Temerir. Podría tener gran talento musical, pero era difícil saberlo, y no le gustaba la mayoría de las cosas que oía. Quizá crease la primera música realmente selenita.

Jinann. Carla. Cuatro. Una pequeña pelirroja, como lo había sido su madre, vivaz y afectuosa. Había recibido el nombre selenita de sus hermanos, y a menudo se olvidaba de usarlo. ¿Quién podría decir en qué se convertiría?

—¿Los más jóvenes están en casa? —preguntó Guthrie.

—En la sala de juegos, supongo —contestó Edmond—. Los conocerás pronto, en cuanto Clementine los ponga presentables.

—Es exigencia suya —explicó Dagny—. Están muy emocionados por tu visita, pero a ninguno le gusta que los… extraños… les vean en desventaja.

Guthrie arqueó las cejas.

—¿Tienen una niñera de verdad? Tenía la impresión de que el problema del servicio en Selene es tan intratable que nadie recuerda ya el significado del término. ¿Una au pair, quizá?

—No, no. Clementine es como llamamos al robot.

—¿Una niñera robot? Los limpiadores ya son difíciles de programar.

—Se trata de un nuevo modelo, que una pequeña compañía de la ciudad ha desarrollado recientemente —dijo Edmond—. Aceptamos probarlo. Por ahora nos va bastante bien.

—¡Vaya! No había oído nada. Ah, demonio, ¿quién puede estar al día? —Cuando los modelos informáticos y los experimentos a nanonivel comprimen lo que eran años de investigación y desarrollo en simples horas. Dagny comprendía que el obstáculo a superar por el progreso no era la innovación; era la inversión de capital y la aceptación en el mercado—. ¿No es un pelín arriesgado?

—No temas, tenemos muchos sistemas de seguridad —dijo ella—. Además, se limita simplemente a vigilar, a hacer algunas tareas simples y a entretener. Eso es todo; con un repertorio de canciones e historias para combinar. No nos sustituye, simplemente nos ayuda. No querríamos más. —Apenas podríais tener más. Todo esto ya me sorprende—. ¿Los adelantos en inteligencia artificial están a punto de detenerse? —se preguntó Edmond—. He oído la afirmación, pero el hombre que construyó a Clementine no está de acuerdo.

—Oh, se están consiguiendo máquinas asombrosas y programas sorprendentes. Sabes por tus viajes de campo lo que los robots de alto nivel pueden hacer, y pueden ser aún mejores. Sí. Incluso una especie de… algo que podríamos llamar creatividad. Pero todavía es básicamente estocástica, no muy diferente en principio del método caleidoscópico que usa vuestra niñera para crear nuevas historias. El pensamiento real, la conciencia, la mente, como quieras llamarlo… por lo que leo en los informes que me llegan, seguimos igual de lejos.

—Extraño —musitó Dagny.

—¿Podría deberse a que la aproximación fundamental es errónea? —Fue la cábala de Edmond.

—Creo que los que así opinan tienen razón —contestó Guthrie—. Recordarás que, según su escuela de pensamiento, la mente no es completamente algorítmica. Si eso es cierto, entonces el Omega final que ese tipo Xuan ha estado defendiendo no sucederá nunca. Al menos, no por ese camino.

—¿Estás seguro? —preguntó Dagny—. No crees en un alma sin cuerpo o nada parecido.

Guthrie rió.

—Para ser exactos, tengo un miligramo más de fe en lo supernatural que en la sabiduría y beneficencia de los gobiernos.

Dagny frunció el ceño concentrada. Le atraía ese problema. —Entonces, la mente tiene un fundamento material. En cuyo caso, deberíamos ser capaces de reproducirla artificialmente—. Supongo. Sin embargo, el asunto podría ser más complejo de lo que imagina la escuela algorítmica. Para empezar, «material» es un concepto muy extraño. Repasa la mecánica cuántica.

—¿Qué hay de las emulaciones?

—¿Te refieres a hacer un escáner de un cerebro y proyectar su contenido en una red neuronal diseñada para ese propósito? Bien, juzgando una vez más por los informes que he leído, suena prometedor. Aunque no estoy seguro de que se trate de una promesa que me gustaría que se mantuviese.

—Entonces tendríamos una máquina con conciencia.

—Algo así, supongo. —Guthrie bebió cerveza mientras buscaba las palabras—. Pero comprende que si mi suposición es correcta, nosotros no habríamos creado esa mente. Sería algo que vendría dado, que era una función de un cuerpo vivo y de todo lo que ese cuerpo experimentó. Todo el conjunto, no sólo el cerebro aislado. Si alguna vez podemos imponer su… codificación molecular… sobre una matriz electrónica o fotónica, quizá eso nos ayude a comprender qué es realmente la mente, y quizá podamos fabricar una de la nada. No sé. —Sonrió—. Yo, en general, siento pena por las personalidades emuladas, la sombra que quede en la máquina. Sin estómago, sin cojones, sin nada.

—Tendría sensores y actuadores —le señaló Edmond—. Y no tendría que envejecer.

—Me conformo con lo que la naturaleza me ha dado, gracias. —Más tratamientos antienvejecimiento, reparación celular y el resto de los programas médicos—. Dagny se metió un poco con él. —Vale, admito que preferiría no pasar mis últimos diez o veinte años chocheando— le concedió Guthrie. —Y puede que una emulación mía encontrase la existencia interesante. Pero creo que me alegraría de no ser yo.

Dagny miró la hora.

—No quiero interrumpir… —empezó a decir.

—Hazlo —le animó Guthrie—. Como Antonio le dijo a Cleopatra, no me gusta discutir. Vine a relajarme y a disfrutar de la buena compañía.

—Un argumento inteligente, que es uno de los grandes placeres de la vida —le recordó Edmond.

—Y también una buena comida —dijo Dagny—, y estará sobre la mesa dentro de muy poco tiempo.

—Cocina ella. —Le dijo Edmond a Guthrie—. Terminemos los aperitivos. Afirmo, como francés, que va a sentirse agradablemente sorprendido.