45

Un espacio vasto y oscuro… ¿una cámara? La vista no podía apreciar las dimensiones. Líneas luminosas subían y volvían a bajar, algunas muy cerca entre sí, otras a varios metros de distancia. Vistas desde lejos, se fundían en un diseño complejo, un jeroglífico que Kenmuir no podía entender.

El aire carecía de calor, frío, olor o sonido.

Se había despertado allí después de quedarse dormido en la habitación de la Central a la que Venator le había llevado. Sin previo aviso, pero de alguna forma sin sentir sorpresa, se vio medio reclinado sobre una red en la que unos accesorios entraban en contacto con pies, manos, frente y sienes. Su piel y ropas estaban iluminadas o resplandecían ligeramente. Sentía una inmensa calma, pero simultáneamente nunca se había sentido tan consciente y en alerta, controlando totalmente su mente y cuerpo. Era como si sintiese hasta el último flujo por los capilares sanguíneos, nervios y cerebro. Esperó con solemnidad lo que iba a suceder.

Frente a él, Venator estaba tendido de forma similar; pero aunque el cazador tenía los ojos abiertos, parecían ciegos y el rostro se había convertido en una máscara. ¿Qué veía? ¿Qué cosas sabía?

La presencia de la Teramente, pensó Kenmuir, la cercanía del gran dispositivo central; excepto que la Teramente no era una única mente o ser. Era el ápice del cibercosmos, la culminación guía, como lo era el cerebro humano del organismo humano. No, realmente tampoco era eso. En cierta forma todas las máquinas surgían de ella, como hombres y dioses de Brahma, y las almas de los sinnoiontes anhelaban acercarse a ella.

Pero Kenmuir sabía que no se trataba de un punto final estático. No era lo que las inteligencias artificiales, dispuestas a crear una inteligencia artificial superior, habían producido; era el cibercosmos como totalidad, evolucionando. Sus pensamientos ya sobrepasaban la imaginación humana. ¿En cuánto superarían su propia imaginación actual dentro de cien o mil millones de años?

Venator habló.

—Ian Kenmuir —dijo con seriedad. ¿Hablaba la Teramente a través de él, como si fuese un oráculo?

—Estoy listo —respondió Kenmuir. No disponía de ningún título honorífico que añadir; y en todo caso, hubiese sido una burla. —Comprendes que no eres ni un sofotecto ni un sinnoionte. Estás en el exterior. Por tanto, yo actuaré de enlace.

En caso contrario, ¿podría la presencia ofrecerle a Kenmuir algo más que discursos, imágenes y un espectáculo de sombras? Por medio de Venator, que era humano, él podría llegar a comprender, a sentir, lo que la inhumanidad por sí sola no podría transmitir.

—Pregúntame lo que desees —dijo la voz.

—Ya sabes lo que nos ha traído aquí —contestó Kenmuir en voz baja—. ¿Por qué has ocultado la existencia de Proserpina?

—La respuesta tiene muchos aspectos.

—¿Y será cierta?, se preguntó una mota rebelde. Juzgarás la verdad por ti mismo —dijo la voz.

¿Una verdad evidente al final de un camino de razonamientos? Pero ¿podría él seguir ese camino hasta el final?

—Escucho. Observo.

Algo parecido a una expresión cruzó brevemente el rostro de Venator y su tono. ¿Un dolor, un deseo?

—Tú y yo compartimos recuerdos.

Luminosa en medio de la oscuridad apareció la imagen de Lilisaire, tan viva que incluso Kenmuir contuvo el aliento. El vestido cubría su figura esbelta. Con gesto felino, se volvió para mirarle. De un rojo oscuro y de un rojo como una llama, su cabello caía sobre los hombros blancos, más allá de las delgadas venas azules de la garganta. Le sonrió con los grandes y oblicuos ojos dorados y verdes y con los labios que recordaba. ¿Ronroneó, le llamó?

Más imágenes parpadearon y se desvanecieron. No era un documento, ni una secuencia o un montaje, era un fluir de sueños para despertarle. Por debajo de la tranquilidad que sentía, le dolían. No había deseado contar los amantes de Lilisaire, sus traiciones, los hombres que había matado y los hombres que había ordenado matar, los hombres con los que se había casado y los hombres que había atrapado en su red, los hombres a los que rompía la voluntad o aquellos a los que atraía hasta que se perdían, la voluntad ora glacial ora en llamas, pero siempre carente de consideración o piedad, el hecho de que era salvaje.

—Hermosa, ilimitada, ambiciosa, infinitamente peligrosa —murmuró la voz.

—No —negó Kenmuir—. No puede ser. Una mujer mortal… —Una que las circunstancias han convertido en la encarnación de su sangre.

Imágenes sacadas de la historia. La arrogancia selenita, la intransigencia, la anarquía directa, en los dientes del implacable espacio. Intrigas, asesinatos, amenazas terribles. La soberanía selenárquica, separando su nación de la unidad de la humanidad. El plan de Rinndalir para destruir el orden de las cosas, simplemente por el deseo de destruirlo. Niolente fomentando la revuelta en la Tierra y la guerra en la Luna, su muerte como un animal acorralado, y en las ruinas, un secreto que su línea de sangre había conservado durante siglos. Lilisaire, una vez más Lilisaire.

—¡No! —gritó Kenmuir, desintegrándose la calma que sentía—. ¡No voy a condenar a toda una especie! —Tragó—. Ni tampoco creo que pudieses tú.

—Nunca. ¿Maldecimos al trueno o al tigre? Ellos también pertenecen a la vida.

A continuación el sueño fue de un mundo. Un trueno fijó nitrógeno que alimentó un bosque. Bajo las hojas, un carnívoro atrapó a su presa y de esa forma mantuvo la salud de la manada, con un número que no superaba a lo que la tierra podía mantener. El mar que ahogaba algunos barcos mantenía a flote a todos los demás, y en sus profundidades nadaban ballenas y sobre sus cabezas se agitaban las alas. Los cuerpos muertos se pudrían, para renacer como hierba y flores. La nieve caía, para fundirse en la primavera y alimentar la estación.

Pasó un espectro, desierto, la roca desnuda saliendo allí donde la tierra de cultivo había sido arrastrada por el agua o se la había llevado el viento. Un río que fluía lleno de veneno. El aire que hacía daño a los pulmones. Hordas y hordas, la humanidad destruía a su alrededor como nunca lo había hecho una plaga de langostas, y donde antes anidaban las aves canoras ya sólo corrían las ratas por callejones y cloacas.

Pero eso había pasado, o casi, y la Tierra florecía de nuevo. Fue el cibercosmos el que salvó la selva y el tigre… sí, la determinación humana era necesaria, pero sólo por medio de la tecnología podía producirse el cambio sin catástrofes, y el cibercosmos conservaba en los seres humanos la voluntad de realizar los cambios por medio de sus consejos y por las victorias cada vez más visibles contra la desolación.

El tigre volvió a saltar a la vista de Kenmuir. El espectáculo terminó. Tendido entre arcos relucientes, oyó:

—De la misma forma los selenitas, que han hecho muchas cosas magníficas, deberían unir sus ofrendas al resto de la humanidad para crear y convertirse en el destino humano.

Aunque volvía a sentir paz, esa paz servía a su yo y a su mente.

—Es cierto, pero ¿es suficiente? ¿Por qué debe crecer de la misma forma cada rama de la humanidad? ¿Y qué forma es ésa?

—No es única. Por cualquiera de los múltiples caminos que escojáis vosotros o vuestros descendientes. Medítalo. ¿Quién hoy en día ha sido forzado? ¿No es la Tierra tan diversa, o más, que en cualquier momento del pasado?

Sí, admitió Kenmuir; y no sólo en sociedades y en individuos libres, sino también en la riqueza natural restaurada por todo el globo, desde el oso polar en el ártico hasta el bisonte y el antílope en las praderas, desde el halcón en lo alto hasta el pavo real en la jungla, desde la palmera al pino, desde lo alto de las montañas hasta las profundidades del océano, vida, vida.

La voz siguió hablando.

—Sin embargo, ¿no debería guiaros la razón, la compasión y la reverencia? En caso contrario, sois menos que simios, porque al menos los simios reaccionan de acuerdo con sus características naturales, y vuestra característica natural es pensar.

Kenmuir no pudo evitar recordar qué otra cosa era innata, y que la conciencia no era más que una capa delgada sobre ese mundo. Pero mejor no aventurarse demasiado por ese camino. Mejor volver a la pregunta que le había llevado allí.

—¿Por qué no quieres que se conozca la existencia de Proserpina? ¿Temes a unos pocos selenitas en un lejano asteroide?

Sonaba tan ridículo que casi se lamentó de haberla expresado. Luego decidió que era mejor quitársela de encima.

La respuesta fue grave. Kenmuir pensó que la Teramente no tenía necesidad de fanfarronear como el Dios de Job; podía permitirse ser paciente, e incluso, sí, cortés.

—Claro que no… no así. Lo que hay que temer es el espíritu que se resucitaría. En el fondo, el destino lo escoge el espíritu.

—No entiendo. —Kenmuir vaciló. No podía referirse a ningún absurdo de la mente sobre la materia.

—El espíritu fáustico. No ha muerto, no del todo, aquí en la Tierra; vive, oculto y disfrazado, en los selenitas; y en Alfa Centauri florece triunfante.

Kenmuir no supo si la imagen de Deméter le vino de la oscuridad o de la memoria. ¿En cuántas ocasiones había contemplado esas imágenes transmitidas por los colonos a lo ancho de los años luz? ¿Qué parte de él sentía envidia y qué parte amargura? Perdido en el sueño, sólo pudo preguntar.

—¿Qué va mal en Deméter? —Porque todo lo que veía era esplendor y coraje.

—Es un espíritu que no acepta límites, que no tiene fin o control para sus deseos y empresas. Los antepasados de las gentes que allí viven no podían alcanzar la paz con los poderes que les habían ofendido en la Tierra, aunque se le ofreció la paz. No podían, porque nunca están satisfechos. Por tanto, eligieron partir, sobre un puente que ardía tras ellos, a un mundo que sabían condenado. Ahora sus descendientes no aceptan esa condena.

—¿Qué otra cosa podrían hacer? —susurró Kenmuir. ¿Qué otra cosa excepto resignarse, confortándose en la idea de que el olvido estaba todavía varios siglos en el futuro? Se habían precisado todos los recursos de los que disponía Fireball en su momento más glorioso para enviar unos pocos cuerpos en sueño frío a través del abismo. En Centauri no podían hacer más de lo que habían hecho; y a menos que un puñado regresase a Sol, cualquier esfuerzo resultaría fútil. La distancia al siguiente mundo habitable era demasiado grande; la radiación durante el viaje causaría un daño irreparable. Las emulaciones podrían ir, sí. Las de Guthrie exploraban entre las estrellas. Pero eran pocos los humanos que deseasen convertirse en emulaciones. Los que lo hiciesen podían seguir igual de bien en el sol donde ya estaban, junto con los selenitas en sus asteroides: un asentamiento tan insignificante como lo había sido Rapa Nui en su soledad del Pacífico después de que las canoas dejasen de navegar.

—Todavía no lo saben —dijo la voz—, pero se están acercando al camino de la salvación.

—¿Cómo lo sabes? —exigió saber Kenmuir—. No te importa, ¿no?

—Es cierto, la Teramente les dice por medio del cibercosmos, como se lo dice a la gente de la Tierra, que no tiene mayor interés en ellos o en cualquier otro aspecto del universo empírico. No es por completo así. Si bien ahora se conocen las leyes finales del universo, no se conocen todas las permutaciones de materia y energía. Por tanto, las sondas investigan en el espacio interestelar. Y en cuanto a los centaurianos, hay microsondas observándolos sin que ellos lo sepan. Kenmuir sintió una punzada. ¿Mentía el cibercosmos?

La paz fluyó sanadora en la herida. Debía de haber una razón, que se le revelaría en su momento. ¿Qué humano era siempre sincero, especialmente con aquellos a quienes amaba? Es más, el fingimiento es una necesidad del pensamiento. Representas planetas tridimensionales sobre superficies bidimensionales; y en sí mismo también es una simplificación, porque el mapa no es un plano euclidiano. Para calcular las órbitas a corto plazo, haces que esos planetas sean puntos geométricos con masa e ignoras todo lo demás en la galaxia. Fundas una corporación y la tratas legalmente como una persona. Hablas sobre una comunidad o la especie humana, aunque sólo existen los individuos. Hablas de individuos, de ti mismo, aunque el cuerpo está formado por muchos organismos y la mente es un conjunto de interacciones sin fin.

—Y recibimos señales directamente desde allí —dijo Kenmuir. Las había estudiado con avidez, pero hasta ese momento no había notado del todo las pocas veces que llegaban noticias, y lo escasas que eran. Al principio, el tráfico había sido voluminoso, en un sentido y en el otro… Bien, pensó, no sería difícil hacer que los colonos no tuviesen deseos de enviar. Tenían muchas cosas de que ocuparse. Y en cuanto al Sistema Solar, allí la gente también estaba envuelta en sus propias preocupaciones y se había medio olvidado de la frontera y de los territorios inexplorados…

—¿Están desarrollando una simbiosis… —No una sinnoiosis— de vida y máquina?

—Sí. Madre Deméter.

En esa ocasión, las visiones fueron claras, con la suficiente duración para que las pudiese aprehender, y hablaban. Hablaban de otro sistema extraño, un biocosmos, integrado con la ecología básica. Allí la mente final no era cibernética, sino humana, emulaciones que de esa forma habían vuelto a la vida, una Gaia no trascendente sino inmanente y consciente de sí misma. Ella protegía y guiaba la vida. Ella era la vida.

—¿Qué tiene de terrible? —susurró Kenmuir al cabo de un momento.

—Es lo que los salvará en Centauri —contestaron los labios de Venator. Los ojos seguían ciegos, excepto por lo que se moviese en su interior—. La Madre descubrirá que puede hacer lo que hoy es imposible, colocar la personalidad de una emulación en un cuerpo recreado. Deméter el planeta debe morir, pero la semilla de Deméter irá a las estrellas.

Kenmuir sintió un estremecimiento frío.

—Sí —dijo la voz, ¿con tristeza?—, te sientes inspirado, estás maravillado.

Volvió a sentir el desafío.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—La visión, el logro es totalmente fáustico. E igual sería el asentamiento en Proserpina: de una magnitud mucho menor, pero con el mismo espíritu, y no a años luz de distancia, sino aquí, en casa, a poca distancia de la Tierra.

Kenmuir sintió que su rostro expresaba asombro.

—Atiende —dijo la voz—. Tu especie ha luchado siempre, como debe hacerlo la vida, para sobrevivir y mejorar. Y, extrañamente, no ajustasteis vuestros modos a la realidad, cambiasteis el mundo para que se ajustase a vosotros. Dominasteis el fuego, a las bestias y las cosechas, explorasteis, inventasteis, os extendisteis por el planeta. Los paisajes de países enteros dejaron de ser, a lo largo de los siglos, creaciones de la naturaleza para convertirse en creaciones de sus habitantes humanos.

»Pero también había siempre una conciencia de los límites, humildad, temor de los dioses y de la némesis que seguía a la hubris. Vivíais en el ciclo de las estaciones, sabiendo que erais mortales, y cuando veíais que el orden antiguo de las cosas se rompía, llorabais por ello. Los invasores que mataban, quemaban y esclavizaban tenían sus propias costumbres, sus propias piedades. En cada uno de los mitos que os guiaba había una advertencia contra el deseo de llegar demasiado alto, contra un orgullo excesivo.

»Pero el espíritu fáústico ganó. En la historia, Fausto hace un trato con el maligno para recibir poder ilimitado. Al final, pierde su alma. Pero hay una continuación en la que regresa y se redime, no arrepintiéndose, sino realizando una obra de ingeniería que contiene las aguas de la inundación y hace que se realicen los deseos del hombre. »Incluso así, la civilización fáustica se alejó de su modestia infantil. Sus matemáticas se extendieron hasta lo infinitesimal y lo infinito, llegando hasta lo transfinito. Su física examinó el átomo y las estrellas. Su biología hizo que la vida dejase de ser un misterio para convertirla en química, y al final convirtió el alma en un proceso que podía ser emulado. Mientras tanto, conquistó el mundo y viajó a la Luna y a los mundos más allá.

»Era, es, ese espíritu el que no conoce límites, no reconoce ninguna limitación, hace lo que desea porque lo desea y luego busca nuevas victorias.

»Superaba todo lo demás, aplastaba todo elemento extraño, forjó el estado total, y casi consiguió exterminar a su propia especie. Kenmuir permaneció en silencio durante un rato, buscando las palabras, antes de contestar.

—No, no puedo aceptarlo. —No podía hacer otra cosa sino enfrentar su inteligencia simiesca contra la Teramente—. Te refieres a lo que vino de Europa, a la cristiandad occidental, ¿no? Bien, en el peor de los casos no era más malvada que las demás, simplemente tenía más poder. Y consiguió ese poder por medio de la ciencia que creó, que también ofrecía el poder de detener la enfermedad y el hambre, poder para comprender el mundo natural y aprender a salvarlo. Todos los demás también habían estado destruyendo la naturaleza, de forma más gradual pero sin ningún medio para reparar el daño. Ésa fue la civilización que abolió la esclavitud legal y convirtió a la mujer en igual al hombre. Fue la civilización, el espíritu dices tú, que dio vida a los derechos inalienables del individuo, vida, libertad y la consecución de la felicidad. Nos dio los planetas y todavía podría darnos las estrellas.

No sabía que podía hablar así. No era un orador. ¿Qué fuerzas sutiles atravesaban su piel para evocar lo que hubiese latente en él? La Teramente jugaba con justicia, pensó.

—Lo que has dicho es tan cierto como lo que has oído —contestó la voz—. Es igual, implica la desunión, la disputa, el caos, por toda la eternidad.

—¿Qué otra cosa…? ¿Qué preferirías tú?

—Unidad. Armonía. Paz. La noosfera y, al final, el noocosmos. Otra aparición, un sueño. La inteligencia inmortal, trascendiéndose a sí misma por toda la eternidad, hasta que sus creaciones y comprensiones superaban a todo el universo material.

Durante miles de millones de años por venir debía explorar, descubrir, inspirarse en el cosmos. Los destinos de las galaxias eran todavía incalculables. Pero ya parecía clara la ley que las gobernaba; sólo sus posibles consecuencias eran un misterio, y con cada nueva experiencia se incrementaría la capacidad para predecir la siguiente. Eternamente perseverante, la semilla sofotéctica se extendió por el futuro. No necesitaba planetas, ni apoyos, ni conquistas, nada excepto diminutos fragmentos de sustancia para reproducirse. Y cada uno de esos semilleros, cada cibercosmos y Teramente, se unió al resto. A la velocidad de la luz, la comunicación por la galaxia requería decenas de miles de años, la comunicación entre galaxias millones; pero poseían la paciencia que da la seguridad, y ya no había muerte.

El espacio se expandió. Las estrellas envejecieron. La última de ellas se apagó. La temperatura se acercó al cero absoluto. La poca energía útil que quedaba venía de la lenta desintegración de los agujeros negros y las partículas de materia. Y la inteligencia debía gastar esa energía muy lentamente; una idea podría requerir miles de millones de años antes de completarse. Pero el mismo ritmo unió las mentes de las galaxias. Ya no estaban más alejadas que la duración de un pensamiento. A medida que pasaron billones de años, para ellas la separación se redujo sin límites. Se conectaron en una única inteligencia suprema que llenó la realidad. El universo no estaba ni muerto ni oscuro. Estaba vivo y radiante por el espíritu.

La certidumbre no es absoluta. Contra las pruebas y lo que creemos, el cosmos podría frenar su expansión y caer sobre sí mismo. La inteligencia, sin embargo, seguiría siendo inmortal. Dentro del tiempo finito hasta la singularidad; podrían pensarse un número infinito de pensamientos y podrían soñarse un número infinito de sueños. Ya se produzca la transfiguración por medio del fuego o del hielo, la conciencia sobrevivirá y se desarrollará por siempre.

Mucho, mucho antes de ese momento, su precursor abandonará la crisálida de materia-energía. Conocerá todas las cosas que existen y todas las que son posibles; las habrá pensado todas, las habrá comprendido todas, y con amor las dejará todas a un lado. En sus propias obras —arte, matemática, tareas inimaginables— ocupará su eternidad. Al final fue la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.

Kenmuir permaneció en silencio.

—Ya conocías la profecía —dijo la voz.

—Sí —contestó—, pero no la había visto así. —Después de un rato añadió—: ¿Cómo podría… cualquier ser humano… amenazar tal empresa?

—Es la naturaleza de las cosas. Es más profunda que el caos. Sí, cambios infinitesimalmente pequeños pueden tener consecuencias inmensas e imprevisibles; aun así, un sistema tiene sus atractores, su orden subyacente, y el equilibrio roto puede restablecerse.

»Para comprender el verdadero peligro, tendrías que estar en sinnoiosis, y aun así tu percepción sería oscura y fragmentaria. Pero piensa. Recuerda lo que sabes de física cuántica. La realidad es una, pero la realidad es múltiple. El pasado y el futuro son uno, inseparables. Pero eso implica que son igualmente incognoscibles con precisión. Una partícula puede haber pasado de un punto a otro punto por medio de infinitas trayectorias; algunas son más probables que otras, pero sólo la observación establece cuál es real. El estado de una, cuando se determina, fija el estado de otra, aunque se encuentre a años luz de distancia, demasiado distantes para que haya una relación causal entre ellas. Por tanto, el observador y lo observado, la existencia y su significado son un todo, Yang y Yin; y la función de onda del universo es tan incierta como la función de onda de un electrón aislado.

Kenmuir movió la cabeza.

—No, no lo comprendo. No puedo. A menos que estés dando a entender… que las mentes humanas tampoco son accidentales; que son un aspecto fundamental de la realidad… como la tuya.

Se estremeció. No era ni un sofotecto ni un sinnoionte, ni siquiera un filósofo. Para él debía ser suficiente que la Teramente tuviese razones para temer a su especie. (¿Temor? ¿Respeto? Aquí eran palabras inútiles). Mejor quedarse con los sucios detalles prácticos de los seres de carne y hueso.

—Lo que entiendo de tu intención es que —dijo con mucho cuidado— los seres humanos podemos hacer lo que queramos, y nos ayudarás, nos aconsejarás y serás bueno con nosotros… siempre que seamos irrelevantes para ti.

—No. Eso no puede ser. Ya es demasiado tarde. Tu especie ya se encuentra entre las estrellas.

Kenmuir sintió horror. La Teramente podría construir y enviar misiles para destruir Madre Deméter antes de que sus hijos abandonasen su mundo. ¡No! No había sucedido, por lo tanto no sucedería. No podía suceder. Por favor.

Se forzó a adoptar un tono seco.

—¿Qué hay de nosotros en la Tierra?

—En el futuro que pertenece a la Mente, os uniréis a ella, por voluntad propia y con alegría, como ha hecho este yo, Venator, pero en un grado mucho mayor.

—¿Nos convertiremos en parte del cibercosmos?

—Dentro de siglos o milenios. Luego, la Tierra consciente estará preparada para encontrar la mente alienígena de Madre Deméter. —Esperas que tendrás la fuerza…—la fuerza del intelecto, no la fuerza bruta— para lidiar con ella. Para domesticarla. Para absorberla en ti.

—No. La esperanza es que se una a nosotros por voluntad propia. —¿Será tan difícil? ¿Realmente es tan diferente?

—Sí. Y mientras las dos mentes permanezcan fieles a sus destinos, es imposible construir un puente de unión. Madre Deméter es la vida antigua, orgánica, biológica. Para ella, lo inorgánico, la máquina, no es más que una parte menor, un medio para el fin de la supervivencia. Siempre pertenecerá al universo material y a su estado salvaje, su caos, su mortalidad. Su intelecto nunca será puro y jamás se liberará por completo.

Kenmuir tuvo la extraña sensación de ser un cazador que estaba a punto de saltar sobre una presa majestuosa.

—Pero ella recorrerá caminos por los que tú no transitarás, que ni siquiera puedes imaginar, porque no puedes sentirlos. ¿Es eso lo que temes? Ella morirá con las estrellas, mientras tú seguirás viviendo. ¿No es así? ¿No es el espacio-tiempo lo suficientemente grande para, mientras tanto, compartirlo con ella?

Silencio. El rostro de Venator parecía el de un hombre muerto. Kenmuir se preguntó por lo que significaba. No. La realidad es una. Ella le dará forma, como hago yo. Se convertirá en algo imprevisible, sin destino, algo diferente al Destino Final que es mi propósito y razón de existir.

Dejó a un lado las palabras. No era más que su imaginación, no mejor que la imagen mítica del sol como un barco o un carro que recorriese a diario los cielos. Debía cazar más.

—¿Importarían tanto los selenitas en Proserpina? —preguntó—. Piensa —replicó el oráculo. Volvía a verse la vida en su rostro, aunque no era una vida humana—. Reconstruirán ese mundo, multiplicarán su número, se extenderán por los cometas, llegarán a las estrellas. Hablarán con la semilla de Deméter. Hablarán con los suyos en la Tierra, en quienes despertarán a Fausto.

—Te causarán problemas. Quieres que todo el mundo en el Sistema Solar esté cerca de la Tierra para poder controlarlo.

—Donde podáis recibir la iluminación y curaros de vuestra locura —dijo la voz. Con cuánta suavidad.

—¿Y todo eso —exclamó Kenmuir incrédulo— depende de una única nave que escapa de la Luna? ¿De un solo hombre que puede traerla de vuelta?

—No. La realidad es un todo, como he dicho. Pero por la historia que pronto llegará, y por tanto por la historia concebible en la eternidad, sí, te pido que la hagas volver.

El cibercosmos pedía.

Convertirías el universo en un lugar de mente y armonía, pensó Kenmuir. El conflicto que nos ha enfrentado, no de fuerzas sino de ideas y posibilidades, presagia la eterealización que persigues. ¿Quién puede decidir que tu visión es errónea? ¿Quién podría decidir que la pasión y la inseguridad, lo animal y lo vegetal, lo mortal, la pena mezclada con toda alegría están bien?

—Fausto siempre está en guerra. Yo soy un hombre de paz.

—La elección es tuya —oyó—. No voy a forzarte. No puedo. Si el cibercosmos impusiese su voluntad por violencia se violaría a sí mismo. Eso no podría más que provocar caos descontrolado; regresar a las crónicas de todas las tiranías. Aunque el género humano desapareciese en el Sistema Solar, los supervivientes seguirían viviendo en Alfa Centauri, siempre vengativos. Aunque ellos también muriesen, la corrupción se adueñaría del corazón del victorioso, y al final le destruiría igualmente. No, la carga es tuya.

Bajo el nirvana impuesto a su cuerpo, el pulso de Kenmuir dio un tropezón. Se le había secado la boca.

—Si te… obedezco… ¿qué pasará con Aleka y su gente? —Tendrán lo que desean, un país mejor que el que Lilisaire podría darles.

Y los terrestres cuyos ojos miraban las estrellas tendrían su Hábitat. No debería someterse más que el espíritu demoníaco en los selenitas.

No, todo humano que desease la libertad tendría que someterse. Y no sabrían que lo habían hecho o que ya no eran libres.

Era como si conociese la respuesta desde antes de nacer.

—No.

—Te niegas. —No era una pregunta—. Así es. Seguirá volando.

—Estás perdonado —dijo la voz, totalmente amable.

Kenmuir sabía que nunca podría comprender esa extraña integridad. Él no era una máquina, sólo un hombre.

Su conciencia se perdió en la noche.