4
La madre de la Luna
El gran meteorito que había abierto el Cráter Tycho había sido más rico en hierro y níquel que la mayoría de los de su clase. Los fragmentos estaban esparcidos, enterrados a poca profundidad bajo la regolita. Los mayores, condritas fusionadas por el impacto, se convirtieron en depósitos minerales como había pocos en la basáltica Luna sin atmósfera. Cuando la expansión de las operaciones exigió una base en la cara visible del hemisferio sur, había muchas razones para establecerla en Tycho.
Dagny Ebbesen ayudaba a construirla cuando su jefe la envió a la veta de Rudolph.
—Le hemos prometido a los trabajadores mejores alojamientos —le explicó Petras Gedminas—. Será una construcción estándar, pero así ganarán experiencia en la dirección de un trabajo. —Hizo una pausa—. No. Estamos muy lejos de la fase en la que una tarea es estándar. Espera lo inesperado.
El aviso era innecesario. Dagny lo había aprendido bien a lo largo de dos años. Un ingeniero de habitáculos, no importa lo novato que fuese, debía saber un poco de todo.
Tres ciclodías después de llegar a la mina, como una décima parte de un día lunar, aconteció el desastre.
Un vehículo de campo acababa de entrar. Llamando por adelantado, el conductor se había identificado como Edmond Beynac, de regreso con su ayudante de una expedición. Deseaban algo de descanso y compañía antes de continuar. Dagny estaba ansiosa por conocer al geólogo. Sus informes habían sido muy importantes para la construcción, mostrando dónde podía confiarse en la roca, de qué forma y cuánto. Más aún, sus descubrimientos y análisis habían cambiado muchas ideas sobre todo el globo. Eso sin contar la aventura, ¡avanzando y contemplando por donde ningún humano había caminado antes!
Eran las 21.30, a mitad del turno de tarde. Su equipo trabajaba constantemente, durmiendo por turnos, para acabar antes de que el sol se situase tan alto que el calor y la radiación les impidiese poder salir. Algún día, pensó, la tecnología eliminaría ese inconveniente (sí, y además haría algo con respecto al maldito polvo, pegajoso y que lo manchaba todo). Se sentía cansada hasta en los huesos. Pero sin embargo, a los veintidós años, bajo un sexto de la gravedad terrestre, podía ignorarlo. Podía perderse en lo que hacía y en lo que sentía.
Su proyecto no era todavía más que un montón de excavaciones, estructuras, sistemas de soporte vital y de energía medio instalados, hombres y máquinas intrincadamente ocupados. Las grandes pilas de suministros empequeñecían los refugios. A alguna distancia, el campamento original se agrupaba en bóvedas y colmenas no mucho mayores; la mayor parte del espacio vital estaba bajo tierra. Allí la centrifugadora permanecía ociosa. Los mineros estaban descansando, excepto por dos o tres que vigilaban el equipo que realizaba las tareas pesadas, cavando, rompiendo y cargando. Eso era dos kilómetros al este, casi en el horizonte. El sol, las sombras y el polvo levantado lo oscurecían; de vez en cuando parpadeaba un trozo de metal.
Los esbeltos pilones del funicular se veían claramente. En doble fila, muy separados, salían del pozo, pasaban a unos cien metros de ella y se desvanecían en el borde sur de su campo de visión. Los cables formaban delgadas rayas sobre el negro. Acababan de llenar una góndola con mineral y ahora se elevaba para colgar suspendida. El cable volvió a entrar en movimiento. La góndola comenzó su viaje por el cielo como una araña colgando de su hilo. Se dirigía a entregar su carga a los constructores de Tychopolis, que refinarían y usarían el metal. Ellos a cambio enviaban lo que los operarios necesitaban. Aquél era el medio más económico de transporte masivo, dado el limitado número de vehículos y lo accidentado del suelo del cráter.
Accidentado ciertamente: collados, salientes, cantos, agujeros, grietas, hendiduras, y una planicie oscura y confusa. Tras la mina, las murallas superiores de un segmento de la pared del cráter aparecían a la vista. El sol apenas las había tocado y permanecían de un negro sin rasgos, la sombra como un pozo de alquitrán. En el resto, sombras menores rayaban la piedra. Las estrellas se ahogaban en el brillo. Manchados trajes espaciales blancos, distintivos e identificaciones de vivos colores, se volvían diminutos en medio de las tinieblas.
La Tierra, sin embargo, dominaba el cielo al norte. Menguada ligeramente más allá de la media fase, sus curvas delineadas como mármol azul y blanco, un manchón ocre que era la Tierra, una luz que permanecía durante un momento después de apartar la vista como un sueño puede permanecer al despertar. La Tierra era gloria más que suficiente. Debajo sólo había quietud. Sin aire, el sonido muere sin nacer. En ocasiones, el receptor de Dagny emitía una voz, pero el trabajo se realizaba sobre todo en silencio, la habilidad corriendo contra el tiempo.
Lo único que oía era el aire correr en su reciclador y por su nariz, y también la sangre en los oídos.
—Encárgate tú —le dijo a Joe Packer, su segundo, y fue hacia el vehículo de campo.
Cabina y laboratorio estaban equipados para viajar cientos de kilómetros sin recargas y mantener la vida durante semanas. Sobre sus ocho enormes ruedas, ganaba en altura a la bóveda principal al lado de la cual había aparcado. Mientras se aproximaba, una escalerilla cayó a tierra y se abrió una compuerta exterior. Los nuevos edificios permitirían el acceso directo, esclusa de aire a esclusa de aire, pero por el momento los visitantes tenían que atravesar la entrada.
Dagny se apresuró. Adaptada desde hacía tiempo, se movía dentro del traje espacial casi con tanta facilidad como con un mono, a zancadas de baja gravedad, alegremente ligera. Una figura vestida de forma similar apareció sobre la escalera.
—¡Hola! —gritó ella—. ¡Bienvenido! El suelo se agitó bajo sus pies.
La violencia subió por sus botas y cuerpo como un trueno.
Casi se cayó. El traspiés la hizo mirar hacia el sol. El casco se oscureció para salvarle los ojos y vio su disco empalidecido en medio de una ceguera repentina. Recuperó el equilibrio, le volvió la visión, miró hacia el norte.
Una nube se elevaba en lo alto del horizonte septentrional. Se elevaba y elevaba, turbulenta y cenicienta, volviéndose gris hacia los bordes, una mancha sobre la Tierra. Las chispas saltaban en sus largas parábolas, como si cayesen las estrellas.
¡El choque de un meteorito! Aquello era material expulsado, rocas lanzadas, metralla. Los soldados bajo el fuego se echaban al suelo… No. Cuando venía del cielo ofrecías un blanco menor si te quedabas de pie. Y no debías correr.
La banda de visión trasera le llamó la atención. Se dio la vuelta para mirar directamente. Cerca del pilón más próximo a ella, la góndola cargada se balanceaba en arcos cada vez más amplios. La columna se estremeció. Varios metros más allá, una roca chocó, provocó su pequeña nube de polvo y cavó su pequeño cráter. Otra chocó contra un canto, rebotó y pasó volando peligrosamente bajo sobre la regolita.
El polvo empezó a caer. Una renovada ceguera cayó con él. Dagny sintió impacto tras impacto en algún lugar duro. Se enderezó rápidamente y buscó en la bolsa el trapo de limpiar. Quizá era para alejar el pánico que la atenazaba: las articulaciones amplificadas en los trajes espaciales estaban bien, eliminaban lo malo de la presión interior, pero ¿cuándo iban a desarrollar los ingenieros amplificadores táctiles para los guantes que te permitiesen sentir lo que hacías?
La Luna acelera con lentitud los objetos que caen, pero tampoco tiene atmósfera para frenarlos. En un minuto, sesenta segundos mortales, el bombardeo local había terminado y pudo limpiarse el visor.
El alivio le llegó de pronto, un jadeo, una flaqueza en las rodillas como si fuese a caerse. Parecía que nada peor que el polvo había llegado al campamento minero. Bien, por supuesto que las probabilidades siempre habían estado a favor, o la operación hubiese sido imposible, aunque nadie esperaba que algo tan grande cayese en las proximidades… Su mirada se dirigió hacia delante y se detuvo. Contuvo un grito.
El pilón estaba deformado. El cable aguantaba, pero estaba tenso e inmóvil, y el motor de ese lado seguramente estaba muy dañado. La góndola estaba de lado, a tres metros de distancia. Sus frenéticos giros la habían abierto y el contenido estaba esparcido por todas partes. Trozos metálicos cubrían todo el lugar de trabajo de Dagny.
Alguien gritó, un sonido ronco e irregular de agonía. Se rompió el pesado silencio; de pronto la radio empezó a llenarse de ruidos. Dagny activó su transmisor a toda potencia.
—¡Un momento! —Hizo que su voz superase a todas las demás—. ¡Callaos! ¡Tenemos cosas que hacer!
Mientras tanto se volvió hacia la escena. Una débil voz en su interior se preguntó cómo se atrevía a tomar el mando, ella que nunca se había enfrentado a nada similar. Las clases y las simulaciones de la academia le parecían irreales. Pero el liderazgo y el deber eran suyos. Enseguida estuvo demasiado ocupada para las dudas y los temores.
—Nombre, por números.
Le contestaron uno tras otro. Janice Bye estaba muerta, su casco se había roto, y ofrecía un rostro fantasmal bajo la larga luz del sol. Dos personas parecían sufrir una fuerte conmoción emocional; permanecían tiradas y temblaban. Y Joe, Joe Packer estaba de espaldas, con la pierna derecha enterrada bajo un montón de fragmentos pesados. Dagny se arrodilló a su lado. Después del primer aullido animal, el hombre se había quedado en silencio, exceptuando la respiración entrecortada. Tenía la piel más gris que marrón, cubierta de un sudor que brillaba como el rocío. Sobre ese fondo, los ojos eran de un blanco intenso alrededor del iris y la pupila dilatada. ¿Los teñía la Tierra ligeramente de azul? Dagny le agarró las dos manos con las suyas.
—¿Cómo estás, Joe? —La pregunta surgió firme. Él luchó por conseguir el mismo control.
—Como si me ahogase —murmuró—. No duele… mucho… ya no… pero estoy mareado y… oh…
La pernera del traje espacial debía de estar rota, decidió, probablemente en la articulación de la rodilla. El aire se habría escapado, más de lo que el tanque de reserva podía reponer, antes de que la pasta fluyese y se endureciese para cerrar un agujero de ese tamaño. Falta de oxígeno además del trauma; el corazón podía fallarle en cualquier momento. —Greenbaum, busca una botella de aire y un enganche dijo Dagny. Tenía que decirle a cada uno qué hacer exactamente, o chocarían entre ellos—. Royce, Olson, atended a Etcheverry y Graf. —Los casos de conmoción—. Los demás, palancas, palas, quitadle esta mierda a Joe. ¡Con cuidado!
—Maldita sea, a un lado —oyó. Era un bajo retumbante, sorprendente como el de Anson Guthrie pero con acento. En la pantalla trasera vio a su interlocutor acercarse. Debían de ser los geólogos. Nadie del campamento principal o de la mina podía haber llegado tan rápido. No podía permitir que cualquiera se entrometiese.
—¿Qué quieren? —exigió Dagny.
—Sacre putain de l’archevéque anglais! Se morirrá sin airré. Échese a un lado. —El recién llegado se agachó, la agarró por los antebrazos, la levantó y la dejó a un lado.
Dagny se tragó la furia. Edmond Beynac, tenía que ser él, sabría mejor que ella cómo manejar ese tipo de emergencia. Y sí, su compañero traía un tanque con un enganche. Desde lo alto de la escalera probablemente habían visto lo sucedido, habían pensando en lo que sería necesario y lo habían recogido. Jesús, eso era pensar rápido.
Los dos hombres se agacharon a ambos lados de Packer y se pusieron manos a la obra con habilidad.
—Greenbaum, ya no importa, vuelve y ayuda —Dagny recordó decir.
De pronto Beynac se puso en pie. El equipo se reunía con todas las herramientas. Dos hombres empezaron a apartar las rocas.
—¡Así, no, imbéciles! —rugió Beynac—. ¡Maldita sea! Los trozos podrían rodar sobre él. Comme ci. —Arrancó una barra de las manos más cercanas e hizo una demostración.
Sí, pensó Dagny, las cosas eran diferentes en Selene, una gravedad menor implicaba menos fuerza de fricción y… Oyó un murmullo de resentimiento.
—Obedecedle —ordenó—. Ahora es el jefe.
Era evidente que los hombres del pozo habían recibido órdenes de quedarse y lidiar con los daños, pero empezaban a llegar los primeros del campamento. Dagny fue a organizarlos. Luego volvió con Packer, que había sido liberado y estaba en brazos de Beynac.
—Lo llevaré al vehículo y le darré primeros auxilios —le dijo el geólogo—. Quisá entonces los médecins… los médicos puedan salvarle la pierna. —Sin esperar confirmación, se alejó por el cráter lunar.
Fueron cuatro los reunidos en la oficina principal. Pertenecía a Miguel Fuentes, jefe de operaciones en Rudolph. Dagny Ebbesen estaba allí como supervisora de coordinación y a Edmond Beynac se le había invitado por su experiencia. El cuarto era Anson Guthrie. Hablaba desde la Tierra por medio de una imagen en el telemonitor que había sobre la mesa.
Oficialmente, no tenía nada que hacer allí. La mina, como Tychopolis y casi todo lo demás en Selene, era una empresa de un consorcio internacional bajo supervisión de las Naciones Unidas. Pero Fireball era el contratista para todos los consorcios, y no sólo para los servicios de transporte espacial. Además, aquélla era una evaluación preliminar informal.
—La investigación del gobierno tardará meses y fastidiará más a los contribuyentes que el coste de las reparaciones —predijo—. Lo que podemos esperar hoy es llegar a las mismas conclusiones que ellos y planear con eso en mente.
—¿Qué planes hay que hacer? —preguntó Fuentes—. Un meteorito de semejante tamaño es ya de por sí un acontecimiento raro, y luego fue sólo casualidad que chocase tan cerca del personal. No podemos permitir que un accidente así nos detenga, ¿no? ¿O son los políticos realmente tan estúpidos?
Hizo la señal de espera con tres dedos en dirección al holograma, y todos se mantuvieron en silencio mientras las ondas de radio recorrían el espacio y volvían. Dagny fue consciente de lo pequeña que era la habitación, lo llena de aparatos que estaba, la sensación de pequeñez aliviada sólo por un par de imágenes chillonas colgadas de las paredes… escenas de Florida, supuso, de una exuberancia patética en un lugar como aquél. El reciclador de aire tenía algún tipo de problema que daba al flujo que salía del ventilador un cierto aroma metálico. Deseaba estar fuera.
—Los políticos no son necesariamente más estúpidos que nosotros, incluyendo a los presidentes de la junta de accionistas —dijo Guthrie—. He estudiado los informes preliminares. La roca no era tan grande ni es taba tan cerca como para causar tanto daño. Es evidente que encontró un fallo de diseño; pero pensábamos que habíamos diseñado para la peor eventualidad posible, ¿no? ¿Qué pasamos por alto? Si podemos descubrirlo rápidamente, y también cómo arreglarlo, sabremos qué contarle a la comisión. Luego podrán tomarse todo el tiempo que quieran, mientras nosotros hacemos lo que sea necesario. —Se acarició la barbilla—. Vosotros sois los que estáis ahí. ¿Alguna idea?
Dagny miró a Beynac al otro lado de la mesa. Descubrió que le gustaba hacerlo. Tenía unos treinta años, suponía ella, y era un poco más alto que ella y fuerte, con una larga cabeza, cara cuadrada, nariz recta, mejillas prominentes, pelo marrón espeso, ojos verdes. No exactamente guapo, no. Pero cómo irradiaba masculinidad.
—Usted es el geólogo, doctor Beynac. —dijo con cuidado, porque su comportamiento anterior parecía indicar que era fácil hacerle enfadar—. ¿Podrían tener propiedades poco comunes las rocas locales?
—No. Yo mismo investigué la zona hace dos años. Cuando se encontró el depósito, un estudiante mío, un joven competente, hizo un estudio más preciso. Si hubiésemos advertido posibles problemas, habríamos hecho las recomendaciones oportunas. —Al no estar sometido a presión, hablaba inglés con acento sólo en las vocales y el ritmo.
—Por supuesto —dijo ella—. Pero me refiero a ondas sísmicas. ¿Cómo se transmiten en esa zona?
—¿Hein? Los movimientos sísmicos lunares son insignificantes, sólo de interés científico.
—Lo sé. Pero me preguntaba cómo pudo llegar la onda del impacto.
—No con la suficiente intensidad para derribar nada —contestó él—. Lo vio.
Dagny se encabritó.
—Sí. También vi lo que se rompió. Algunas fuerzas tuvieron que ser responsables. ¿De dónde vinieron? Del impacto. ¿Cómo llegaron allí? Por el suelo. —Impulsiva—: Eso debería ser evidente para todos. Él no estalló. En su lugar, su mirada se hizo más atenta.
—¿Tiene una hipótesis? —murmuró.
—Una bonita palabra para una suposición loca —admitió Dagny—. Pero he estado pensando. ¿Qué tal suena esto? —Se dirigía también a Fuentes, y especialmente a Guthrie—. Una frecuencia de resonancia hace que ese pilón en particular vibre. Eso a su vez envía una onda por el cable y hace que la góndola se comporte como un péndulo. Si debajo había una capa de rocas que resonase con el impacto, el impulso podría repetirse y las oscilaciones serían cada vez mayores.
Beynac se enderezó de un golpe.
—¡Pardieu! —exclamó—. Creo que quizás… —Se echó hacia atrás, con los ojos medio cerrados—. Quizá. Déjenme pensar si eso es posible. Una componente transversal… —Se retiró a su cerebro.
—La probabilidad es ridícula —objetó Fuentes—. El sistema hubiese tenido que tener la carga y la configuración justa en el momento exacto.
Dagny asintió.
—Claro. Lo que propongo es un caso aún peor de lo que nadie ha imaginado. Es simplemente que no tengo una idea mejor. ¿La tiene usted? Tendrán que recoger datos, hacer pruebas de laboratorio y utilizar modelos informáticos para comprobarla. Pero quizá hoy Beynac pueda decirnos si vale la pena hacerlo.
Las palabras de Guthrie se superpusieron a las últimas de ella. —Maldición, ¡creo que lo has agarrado por el rabo! ¡Muy bien, chica!—. Su sonrisa y el guiño añadían: Cómo desearía poder jactarme de ti, nieta mía—. Y si tienes razón, no tenemos de qué preocuparnos. Podría sacar cientos de escaleras reales jugando al póquer antes de que esas condiciones se repitiesen.
Beynac se agitó, volvió a abrir los ojos y habló entre dientes. —No es cierto, señor—. No estando dispuesto a esperar por el retraso en la transmisión, siguió hablando—: Sí en ese accidente en particular. Debo hacer el análisis, pero creo hoy que la señorita ingeniero Ebbesen tiene razón en lo básico. Sin embargo, me interesan los meteoritos. El objeto era miembro del Enjambre Beta Táurida. La precesión orbital lo está convirtiendo, una vez más después de varios siglos, en una amenaza. Consideren lo que acaba de suceder como una advertencia. Todos los meses de junio, cierren las operaciones polares desde la salida hasta la puesta del sol.
Fuentes se puso rígido.
—¡Un minuto! ¿Sabe lo que significará eso? Beynac se encogió de hombros.
—¿Y? Yo soy un científico. Hago mis honradas recomendaciones. Los costes son su departamento.
Deferente, sin ser servil. Fuentes pidió una pausa para Guthrie.
El señor de Fireball mostró su sonrisa extrañamente encantadora. —Thank you— dijo—. Yo también me he estado preocupando por ese asunto durante una temporada. Hágame un favor y no convoque una conferencia de prensa inmediatamente, ¿vale? Recogeremos los datos, las cifras y los cálculos, y lo haremos público. Es muy importante. Los impactos mayores son una amenaza también para mamá Tierra. Los dinosaurios lo aprendieron por las malas; y si el objeto de Tunguska hubiese golpeado horas después, hubiese destruido la mayor parte de Bélgica.
Beynac miró la imagen con respeto renovado.
—Podría ser que la especie humana sacase algo del impacto de Rudolph —siguió diciendo Guthrie—. Podríamos conseguir apoyo para una patrulla espacial que siguiese a los meteoroides, y que desviase o destruyese a los mayores. —Rió—. Fireball se presentará al concurso de ese contrato.
—Otra razón para que los humanos ocupen la Luna —dijo Beynac en voz baja, sorprendiendo a Dagny.
Recordó otras muchas razones.
Energía. Colectores solares Criswell orbitando el globo para enviar a la Tierra energía eléctrica limpia y barata, casi ilimitada.
Ciencia. Astronomía en la cara oculta, una plataforma estable, un escudo del tamaño de un planeta contra las interferencias de radio y la contaminación luminosa. Química, biología, fisiología y agronomía bajo condiciones únicas e interesantes. ¿Quién podía predecir qué más? Industria. En ese momento, especializada y pequeña. Con el tiempo, gigantescas factorías de todo tipo, sin estar rodeadas de ninguna biosfera vulnerable, los productos enviados con facilidad al mundo materno en contenedores aerodinámicos que descenderían con suavidad hasta su destino. O que serían enviados al espacio profundo…
Astronáutica. Construyendo la flota y alojándola, al menos hasta que la humanidad hubiese echado raíces en otra parte. Y el futuro. Sí, la Luna era pobre en elementos pesados, no tenía aire, ni agua; pero riquezas así aguardaban sin límites en los asteroides y los cometas, junto con el día en que ya no fuese necesario arrancarlos de la Tierra viva. Aventura, descubrimiento, hazañas que realizar y canciones que cantar.
—¡Lo haremos! —gritó.
Se le calentó la cara. Aquélla era una reunión de negocios. ¿Por qué no había sentido la llegada de un estallido tan infantil y lo había suprimido? Fuentes, ese hombre tan correcto, parecía algo avergonzado. La imagen de Guthrie todavía no había podido demostrar ninguna reacción. Ella suponía que sonreiría indulgente y seguiría con la conversación. Beynac… Beynac la miraba. Y sonreía.
—Muy bien, mademoiselle —dijo.