19
—Despierta, tío. No hay que malgastar el tiempo.
Aferrado a los sueños, Kenmuir luchó contra ellos. Se rompieron mientras sentía otro seísmo. Abrió los ojos. Aleka se encontraba cerca del camastro, moviéndole los hombros.
—Venga, dormilón —le animó—. Nos quedan unas horas. Tenemos que atravesar mares tormentosos.
Parpadeó. El refugio relucía ligeramente a madreperla, encerrándole en una pequeña bóveda. El suelo era duro y estaba agrietado, el aire estaba caliente y seco como una momia. ¿Mares?
Recuperó los recuerdos. Le parecía casi como otro sueño, la larga fuga desde la casa de Iscah en medio de la noche, él y ella en silencio, durmiendo a ratos, y después de que ella le murmurase unas palabras a alguien, él llegó al refugio. Aleka vino después, situando cerca su propio camastro y ropa de cama, pero ya estaba de pie y asombrosamente refrescada.
Kenmuir miró a su informador. Eran las 13.10. Intentó silbar, pero tenía mucha sed. Poco a poco, se puso en pie. Apenas pudo ponerse una manta alrededor de la cintura. Aleka rió.
—Buen chico —dijo—. Sabía que podrías hacerlo si lo intentabas. —¿Qué programa tenemos?— graznó.
—Almuerzo con el father. Sé inteligente, o al menos amable. Más o menos lo tengo convencido, pero quiere conocerte antes de aceptar hacer algo. Es comprensible. —Aleka inclinó la cabeza y sonrió—. Vale, tendré piedad y te dejaré asearte.
—Se volvió, abrió la entrada y desapareció.
¿Father?, pensó vagamente. Oh, sí. Entre ellos, Aleka y los dos metamorfos habían decidido enviarle a un campo de secanos —disponían de sistemas de comunicaciones— y, sí, esa tribu en particular eran biocatólicos. En una ocasión había visto un documental sobre esa secta. Tenía pocos miembros, muy dispersos e intensamente religiosos— ¿qué otra fuerza podría impulsar su forma de vida?—, pero no por ello retrógrados. Sería mejor que causase buena impresión.
Colgaba una cortina frente al lavabo y aseo portátiles. Vio los salientes que se podían conectar a una unidad de recuperación de agua. Las pérdidas debían de ser muy raras, exceptuando la evaporación y las fugas accidentales. No, seguro que la transpiración disipaba mucha agua. Con toda la rapidez posible se puso presentable, acabando con una toalla sobre la cara y el cuerpo. Había un cepillo colgando de una cadena. Su última dosis de inhibidor de barba no desaparecería por un tiempo. La ropa que se puso estaba algo sucia, pero no había forma de evitarlo.
Sintiéndose más vivo, salió. El sol brillaba furioso en un cielo que era como metal azul. Apenas podía distinguir la luna menguante. No era sorprendente que Aleka tuviese prisa. Tenían que realizar el contacto mientras todavía estuviese sobre el horizonte. Si usaban estaciones en tierra podrían alertar al sistema.
Ella le agarró del brazo. El tacto era más alegre de lo que debiera. —Por aquí— dijo. Kenmuir la acompañó por el campamento.
Se habían levantado hemisferios de diferentes tamaños, según el número de ocupantes, dispuestos alrededor de una zona que se había dejado despejada. Detrás de ellos, trabajaba un desalinizador portátil en los restos fangosos del Salton Sea. Una desolación blanquigrís se extendía en aquella dirección. En el resto del lugar, la tierra tenía vida; arbustos, cactus, árboles tristes, todo creciendo muy separado en el polvo alcalino. Sabía que algunos eran nativos, pero la mayoría eran metamórficos, diseñados para prosperar en aquellas condiciones y producir comida, fibra, combustible, medicinas. Podía ver a algunos individuos, a pie o en miniciclos, inspeccionando, atendiendo, aplicando el equipo que recogía los productos. Los vehículos que no estaban en uso estaban aparcados a un lado, media docena de camiones, dos voladores, cuatro coches resistentes, aparte del que había traído a él y Aleka.
La neblina del calor emborronaba la distancia. El aire estaba lleno de aromas intensos.
—Hello —dijo cortés alguien que pasaba.
—Eh, good day —respondió Kenmuir. ¿Era correcto? Él no era un norteamericano.
El hombre era un típico secano, delgado, de pelo negro, de rostro amarillo marrón, cara amplia, ojos rasgados, nariz aquilina. Una toga con capucha colgaba con orgullo sobre las amplias nalgas. Las mujeres que Kenmuir pudo ver iban igualmente vestidas y tenían el trasero aún más enorme. En los niños, las células para acumular agua estaban menos desarrolladas. La gente se movía en silencio, con dignidad innata, y hablaban poco. No había muchos por allí. La temperatura no les molestaba, pero los que no estaban en el campo se hallaban generalmente ocupados en los refugios. Un recital de grupo con dulces voces de tiple, que venía desde una gran cúpula, le indicó qué parte de la actividad era la escuela.
El espacio abierto, lugar común para los encuentros y las reuniones sociales después de la puesta de sol, tenía cuatro lámparas en su perímetro. En el centro se elevaba un crucifijo de tres metros de alto. La cruz estaba tallada para representar un árbol con hojas, y el Cristo era… bueno, no exactamente metamórfico, pero daba a entender algo extraño… Asombrado, Kenmuir vio que casi parecía selenita.
Podría no ser intencionado, pensó el astronauta, pero la idea estaba allí. Una fe que buscaba expiar los pecados del hombre contra la Madre Tierra… Era inevitable, supuso. Cuando se diseñaron los primeros secanos para tolerar condiciones como aquéllas, el desierto todavía estaba avanzando. La recuperación posterior robó a su especie un sentido final para la existencia. Así que algunos de ellos crearon uno propio. Se preguntó si apreciaban la ironía que su crédito era lo que les permitía comprar las necesidades que no podían producir o cambiar por lo poco que producían.
¿Era ironía? Después de todo, juntaban sus pagos individuales; las posesiones materiales les preocupaban poco; las distinciones se producían por los logros personales, fuerza, habilidad y santidad. Quizá la diferencia entre esos neonómadas —recordó que los miembros de esa tribu se autodenominaban legionarios— y su Hermandad Fireball era que ellos vivían sus ideales, mientras que sus hermanos jugaban con sus sueños. ¿Quién era más feliz? ¿Quién estaba mejor adaptado al cibercosmos?
—Ya estamos —dijo Aleka.
Un refugio frente a la plaza tenía un pez pintado como símbolo sobre la entrada. Ella se acercó y dijo suavemente.
—Hello. Visitors, please.
—Come, in the name of God —contestó la voz de un hombre. Obedecieron. El interior estaba casi tan desnudo como el lugar en el que había dormido: dos camastros, una mesa de patas cortas, una cocina portátil y un estante de utensilios, y el lugar de aseo separado por una cortina. En la parte de atrás había un escritorio primitivo, con estantes que contenían varios elementos, incluyendo un lector y un crucifijo en miniatura. Un muchacho preparaba café; el olor le recordó a Kenmuir el tiempo que hacía que no comía. Cerca del centro estaba sentado un hombre con las piernas cruzadas sobre su gran fundamento. Aunque el pelo era blanco y el rostro muy marcado, mantenía la espalda recta. De la cadena que tenía al cuello le colgaba un ankh tallado en coral.
—Father Ferdinand, the captain Ian Kenmuir —dijo Aleka. El sacerdote levantó una mano.
—Bless you, my children —les saludó.
—Yo, eh, perdóneme… I do not speak… —Kenmuir dejó de hablar. No para los propósitos actuales.
Ferdinand sonrió.
—Tratamos con el mundo exterior, capitán. —Su anglo tenía un ligero acento. Hizo un gesto—. Por favor, siéntense.
Se sentaron sobre unas almohadillas, alrededor de la mesa. Kenmuir se preguntó si la ropa de Aleka allí se consideraba poco modesta. Pero aquella gente no vivía aislada, veía los multis públicos y recibía al extraño ocasional.
—Espero que hayan descansado bien —dijo Ferdinand. Se encogió de hombros.
—Suficiente, espero. —Eso produjo una risa—. Gracias. Sobre la mesa había una garrafa y vasos.
—Tenemos una costumbre de bienvenida —dijo Ferdinand. Sirvió agua y se la ofreció. Recordando el documental, Kenmuir bebió en respetuoso silencio junto con los otros.
—Y ahora —Ferdinand rió cuando hubieron terminado—, imagino que lo que realmente desean es café. —Hizo un gesto. El muchacho les llevó una bandeja con una cafetera y tazas, se arrodilló para dejarla sobre la mesa y se retiró.
Kenmuir apenas pudo contener su ansia.
—Father —empezó a decir Aleka después de un minuto—. Le expliqué…
Ferdinand asintió.
—Tenéis poco tiempo, si queréis llamar hoy directamente a la Luna.
—Tienen el equipo.
El corazón de Kenmuir dio un salto.
—Lo tenemos —dijo Ferdinand—. No es que la transmisión precise mucha energía. Lo que necesitan es nuestra capacidad de codificación cuántica.
¿Qué hacían aquellos vagabundos con comunicaciones a prueba de espías?, se preguntó Kenmuir. Pensó en Iscah y Soraya. Evidentemente, los legionarios no eran tampoco tan simples. Mensajes intertribales —quizá rituales y conocimientos reservados para los iniciados de la iglesia, quizá planes de coordinación para tratar con el comercio y la política de un mundo que, en general, se manifestaba indiferente ante unos pocos excéntricos, o quizá sólo una precaución que permanecía desde los tiempos de la hostilidad activa— y los canales de ancho de banda disponibles para ese tipo de cosas eran limitados, así que sus licencias debían remontarse hasta…
Ferdinand siguió hablando con gravedad.
—La cuestión es si debemos concedérselo. Perdonadme. Ni acuso ni insinúo. Pero los pobres como nosotros no nos atrevemos a implicarnos en peleas.
—Nadie tiene que saberlo —dijo Aleka ostentosa.
Ferdinand frunció el ceño.
—Podrían descubrirlo.
Sí podrían, si le capturaban a él o a ella. ¿O los cazadores usarían análisis cerebral? No quería creer tal cosa.
Tampoco quería permanecer pasivo.
—Aleka —preguntó—, ¿qué le has contado a nuestro… nuestro anfitrión?
—No todo ni de lejos —admitió—. Ni tampoco deberías hacerlo tú. Father, no hay que poner a su gente en peligro. Lo único que queremos es realizar una llamada confidencial, eh, por una causa digna de su ayuda. —Y luego a Kenmuir—: Le he explicado que trabajamos para cierta asociación selenita. —Bueno, Lilisaire tenía sus secuaces, bien podría tener un par de aliados en la Luna—. Intentamos descubrir algo relacionado con el proyecto Hábitat, al que todos saben que se oponen. La información parece haber sido ocultada sin que se haya dado ninguna justificación pública, como exige el Pacto. Debemos llamar para pedir más instrucciones, sin que los responsables puedan detectarnos.
—Si hay alguien responsable —dijo Kenmuir—. Podría tratarse de una confusión.
—O podría tener toda la razón —gruñó Aleka—. Quizá los sofotectos sean todos moralmente perfectos, pero el humano medio puede ser tan corrupto, ambicioso y con las mismas ansias de poder que siempre.
Ferdinand se acarició la barbilla.
—Vuestra historia parece tener más elementos que no me habéis contado —dijo con sagacidad—. No temáis, no voy a interrogaros. Vamos a relajarnos y a hablar de cosas agradables.
El muchacho les sirvió un almuerzo vegetariano. Después de una breve bendición, Kenmuir descubrió que casi toda la comida le resultaba novedosa y estaba sazonada de forma muy exótica. Todo estaba acompañado por un vino blanco bastante decente.
Mientras tanto, por medio de preguntas y comentarios inteligentes, Ferdinand le animó a contarle su vida. Kenmuir a cambio aprendió más sobre los secanos de lo que suponía que podría aprenderse. Sin duda Aleka, en una conversación anterior, había descrito de forma similar su propio pasado. Kenmuir realmente deseaba conocer el pasado de Aleka.
—Sí, podéis llamar. Os guiaré —dijo finalmente Ferdinand de forma práctica.
Kenmuir comprendió con algo de sorpresa que durante la pasada hora el sacerdote había estado calibrando a sus invitados hasta decidir que efectivamente eran lo que decían ser.
Recorrieron juntos el campamento. La gente se cruzaba los brazos sobre el pecho al ver a Ferdinand y éste les daba su bendición. Mientras caminaban les iba haciendo comentarios.
—… las ratas del desierto se están convirtiendo en un problema ecológico, pero una enfermedad nueva en los tubérculos de proteínas resulta ser la amenaza más inmediata. La vida no va a limitarse a dejar de mutar y evolucionar a nuestra conveniencia, ¿no? Bioservicio ha desarrollado un contruangente, pero quiere estudiar los posibles efectos secundarios antes de dejarnos usarlo… El festival del solsticio… La gente joven nos abandona, en número cada vez mayor. Me pregunto cuántos seguirán con esta dura vida si todos encuentran una alternativa…
El láser se encontraba alojado en un camión que Ferdinand procedió a abrir.
—¿Necesitarán ayuda? —les preguntó—. Puedo enviarles a nuestro oficial de comunicaciones.
Kenmuir miró al interior.
—No, gracias. Conozco este modelo y estoy familiarizado con él. —Era bastante antiguo, pero también lo era lo que quedaba de la flota espacial selenita. Modernizarla hubiese implicado hacerla completa mente cibernética, sin que quedasen humanos atravesando el espacio más que como pasajeros poco frecuentes. Podía comprender por qué los legionarios se aferraban a su legión, aquellos que todavía lo hacían.
—Y yo conozco la clave de encriptación —añadió Aleka. Una clave, entre las muchas que debía de poseer Lilisaire.
—Very well, les dejaré a solas —dijo Ferdinand—. Please, vuelvan a cerrar con llave el camión cuando hayan terminado y regresen a mi habitáculo. —Se alejó de ellos, una figura solitaria bajo el amplio cielo.
Kenmuir y Aleka se metieron en el camión y cerraron la puerta. Un incómodo crepúsculo cayó sobre ellos, como si estuviesen en un horno. Se acercaron al dispositivo y permanecieron un momento sin decir nada.
Kenmuir se aclaró la garganta.
—¡Bien! —dijo sobre el fondo de los martilleos de su corazón—. Acabemos con esto antes de que nos sofoquemos.
—El rayo no puede ir directo al castillo —le dijo Aleka—. Podrían descubrir su trayectoria, y pronto tendríamos a una brigada cayendo sobre nosotros. Voy a saltar al azar entre varios…
—Sí, lo sé, y en todo caso no soy un deficiente. —Kenmuir se detuvo—. Lo lamento. Eso no venía a cuento. Estoy demasiado nervioso.
Aleka sonrió en la oscuridad. Kenmuir vio cómo el sudor empezaba a concentrarse en gotitas sobre el labio superior de la mujer, las formas y el escote entrevistos por la túnica parcialmente abierta, el olor de la carne sana.
—Eres un kanaka’oi, Kenmuir —murmuró, pasándose la mano por entre el cabello profundamente oscuro y mojado. Suspiró—. Como has dicho, tenemos que ponernos a trabajar.
Tuvieron que afanarse un poco con el teclado. El ordenador era sólo robótico, pero comprendió la tarea y se dedicó a ella inmediatamente. La señal buscó la primera dirección, un satélite de retransmisión en órbita lunar. No se trataba de una estación oficial, sino que pertenecía a la Selenarquía, un diminuto sistema automático alimentado por energía solar. Pasó, según las instrucciones, el mensaje codificado que había recibido, y así todo el camino, hasta que el último transmisor lo dirigió a Zamok Vysoki. Seguir una señal tan errática hasta la Tierra era poco práctico, y aunque no sería difícil interceptarla, no tendría demasiado sentido hacerlo. Las leyes de la mecánica cuántica protegían el secreto de los ojos de cualquiera que no conociese la clave.
—Me atrevería a decir que a alguien le interesaría mucho que el Pacto no protegiese los derechos a la intimidad —comentó Aleka. —Se estableció en otra era —contestó Kenmuir algo distraído. Estaba completamente concentrado en la pantalla—. He oído argumentos a favor de enmendarlo para ajustarse a las nuevas condiciones. —¿Para controlarnos más de cerca?
—Mm, hablan de conflictos entre sociedades saliéndose de madre, en ocasiones hasta hacer correr la sangre, y las tramas de algunos para hacer daño a otros… —Desorden humano, sinrazón humana, peligrosos anacronismos.
La pantalla se iluminó. Apareció un rostro selenita. Kenmuir reconoció a Eythil de Marte.
—Capitán —dijo en anglo—. ¿Cómo leva?
—No muy bien, como debería serle evidente —replicó el terrestre—. Mi compañera y yo debemos consultar a la dama Lilisaire.
La imagen se había vuelto impasible, como era la costumbre selenita mientras los fotones volaban por el espacio. Después de tres segundos frunció el ceño y respondió.
—Creo que está descansando —dijo.
Turno de noche; Selene no tenía zonas horarias. Kenmuir se preguntó si Lilisaire no se encontraría realmente de juerga, o entregada a algún otro sutil placer.
—Se lo aseguro, es urgente y exclusivamente para ella —declaró—. Si no puede hacerlo ahora, dígame cuándo puedo volver a intentarlo. Pero no le prometo que pueda hacerlo.
Retraso.
—Lo comprobaré —dijo Eythil—. Un momento. —La pantalla se puso negra.
—Supongo que podríamos quedarnos aquí hasta mañana. —La voz de Aleka sonaba apagada en el silencio—. Probablemente hemos conseguido hacerles perder el rastro. Pero si deciden usar todo el sistema…
Satélites de reconocimiento que podían identificar a un hombre en tierra y comprobar si reía o lloraba. Búsquedas de datos, que podían realizar una lista de todas las personas que en alguna ocasión habían tenido relación con Lilisaire, ya fuese directa o indirectamente. Investigaciones en las comunidades. Más búsquedas de datos. Las entradas recientes en el Control de Tráfico sobre qué vehículos habían ido y a dónde.
—Esperemos no ser tan importantes —dijo Kenmuir. Todavía.
El tiempo pasó lentamente. Se encontraron con sus sudadas manos entrelazadas.
Una cabeza y hombros en la pantalla, hermosos como una montaña nevada, intensos como el fuego. Los mechones castaños estaban despeinados, pero los ojos verdes se encontraban completamente despiertos.
—Salud —ronroneó la Guardiana—. ¿Qué deseáis de mí? Kenmuir soltó la mano de Aleka. Tenía paralizada la lengua. Fue ella la que se enderezó e hizo un resumen rápido.
Retraso. Lilisaire sonreía al menos un poco. Kenmuir la miraba y la miraba. En el fondo de su mente se movían pequeños elementos de información que había recogido: Aleka venía de Hawai, se había encontrado con un agente en San Francisco y el agente era un sofotecto (si tenía plena inteligencia, ¿qué le impedía abandonar la causa selenita y fusionarse con el cibercosmos?); pero frente a él se encontraba Lilisaire. Se agitó. La sonrisa dio paso a la desolación.
—Enfrenté mi ingenio en poderoso combate con el pragmático Venator —dijo, a medias para ella. ¿Quién? Durante un segundo se vio una sonrisa—. También he tomado medidas para ocuparme de él. Una pequeña artimaña, pero quizá encontremos un uso para el resultado. —Volvió a ponerse seria—. Vuestro análisis es correcto. Es necesario moverse con rapidez, porque en caso contrario estáis perdidos. Aleka, la máquina Carfax te explicó el esquema de mi plan. ¿Todavía crees que tiene posibilidades?
—Sí, si podemos acceder al archivo —contestó la terrestre—. Ahora me pregunto si no estará doblemente protegido.
Retraso. Frente a ellos Lilisaire parecía pensativa. Kenmuir se perdió en sus ojos.
—Creo que tengo recursos en ese sentido —le dijo la selenita a Aleka—. Escuchadme. El capitán Kenmuir irá a un lugar donde no es probable que sus perseguidores le busquen pronto. Elige uno que no esté muy lejos de vuestro destino final, el que tú y Carfax habéis discutido. Deja que se quede allí un tiempo mientras tú regresas a… Kamehameha es el espaciopuerto más cercano. He preparado algo que uno de mis agentes llevará en el trasbordador del turno de mañana. Será un terrano. No sé en este instante de quién se tratará exactamente, pero usará el nombre de Friedrich y ocupará una habitación en el Hotel Clarke. Encuéntrate allí con él, recoge lo que te dé y vete al encuentro del capitán Kenmuir. A partir de ahí, procede según el plan y tu propio ingenio. —Usaba un tono de satisfacción—. Si descubrís la verdad, tendrás lo que te prometí, en todo su esplendor.
Se recostó para esperar, como un lince esperando una presa. Aleka tragó saliva.
—Yo, sí, lo intentaré —pudo decir—. No sospechan que esté implicada. Nadie me prestará atención. Sí, lo intentaré, mi dama.
El miedo que Aleka dominaba alcanzó de pleno a Kenmuir. Le perseguían a él.
—¿Qué hay de mí? —gritó—. ¿Cuál es mi recompensa? Retraso. Calor, sed, deseo, Aleka respirando a su lado. Lilisaire volvió a sonreír.
—Ya te lo he dicho, mi capitán —contestó como una canción—. La causa de la libertad y el destino de la humanidad en las estrellas. Pero tienes razón, ésa es una recompensa abstracta, y la situación ya no es tan simple sino que hemos pasado a la lucha. Por tanto, sí, ¿serás el jefe de mis actividades en el espacio, y morarás conmigo como un señor entre los selenarcas? Eso te lo daré con todo mi corazón, mi capitán, si vuelves a mí victorioso.
Los segundos pasaron mientras él permanecía inmóvil lleno de asombro.
Aleka le dio un codazo.
La decisión no podía esperar. Podía decir «no», dirigirse a las autoridades y maldecirse hasta el día de su muerte. O podía aceptar aquella apuesta loca, saltar a lo desconocido, muy probablemente ganar ignominia o muerte, y en el mejor de los casos, un futuro de interminable pena, celos, intriga y añoranza del hogar… pero ya no tenía un verdadero hogar, ¿verdad?
—Sí —dijo.
Durante el tiempo de retraso miró el rostro de Lilisaire y comprendió, fragmento a doloroso fragmento, que la amase o no de verdad, el deseo que sentía por ella era como el deseo que siente un hombre perdido en un bosque por el agua y el fuego.
—Una vez más te besaré dijo ella. Que él supiese, nunca un selenita le había hablado de tal forma a un serrano.
La pantalla quedó a oscuras. Después de un buen rato. —Well dijo Aleka—, ya estamos metidos de lleno en esto, ¿no? —¿Por qué lo haces tú?
—Se trata de una larga historia, y hay que moverse. Primero, salgamos de este horno. —Le tiró de la manga—. Escucha. No debería llevarme más de un par de días hacer lo que me ha dicho. Lo que haré será llevarme el coche que usamos para llegar aquí e ir a Santa Mónica. En el aeropuerto, dirigiré el volador para que vuele hasta aquí y se ponga a tu servicio. Eso será mañana como muy pronto. O, sí, primero te compraré una muda de ropa y te lo dejaré en el volador. Y enviaré el coche de vuelta a Iscah y tomaré un vuelo a Hawai. Mientras tanto, aquí deberías estar seguro, si te mantienes oculto y te pones una de esas capuchas cuando salgas fuera. Los secanos tienen un código de hospitalidad, y tenemos el favor de su father. Pero una vez que tengas transporte, mejor que salgas corriendo.
—¿A dónde? —preguntó, indefenso en la ignorancia.
—Mm, déjame pensar. Ahora, por si acaso, no debería decirte a dónde iremos cuando nos reunamos. Pero Lilisaire tiene razón, deberíamos empezar en un lugar a una o dos horas de ese punto. Tampoco conozco la región, pero… Vamos a realizar una búsqueda de datos.
Ferdinand les indicó la cúpula que contenía las terminales de ordenador. Estaban destinadas al uso general, pero en aquel momento no había nadie. Aleka inició una búsqueda por comunidades en medio del continente que estuviesen relativamente aisladas y fuesen autosuficientes. Las predicciones de nubosidades en los próximos días también eran un factor a tener en cuenta. No tardó en tomar una decisión.
—Bramland. Según esto no es un lugar muy agradable, pero por esa misma razón no es probable que sientan simpatías por la policía. Nos inventaremos una excusa plausible para que se la cuentes a los residentes locales, por qué has ido allí a pasar unos días y por qué voy a reunirme contigo. Pondré algo de dinero en efectivo con esas ropas y lo demás que te he prometido. En general, a partir de ahora, intenta disimular y mantén la boca cerrada. Sé que sabes hacerlo. —Le agarró la mano—. Sé que podemos hacerlo.
¿Descubrir lo que se había ocultado durante siglos? No por primera vez —no por primera vez— la mente de Kenmuir retornó al pasado, buscando a ciegas cualquier pista que pudiese haber en la historia.