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La madre de la Luna
Siempre era una especie de acontecimiento, del que se informaba en la prensa local, cuando Anson y Juliana Guthrie visitaban Aherdeen, Washington. Los multimillonarios hechos a sí mismos no eran cosa de todos los días, especialmente en un pequeño puerto, aún más especialmente después de que el negocio maderero, que había sido el sostén de la cercana Hoquiam, hubiese desaparecido. No es que la pareja presumiese de su situación. Al contrario, se alojaban en un lugar normal y durante su estancia, generalmente breve porque el negocio los reclamaba, evitaban en lo posible las apariciones públicas. Los dignatarios y celebridades que buscaban su compañía eran desalentados de forma más o menos amable. En su lugar, los Guthrie se reunían con los Stambaugh y, más tarde, con los Ebbesen. Eso también causaba asombro. ¿Qué podrían tener ellos en común con gente que trabajaba duramente para vivir con humildad?
—Nos caemos bien, disfrutamos de la compañía, eso es todo —le dijo Guthrie en una ocasión a un periodista—. Mi mujer y yo tampoco nacimos ricos, ya sabe. Nuestro pasado no es tan diferente del de esa gente. Nos conocemos desde hace años, y los viejos amigos son los mejores, como los viejos zapatos, ¿eh?
Esos amigos decían básicamente lo mismo a los que preguntaban. La comunidad aprendió a aceptar la situación. Y al cambiar el clima político, la envidia que sentían se redujo.
La relación llegó a parecer aún más extraordinaria cuando los Guthrie apostaron todo lo que tenían por el lanzador láser Bowen y fundaron Fireball Enterprises. Su fracaso hubiese sido casi tan espectacular como fue su triunfo, aunque menos significativo. Pero después de siete años, su compañía dominaba las actividades espaciales cercanas a la Tierra y preparaba naves para cosechar la riqueza del Sistema Solar. Pero volvían a Aberdeen de vez en cuando y eran invitados a las mismas modestas casas.
Al final, incluso invitaron a la joven Dagny Ebbesen a ir con ellos de vacaciones por la costa. Siglos después, Tan Kenmuir podía hacer cábalas más perspicaces que sus vecinos de entonces sobre cuál era la verdadera razón y qué sucedía realmente.
Al principio, la muchacha sacaba fuerzas y consuelo sobre todo de la mujer. Pero al final, Juliana se llevó a su marido a un lado y le miró:
—Necesita hablar en privado contigo. Llévala a dar un paseo. Uno largo.
—Anson levantó sus pobladas cejas. —¿Qué te hace pensar tal cosa?
—No lo pienso, lo siento —contestó Juliana—. Yo le caigo bien; a ti, te adora.
Él pensó en su propia hija —estaba en Quito, felizmente casada, pero recordaba ciertas confidencias desesperadas— y después de un momento asintió.
—Vale, no sé como tomármelo, pero vale.
—Eh —le dijo a Dagny—, pareces tan blanca como el Monte Rainier. Vamos a meterte algo de aire salado y algunos kilómetros.
Y la muchacha se encendió.
El lugar era antiguo, casitas de campo con paredes de piedra entre árboles. Al otro lado de la carretera que pasaba a su lado, el bosque perenne aparecía tenebroso bajo un cielo gris plateado y murmuraba al viento. Una escalera permitía bajar por el acantilado hasta una playa que se perdía en el horizonte a izquierda y derecha. Bajo las alturas y por encima de la clara arena, había maderos caídos, enormes troncos blancos, fragmentos más pequeños de árboles y otros desechos, todos traídos por la marea. La espuma rompía blanca. Más allá, las olas se elevaban con tonos de hierro. Al chocar contra un arrecife, saltaban como fuentes. Algunas gaviotas se elevaban con el viento, que soplaba triste, trayendo olores de mar y espuma. En aquel otoño y con los malos tiempos que corrían, el grupo de Guthrie tenía el lugar para ellos solos.
La chica y él giraron hacia el norte. Durante un rato caminaron en silencio. Formaban una extraña pareja, y no sólo por la edad. Él era grande y ancho, con el rostro gastado, lleno de arrugas bajo el escaso pelo rojo. El cabello de ella, descubierto, se agitaba en mechas, lo único brillante a la vista. Todavía caminaba a pasos cortos y ligeros; su condición, sólo traicionada por poco más que unos pechos ligeramente hinchados. Cada vez que atravesaban un grupo de algas, ella hacía estallar algunas cámaras de aire con el tacón. Cuando vio una concha circular intacta, la recogió con un gritito de placer. Después de todo, sólo tenía dieciséis años.
—Toma. —Se la puso a Guthrie en la mano—. Para ti, Tanso.
—¿No la quieres como recuerdo? —le preguntó él, mientras la aceptaba.
Ella se puso roja. Bajó la mirada. Él apenas oyó.
—Por favor. Tú y… y Tía… algo para recordarme.
—Bien, gracias, Diddyboom. —Dio a la mano de la chica un rápido apretón, la soltó y se metió el disco en un bolsillo de la chaqueta—. Muchas gracias. Y no es que vayamos a olvidarte.
Los motes volaron en el viento, como si el viento fuese el tiempo, nombres de cuando ella daba sus primeros pasos riéndose y no había conseguido decir «Tío Anson». Caminaron un poco más por la franja húmeda en la que el mar había apretado, suavizado y oscurecido la arena. El agua silbaba al romper y llegaba cerca de sus pies.
—¡Por favor, no me des las gracias! —gritó ella de pronto.
Él le dedicó una mirada azul pálido.
—¿Por qué no?
Las lágrimas relucieron.
—Has hecho tanto por mí, y yo, yo nunca he hecho nada por ti. ¿Ni siquiera puedo darte una concha?
—Claro que puedes, cariño, y le daremos un buen hogar —contestó—. Si crees que nos debes algo a Juliana y a mí, pasa la deuda; ayuda algún día a alguien que lo necesite. —Hizo una pausa—. Pero no nos debes nada, de verdad. Hemos disfrutado mucho de nuestro cargo honorario. De hecho, para nosotros, en todos los aspectos prácticos, eres parte de la familia.
—¿Por qué? —dijo ella medio desafiante, medio suplicante—. ¿Qué razón podrías tener para algo así?
—Bien —respondió él con cuidado—. Ya sabes que soy un viejo conocido de tus padres. A tu madre, desde que era una niña, y cuando tu padre iba a casarse con ella, me alegré de la buena pieza que tu madre había cazado. Juliana estuvo de acuerdo. —Se aventuró a sonreír—. Esperaba que ella lo llamase su pibe de siempre, hasta que me recordó que los australianos ya no hablan así a menos que estén intentando embaucar a un turista.
—Pero nosotros, nosotros no somos nadie.
—Tonterías. Tu gente no acepta limosnas, ni las necesita. Si ayudé un poco, fue un asunto de negocios.
Ella ya sabía que no era así. El padre de Helen Stambaugh había sido dueño de un barco pesquero hasta que la pequeña industria desapareció. Guthrie puso el capital, como socio en la sombra, para que volviese a empezar con un barco de recreo, que pasaba por el estrecho de Juan de Fuca y hacía un recorrido por las islas. Durante un tiempo prosperó de forma modesta. Sigurd Ebbesen, un inmigrante noruego, se convirtió en su oficial, luego en yerno y, finalmente, con más ayuda financiera por parte de Guthrie, en socio al frente de un segundo barco. Pero la empresa se hundió cuando lo hizo la economía de Norteamérica. El viejo pudo conseguir un austero retiro. Sigurd sólo sobrevivió porque Guthrie convenció a varios de sus socios y empleados de que aquélla era una forma agradable de pasar el tiempo de ocio. Sin embargo, Dagny, la mayor de dos hijos, debía hacer de cocinera durante las vacaciones. Ascendió a grumete, luego a ayudante de maquinista, sin paga; sus ojos se volvían hacia las estrellas todas las noches despejadas.
—No —protestó ella—. Realmente no eran negocios. Tú, sim… simplemente eras bueno.
Su tartamudeo pasó. Tragó aire, se llevó los puños a los ojos y caminó más deprisa.
Guthrie la siguió a su paso. Le permitió cien metros de silencio, exceptuando el viento, la espuma y los sonidos del mar, antes de ponerle una mano sobre el hombro y hablarle.
—Los amigos son los amigos —dijo—. No mido el valor de nadie por su cuenta corriente. Ya que estamos, yo mismo he sido pobre, varias veces.
Ella se detuvo.
—¡Lo siento! No pretendía…
—Claro. —Una sonrisa le arrugó el rostro—. Te conozco lo suficientemente bien. —Suspiró—. Me gustaría conocerte mejor. Si hubiese podido ver a tus padres algo más que de vez en cuando…
Ella reunió la calma suficiente, aunque tenía los puños apretados a los lados, para mirarle a los ojos.
—¿Entonces quizá hubieses podido evitar que me metiese en este lío? ¿Es eso lo que piensas, Tanso? Probablemente tienes razón.
Él volvió a sonreír, de lado.
—No te metiste en él tú sola, niña. Contaste con ayuda entusiasta.
A ella el color le aparecía y desaparecía de las mejillas.
—No le odies. Por favor, no. Él nunca hubiese…, si yo no…
Guthrie asintió.
—Sí. Lo entiendo. Además, cuando me enteré, investigué un poco la situación. Amor, lujuria y bastante rebeldía, ¿no? Por lo que dicen, Bill Thurshaw es un buen chico. Inteligente, también. Supongo que contrataré a alguien para prestarle atención, y si parece prometedor… Pero eso para más tarde. Ahora mismo, sois demasiado jóvenes, los dos, para casaros. Sería un imán para todo tipo de desgracias, hasta que os separéis; y tu hijo sería el que más sufriría.
—Entonces ¿qué debo hacer? —preguntó ella, cada vez más segura.
—Eso es lo que hemos venido a decidir —le recordó él.
—Papá y madre…
—Están a la deriva con el timón roto, los pobres. Sí, te apoyarán en lo que decidas, sin que importe lo que digan los vecinos cotillas y lo que haga el gobierno chapucero, pero ¿cuál es el plan menos malo? También tienes que pensar en tu hermano. La escuela por sí sola ya podría ser una prueba de resistencia, teniendo en cuenta la piedad mojigata que se ha instalado en este país.
Ella se quedó irrelevantemente sorprendida, por un momento.
—A la Renovación no le importa Dios —exclamó.
—Debía haber dicho beatería —gruñó él—. Puritanos. Masoquistas decidiendo que el resto debemos ser como ellos. Oh, claro, hoy en día las palabras son «medio ambiente» y «justicia social», pero es la misma terrible basura a la que Churchill llamó la igualdad de la miseria. Y Bismarck, ya antes, dijo que Dios cuidaba de los tontos, de los borrachos y de Estados Unidos de América; pero cuando la Unión Norteamericana eligió la candidatura de la Renovación, sospecho que la paciencia de Dios se había acabado.
La necesidad compartida produjo un acuerdo silencioso mientras caminaban. La arena se aplastaba ligeramente bajo sus zapatos; la marea subía borrando sus huellas.
—No importa —dijo Guthrie—. A mi boca le gusta irse por las ramas. Vamos a ver si podemos quedarnos cerca del meollo. Estás embarazada. Eso ya es malo de por sí, en el clima nacional de hoy en día, pero tampoco quieres hacer lo responsable desde el punto de vista ecológico y pedir que acaben con ello.
—Una vida —susurró ella—. No lo pidió. Y confía en mí. ¿Es una locura?
—No. «Acabar» significa que envenenarán esa vida para que salga de ti. Y si esperas, significa que aplastarán el cráneo y cortarán los miembros que molesten para sacártelo. Sí. Hay ocasiones en que puede parecer necesario, y ya hay demasiada gente. Pero cuando al otro lado del planeta millones de personas mueren de hambre, enfermedades y actos gubernamentales, creo que podemos permitirnos algunas vidas nuevas.
—Pero yo… —Ella levantó las manos y se miró las palmas vacías—. ¿Qué puedo hacer? —Cerró los dedos—. Lo que tú digas, Tanso.
—Tienes orgullo, sí —observó él—. Tengo la corazonada de que todo este asunto, incluyendo tu esperanza de que puedas salvar al bebé, es en parte tu forma de buscar aire fresco en medio de toda esta coba asfixiante que te rodea. Bien, hemos repasado el asunto una y otra vez durante los últimos días. Juliana y yo nunca hemos querido presionarte, de una forma u otra. Sólo queremos ayudar. Pero primero teníamos que ayudarte a avanzar hasta que supimos lo que querías hacer, ¿no?
—Siempre he podido hablar contigo… mejor que con cualquiera.
—Mm, quizá porque no nos has visto mucho.
—No, eres tú. —Y añadió—: Y Tía. Vale. ¿Qué debo hacer?
—Ten el bebé. Eso está bastante decidido. Juliana cree que si no lo haces, siempre te atormentará. No es que fuese a arruinar tu vida, pero nunca serías del todo feliz. Además de la muerte, sabrías que te rendiste, lo que no forma parte de tu naturaleza. Confía en la visión de Juliana. Si no la hubiese tenido para guiar mis relaciones con la gente, hoy estaría completamente arruinado y peinando la playa.
—Tú también me comprendes. Me has hecho ver.
—Nada. Me limité a señalar que en vista de cómo se reproducen los idiotas y los colectivistas, el ADN de gente como tú y Bill no debería tirarse por el retrete. —Su tono, deliberadamente seco, se hizo más amable—. Eso no era base para una decisión. Tú eras lo que contaba, Dagny, y Juliana fue la que te calmó. Vale. Ahora me toca a mí. Hemos dejado claro el qué y el porqué, tenemos que dejar claro el cómo.
Ella perdió el paso. Se recuperó, tragó y miró a la distancia frente a ella.
—Crees que no debería quedarme con el niño, ¿verdad? —dijo con calma.
—No. No estás lista para atarte. Supongo que nunca lo estarás, a menos que sea en el sitio justo, un lugar en el que puedas usar tus talentos. Te dolerá tener que dar al niño en cuanto nazca, pero eso pasará. Por supuesto, buscaremos los mejores padres adoptivos; y tengo el dinero para llevar a cabo una buena búsqueda. No en este país, bajo este maldito régimen, sino en el extranjero, quizá Europa. No te preocupes, ya encontraré la forma de saltarme cualquier ley. Sabrás que hiciste lo correcto, y podrás dejar atrás todo este asunto.
Una vez más, brevemente, ella le tomó de la mano.
—Nunca podré… no del todo…, pero… gracias.
—Mientras tanto y después, ¿qué hay de ti? —siguió diciendo a su modo metódico—. Podría hacer lo que debí haber hecho antes y sacarte de aquí de forma permanente.
Ella se puso rígida. La voz era muy baja.
—No. Te lo dije la primera vez que lo propusiste. Papá me necesita.
—Y es demasiado orgulloso para dejar que le contrate la ayuda que tú le das gratis. Lo sé. Por eso es por lo que no insistí demasiado en la idea de ponerte en una escuela en la que enseñen hechos y cómo pensar, en lugar de la doctrina de la Renovación. Pero las cartas están sobre la mesa, cariño. Si te quedas en casa y tienes el bebé, dudo de que la comunidad sea habitable para tu familia. Y la historia estará por siempre en tu fichero, disponible con sólo pulsar una tecla para cualquier fisgón. Pero si te vas, de forma más o menos inmediata, el pequeño escándalo no llegará a más. Sólo serás una oveja negra que abandonó el rebaño, y pronto te olvidarán. Y en lo que respecta al negocio de tu padre, tu hermano tiene ya casi catorce años. Es muy capaz de ocupar tu puesto, y estar deseando hacerlo si le he juzgado bien.
—Yo… supongo que sí.
Anduvieron en silencio durante medio kilómetro, solos entre el mar y la madera de playa.
—¿Qué? —Soltó ella de pronto.
Él lanzó una risita.
—¿No es evidente?
Ella volvió la cabeza para mirarle. La esperanza subía como la marea.
Guthrie se encogió de hombros.
—Bien, no iba a decírtelo directamente sin que hubieses tomado una decisión. Pero sabes que Fireball se ocupa más y más de la educación de los hijos de su gente, y estamos montando una academia para entrenamiento profesional. Por mi parte, siempre he sabido que te gusta el espacio. Para empezar, ¿te gustaría venir a Quito con nosotros y ver cómo va la cosa?
Ella se detuvo.
—Ecuador. —Se quedó boquiabierta… para ella era Camelot, Cíbola, Xanadú, el país fabuloso que Fireball había convertido en su hogar porque su gobierno todavía simpatizaba con las empresas, la puerta del universo.
Ella se arrojó en los brazos de él y lloró sobre su hombro. Él le acarició el pelo rojo y la espalda temblorosa, e hizo ruiditos de oso.
Finalmente, pudieron sentarse al abrigo de un tronco, uno al lado del otro. El viento silbaba a su lado, empujando un racimo de nubes bajo el cielo encapotado, pero las aguas susurraban calla-calla. El frío les hacía temblar un poco, ahora que se habían parado.
—¿Por qué eres tan bueno con nosotros, Tanso? —dijo ella con calma agotada—. Claro, te gustan papá y mamá, como te gustan los padres de mamá, pero nos has hablado de amigos por todo el mundo. ¿Qué hemos hecho para merecer tanta amabilidad?
—Suponía que tendría que decírtelo —dijo lentamente—. Tiene que ser un secreto. Prométeme que nunca se lo dirás a nadie sin mi permiso, ni a tus padres, ni a BilI cuando le digas adiós, lo que no va a ser fácil aunque lo vuestro haya acabado, ni a nadie, nunca.
—Lo prometo, por el doctor Dolittle —contestó ella, tan seria como la niña que había aprendido el juramento de él.
Anson asintió.
—Vale. Sé que tu madre te comentó que no había nacido en el seno de los Stambaugh, que fue adoptada. Lo que nunca ha sabido es que yo soy su padre.
Los ojos de Dagny se abrieron, abrió los labios, pero permaneció en silencio.
—Así que puedo comprender tu problema —siguió diciendo Guthrie—. Por supuesto, las cosas eran diferentes para mí. Sucedió cuando Carla y yo íbamos al instituto en Pon Angeles. Carla Rezek… No importa. Fue algo salvaje, hermoso y sin esperanza.
—Y te hizo daño, ¿no? —murmuró Dagny.
El perdió momentáneamente la sonrisa.
—Sobre todo me alegro por cienos recuerdos. Carla se acabó casando y se mudó; le perdí el rastro y ella no ha intentado comunicarse conmigo, siendo una buena persona como es. Sus padres eran menos tolerantes que los tuyos; la apartaron por completo y absolutamente de mí, pero por razones religiosas no aprobaban el abono. Cuando nació el bebé, lo dieron en adopción. Ni a Carla ni a mí nos dijeron a quién. En aquella época, ese tipo de incidentes eran muy comunes, nada importante. Además, yo fui pronto a la universidad, y al extranjero.
—Hasta que finalmente…
—Sí. Volví, no para quedarme sino para visitar los viejos lugares, adinerado y… con preguntas.
La chica se sonrojó.
—¿Tía?
—Oh, Juliana lo sabía, y de hecho me animó a intentar descubrir la verdad. Podría tener responsabilidades, me dijo. Un detective siguió algunas pistas muy fáciles y localizó a los Stambaugh en Aberdeen. No fue difícil llegar a conocerles. Nunca pretendí inmiscuirme, entiende, sino ser un amigo, así que no dije nada y te pido que hagas lo mismo. Entre otras cosas, para ti el secreto será una carga, porque no podré demostrar favoritismos hacia ti si eliges una carrera en Fireball. El espacio no perdona. Sin embargo, hoy…, bien, era obvio que debías saberlo. Aunque sólo fuese para que recompusieses tu corazón.
Dagny parpadeó.
—Tanso…
Guthrie volvió a años pasados.
—Helen crecía convertida en una damita encantadora. Poco después, se casó. Parece que somos impetuosos en ese sentido. Tú… yo, con cincuenta años, ¡tú estás a punto de convenirme en bisabuelo!
—Y… y tú me convertirás en…
—Nada, cariño. Sólo te ofrezco la oportunidad para que te con viertas en lo que desees y puedas.
Siguieron hablando, hasta que el frío les obligó a volver a caminar. El sol se ponía. No era más que un punto brillante tras las nubes, pero algunos rayos las traspasaban para encender las aguas.